DOS años antes de aquella mañana dramáticamente silenciosa en que Daniel Kaminsky y su tío Joseph se disponían para acercarse al puerto de La Habana y presenciar el esperado atraque del Saint Louis, la cada vez más tensa situación de los judíos europeos había comenzado a complicarse a un ritmo acelerado, capaz de augurar la llegada de nuevas y grandes desgracias. Fue entonces cuando los padres de Daniel decidieron que lo mejor sería colocarse en el centro de la tormenta y aprovechar la fuerza de sus vientos para propulsarse hacia la salvación. Por eso, valiéndose del hecho de que Esther Kellerstein había nacido en Alemania y sus padres aún vivían allí, Isaías Kaminsky, su esposa y sus hijos Daniel y Judit, luego de comprar la venia de unos funcionarios, consiguieron abandonar Cracovia y viajar a Leipzig. Allí el médico esperaba hallar una salida satisfactoria, junto con los otros miembros del clan de los Kellerstein, una de las familias más prominentes de la ciudad, reconocidos fabricantes de delicados instrumentos musicales de madera y de cuerdas que habían dado alma y sonido a incontables sinfonías alemanas desde los tiempos de Bach y Händel.
Ya establecidos en Leipzig, apoyándose en los contactos y el dinero de los Kellerstein, Isaías Kaminsky había comenzado la evacuación de los suyos con la muy complicada compra de un permiso de salida y un visado de turista para su hijo varón, que acababa de cumplir los ocho años. El destino inicial del muchacho sería la remota isla de Cuba, donde debía esperar el cambio de condición de su visado para viajar a Estados Unidos y la salida de sus padres y su hermana, que confiaban en que se produjese con cierta rapidez, si era posible directo hacia Norteamérica. La elección de La Habana como ruta para Daniel se debió a lo complicado que resultaba migrar hacia Estados Unidos y a la favorable condición de que, desde hacía unos años, allí vivía Joseph, el hermano mayor de Isaías, ya convertido por el desenfado cubano en Pepe Cartera, y a su disposición para presentarse ante las autoridades de la isla como sostén económico del muchacho.
Para los otros tres miembros de la familia varados en Leipzig las cosas resultaron más complicadas: por un lado, las restricciones de las autoridades alemanas para que los judíos residentes en su territorio emigrasen a cualquier parte, a menos que tuvieran capital y entregaran hasta el último centavo de su patrimonio; por otro, la creciente dificultad que entrañaba conseguir un visado, en especial con destino a Estados Unidos, donde Isaías tenía puesta la mira, pues lo consideraba el país ideal para un hombre de su profesión, cultura y aspiraciones; y, por último, la empecinada confianza de los patriarcas de la familia Kellerstein de que siempre iban a gozar de cierta consideración y respeto gracias a su posición económica, lo cual debía facilitarles, cuando menos, conseguir una venta satisfactoria de su negocio, un trato capaz de permitirles la apertura de uno tal vez más modesto en otra parte del mundo. Sería aquella suma de sueños y deseos, unido a lo que Daniel Kaminsky luego juzgaría como un profundo espíritu de sumisión y una paralizante incapacidad de comprensión de lo que estaba ocurriendo, la que les robaría unos meses preciosos para intentar alguna de las vías de escape ya practicadas por otros judíos de Leipzig que, menos románticos e integrados que los Kellerstein, se habían convencido de que no solo sus negocios, casas y relaciones estaban en juego, sino, y sobre todo, sus vidas, por el hecho de ser judíos en un país que había enfermado del más agresivo nacionalismo.
La compacta confianza en la gentileza y urbanidad alemanas con las cuales habían convivido y progresado por generaciones, no salvó a los Kellerstein de la ruina y la muerte. Si para aquella época ya los judíos alemanes habían perdido todos sus derechos y eran parias civiles, entonces se dio otra vuelta de tuerca que convertía su condición religiosa y racial en un delito. La noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, seis meses después de la salida de Daniel hacia Cuba, los Kellerstein prácticamente lo perdieron todo durante la jornada negra de los Cristales Rotos.
Dispuestos a buscar un visado hacia cualquier parte del mundo en donde al menos no corrieran iguales peligros, los padres y la hermana de Daniel fueron a dar a Berlín, acogidos por un médico no judío, ex compañero de Isaías Kaminsky en sus años de estudios universitarios. Allí Isaías, mientras corría de un consulado a otro, fue testigo de las grandes marchas nazis y pudo tener una noción definitiva de lo que se avecinaba para Europa. En una de las cartas que en ese tiempo le escribió a su hermano Joseph, Isaías trataba de explicar, o tal vez de explicarse a sí mismo, lo que sentía en aquellos momentos. La misiva, que años después el tío Pepe le entregaría a Daniel y, otros años después, Daniel pondría en manos de su hijo Elías, constituía una vívida constatación de cómo el miedo invade a un individuo cuando las fuerzas desatadas y manipuladas de una sociedad lo eligen como enemigo y le sustraen el recurso de apelación, en este caso solo por profesar determinadas ideas que los otros, la mayoría manipulada por un poder totalitario, han asumido como perniciosas para el bien común. El deseo de escapar de sí mismo, de perder la singularidad en la vulgaridad homogénea de la masa, se ofrecían como alternativas contra el miedo y las manifestaciones más irracionales de un odio revestido de deber patriótico y asimilado por una sociedad alterada por una creencia mesiánica en su destino. En uno de los párrafos finales de la misiva Isaías afirmaba: «Sueño con ser transparente». Aquella frase, resumen de su dramática voluntad de sumisa evasión, sería la inspiración capaz de mover muchas de las actitudes de su hijo y lo impulsaría, más que al deseo de adquirir una transparencia, a la búsqueda de convertirse en otro.
Fue en el momento más tenso de aquel trance, sintiéndose al borde de la asfixia por la presión nazi, cuando el doctor Isaías Kaminsky recibió un cablegrama enviado desde La Habana, en el cual Joseph le anunciaba la apertura de una brecha inesperada hacia la salvación: una agencia del Gobierno cubano montaría una oficina en la embajada de Berlín para realizar la venta de visados a los hebreos que quisieran viajar a la isla en condición de turistas. El mismo día que comenzó a funcionar la agencia, Isaías Kaminsky se presentó en la embajada y logró comprar los tres visados. De inmediato, con la ayuda de los Kellerstein y su colega médico, pagó la cuota exigida por el Gobierno alemán para conceder el permiso de salida a los judíos y, por fin, los billetes de primera clase para un transatlántico autorizado por la dirección de Inmigración a zarpar desde Hamburgo con destino a La Habana: el S.S. Saint Louis, que se hizo a la mar el 13 de mayo de 1939, previendo llegar a Cuba justo dos semanas más tarde, y depositar allí su carga humana de novecientos treinta y siete judíos alborozados por su buena fortuna.
Cuando Joseph Kaminsky y su sobrino Daniel llegaron al puerto la mañana del 27 de mayo de 1939, aún no había amanecido. Pero, gracias a los reflectores colocados en la Alameda de Paula y el muelle de Caballería, descubrieron con júbilo que el lujoso transatlántico ya estaba anclado en la bahía, pues había llegado varias horas antes de lo previsto, azuzado por la presencia de otros navíos cargados de pasajeros judíos, también en busca de un puerto americano dispuesto a aceptarlos. Lo primero en llamar la atención de Pepe Cartera fue que la nave había debido fondear lejos de los puntos por donde solían atracar los barcos de pasajeros: o el muelle de Casablanca, donde se hallaba el Departamento de Inmigración, o el de la línea Hapag, la Hamburgo-Amerikan Linen, a la cual pertenecía el Saint Louis y por donde desembarcaban los turistas de paso por La Habana.
En las inmediaciones del puerto ya se habían reunido cientos de personas, la mayoría judíos, pero también muchísimos curiosos, periodistas, policías. Y al borde de las seis y treinta de la mañana, cuando se encendieron las luces de cubierta y se escuchó la señal de sirena ordenada por el capitán del buque para abrir los salones del desayuno, muchos de los reunidos en el muelle saltaron de alegría, provocando una prolongada algarabía a la que se sumaron los pasajeros, pues unos y otros la asumieron como la indicación del inminente desembarco.
Con los años y gracias a la información recogida, Daniel Kaminsky llegó a comprender que aquella aventura destinada a trazar la suerte de su familia había nacido torcida de un modo macabro. En realidad, mientras el Saint Louis navegaba hacia La Habana, ya estaban marcados cada uno de los pasos de la tragedia en la que terminaría aquel episodio, uno de los más bochornosos y mezquinos de la política en todo el siglo XX. Porque en la suerte de los judíos embarcados en el Saint Louis se vinieron a cruzar, como si quisieran dar forma a las espirales de un lazo para la horca, los intereses políticos y propagandísticos de los nazis, empeñados en mostrar que ellos permitían emigrar a los judíos, y las estrictas políticas migratorias reclamadas por las distintas facciones del Gobierno de Estados Unidos, más el peso decisivo que sus presiones ejercían sobre los gobernantes cubanos. Al lastre de aquellas realidades y manejos políticos se sumaría, como colofón, el mayor mal que azotó a Cuba durante aquellos años: la corrupción.
Los imprescindibles permisos de viaje concedidos por la agencia cubana radicada en Berlín fueron una pieza clave en el juego perverso que envolvería a los padres y la hermana de Daniel y a otros muchos de los novecientos treinta y siete judíos embarcados en el transatlántico. Muy pronto se sabría que su venta formaba parte de un negocio montado por el senador y ex coronel del ejército Manuel Benítez González, que, gracias a la cercanía de su hijo con el poderoso general Batista, detentaba por ese entonces el cargo de director de Inmigración… A través de su agencia de viajes, Benítez llegó a vender unos cuatro mil permisos de entrada en Cuba, a ciento cincuenta pesos cada uno, lo que generó la fabulosa ganancia de seiscientos mil pesos de la época, una plata con la cual debió de mojarse mucha gente, quizás hasta el mismo Batista, a cuyas manos iban a dar todos los hilos que movieron al país desde su Rebelión de los Sargentos de 1933 hasta su bochornosa huida en la primera madrugada de 1959.
Por supuesto, al enterarse de aquellos movimientos, el entonces presidente cubano, Federico Laredo Bru, decidió que había llegado la hora de entrar en el juego. Movido por presiones de algunos de sus ministros, pretendió mostrar su fortaleza ante el poder de Batista, pero también, como era la usanza nacional, se dispuso a obtener una tajada en el pastel. El primer gesto presidencial fue aprobar un decreto mediante el cual cada refugiado que pretendiese llegar a Cuba debía aportar quinientos pesos para demostrar que no sería una carga pública. Y cuando ya los permisos de Benítez y los pasajes del Saint Louis estaban vendidos, dictó otra ley con la cual invalidaba las visas de turistas dadas con anterioridad, y a través de la cual exigía a los pasajeros el pago de casi medio millón de dólares al Gobierno cubano para permitir su ingreso en la isla en calidad de refugiados.
Los embarcados en el transatlántico, por supuesto, no podían aportar aquellas sumas. Al abandonar suelo alemán, a los presuntos turistas solo se les había permitido salir con una maleta de ropa y diez marcos, equivalentes a unos cuatro dólares. Pero, como parte de su juego, Goebbels, el jefe de la propaganda alemana y demiurgo de aquel episodio, había hecho circular el rumor de que los refugiados viajaban con dinero, diamantes, joyas que sumaban una enorme fortuna. Y el presidente cubano y sus asesores le dieron al jerarca nazi mucho más que el beneficio de la duda.
Cuando amaneció, el gentío arracimado en el puerto ya sobrepasaba las cinco, seis mil personas. El niño Daniel Kaminsky no entendía nada, pues los comentarios que circulaban eran continuos y contradictorios: unos provocaban la esperanza y otros el desconsuelo. La gente incluso corría apuestas: a que desembarcan o a que no desembarcan, y apoyaban sus decisiones con diversos argumentos. Para consuelo de los pasajeros y de sus parientes alguien informó de que los trámites del descenso solo se habían pospuesto por ser fin de semana y estar de asueto la mayoría de los funcionarios cubanos. Pero la mayor confianza en el bando de los familiares estaba depositada en la certeza de que en Cuba todo se podía comprar o vender, y por tal razón pronto llegarían a La Habana unos enviados del Comité para la Distribución de los Refugiados Judíos, dispuestos a negociar los precios fijados por el Gobierno cubano…
En realidad Joseph Kaminsky y su sobrino Daniel tenían una muy poderosa razón para estar más optimistas que el resto de los familiares de los viajeros hacinados en el puerto de La Habana. El tío Pepe Cartera ya le había confiado al muchacho, en el mayor secreto, que sus padres y su hermana tenían en las manos algo mucho más cotizado que unos visados: poseían una llave capaz de abrirles, de par en par, las puertas de la isla a los tres Kaminsky embarcados en el Saint Louis. Porque con ellos viajaba, de algún modo hurtada a las requisas nazis, la pequeña tela con una pintura antigua que por años había estado colgada en alguna pared de la casa familiar. Aquella obra, firmada por un famoso y muy cotizado pintor holandés, ya era capaz de alcanzar un valor que, suponía Joseph, sobrepasaría con creces las exigencias de cualquier funcionario de la policía o de la secretaría de Inmigración cubanas, cuyas bondades, aseguraba el hombre, se solían comprar por muchísimo menos dinero.
A lo largo de casi tres siglos la pintura que representaba la cara de un hombre clásicamente judío pero a la vez clásicamente parecido a la imagen iconográfica del Jesús de los cristianos, había pasado por varios estados de relación con la familia Kaminsky: un secreto, una reliquia familiar y, al final, una joya sobre la cual los últimos Kaminsky que disfrutaron de su posesión apostarían sus mayores esperanzas de salvación.
En la casa de Cracovia donde Daniel había nacido en 1930, los Kaminsky, aunque ya no tenían el desahogo económico de unas décadas atrás, vivían con las comodidades de una típica familia judía pequeñoburguesa. Algunas fotos salvadas del desastre lo demostraban. Muebles de maderas nobles, espejos alemanes, viejos jarrones de porcelana de Delft se veían en esas cartulinas teñidas de sepia. Y sobre todo lo revelaba aquella precisa foto de Daniel a los cuatro, cinco años, acompañado por su madre Esther, una instantánea tomada en el luminoso salón que hacía las veces de comedor. En aquella imagen se veía, justo detrás del niño y por encima de una mesa engalanada con un jarrón cargado de flores, el marco de ébano labrado en el cual Isaías había hecho montar, como si fuese el blasón del clan, la pintura que representaba a un hombre trascendente con trazas de judío y la mirada perdida en lo infinito.
Cuarenta años atrás el tratante de pieles Benjamín Kaminsky, padre de Joseph, del ya difunto Israel y de Isaías, había logrado amasar una generosa fortuna y, decidido a garantizar el futuro de sus hijos, había insistido en legarles algo que nadie podría arrebatarles: sus estudios. Antes de que se iniciara la guerra de 1914 había enviado a Bohemia al primogénito Joseph, para que allí desarrollara sus notables habilidades manuales entrenándose con los mejores artífices del trabajo con pieles, muy reconocidos en aquella región del mundo. De esta manera, el día que heredara el negocio familiar lo haría con una preparación capaz de garantizarle un rápido progreso. Después, Benjamín había encaminado al malogrado Israel a estudiar ingeniería en París, donde el joven muy pronto decidió establecerse, deslumbrado por la ciudad y la cultura francesa. Para su desgracia, en su proceso de afrancesamiento Israel acabaría enrolándose en el ejército francés para terminar sus días en una trinchera desbordada de barro, sangre y mierda en las inmediaciones de Verdún. Después de la Gran Guerra, aún en medio de la crisis que acabó con tantas fortunas y de la inestabilidad política en que se vivía, el peletero invirtió sus últimos activos en enviar a su propio benjamín, Isaías, a hacerse médico en la Universidad de Leipzig. Fue en esa época cuando el joven conoció a Esther Kellerstein, hija de una solvente y reputada familia de la ciudad, la bella muchacha con la que se casó y, en 1928, se estableció en Cracovia, la patria ancestral de los Kaminsky.
Muerto en la guerra el hermano Israel y confesadas las intenciones de Joseph de largarse a buscarse la vida en un nuevo mundo donde no se viviera en constante temor a un pogromo, el padre de Isaías le había dado al hijo menor la custodia de aquella pintura antigua que, por varias generaciones, siempre fuera entregada al primogénito varón de la estirpe. Por primera vez la futura propiedad de la obra, de cuyo valor ya tenían noticias más confiables, sería compartida entre dos hermanos, aunque desde el principio, Joseph, siempre frugal, con cierta vocación de ermitaño y despojado de grandes ambiciones, prefirió dejarla al cuidado de su hermano «intelectual», como solía decirle al médico, pues, además, debido a su tendencia a la ortodoxia religiosa, nunca había tenido una relación de simpatía con aquel retrato. Más bien lo contrario. Gracias a todas esas condiciones, años más tarde, cuando Joseph supo de las dificultades económicas entre las cuales Isaías trataba de obtener una vía de escape de Alemania para él y su familia, le resultó fácil tomar una determinación. Aquel hombre que solía contar los centavos y tenía al sobrino Daniel —y a sí mismo— siempre al borde de la inanición para no hacer gastos excesivos en cosas que, al final, decía, se convertían en mierda (debido a su estreñimiento crónico, vivió hasta la muerte obsesionado con la mierda y preocupado por el acto traumático de su evacuación), le había escrito a su hermano confirmándole que podía disponer con toda libertad del cuadro si llegaba el momento en que, con su venta, garantizaba su supervivencia. Tal vez ese era el destino manifiesto de aquella controvertida y herética joya rocambolescamente obtenida por la familia casi trescientos años atrás.
Nadie sabía a ciencia cierta cómo aquella pintura, un lienzo más bien pequeño, había llegado a manos de unos remotos Kaminsky, según todo parecía indicar, a mediados del siglo XVII, poco después de haber sido pintada. Aquella época precisa había sido la más terrible vivida por la comunidad judía de Polonia, aunque muy pronto sería superada en crueldad y cantidad de víctimas. A pesar del mucho tiempo transcurrido, para todos los judíos del mundo resultaba muy conocida la historia de la persecución, martirio y muerte de varios miles de hebreos por las hordas borrachas de sadismo y odio de los cosacos y los tártaros, una carnicería llevada hasta más allá de todos los extremos entre 1648 y 1653.
La crónica familiar en torno a la pintura que los Kaminsky poseían desde esos tiempos turbulentos se había montado a partir de una fabulosa, romántica y para muchos de ellos falsa historia de un rabino que, huyendo del avance de las tropas cosacas, había escapado casi por milagro del sitio de la ciudad de Nemirov, primero, y de Zamosc, después. El mítico rabino, decían, había conseguido llegar a Cracovia, donde, para su mala fortuna, lo había atrapado otro enemigo tan implacable como los cosacos: la epidemia de peste que en un verano acabó con la vida de veinte mil judíos solo en aquella ciudad. De generación en generación los miembros del clan se contarían que el médico Moshé Kaminsky había atendido al rabino en sus últimos trances, y cómo aquel sabio (cuya familia había sido masacrada por los cosacos del célebre Chemiel el Perseguidor, un asesino para los judíos y héroe justiciero para los ucranianos), al comprender cuál sería el desenlace, había entregado unas cartas y tres pequeños lienzos al médico. Las pinturas eran aquella cabeza de un hombre, a todas luces judío, que de una manera muy naturalista pretendía ser una representación del Jesús cristiano, aunque con la evidente intención de resultar más humano y terrenal que la figura establecida por la iconografía católica de la época; un pequeño paisaje de la campiña holandesa; y el retrato de una joven, vestida a la usanza holandesa de aquellos tiempos. Las cartas nadie supo lo que decían, pues estaban escritas en un idioma incomprensible para los judíos del Este y los polacos, y en algún momento tomaron un rumbo desconocido, al menos para los descendientes del médico que conservaron y transmitieron la historia del rabino y las pinturas. Según aquella leyenda familiar, el rabino le había contado al doctor Moshé Kaminsky que había recibido las telas y cartas de manos de un sefardí que decía ser pintor. El sefardí le había asegurado que el retrato de la joven era obra suya, que el paisaje lo había pintado un amigo suyo, mientras la cabeza de Jesús, o de un joven judío parecido al Jesús de los cristianos, en realidad era un retrato de él mismo, el joven sefardí, y había salido de las manos de su maestro, el más grande pintor de retratos de todo el mundo conocido… Un holandés llamado Rembrandt van Rijn, cuyas iniciales se podían leer en el borde inferior de la tela, junto a la fecha de ejecución: 1647.
Desde entonces la familia Kaminsky, también por puro prodigio escapada de las matanzas y las enfermedades de aquellos años tenebrosos, había conservado los lienzos y el relato bastante inverosímil que, según sabían, el remoto doctor había escuchado de labios del delirante rabino que había sobrevivido a varios asaltos cosacos. ¿Qué integrante de la comunidad judía polaca de la mitad del siglo XVII, desangrada y horrorizada por la violencia genocida que la diezmaba, podía creerse aquella historia de un judío sefardí, por más señas pintor, perdido por esos lares? ¿Cuál de aquellos hijos de Israel, por aquel tiempo fanatizados hasta la desesperación con las andanzas por Palestina de un tal Sabbatai Zeví que se había proclamado el verdadero Mesías capaz de redimirlos, cuál de aquellos judíos iba a creer que por los campos de la Pequeña Rusia pudiese andar un sefardí, venido a Ámsterdam, quien, para colmo de despropósito, se reconocía pintor? Porque ¿dónde se había visto alguna vez a un judío pintor? ¿Y cómo ese increíble judío pintor podría y se atrevería a andar por aquellos territorios con tres óleos, entre ellos un retrato suyo demasiado parecido al de Cristo? ¿No era más posible que en alguno de los ataques de cosacos y tártaros el supuesto rabino se hubiera apropiado, por sabe Dios qué mañas, de aquellas pinturas? ¿O que el ladrón fuese el propio doctor Moshé Kaminsky, creador de la torpe fábula del sefardí pintor y el rabino muerto para ocultar tras esos personajes algún acto oscuro realizado durante los años de la peste y la matanza? Fuera o no verdadera la historia, lo cierto fue que el médico entró en posesión de las obras y las guardó hasta el final de su vida sin mostrárselas a nadie, por temor a ser considerado un adorador de imágenes idolátricas. Por desgracia, decían los descendientes que por siglos fueron transmitiendo la crónica y la herencia, el pequeño paisaje de la campiña holandesa había llegado muy deteriorado a las manos de Moshé Kaminsky, mientras, con los años, la pintura que reproducía el rostro de la muchacha judía, tal vez por la mala calidad de los pigmentos o de la tela, se fue desvaneciendo y agrietando, hasta esfumarse, escama a escama. Pero el retrato del joven judío, no. Como cabía esperar, varias generaciones de Kaminsky mantuvieron aquella pieza, quizás hasta valiosa, oculta de las miradas públicas, muy en especial de las miradas de otros judíos polacos, cada vez más ortodoxos y radicales, pues el acto de exhibirla podía ser considerado una enorme violación de la Ley sagrada, ya que no solo se trataba de una imagen humana, sino de la imagen de un judío que encarnaba al pretendido mesías.
Fue el padre de Benjamín y bisabuelo de Daniel Kaminsky el primero del clan que se atrevió a colocar en un lugar visible de su casa aquella pintura. Para algo era medio ateo, como buen socialista, y hasta llegó a ser un líder obrero más o menos importante en la Cracovia de la mitad del siglo XIX. Desde entonces la crónica familiar sobre el cuadro adquirió nuevos ribetes dramáticos, pues uno de aquellos socialistas judíos, compañero de luchas del bisabuelo de Daniel Kaminsky, resultó ser un sindicalista francés y, según decía él mismo, íntimo amigo de Camille Pisarro, ese sí judío y pintor, y mucho se ufanaba de sus conocimientos de la pintura europea. Desde el primer día que el francés vio en la casa el retrato de la cabeza del joven judío, le aseguró a su camarada Kaminsky que tenía en una pared nada más y nada menos que una pieza del holandés Rembrandt, uno de los artistas más admirados por los pintores parisinos de aquella época, incluido su amigo Pisarro.
Pero fue Benjamín Kaminsky, el abuelo de Daniel, que no era socialista y sí un hombre muy interesado en hacer dinero por cualquier vía, el que un día cargó con el cuadro y lo llevó al mejor especialista de Varsovia. El técnico le certificó que se trataba, en efecto, de una pintura holandesa del siglo XVII, pero no pudo garantizar si se trataba de una obra de Rembrandt, aunque tuviera muchos elementos de su estilo. El principal problema para su autenticación se debía a que en el estudio de Rembrandt se habían pintado varias cabezas como aquella, más o menos acabadas, y existía entre los catalogadores una gran confusión respecto a cuáles eran obras del maestro y cuáles de sus alumnos, a los que muchas veces hacía pintar piezas con él o a partir de las suyas. En ocasiones, si le satisfacía el resultado, el maestro incluso las firmaba y luego las vendía como suyas… Por eso el especialista polaco, ateniéndose a ciertas soluciones demasiado fáciles, como de obra inacabada, se inclinaba a pensar que se trataba de una obra pintada por un discípulo de Rembrandt, en el taller de Rembrandt, y mencionó varios posibles autores. No obstante, dijo el hombre, se trataba de una tela sin duda importante (aunque no demasiado valiosa en términos económicos por no ser obra de Rembrandt), pero advertía que su juicio no debía ser tomado como definitivo. Tal vez los especialistas holandeses o los puntillosos catalogadores alemanes…
El hecho de estar un poco decepcionado por la más que posible pertenencia del cuadro a un alumno y no al cada vez más valorado maestro holandés, hizo que Benjamín Kaminsky no le diera a la pintura otro destino que un modesto marco colocado en la sala de la casa familiar. Porque, de haber tenido la certeza de su valor, lo más seguro es que hubiera convertido la reliquia en dinero, un dinero que, también lo más seguro, se habría hecho agua y sal durante cualquiera de las crisis de aquellos años terribles, anteriores y posteriores a la guerra mundial.
Sería el propio doctor Isaías Kaminsky quien por fin decidió someter al cuadro a un análisis riguroso. Hombre más curioso y espiritual que su progenitor, quiso salir de dudas y se lo llevó consigo a Berlín cuando viajó a Alemania para casarse con la bella Esther Kellerstein en 1928. Entonces se citó con dos especialistas de la ciudad, profundos conocedores de la pintura holandesa del período clásico, y les presentó el retrato del joven judío semejante al Jesús de la iconografía cristiana y… ambos certificaron que, aunque más bien parecía un estudio que una obra terminada, sin duda se trataba de una tela de la serie de los tronies (como les llamaban los holandeses a los retratos de bustos) pintados en la década de 1640 en el taller de Rembrandt, con la imagen de un Cristo muy humano. Pero, agregaron, aquella en específico, casi con toda seguridad, había sido pintada… ¡por Rembrandt!
Cuando tuvo la certeza del origen y valor de la obra, Isaías Kaminsky encargó su limpieza y restauración, al tiempo que le escribía una larga carta a su hermano Joseph, ya radicado en La Habana y en proceso de convertirse en Pepe Cartera, narrándole los detalles de la fabulosa confirmación. Gracias al juicio de los especialistas, Isaías pensaba ahora que debía de haber mucho de verdad en lo que, supuestamente, había dicho aquel mítico judío sefardí holandés, supuestamente pintor, cuando supuestamente entregó la tela al rabino —¿por qué?, ¿por qué dársela a alguien si ya por aquella época debía de ser muy valiosa?— que, luego de escapar tantas veces de las espadas y los caballos de los cosacos, terminó atrapado por la peste negra que asolaba la ciudad de Cracovia y fue a agonizar en los brazos del doctor Moshé Kaminsky. El generoso rabino que, antes de morir, supuestamente le había regalado al médico tres pinturas al óleo, un puñado de cartas y aquel extraordinario relato sobre la existencia de un sefardí holandés apasionado por la pintura, perdido en las inmensas praderas de la Pequeña Rusia. Una historia en la cual, comprobado el origen del cuadro, ahora los Kaminsky tenían más motivos para creer.
La zona del puerto pronto se convertiría en una especie de carnaval grotesco. Desde la misma mañana del sábado 27 de mayo, el día del arribo del Saint Louis, los miles de judíos radicados en La Habana, tuvieran o no familiares en el barco, habían acampado en los muelles, rodeados por una infinidad de curiosos, periodistas, las prostitutas y marinos de siempre y unos policías deseosos de ejercer como policías y reprimir a alguien. En las aceras, portales, comercios se habían montado puestos de ventas de comida y refrescos, sombrillas y prismáticos, sombreros y sillas de tijera, oraciones católicas y atributos afrocubanos, abanicos y chancletas, remedios para la insolación y periódicos con las penúltimas noticias sobre las transacciones que determinarían si los pasajeros se quedaban o se iban con su música a otra parte, como dijera uno de los voceadores. El más lucrativo de los negocios, sin duda, era el alquiler de botes a bordo de los cuales las personas con familiares en el transatlántico se aproximaban al buque todo cuanto les permitía el cordón formado por las lanchas de la policía y la marina, para desde allí ver a sus parientes y, si sus voces llegaban, transmitirles algún mensaje de aliento.
Durante aquellos días Daniel Kaminsky advirtió muy pronto cómo sus sentidos se embotaban con tal acumulación de experiencias y descubrimientos que le resultaban alucinantes. Si los meses ya vividos en la ciudad le habían permitido admirarse por su vitalidad y desenfado, el hecho de haber pasado una buena parte de su tiempo entre judíos como él y su incapacidad para entender la jerga veloz hablada por los cubanos apenas le había ofrecido la posibilidad de asomarse a la superficie del país. Pero aquel torbellino humano desatado por el barco cargado de refugiados a los que la gente insistía en llamar «polacos» resultaría ser una tormenta de pasiones e intereses que de alguna manera implicaba a un pobre inmigrante como él y al presidente de la República. Para Daniel, el dramático episodio funcionaría como un empujón hacia las entrañas de un mundo efervescente que ya le resultaba magnético: aquella capacidad cubana de vivir cada situación como si se tratase de una fiesta le parecía, incluso desde la perspectiva de su ignorancia y desesperación, un modo mucho más amable de pasar por la tierra y obtener de ese tránsito efímero lo mejor que pudiera ofrecer. Allí todo el mundo reía, fumaba, bebía cerveza, incluso en los velatorios; las mujeres, casadas, solteras o viudas, blancas y negras, caminaban con una cadencia perversa y se detenían en plena calle a conversar con conocidos o desconocidos; los negros gesticulaban como si bailaran y los blancos se vestían como proxenetas. Las personas, hombres y mujeres, se miraban a los ojos. Y aun cuando la gente se moviera con frenesí, en realidad nadie parecía apurarse por nada. Con los años y el aumento de su capacidad de comprensión, Daniel llegó a entender que no todas sus impresiones de aquellos tiempos resultaban fundadas, pues los cubanos afrontaban también sus propios dramas, sus miserias y sus dolores, aunque a la vez descubriría que lo hacían con una levedad y un pragmatismo del cual se enamoraría por el resto de su existencia con la misma intensidad con que sostendría su romance con los potajes de frijoles negros.
La tensa semana que el barco estuvo fondeado en La Habana fue un tiempo enloquecido en el que de día en día, e incluso dentro de un mismo día y a veces con el intervalo de minutos, se vivieron momentos de euforia sucedidos por otros de desencanto y frustración, aliviados por la llegada de una esperanza que luego se esfumaba y aumentaba las cuotas de sufrimientos acumulados por los familiares de los refugiados.
Las ilusiones de los primeros instantes siempre se sostuvieron en la posibilidad de alguna negociación económica con el Gobierno cubano y, sobre todo, en las presiones que los judíos establecidos en Norteamérica hacían o trataban de hacer sobre el presidente Roosevelt para que de manera excepcional alterase la cuota de refugiados admisibles en la Unión. Pero el paso de los días sin que se concretaran acuerdos en La Habana ni cambios de política en Washington se encargó de ir desinflando sueños.
Lo que más afectó a Daniel fue presenciar cómo, en aquella misma Cuba leve y festiva, la propaganda antisemita se había disparado hasta niveles insospechados en un país por lo general tan abierto. Alentada por los falangistas españoles, por los editoriales antiinmigrantes y antisemitas del Diario de la Marina, por los vociferantes miembros del Partido Nazi Cubano, por el dinero y las presiones de los agentes alemanes asentados en la isla, aquella expresión de odio invadió demasiadas conciencias. El niño Daniel Kaminsky, que tuvo ocasión de ver una marcha de resonancias berlinesas que reunió a cuarenta mil personas dedicadas a gritar improperios contra los judíos y, en general, contra los extranjeros, llegó a sentir en aquel momento que, de tanto imaginar un regreso a su mundo perdido, aquel mundo había venido a buscarlo en la distante, musical y colorida capital de la isla de Cuba.
La campaña contra el posible desembarco de los refugiados fue una explosión de oportunismos y mezquindades. Los pocos pero muy vociferantes nazis cubanos se oponían a cualquier inmigración que no fuese blanca y católica, y no solo exigían que se impidiera ingresar a los peregrinos del momento, sino hasta la expulsión de los otros judíos ya radicados en la isla y, de paso, de los braceros jamaicanos y haitianos, pues había que blanquear la nación. Los comunistas, por su lado, se vieron con las manos atadas por su lucha en favor de que no se dieran puestos de trabajo a los extranjeros, y admitir a los recién llegados podía ir contra esa política. Mientras, varios líderes de la comunidad de los más ricos comerciantes españoles, hombres casi todos de tendencia falangista, volcaron en los judíos su rechazo hacia sus compatriotas republicanos en desbandada, muchos de los cuales también pretendían asentarse en Cuba. Lo más doloroso, sin embargo, fue ver cómo la gente común, siempre tan abierta, muchas veces repetía cuanto le habían inculcado: los judíos son sucios, criminales, tramposos, avaros, comunistas, decían… Lo que Daniel Kaminsky, abrumado con tantos descubrimientos, nunca llegaría a entender del todo era que eso ocurriese en un país donde, antes y después, los judíos se integraron con toda tranquilidad, sin sufrir especiales discriminaciones y ninguna violencia. Resultaba evidente, era evidente, como después llegaría a entenderlo, que la propaganda y el dinero nazi habían conseguido su objetivo, con la colaboración por ellos prevista del Gobierno de Estados Unidos y su política de cuotas de emigrantes. Y, al mismo tiempo, que el juego político cubano había tomado como rehenes a los refugiados o que la cifra disponible por las organizaciones judías para comprar el desembarco de los peregrinos no resultaría suficiente para las desbocadas ambiciones de los políticos. También aprendió, para siempre, que el proceso de manipular a la masa y sacarle a la luz sus peores instintos resulta más fácil de explotar de lo que suele creerse. Incluso entre los cultos y gentiles alemanes. Incluso entre los abiertos y alegres cubanos.
Muy pronto la gente en la isla sabría que el presidente Bru, presionado por el Departamento de Estado norteamericano, no parecía dispuesto a arriesgarse a sufrir la ira del vecino poderoso por los doscientos cincuenta mil dólares a los cuales, en sus negociaciones con los enviados del Comité para la Distribución de los Refugiados, se había logrado levantar el monto que se pretendía pagar por el desembarco de los pasajeros del Saint Louis. Bru, esperanzado en salir de aquel mal paso al menos con los bolsillos bien llenos, insistió en fijar en medio millón la cifra exigida. Pero, al no conseguir esa suma y vencido por la presión norteamericana, terminaría por tomar la opción menos conveniente para él y para los pasajeros: cerraría las conversaciones con los abogados del Comité con la orden de que el 1 de junio, al sexto día de llegado el Saint Louis a La Habana, debía producirse su salida de las aguas jurisdiccionales cubanas.
Fue justo el día anterior cuando Pepe Cartera, vencido por los muchos ruegos de su sobrino y empujado por los alarmantes comentarios en circulación, accedió a pagar los dos pesos a los que, desde los veinticinco centavos per cápita del primer día, había subido la tarifa del paseo en bote hasta el transatlántico. Frente al llamado muelle de Caballería, Joseph y Daniel abordaron la pequeña lancha y, cuando estuvieron a la menor distancia permitida, el tío comenzó a gritar en yídish, hasta que unos minutos después Isaías, Esther y Judit, entre empellones, pudieron asomarse a la baranda de la cubierta inferior. Daniel siempre recordaría, sin perdonárselo jamás, cómo en ese instante fue incapaz de decirles nada a sus padres y su hermana: un llanto asfixiante le cortó la voz. Pero, en lo esencial, el viaje había valido para ellos mucho más que el exorbitante precio pagado, pues el tío Joseph pudo recibir el encriptado pero definitivo mensaje de su hermano: «Solo la cuchara sabe lo que hay dentro de la olla». En otras palabras, ya estaba pactada la venta de la herencia del sefardí…
A lo largo de aquellos cinco días, mientras se negociaba el destino de los pasajeros, apenas habían podido bajar del barco un par de docenas de judíos cuyos permisos de turistas habían sido cambiados por los de refugiados antes de salir de Hamburgo. Luego, otros pocos, que por alguna razón consiguieron semejante permuta, habían generado una ola de esperanzas. Las malas lenguas cubanas comentaron que un viejo matrimonio favorecido con el permiso de estancia eran los padres de una matrona de burdel especializada en aliviar vapores de los potentados locales, a los cuales, parecía evidente, tenía agarrados por los huevos… Por eso, la confirmada noticia de que Isaías utilizaba el cuadro para comprar el cambio de estatus de turista a refugiado se derramó como un bálsamo que durante las próximas cuarenta y ocho horas aliviaría la tensión de Joseph y Daniel Kaminsky.
Apenas regresaron a tierra, el tío y el sobrino se dieron la caminata hasta la sinagoga Adath Israel, en la calle Jesús María, pues la más cercana al muelle, la Chevet Ahim, de la calle del Inquisidor, era territorio sefardí y Pepe Cartera no transigía con determinadas cosas de la fe ni en casos de extrema urgencia. Una vez en el templo, frente al rollo de la Torá y el menorah que desde el sábado anterior permanecía con todas sus velas encendidas, hicieron lo que mejor podían hacer: pedirle a Dios por la salvación de los suyos, incluso rogar su divina intercesión para tentar la ambición de un funcionario cubano, poniendo en sus plegarias toda la fe de sus corazones e inteligencias.
Al salir de la sinagoga, el tío Pepe Cartera casi se había dado de bruces con su patrón de entonces y de muchos años después, el muy rico judío norteamericano Jacob Brandon, dueño, entre otros negocios, del taller de peletería donde trabajaba el polaco, y además presidente en Cuba del Comité para la Distribución de los Refugiados. En aquel instante Joseph Kaminsky puso en práctica la esencia de la sabiduría hebrea y, de paso, le entregó una importante enseñanza al sobrino: cuando alguien sufre una desgracia, debe orar como si la ayuda solo pudiera venir de la providencia; pero al mismo tiempo debe actuar como si solo él pudiera hallar la solución a la desgracia. Por eso el tío, tratando a su patrón con el mayor respeto, le había explicado que entre los pasajeros del Saint Louis estaban tres de sus parientes, y cualquier interés del señor Brandon sería bien recibido. Jacob Brandon, que ya se había colocado la kipá, dispuesto a entrar en la sinagoga, sacó una pequeña libreta del bolsillo de su fino saco de hilo y, sin decir palabra, hizo unas anotaciones y se despidió de Joseph tocándolo en el hombro y del joven Daniel revolviéndole los encrespados cabellos.
Con ánimos renovados, los Kaminsky volvieron al muelle. La misión de ambos fue, desde ese instante, observar a cada uno de los funcionarios de Inmigración y policías que, con frecuencia, embarcaban en alguna de las lanchas oficiales y subían a bordo del transatlántico. ¿Cuál de ellos sería el que llevaría los permisos de residencia de Isaías, Esther y Judit? El tío Joseph apostaba por todos y cada uno, aunque prefería a los que iban con traje de civil y sombrero de pajilla. Aquellos funcionarios, agentes directos del Gobierno, habían sido escogidos entre los más alejados del ahora defenestrado director de Inmigración, Manuel Benítez, al cual incluso se le había prohibido acercarse a los muelles. Pero, como todos los otros, esos también tendrían su precio y si alguien, entre los más de novecientos pasajeros del Saint Louis, podía pagarlo con abundancia, ese era Isaías Kaminsky, gracias a la herencia dejada por el supuesto pintor sefardí aparecido sabía Dios por qué razón en las llanuras de la Pequeña Rusia con un retrato del Jesús cristiano en sus alforjas.
Fue justo aquella noche del 31 de mayo al 1 de junio cuando se hizo pública la decisión presidencial de que no habría tratos con el Comité para la Distribución de los Refugiados y que el transatlántico debía abandonar las aguas cubanas en las próximas veinticuatro horas. La fuente de la información debía de resultar demasiado confiable, pues la transmitió a los familiares el mismísimo Louis Clasing, el representante en La Habana de la línea Hapag a la cual pertenecía el S.S. Saint Louis y, según todas las lenguas, socio de Manuel Benítez en la venta de los visados derogados y buen amigo del general Batista.
No obstante, Daniel y Joseph Kaminsky, todavía sostenidos por la esperanza que significaba el poder de convencimiento del viejo cuadro holandés y la posible influencia del señor Brandon, decidieron permanecer en las inmediaciones del puerto. Su ansiedad había llegado al punto más alto y cada vez que una embarcación atravesaba el cordón de lanchas policiales corrían hacia el embarcadero y, a codazos, se abrían paso entre el gentío que, con iguales propósitos y esperanzas, se aglomeraba para ver quiénes viajaban hasta la tierra salvadora aunque nunca prometida por nadie. La mente de Daniel jamás pudo librarse del recuerdo de aquel espectáculo tenso y deprimente: las lanchas policiales que rodeaban al transatlántico habían sido cargadas con reflectores destinados a impedir fugas desesperadas de pasajeros o intentos de suicidio, y su halo de advertencia creaba una oscuridad más tétrica en el resto de la bahía, por lo que, hasta el arribo a la orilla, resultaba imposible saber quiénes desembarcarían, con lo cual aumentaban los desasosiegos de unas gentes alteradas por la dilatada espera y la inminencia de la partida ordenada por el Gobierno.
En una de aquellas lanchas había regresado del Saint Louis un periodista portador de dos anuncios espeluznantes: el primero, que la policía había debido intervenir en un motín de mujeres quienes, al saber la decisión presidencial, habían anunciado su disposición a lanzarse por la borda si no se les daba una solución satisfactoria a su demanda de asilo; la segunda novedad era que un médico había tratado de suicidarse, junto con su familia, mediante la ingestión de unas píldoras. Al escuchar la última noticia, el tío Pepe Cartera sintió un vahído que casi lo desmadeja. Por fortuna, Daniel no alcanzó a entender al periodista, pues todavía era incapaz de seguir el discurso de un cubano vociferante y apresurado. Pero cuando, reclamado por los que estaban más próximos a él, el periodista buscó en sus notas y leyó el apellido del suicida, Joseph Kaminsky sintió cómo el alma le volvía al cuerpo y fue otra de las contadísimas ocasiones en su vida que tuvo un gesto explícito de afecto con su sobrino: lo atrajo hacia sí y lo abrazó con tal fuerza que Daniel sintió en su mejilla el ritmo acelerado del corazón de su pariente.
A pesar del calor que todos aquellos días había asediado a los congregados en el puerto, el tío Joseph siempre fue al muelle vestido con el saco que solo usaba para las grandes festividades, y esa noche, cuando se decidió a permanecer en vigilia, lo utilizó para que el sobrino se acomodara en el portal de un negocio ubicado del otro lado de la Alameda de Paula. Apenas se arrebujó, la fatiga venció al muchacho. Esa noche, que terminaría siendo demasiado breve, Daniel soñó con lo único que su mente le reclamaba soñar: vio a sus padres y a su hermana bajar de una lancha en el muelle de la Hapag. Cuando Daniel despertó, alarmado por un vocerío y todavía en plena madrugada, demoró unos instantes en recuperar la conciencia de su situación y fue su corazón el que en ese momento se desbocó: estaba tirado en el suelo y junto a él roncaba o agonizaba un hombre. Sin nociones de dónde estaba, sin idea de dónde podría estar el tío y de quién era el personaje hediente a vómitos y alcoholes, el muchacho sintió deseos de gritar y de llorar. Justo en esos instantes, un lapso mínimo en lo que sería el tiempo de su vida, Daniel Kaminsky aprendió en toda su dimensión el significado de la palabra miedo. Sus anteriores experiencias habían sido demasiado vagas, más provocadas por los temores sentidos y revelados por otros que por uno sufrido en carne propia, nacido desde sus propias y conscientes entrañas. Por fortuna, aquel ramalazo de terror resultó paralizante y por eso permaneció acurrucado contra un escalón del soportal, cubierto con el saco del tío y unos periódicos del día anterior, observando las hormigas que trasladaban los restos del vómito adheridos a la boca del hombre caído. Unos minutos después respiró aliviado al ver a su tutor, que regresaba además con una noticia alentadora: seis judíos acababan de bajar a tierra gracias a unos visados concedidos por el consulado cubano en Nueva York. Como siempre, el dinero seguía siendo capaz de resolver muchas cosas, incluso las de más difícil apariencia. Abrazado al tío, perdido el control, Daniel había comenzado a llorar: por su miedo y por su alegría.
Hacia el mediodía del 1 de junio comenzaron a correr las últimas dieciocho horas que, por reclamo del capitán del transatlántico, el presidente Bru había prorrogado la estancia del Saint Louis en el puerto, un plazo concedido con el fin de que se pudiera reabastecer la nave en función de un viaje a Europa. Para todos los judíos confinados en el barco y para los atrincherados en tierra se hizo evidente que ya no habría más dilaciones. Como reafirmación de la terrible evidencia, pudieron observar la llegada de nuevas lanchas militares provenientes de los puertos de Matanzas, Mariel y Bahía Honda, dispuestas a evitar intentos de fuga de los pasajeros y a forzar la salida del barco si el capitán no cumplía lo ordenado. Esa misma tarde otra vez Louis Clasing, el hombre de la Hapag, había hecho circular el comunicado donde se informaba de que, ante la negativa de acogida a los refugiados por parte de Cuba y Estados Unidos, la embarcación regresaría a Hamburgo. Y al atardecer llegó el bombazo: los representantes del Comité para la Distribución de los Refugiados Judíos se marchaban de la isla con el rabo entre las piernas.
Las macabras manifestaciones de júbilo soltadas por los muchísimos partidarios de la expulsión de los aspirantes a refugiados tapiaron en cada ocasión los gritos de protesta, los llantos, alaridos y rezos de los miles de judíos que, con familiares o no a bordo de la embarcación, habían esperado un desenlace feliz de aquella trama tenebrosa, casi increíble por sus cuotas de crueldad. Ni para los que se creían vencedores ni para los que se sentían vencidos escapaba lo que en realidad podía significar para los pasajeros del Saint Louis aquella vuelta en redondo. Daniel Kaminsky, aunque demasiado joven para entender en toda su dimensión la gravedad del problema, sintió en ese momento unos incontrolables deseos de lanzarse al mar y nadar hasta el barco donde se hallaban sus seres queridos y abordar la nave para unirse a ellos y compartir el mismo destino. Pero en ese instante también se preguntó por qué sus padres y otros cientos de judíos no hacían lo contrario, y se lanzaban al mar a jugarse una última carta con su acción. ¿Por miedo a morir? No, no era miedo a la muerte, pues todos decían que era la muerte lo que casi con toda seguridad los esperaba en Hamburgo con los brazos abiertos. ¿Qué los detenía entonces? ¿Cuál improbable esperanza? El muchacho no tendría una respuesta satisfactoria hasta varios años después, pero tal vez fue ese día preciso, con apenas nueve años de edad, cuando Daniel Kaminsky dejó de ser un niño: mucho le faltaba para ser un hombre, para adquirir la capacidad de discernimiento y de decisión que dan los años, pero ese día le habían robado la ingenuidad y la disposición de creer sin la cual el ser humano pierde la inocencia de la infancia. Y, en su caso, también la candidez de la fe.
A las once de la mañana del 2 de junio las máquinas pusieron en movimiento la mole flotante del transatlántico. Silencioso, derrotado, avanzó con lentitud hacia la estrecha desembocadura de la bahía, siempre vigilado desde las viejas fortalezas coloniales y rodeado de todas aquellas lanchas del ejército y la policía. Desde las bordas, los pasajeros gritaban, movían pañuelos, decían un adiós patético. Detrás de las lanchas oficiales, varios botes con familiares seguían la estela del crucero, para estar lo más cerca posible de los suyos hasta el último momento, como si fuese el último momento. En el muelle y a lo largo de toda la avenida del puerto quedaban los familiares, los amigos, los curiosos y los partidarios de la expulsión. Más de cincuenta mil personas. El cuadro era de unas proporciones dramáticas tan gigantescas que incluso quienes habían exigido el rechazo del barco y su carga se apartaron y mantuvieron un embarazoso silencio.
Daniel y su tío, macerados por la fatiga de una semana de vigilia, incertidumbre y desasosiego, ni siquiera se lanzaron en la carrera de los impotentes a la cual se dieron otros judíos, a través de la avenida del puerto. Sentados en uno de los bancos de la Alameda de Paula —el viejo paseo habanero que Daniel Kaminsky nunca volvería a pisar en los años que viviría en Cuba—, dejaron que la derrota los aplastara hasta la última célula de sus cuerpos. El niño lloraba en silencio y el hombre se rascaba la barba crecida en aquellos días, como si quisiera arrancarse la piel de la mejilla. Cuando el Saint Louis tomó la boca de la bahía, torció al norte y se perdió tras las rocas y murallas del castillo de El Morro, Daniel y Joseph Kaminsky se pusieron de pie y, tomados de la mano, fueron a buscar el nacimiento de la calle Acosta, para regresar al falansterio donde vivían. En el camino pasaron muy cerca de la sinagoga, pero ni el sobrino ni el tío mostraron intenciones de acercarse a ella.
Ninguno de los dos Kaminsky varados en Cuba, a salvo tal vez de las amenazas de los nazis, albergaba ya ilusión alguna en posibles soluciones futuras. Los días siguientes les darían la razón. El 4 de junio Estados Unidos lanzó su ultimátum: no aceptaría a los refugiados que imploraban por una orden de desembarco frente a las costas de Miami. Al día siguiente, Canadá, la última ilusión, también anunciaba su negativa. Y entonces el Saint Louis pondría proa a la Europa de donde había partido, cargado de judíos y de confianza, justo tres semanas antes.
Cuando supieron aquellas noticias, que caían como la ratificación de una condena a muerte anunciada, Daniel Kaminsky, revolcándose en las brumas de su dolor, tomó la drástica decisión de que él, por voluntad propia y desde el fondo de su corazón, desde ese instante renegaría de su condición de judío.