2

La Habana, 2007

DESDE el instante en que abrió los ojos, incluso antes de conseguir reubicar su desvencijada conciencia, todavía húmeda de ron barato, en la circunstancia de que había pasado la noche en la casa de Tamara y de que era Tamara, como ya casi no podía dejar de ser, la mujer que dormía a su lado, Mario Conde recibió como una estocada sibilina la insidiosa sensación de derrota que lo acompañaba desde hacía ya demasiado tiempo. ¿Para qué levantarse? ¿Qué podía hacer con su día?, le volvió a preguntar la persistente sensación. Y el Conde no supo qué responderle. Agobiado por aquella incapacidad de darse alguna respuesta, abandonó la cama poniendo el mayor cuidado en no alterar el plácido sueño de la mujer, de cuya boca semiabierta escapaban un hilo de saliva plateada y un ronquido casi musical, atiplado tal vez por la secreción misma.

Ya sentado a la mesa de la cocina, luego de beber una taza del café recién hecho y de darle fuego al primero de los cigarros del día que tanto lo ayudaban a recuperar su dudosa condición de ser racional, el hombre miró a través de la puerta el patio donde comenzaban a instalarse las primeras luces del que amenazaba con ser otro caluroso día de septiembre. La ausencia de expectativas resultaba tan agresiva que decidió, en ese instante, arrostrarla del mejor modo que conocía y de la única forma que podía: de frente y luchando.

Una hora y media después, con los poros desbordados de sudor, aquel mismo Mario Conde recorría las calles del Cerro anunciando a voz en cuello, como un tratante medieval, su desesperado propósito:

—¡Compro libros viejos! ¡Arriba, a vender tus libros viejos!

Desde que dejó la policía, casi veinte años atrás, y, como tabla de salvación, entró en la muy delicada pero por entonces todavía jugosa actividad de la compra y venta de libros de segunda mano, Conde había practicado todas las modalidades en las que se podía ejecutar el negocio: desde el primitivo método del vociferante anuncio callejero de su propuesta comercial (que en una época tanto lacerara su orgullo), hasta la búsqueda específica de bibliotecas señaladas por algún informante o antiguo cliente, pasando por la de tocar a la puerta de las casas del Vedado y Miramar que, por cierto rasgo para otros imperceptible (un jardín descuidado, unas ventanas con un vidrio roto), pudieran sugerirle la posible existencia de libros y, sobre todo, de las necesidades de venderlos. Para su fortuna, cuando un tiempo después conoció a Yoyi el Palomo, aquel joven con un desaforado instinto mercantil, y comenzó a trabajar con él en la búsqueda solo de bibliografías selectas para las cuales el Yoyi siempre tenía los compradores precisos, Conde había empezado a vivir un período de prosperidad económica que había durado varios años y le había permitido ejercitar, hasta con cierto desenfreno, los eventos que más le satisfacían en la vida: leer buenos libros y comer, beber, escuchar música y filosofar (hablar mierda, en puridad) con sus más viejos y encarnizados amigos.

Pero su actividad comercial no era un pozo sin fondo. Desde hacía tres, cuatro años, poco después de que se topara con la fabulosa biblioteca de la familia Montes de Oca, protegida y cerrada durante cincuenta años por el celo de los hermanos Dionisio y Amalia Ferrero[1], nunca había vuelto a encontrar una veta prodigiosa como aquella, y cada pedido realizado por los exigentes compradores de Yoyi implicaba grandes esfuerzos para poder satisfacerlo. El terreno, cada vez más esquilmado, se había llenado de grietas, como las tierras sometidas a largas sequías, y Conde había comenzado a vivir períodos en los que las bajas eran mucho más frecuentes que las altas, y lo obligaron a recuperar con más frecuencia la modalidad pobretona y sudorosa de la compra callejera.

Otra hora y media después, cuando hubo atravesado parte del Cerro y llevado sus gritos hasta el barrio vecino de Palatino, sin obtener resultado alguno, la fatiga, la desidia y el sol brutal de septiembre le obligaron a cerrar las cortinas del negocio y encaramarse en una guagua, salida nadie sabía de dónde y que milagrosamente se detuvo ante él y lo llevó hasta las inmediaciones de la casa de su socio comercial.

Yoyi el Palomo, a diferencia del Conde, era un empresario con visión y había diversificado sus actividades. Los libros raros y valiosos solo eran uno de sus hobbies, aseguraba, pues sus verdaderos intereses estaban en asuntos más productivos: compra y venta de casas, autos, joyas, objetos valiosos. Aquel joven ingeniero que jamás había tocado un tornillo ni entrado en una obra había descubierto hacía tiempo, con una clarividencia siempre capaz de asombrar al Conde, que el país donde vivían quedaba muy lejos del paraíso dibujado por los periódicos y discursos oficiales, y había decidido sacar el provecho que los más aptos siempre extraen de la miseria. Sus habilidades e inteligencia le permitieron abrir varios frentes, en los bordes de la legalidad aunque no demasiado lejos del límite, negocios de los cuales obtenía los ingresos que le permitían vivir como un príncipe: desde gastarse ropas de marcas y joyas de oro, hasta saltar de restaurante en restaurante, siempre acompañado por mujeres bellas y moviéndose sobre aquel descapotable Chevrolet Bel Air de 1957, el auto considerado por todos los conocedores como la máquina más perfecta, duradera, elegante y confortable que alguna vez saliera de una fábrica norteamericana —y por la cual el joven había pagado una fortuna, al menos en términos cubanos—. Yoyi era, a todos los efectos, un ejemplar de catálogo del Hombre Nuevo supurado por la realidad del medio ambiente: ajeno a la política, adicto al disfrute ostentoso de la vida, portador de una moral utilitaria.

—Coño, man, tienes tremenda cara de mierda —dijo el joven al verlo llegar, sudoroso y con aquella faz calificada con tanta precisión semántica y escatológica.

—Gracias —se limitó a decir el recién llegado y se dejó caer en el mullido sofá desde donde Yoyi, recién duchado luego de gastar dos horas en un gimnasio privado, aprovechaba el tiempo viendo en su plasma de cincuenta y dos pulgadas un partido de beisbol de las Grandes Ligas norteamericanas.

Como solía ocurrir, Yoyi lo invitó a almorzar. La empleada que le cocinaba al joven había preparado aquel día bacalao a la vizcaína, arroz congrí, plátanos en tentación y una ensalada de muchas verduras que Conde deglutió con hambre y alevosía, ayudado por la botella de un Pesquera de reserva que Yoyi extrajo del freezer donde conservaba sus vinos a la temperatura exigida por los vapores del trópico.

Mientras bebían el café en la terraza, Conde volvió a sentir la punzada del agobio frustrante que lo perseguía.

—Esto no da más, Yoyi. Ya la gente no tiene ni periódicos viejos…

—Siempre aparece algo, man. Pero no puedes desesperarte —dijo el otro mientras, como era su costumbre, sobaba la enorme medalla de oro con la efigie de la Virgen que, colgada de una cadena gruesa y del mismo metal, caía sobre la protuberancia pectoral, como un buche de paloma, a la que debía su apodo.

—Y si no me desespero, ¿qué coño hago?

—Huelo en el ambiente que nos va a caer un encargo gordo —dijo Yoyi, y hasta olfateó el aire cálido de septiembre—. Y te vas a llenar de pesos…

Conde sabía adónde iban a dar aquellas premoniciones olfativas de Yoyi y se avergonzaba de saber que pasaba por la casa del joven para provocarlas. Pero de su viejo orgullo quedaba tan poco en pie que, cuando andaba con la soga demasiado ajustada al cuello, aterrizaba allí con sus lamentos. A sus cincuenta y cuatro años cumplidos, Conde se sabía un paradigmático integrante de la que años atrás él y sus amigos calificaran como la generación escondida, los cada vez más envejecidos y derrotados seres que, sin poder salir de su madriguera, habían evolucionado (involucionado, en realidad) para convertirse en la generación más desencantada y jodida dentro del nuevo país que se iba configurando. Sin fuerzas ni edad para reciclarse como vendedores de arte o gerentes de corporaciones extranjeras, o al menos como plomeros o dulceros, apenas les quedaba el recurso de resistir como sobrevivientes. Así, mientras unos subsistían con los dólares enviados por los hijos que se habían largado a cualquier parte del mundo, otros trataban de arreglárselas del algún modo para no caer en la inopia absoluta o en la cárcel: como profesores particulares, choferes que alquilaban sus desvencijados autos, veterinarios o masajistas por cuenta propia, lo que apareciera. Pero la opción de buscarse la vida arañando las paredes no resultaba fácil y provocaba aquel cansancio sideral, la sensación de incertidumbre constante y derrota irreversible que con frecuencia atenazaba al ex policía y lo lanzaba, a puro empujón, contra su voluntad y deseos, a patear las calles buscando libros viejos con los que ganarse, al menos, unos pesos de supervivencia.

Después de beber el café, fumarse un par de cigarros y hablar de las cosas de la vida, Yoyi lanzó un bostezo capaz de sacudir toda su estructura y le dijo a Conde que había llegado el momento de la siesta, la única actividad decente a la cual, a aquella hora y con aquel calor, podía dedicarse un habanero que se preciara de serlo.

—No te preocupes, yo me voy…

—Tú no te vas a ningún lado, man —dijo, poniendo el mayor énfasis en su inseparable muletilla—. Coge el catre que está en el garaje y llévalo para el cuarto. Ya hace un rato mandé a encender el aire acondicionado… La siesta es sagrada… Después tengo que salir y te llevo para tu casa.

Conde, sin nada mejor que hacer, obedeció al Palomo. Aunque era unos veinte años mayor que el joven, solía confiar en su sabiduría vital. Y lo cierto era que luego de aquel bacalao y el Pesquera bebido, la siesta se imponía como un mandato dictado por el fatalismo geográfico tropical y lo mejor de la herencia ibérica.

Tres horas después, a bordo del reluciente Chevrolet descapotable que Yoyi conducía con orgullo por las malas calles de La Habana, los dos hombres tomaron en dirección al barrio del Conde. Poco antes de llegar a la casa del ex policía, este le pidió que se detuviera.

—Déjame en la esquina, quiero resolver una cosa ahí…

Yoyi el Palomo sonrió y empezó a arrimar el auto al bordillo.

—¿Frente al Bar de los Desesperaos? —preguntó Yoyi, conocedor de las debilidades y necesidades del Conde y de su espíritu.

—Más o menos.

—¿Todavía tienes dinero?

—Más o menos. El fondo de comprar libros. —El Conde repitió la fórmula y, para despedirse, le extendió la mano al joven, quien se la apretó con fuerza—. Gracias por el almuerzo, la siesta y el empujón.

—Mira, man, de todas maneras coge esto para que vayas tirando. —Tras el timón del Chevrolet el joven contó varios billetes del fajo que se había sacado del bolsillo y le entregó una parte al Conde—. Un adelantiquitico del buen negocio que me estoy oliendo.

Conde miró a Yoyi y, sin pensarlo demasiado, tomó el dinero. No era la primera vez que algo similar ocurría y desde que el joven empezó a hablar de un presentido buen negocio, el otro sabía que aquel sería el colofón de la despedida. Y Conde también sabía que, aun cuando la relación entre ambos había nacido como un nexo comercial donde cada uno de ellos vertía sus habilidades, Yoyi lo apreciaba de forma sincera. Por tal razón su orgullo no se sintió más mellado de lo que estaba por recibir unos billetes capaces de darle otro respiro.

—¿Sabes una cosa, Yoyi? Tú eres el hijo de puta más buena gente de Cuba.

Yoyi sonrió mientras se acariciaba la enorme medalla de oro sobre la quilla de su esternón.

—No estés diciendo eso por ahí, man…, si se enteran de que también soy buena gente, pierdo prestigio. Nos vemos. —Y puso en marcha el silencioso Bel Air. El auto avanzó como si fuese el dueño de la Calzada. O del mundo.

Mario Conde contempló el desolador panorama desplegado frente a sí y percibió con nitidez cómo lo que veía empujaba a su ya lamentable estado de ánimo hacia un doloroso nivel de deterioro. Aquella esquina había sido parte del ombligo de su barrio, y ahora parecía un grano purulento. Inundado de una perversa nostalgia recordó que cuando era niño y su abuelo Rufino le enseñaba los secretos del arte de preparar gallos de lidia y trataba de dotarlo de una educación sentimental conveniente para sobrevivir en un mundo que mucho se parecía a una valla de gallos, justo desde aquel punto en donde se hallaba esa tarde se podía ver el ajetreo constante de la famosa terminal de ómnibus del barrio, en la que por años había trabajado su padre. Pero, desactivada la ruta de guaguas, la instalación se malgastaba como un destartalado parqueo de vehículos en fase de agonía. Mientras, la fonda de Conchita, la guarapera de Porfirio, los puestos de fritas de Pancho Mentira y el Albino, la quincalla de Nenita, las barberías de Wildo y de Chilo, la cafetería del paradero, la pollería de Miguel, la bodega de Nardo y Manolo, la cafetería de Izquierdo, la tienda de los chinos, la mueblería, la ferretería, los dos servicentros con sus poncheras y plantas de fregado de autos, el billar, la panadería La Ceiba, con su olor a vida…, todo aquello también había desaparecido, como devorado por un tsunami o algo todavía peor, y su imagen a duras penas sobrevivía en las memorias empecinadas de tipos como el Conde. Ahora, flanqueado por calles llenas de furnias y aceras destrozadas, el edificio de uno de los servicentros había comenzado a funcionar como una cafetería que expendía sus chatarras en CUC, la esquiva divisa cubana. En el otro servicentro no había nada. Y en el local de lo que fuera la bodega de Nardo y Manolo, muchas veces reformado para reciclar y empeorar el original, se abría hacia la Calzada una barra diminuta, protegida de posibles asaltos de corsarios y piratas por una reja de cabillas de acero corrugadas, que fungía como el centro dispensador de alcohol y nicotina bautizado por el Conde como el Bar de los Desesperaos. Era allí, y no en la cafetería que cobraba en CUC, donde los borrachos del barrio bebían a cualquier hora del día o de la noche su ron barato, sin la caricia de un hielo, de pie o sentados en el suelo pringoso, disputándoles el espacio a los abundantes perros callejeros.

Conde esquivó unos charcos de aguas oscuras y cruzó la Calzada. Se acercó a la reja carcelaria erigida sobre la barra del bar de nuevo tipo. Su sed etílica de esa tarde no era de las peores, pero necesitaba alivio. Y el cantinero Gandinga, Gandi para los habituales, estaba allí para ofrecérselo.

Dos buenos tragos y dos largas horas después, recién bañado, incluso perfumado con la colonia alemana, obsequio de Aymara, la hermana gemela de Tamara, el Conde regresó a la calle. En un pozuelo, junto a la trampilla abierta en la puerta de la cocina, había dejado su comida a Basura II, quien, a pesar de sus diez años cumplidos, seguía practicando su heredada afición de perro callejero a la cual nunca había renunciado su padre, el benemérito y ya difunto Basura I. Para él mismo, sin embargo, no había preparado nada: como casi cada noche, Josefina, la madre de su amigo Carlos, lo había invitado a comer y, en casos así, lo mejor era preservar disponible la mayor cantidad de espacio estomacal. Con las dos botellas de ron que, gracias a la generosidad de Yoyi, había podido comprar en el Bar de los Desesperaos, abordó la guagua y, a pesar del calor, la promiscuidad, la violencia auditiva y moral de un reguetón y la sensación de agobio reinante, la perspectiva de una noche más amable lo llevó a reconocer que volvía a sentirse aceptablemente sosegado, casi fuera de un mundo con el cual se encontraba tan insatisfecho y del que recibía tantas agresiones.

Gastar la noche con sus viejos amigos en casa del flaco Carlos, que desde hacía muchísimo tiempo no era flaco, constituía para Mario Conde el mejor modo de cerrar el día. El segundo mejor modo lo encontraba cuando, de común acuerdo, él y Tamara decidían pasar la noche juntos, viendo alguna de las películas preferidas del Conde —algo así como Chinatown, Cinema Paradiso o El halcón maltés o la siempre escuálida y conmovedora Nos habíamos amado tanto, de Ettore Scola, con una Stefania Sandrelli capaz de despertar instintos caníbales—, para cerrar la jornada con una sesión de un sexo cada vez menos febril, más lento (de parte y parte) pero siempre muy satisfactorio. Aquellas pequeñas realizaciones resumían lo mejor que le quedaba de una vida que, con los años y las patadas acumuladas, había perdido casi todas las expectativas que no estuvieran relacionadas con la más vulgar supervivencia. Por perder, había extraviado incluso el sueño de escribir alguna vez una novela donde contara una historia, por supuesto que también escuálida y conmovedora, como las que había escrito aquel hijo de puta de Salinger que en cualquier momento se moría, de seguro sin volver a publicar ni un miserable cuentecito.

Solo en los territorios de aquellos mundos conservados con empecinamiento al margen del tiempo real y en cuyos bordes exteriores Conde y sus amigos habían levantado las murallas más altas para protegerlos de las invasiones bárbaras, existían unos universos amables y permanentes a los cuales ninguno de ellos, a pesar de sus propios cambios físicos y mentales, quería ni pretendía renunciar: los mundos con los cuales se identificaban y donde se sentían como estatuas de cera, casi a salvo de los desastres y las perversiones del medio ambiente.

El flaco Carlos, el Conejo y Candito el Rojo ya conversaban en el portal de la casa. Desde hacía unos meses, Carlos se acomodaba en una nueva silla de ruedas de las que se movían gracias a la electricidad aportada por una batería. El artilugio había sido traído desde el Más Allá por la siempre fiel y atenta Dulcita, la más constante ex novia del Flaco, constantísima desde que un año atrás quedara viuda y duplicara las frecuencias de sus viajes desde Miami y alargara las duraciones de sus estancias en la isla, por una razón obvia aunque no revelada en público.

—¿Tú viste qué hora es, animal? —fue el saludo del Flaco, mientras ponía en marcha su silla autopropulsada para acercarse al Conde y arrebatarle la bolsa donde, bien lo sabía, venía la dosis de combustible capaz de mover la noche.

—No jodas, salvaje, son las ocho y media… ¿Qué hubo, Conejo? ¿Cómo te va, Rojo? —dijo, extendiéndoles la mano a los otros amigos.

—Jodido pero contento —respondió el Conejo.

—Igual que este —dijo Candito indicando con la barbilla al Conejo—, pero sin quejarme. Porque cuando pienso en quejarme, rezo un poco.

Conde sonrió. Desde que Candito abandonó las animadas actividades a las que se dedicó por muchos años —rector de un bar clandestino, fabricante de zapatos con materiales robados, administrador de un depósito ilegal de gasolina— y se convirtiera al cristianismo protestante —Conde nunca sabía bien en cuál de sus denominaciones—, aquel mulato de pelo antes azafranado y ahora blanqueado por las nieves del tiempo —es un decir— solía resolver sus problemas encomendándose a Dios.

—Cualquier día te pido que me bautices, Rojo —dijo Conde—. El problema es que estoy tan jodido, que después voy a tener que pasarme el día rezando.

Carlos regresó al portal con su silla autopropulsada y una bandeja sobre sus piernas inertes donde tintineaban tres vasos llenos de ron y uno con limonada. Mientras repartía las bebidas —la limonada, por supuesto, era el trago de Candito—, explicó:

—La vieja ya está terminando la comida.

—¿Y qué nos va a tirar hoy Josefina? —quiso saber el Conejo.

—Dice ella que la cosa está mala, y que de contra no estaba inspirada.

—¡Agárrense! —advirtió el Conde, imaginando lo que se avecinaba.

—Como hay tanto calor —comenzó Carlos—, va a empezar con un potaje de garbanzos, con chorizo, morcilla, unos trozos de puerco y papas… Como plato fuerte nos está preparando un pargo asado, pero no muy grande, como de diez libras. Y, claro, arroz, pero con vegetales, dice que por la digestión. Ya preparó la ensalada de aguacates, habichuelas, rábanos y tomates.

—¿Y de postre? —El Conejo salivaba como un perro con rabia.

—Lo de siempre: cascos de guayaba con queso blanco… ¿Ven que no estaba inspirada?

—Coño, Flaco, ¿esa mujer es maga? —preguntó Candito, que al parecer había sentido cómo era superada su gran capacidad de creer, incluso en lo intangible.

—¿Y tú no lo sabías? —gritó Conde y bajó medio vaso de su ron—. ¡No te me hagas, Candito, no te me hagas…!

—¿Mario Conde?

Apenas le llegó la pregunta del mastodonte con coleta, Conde comenzó a sacar sus cuentas: hacía años que no le pegaba los tarros a nadie, sus negocios de libros habían sido todo lo limpios que podían ser los negocios, nada más le debía dinero a Yoyi… y hacía demasiado tiempo que había dejado de ser policía para que alguien viniese ahora con una vendetta. Cuando sumó a sus prevenciones la entonación más ilusionada que agresiva de la pregunta, y le agregó la expresión de la cara del hombre, estuvo un poco más seguro de que el desconocido, al menos, no parecía traer intenciones de matarlo o caerle a palos.

—Sí, dígame…

El hombre se había levantado de uno de los sillones viejos y mal pintados que el Conde tenía en el portal de su casa y que, pese a su lamentable estado, el ex policía había encadenado entre sí y luego a una columna, para dificultar la intención de que fuesen cambiados de lugar. En la penumbra, solo quebrada por la luminaria del alumbrado público —el último bombillo colocado por Conde en su portal había sido cambiado a otra lámpara ignota una noche en que, demasiado borracho para pensar en bombillos, había olvidado recogerlo—, pudo hacer un primer retrato del desconocido. Se trataba de un hombre alto, quizás de un metro noventa, pasados los cuarenta años y también la cifra de kilogramos que le debían corresponder a su estructura. Llevaba el pelo, más bien escaso en la zona frontal, recogido en la nuca en forma de compensatoria coleta que, además, equilibraba su protuberancia nasal. Cuando Conde estuvo más próximo a él y logró distinguir la palidez rosada de la piel y la calidad de la ropa, formalmente casual, pudo estimar que se trataba de alguien procedente de allende los mares. Cualquiera de los siete mares.

—Mucho gusto, Elías Kaminsky —dijo el forastero, trató de sonreír, y extendió la mano derecha hacia el Conde.

Convencido por el calor y la suavidad de aquella manaza envolvente de que no se trataba de un posible agresor, el ex policía había puesto en marcha su chirriante computadora mental para tratar de imaginar la razón por la cual, casi a medianoche, aquel extranjero lo esperaba en el oscuro portal de su casa. ¿Tenía razón el Yoyi y allí estaba, frente a él, un buscador de libros raros? Tenía pinta, concluyó, y puso cara de desinteresado en cualquier negocio, como le había recomendado la sabiduría mercantil del Palomo.

—¿Me dijo que su nombre es…? —Conde trató de empezar a aclararse la mente, por fortuna para él no demasiado enturbiada por el alcohol gracias al shock alimenticio propiciado por la vieja Josefina.

—Elías, Elías Kaminsky… Oiga, disculpe que lo haya esperado aquí… y a esta hora… Mire… —el hombre, que se expresaba en un español muy neutro, intentó sonreír, al parecer embarazado por la situación, y decidió si lo más inteligente no resultaría poner de inmediato su mejor carta en la mesa—. Yo soy amigo de su amigo Andrés, el médico, el que vive en Miami…

Con aquellas palabras las tensiones remanentes del Conde cedieron como por ensalmo. Tenía que ser un buscador de libros viejos enviado por su amigo. ¿Yoyi sabía algo y por eso estuvo haciéndose el de los presentimientos?

—Sí, ya, claro, algo me dijo… —mintió Conde, que desde hacía dos o tres meses no tenía comunicación alguna con Andrés.

—Menos mal. Bueno, su amigo le manda recuerdos y… —hurgó en el bolsillo también casual de su camisa (de Guess, logró identificarla Conde)— y le escribió esta carta.

Conde tomó el sobre. Hacía años que no recibía una carta de Andrés y sintió impaciencia por leerla. Algún motivo extraordinario debía de haber empujado al amigo para que se hubiese sentado a escribir, pues, como tratamiento profiláctico contra las acechanzas arteras de la nostalgia, desde que se radicara en Miami el médico había decidido mantener una relación cautelosa con aquel pasado demasiado entrañable y, por tanto, pernicioso para la salud del presente. Solo dos veces al año quebraba el silencio y se revolcaba en la morriña: las noches del día del cumpleaños de Carlos y la del 31 de diciembre, cuando llamaba a la casa del Flaco, sabiendo que sus amigos estarían reunidos, tomando rones y facturando pérdidas, incluida la suya, concretada hacía ya veinte años cuando, como advertía el bolero, Andrés se fue para no volver. Aunque sí había dicho adiós.

—Su amigo Andrés trabaja en el hogar geriátrico donde estuvieron mis padres varios años, hasta que murieron —volvió a hablar el hombre cuando vio cómo Conde doblaba el sobre y lo guardaba en su pequeño bolsillo—. Tuvo una relación especial con ellos. Mi madre, que murió hace unos meses…

—Lo siento.

—Gracias… Mi madre era cubana y mi padre polaco, pero vivió en Cuba veinte años, hasta que se fueron en 1958. —Algo en la memoria más afectiva de Elías Kaminsky le provocó una leve sonrisa—. Aunque nada más vivió en Cuba esos veinte años, él decía que era judío por su origen, polaco-alemán por sus padres y su nacimiento, legalmente ciudadano norteamericano y, por todo lo demás, cubano. Porque en realidad era más cubano que otra cosa. Del partido de los comedores de frijoles negros y yuca con mojo, decía siempre…

—Entonces era mi colega… ¿Nos sentamos? —Conde indicó los sillones y, con una de sus llaves, abrió el candado que los unía como un matrimonio forzado a la convivencia, y luego procuró darles una posición más favorable para una conversación. La curiosidad por saber la razón de que aquel hombre lo buscase había borrado otra parte del desánimo que lo perseguía desde hacía semanas.

—Gracias —dijo Elías Kaminsky mientras se acomodaba—, pero no voy a molestarlo mucho, mire qué hora es…

—¿Y por qué vino a verme?

Kaminsky sacó una cajetilla de Camel y le ofreció uno a Conde, que lo rechazó con cortesía. Solo en caso de catástrofe nuclear o peligro de muerte se fumaba una de aquellas mierdas perfumadas y dulzonas. Conde, además de su filiación al Partido de los Comedores de Frijoles Negros, era un patriota nicotínico y lo demostró dándole fuego a uno de sus devastadores Criollos, negros, sin filtro.

—Supongo que Andrés le explica en la carta… Yo soy pintor, nací en Miami, y vivo ahora en Nueva York. Mis padres no soportaban el frío, y por eso tuve que dejarlos en Florida. Tenían un departamento en el hogar geriátrico donde conocieron a Andrés. A pesar del origen de ellos, es la primera vez que vengo a Cuba y…, mire, la historia es un poco larga. ¿Me aceptaría que lo invitara a desayunar mañana en mi hotel y hablamos del tema? Andrés me dijo que usted era la mejor persona posible para ayudarme a saber algo de una historia relacionada con mis padres… Ah, por supuesto, yo le pagaría por su trabajo, no faltaba más…

Mientras Elías Kaminsky hablaba, Conde sintió cómo sus luces de alarma, hasta poco antes atenuadas, se calentaban una a una. Si Andrés se atrevía a enviarle a aquel hombre, que al parecer no buscaba libros raros, alguna razón de peso debía de existir. Pero antes de tomarse un café con aquel desconocido, y mucho antes de decirle que no tenía tiempo ni ánimos para involucrarse en su historia, existían cosas que debía saber. Pero… ¿el tipo había dicho que le iba a pagar, no? ¿Cuánto? La inopia económica que lo perseguía en los últimos meses asimiló golosa la información. En cualquier caso, lo mejor, como siempre, era empezar por el principio.

—¿Me disculpa si leo la carta?

—Por supuesto. Yo estaría loco por leerla.

Conde sonrió. Abrió la puerta de su casa y lo primero que vio fue a Basura II, acostado en el sofá, justo en el único espacio que dejaban abierto varias pilas de libros. El perro, dormido y displicente, ni movió el rabo cuando Conde encendió la luz y rasgó el sobre.

«Miami, 2 de septiembre de 2007

»Condenado:

»Falta mucho para la llamada de fin de año, pero esto no podía esperar. Sé por Dulcita, que regresó hace unos días de Cuba, que todos ustedes están bien, con menos pelos y hasta más gordos. El portador NO es mi amigo. CASI lo fueron sus padres, dos viejos superchéveres, sobre todo él, el polaco cubano. Este señor es pintor, vende bastante bien por lo que parece y heredó algunas cosas ($) de los padres. CREO que es buena gente. No como tú o como yo, pero más o menos.

»Lo que te va a pedir es complicado, no creo que ni tú lo puedas resolver, pero haz el intento, porque hasta yo estoy intrigado con esa historia. Además, es de las que te gustan, ya vas a ver.

»Por cierto, le dije que tú cobrabas cien dólares diarios por tu trabajo, más gastos. Eso lo aprendí en una novela de Chandler que me prestaste hace dos cojones de años. En la que había un tipo que hablaba como los personajes de Hemingway, ¿ya sabes cuál es?

»Todos mis abrazos para TODOS. Sé que la semana que viene es el cumpleaños del Conejo. Felicítalo de mi parte. Elías le lleva además un regalito mío y también unas medicinas que Jose debe tomar.

»Con amor y escualidez, tu hermano de SIEMPRE,

»Andrés.

»P.S. Ah, dile a Elías que no puede dejar de contarte la historia de la foto de Orestes Miñoso…»

Conde no pudo evitar que los ojos se le humedecieran. Con los cansancios y frustraciones acumuladas, más aquel calor y la humedad del ambiente, a uno se le irritaban los ojos, se mintió sin pudor. En aquella carta, donde apenas decía nada, Andrés lo decía todo, con esos silencios y énfasis suyos, tipográficamente mayúsculos. El hecho de que se acordara del cumpleaños del Conejo varios días antes de la fecha lo delataba: si no escribía era porque no quería ni podía, pues prefería no correr el riesgo de venirse abajo. Andrés, en la distancia física, estaba todavía demasiado cercano y, al parecer, lo estaría siempre. La tribu a la cual pertenecía desde hacía muchos años era inalienable, PER SAECULA SAECULORUM, con mayúsculas.

Dejó la carta sobre el difunto televisor ruso que no se decidía a tirar a la basura y, sintiendo el peso de la nostalgia añadida al de sus frustraciones más desveladas y perseverantes, se dijo que lo mejor para resistir aquella inesperada conversación era sostenerla mojada en alcohol. De la botella del ron perrero que había dejado en reserva sirvió unas buenas porciones en sendos vasos. Solo entonces tuvo plena conciencia de su situación: ¿aquel hombre le pagaría cien dólares diarios por ayudarlo a saber algo? Casi sintió un vahído. En el mundo destartalado y empobrecido en que Conde vivía, cien dólares eran una fortuna. ¿Y si trabajaba cinco días? El vahído se hizo más fuerte y para controlarlo se dio un trago directamente del pico de la botella. Con los vasos en la mano y la mente desbocada de planes económicos regresó al portal.

—¿Se atreve? —le preguntó a Elías Kaminsky extendiéndole el vaso que el otro aceptó susurrando un gracias—. Es ron barato…, el que yo tomo.

—No está mal —dijo el forastero luego de probarlo con cautela—. ¿Es haitiano? —preguntó con aires de catador, y de inmediato extrajo otro Camel y le dio fuego.

Conde se dio un lingotazo largo y se hizo el que degustaba aquel mofuco devastador.

—Sí, debe ser haitiano… Bueno, si quiere hablamos mañana en su hotel y me cuenta los detalles… —comenzó Conde, tratando de ocultar su ansiedad por saber—, pero dígame ahora qué es lo que usted cree que yo puedo ayudarlo a averiguar.

—Ya le dije, es una historia larga. Tiene mucho que ver con la vida de mi padre, Daniel Kaminsky… Para empezar, digamos que busco la pista de un cuadro, según todas las informaciones, un Rembrandt.

Conde no tuvo más remedio que sonreír. ¿Un Rembrandt, en Cuba? Años ha, cuando era policía, la existencia de un Matisse lo había llevado a meterse en una dolorosa historia de pasión y odio. Y el Matisse había resultado ser más falso que el juramento de una puta… o de un policía[2]. Pero la mención de un posible cuadro del maestro holandés era algo demasiado magnético para la curiosidad del Conde, cada vez más acelerada, quizás por la combustión de aquel ron tan horroroso que parecía haitiano y la promesa de un pago contundente.

—Así que un Rembrandt… ¿Cómo es esa historia y qué tiene que ver con su padre? —Empujó al extraño y añadió argumentos para convencerlo—. A esta hora aquí casi no hay calor… y me queda el resto de la botella de ron.

Kaminsky vació su trago y le extendió el vaso a Conde.

—Ponga el ron en los gastos…

—Lo que voy a poner es un bombillo en la lámpara. Mejor si nos vemos bien las caras, ¿no cree?

Mientras buscaba el bombillo, una silla sobre la que encaramarse, colocaba el bulbo en el enchufe y por fin se hacía la luz, Conde estuvo pensando que, en realidad, él no tenía remedio. ¿Por qué coño alentaba a aquel hombre a contarle su relato filial si lo más probable era que no pudiera ayudarlo a encontrar nada? ¿Solo porque si aceptaba le iban a pagar? «¿A eso has llegado, Mario Conde?», se preguntó y prefirió, de momento, no hacer el intento de responderse.

Cuando volvió a su sillón, Elías Kaminsky sacó una fotografía del bolsillo prodigioso de su camisa casual y se la extendió al otro.

—La clave de todo puede ser esta foto.

Se trataba de una copia reciente de una impresión antigua. El sepia original de la fotografía se había tornado gris, y se podían observar los bordes irregulares de la cartulina primigenia. En la estampa se veía a una mujer, entre los veinte y los treinta años, ataviada con un vestido oscuro y sentada en una butaca de tela brocada y respaldo alto. Junto a la mujer, un niño, de unos cinco años, de pie, con una mano sobre el regazo de la señora, miraba hacia el objetivo. Por las ropas y los peinados Conde supuso que la imagen había sido tomada entre las décadas de 1920 y 1930. Ya advertido del tema, luego de observar a los personajes, Conde se concentró en un pequeño cuadro colgado tras ellos, por encima de una mesilla donde reposaba un jarrón con flores blancas. El cuadro tendría, tal vez, unos cuarenta por veinticinco centímetros, a juzgar por su relación con la cabeza de la mujer. Conde movió la cartulina, buscando la mejor iluminación para estudiar la figura enmarcada: se trataba del busto de un hombre, con el pelo abierto sobre el cráneo y caído hasta los hombros, y una barba rala y descuidada. Algo indefinible se transmitía desde aquella imagen, sobre todo desde la mirada entre perdida y melancólica de los ojos del sujeto, y Conde se preguntó si se trataba del retrato de un hombre o de una representación de la figura de Cristo, bastante cercana a alguna que debía de haber visto en uno o más libros con reproducciones de pinturas de Rembrandt… ¿Un Cristo de Rembrandt en la casa de unos judíos?

—¿Este retrato es de Rembrandt? —preguntó, sin dejar de mirar la foto.

—La mujer es mi abuela, el niño es mi padre. Están en la casa donde vivieron en Cracovia… y la pintura ha sido autentificada como un Rembrandt. Se ve mejor con una lupa…

Del bolsillo casual salió ahora la lupa, y Conde observó con ella la reproducción, mientras preguntaba:

—¿Y qué tiene que ver ese Rembrandt con Cuba?

—Estuvo en Cuba. Luego salió de aquí. Y hace cuatro meses apareció en una casa de subastas de Londres para ser vendido… Salía al mercado con un precio base de un millón doscientos mil dólares, pues más que una obra acabada parece haber sido algo así como un estudio, de los varios que hizo Rembrandt para sus grandes figuras de Cristo cuando estaba trabajando en una de sus versiones de Los peregrinos de Emaús, la de 1648. ¿Usted sabe algo de ese tema?

Conde terminó su ron y observó otra vez la cartulina de la foto a través de la lupa, sin poder evitar la pregunta: ¿cuántos problemas de la vida de Rembrandt —bastante jodida según había leído— se hubieran podido resolver con aquel millón de dólares?

—Conozco poco… —admitió—. He visto láminas de ese cuadro… Pero si no recuerdo mal, en los Peregrinos Cristo mira hacia arriba, ¿no?

—Así es… El caso es que esta cabeza de Cristo parece haber llegado a manos de la familia de mi padre en 1648. Pero mis abuelos, unos judíos que venían huyendo de los nazis, la trajeron a Cuba en 1939… Era como su seguro de vida. Y el cuadro se quedó en Cuba. Pero ellos no. Alguien se hizo con el Rembrandt… Y hace unos meses otra persona, tal vez creyendo que había llegado el momento, empezó a tratar de venderlo. Ese vendedor se comunica con la casa de subastas a través de una dirección de correos en Los Ángeles. Tiene un certificado de autenticación fechado en Berlín, en 1928, y otro de compra, autentificado por un notario, fechado aquí en La Habana, en 1940…, justo cuando mis abuelos y mi tía ya estaban en un campo de concentración en Holanda. Pero gracias a esta foto, que mi padre conservó toda la vida, yo he detenido la subasta, pues hay mucha sensibilidad con el tema de las obras de arte robadas a los judíos antes y durante la guerra. No le miento si le digo que no me interesa recuperar el cuadro por el valor que pueda tener, aunque no es poca cosa… Lo que sí quiero saber, y por eso estoy aquí, hablando con usted, es qué pasó con ese cuadro, que era la reliquia de mi familia, y con la persona que lo tenía acá en Cuba. Dónde estuvo metido hasta ahora… No sé si a estas alturas será posible saber algo, pero quiero intentarlo… y para eso necesito su ayuda.

Conde había dejado de mirar la foto y observaba al recién llegado, atraído por sus palabras. ¿Había oído mal o decía que no le interesaban demasiado el millón y tanto que valía la obra? Su mente, ya desbocada, había comenzado a buscar rutas para acercarse a aquella historia al parecer extraordinaria que le salía al paso. Pero, en aquel instante, no se le ocurría la menor idea: solo que necesitaba saber más.

—¿Y qué le contó su padre sobre la llegada de ese cuadro a Cuba?

—Sobre eso no me contó mucho porque lo único que sabía era que sus padres lo traían en el Saint Louis.

—¿El barco famoso que llegó a La Habana cargado de judíos?

—Ese mismo… Sobre el cuadro, mi padre sí me habló mucho. Sobre la persona que lo tenía acá en Cuba, menos…

Conde sonrió. ¿El cansancio, el ron y su mal ánimo lo volvían más bruto o se trataba de su estado natural?

—La verdad, no entiendo muy bien… o no entiendo nada… —admitió mientras le devolvía la lupa a su interlocutor.

—Lo que quiero es que me ayude a buscar la verdad, para yo también poder entender… Mire, ahora mismo estoy agotado, y quisiera tener la mente clara para hablarle de esta historia. Pero para convencerlo de que me escuche mañana, si es que podemos vernos mañana, nada más quiero confiarle algo… Mis padres salieron de Cuba en 1958. No en el cincuenta y nueve, ni en el sesenta, cuando se fueron de aquí casi todos los judíos y la gente que tenía plata, huyendo de lo que ellos sabían que sería un gobierno comunista. Estoy seguro de que esa salida de mis padres en 1958, que fue bastante precipitada, está relacionada con este Rembrandt. Y desde que el cuadro volvió a aparecer para la subasta, más que creer, estoy convencido de que esa relación de mi padre con el cuadro y su salida de Cuba tienen una conexión que puede haber sido muy complicada…

—¿Por qué muy complicada? —preguntó Conde, ya persuadido de su anemia mental.

—Porque si pasó lo que pienso que pasó, quizás mi padre hizo algo muy grave.

Conde se sintió a punto de explotar. El tal Elías Kaminsky o era el peor contador de historias que jamás hubiese existido o era un comemierda con título y diploma. A pesar de su pintura, sus cien dólares diarios y su ropa casual.

—¿Me va a decir por fin qué fue lo que pasó y la verdad que le preocupa?

El mastodonte recuperó su vaso y bebió el fondo del ron servido por Conde. Miró a su interlocutor y al fin dijo:

—Es que no es fácil decir que uno piensa que su padre, al que siempre vio como eso, como un padre…, puede haber sido la misma persona que le cortó el cuello a un hombre.