XXX

ZERMAH TRABAJA

Al ver a Zermah, los Texar, por dueños de sí mismos que fuesen, no habían podido contenerse. Desde su infancia, puede decirse, era la primera vez que habían sido vistos juntos por una tercera persona, y esta persona era precisamente su mortal enemiga.

El primer movimiento de los dos hermanos, al verla, fue el de arrojarse sobre ella para matarla, a fin de salvar de esta manera el resto de su doble existencia.

La niña se había incorporado en los brazos de Zermah, y tendiendo los suyos, descarnados, exclamaba:

—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!

A una indicación muda de los dos hermanos, Squambo avanzó bruscamente hacia la mestiza, le puso la mano sobre el hombro, y empujándola hacia su habitación, cerró violentamente la puerta tras ella.

Entonces Squambo volvió al lado de los Texar. Su actitud indicaba bien claramente que no tenían más que mandarle, y él obedecería.

Sin embargo, lo imprevisto de aquella escena les había turbado más de lo que hubieran podido imaginarse dado su carácter audaz y violento. Se habían quedado indecisos, y parecía que se consultaban con la mirada.

Entretanto, Zermah se había arrojado en un rincón de la habitación después de haber depositado a la niña sobre su cama de hierbas. Había vuelto a recobrar su sangre fría. Se aproximó a la puerta, a fin de escuchar lo que pudiera interesarle. En aquel momento indudablemente iba a decidirse su suerte. Pero los Texar y Squambo acababan de salir de la choza, y sus palabras no llegaban a los oídos de Zermah.

La conversación que sostuvieron fue la siguiente:

—¡Es preciso que Zermah muera!

—¡Es preciso! Si por casualidad llegara a escaparse, o si por acaso los federales lograran libertarla, estaríamos perdidos. ¡Que muera, pues!

—Al instante —respondió Squambo.

Y ya se dirigía hacia la choza con el cuchillo en la mano, cuando uno de los Texar le detuvo:

—Esperemos —dijo—. Siempre estaremos a tiempo para hacer desaparecer a Zermah, cuyos cuidados son sumamente necesarios a la niña hasta que encontremos quien la remplace. Antes de obrar, procuremos damos cuenta de la situación. Un destacamento de nordistas escudriña en estos momentos el bosque de cipreses, por orden de Dupont. Pues bien, exploraremos primeramente los alrededores de la isla y del lago. Nada prueba que este destacamento, que desciende hacia el Sur, se haya de dirigir hacia este lado. Si viene, tendremos tiempo suficiente para huir; y si no viene, permaneceremos aquí, dejándole internarse en las profundidades de Florida. Allí estará a merced nuestra, pues habremos tenido tiempo suficiente de reunir la mayor parte de las milicias que vagan por el territorio. Entonces, en lugar de huir, seremos nosotros los que les persigamos con tenacidad. Será fácil cortarles la retirada y si algunos marineros han podido escapar al degüello de Kissimmee, esta vez no quedará ni uno solo con vida.

En las circunstancias actuales, aquel era el partido más prudente. Un gran número de sudistas ocupaban entonces aquella región, no esperando más que una ocasión de intentar un golpe contra los federales. Cuando uno de los Texar y sus compañeros hubieran llevado a cabo un reconocimiento, decidirían si debían permanecer en la isla Carneral o si deberían replegarse hacia la región del cabo Sable. Una de estas dos resoluciones sería adoptada al día siguiente. En cuanto a Zermah, cualquiera que fuese el resultado de la exploración, Squambo se encargaría de asegurar su discreción por medio de una puñalada.

—Respecto a la niña —añadió uno de los dos hermanos—, está en nuestro poder, y en interés nuestro debemos conservarla con vida. Ella no ha podido comprender lo que ha comprendido Zermah, y puede llegar a ser el precio de nuestro rescate en el caso de que cayéramos en poder del capitán Howick. A fin de rescatar a su hija, James Burbank aceptaría todas las proposiciones que tuviéramos a bien imponerle: no solamente la garantía de nuestra impunidad, sino el precio que quisiéramos fijar por la libertad de la niña.

—Si Zermah muere —dijo el indio—, ¿no es de temer que la pequeña sucumba?

—No; los cuidados no le faltarán —respondió uno de los Texar—; yo encontraré fácilmente una india que remplace a la mestiza.

—¡Sea! Pero, ante todo, es preciso que no tengamos nada que temer de Zermah.

—Bien pronto, suceda lo que quiera, habrá dejado de existir.

Así concluyó la conversación de los dos hermanos, y Zermah les oyó entrar en la cabaña.

¡Qué noche pasó la desgraciada mujer…! Comprendía que estaba condenada a muerte, y no pensaba en sí misma. De su suerte se inquietaba poco, habiendo estado siempre dispuesta a dar la vida por sus señores. Pero su muerte sería dejar a Dy abandonada a las crueldades de aquellos hombres sin piedad. Aun admitiendo que tuvieran interés en que la niña viviese, ¿no sucumbiría esta cuando Zermah no estuviera a su lado para cuidar de ella?

Pensando en esto, la idea de la fuga volvió a su mente con gran obstinación; era, por decirlo así, una obsesión continua la de huir antes que Texar la hubiese separado de la niña.

Durante esta interminable noche, la mestiza no pensó más que en poner en ejecución su proyecto. Sin embargo, de la conversación escuchada había ella retenido en la memoria, entre otras cosas, la de que uno de los Texar y sus compañeros iban a ir al día siguiente a efectuar una exploración por los alrededores del lago. Evidentemente, esta exploración a los alrededores del lago, como antes se ha dicho, no sería hecha sino en la posibilidad de resistir al destacamento federal si lo encontraba Texar, pues se haría acompañar de todo su personal y de los partidarios conducidos por su hermano. Este se quedaría sin duda en la isla, tanto para no ser reconocido como para vigilar la choza. Entonces sería cuando Zermah intentaría huir. Acaso lograra encontrar un arma cualquiera, y, en caso de ser sorprendida, no vacilaría en servirse de ella.

En estos pensamientos transcurrió la noche. Vanamente había procurado Zermah sacar alguna indicación de los ruidos que se producían en la isla, siempre con el pensamiento de que las tropas del capitán Howick iban quizás a llegar para apoderarse de Texar.

Algunos momentos antes de amanecer, la niña, después de haber reposado un poco, se despertó. Zermah le dio algunas gotas de agua que la refrescaron. Después, mirándola como si sus ojos no hubieran de volver a verla más, la estrechó sobre su corazón. Si en este momento hubiesen entrado para separarla de ella se hubiera defendido con el furor de una fiera rabiosa a quien se quisiera separar de sus hijitos.

—¿Qué tienes, querida Zermah? —preguntó la niña.

—Nada, nada —murmuró la mestiza.

—Y mamá, ¿cuándo la veremos?

—Muy pronto —respondió Zermah—. Hoy puede ser; sí, querida mía. Hoy espero que ya estaremos lejos…

—¿Y esos hombres que he visto esta noche…?

—¡Esos hombres! —respondió Zermah—. ¿Los has mirado bien?

—Sí, y me daban mucho miedo.

—Pero los has visto bien, ¿no es verdad? ¿Has notado cómo se parecían?

—Sí, Zermah.

—Pues bien, acuérdate de decir a tu padre y a Gilbert que son dos hermanos, ¿comprendes? Dos hermanos Texar, y tan parecidos que no se puede distinguir el uno del otro.

—Tú también se lo dirás, ¿verdad?

—Sí, también se lo diré. Sin embargo, si yo no estuviese allí, es preciso que no lo olvides.

—¿Y por qué no estarías tú allí? —preguntó la niña, que rodeaba con sus pequeños brazos al cuello de la mestiza, como para unirse más a ella.

—Yo estaré, querida mía; yo estaré. Ahora, si partimos, como tendremos que hacer una larga caminata, será preciso tomar fuerzas; voy, pues, a darte tú almuerzo.

—¿Y tú?

—Yo he comido mientras tú dormías, no tengo hambre.

La verdad es que Zermah no hubiera podido comer, por poco que fuese, en el estado de sobreexcitación en que se encontraba. Después de su comida, la niña se volvió a acostar en su cama de hierbas.

Zermah fue entonces a colocarse cerca de la abertura que las cañas de la choza dejaban entre sí en el ángulo de la habitación. Desde allí, durante una hora, no cesó de observar lo que pasaba en el exterior, pues todo era para ella de suma importancia.

Se hacían los preparativos del viaje. Uno de los hermanos, uno solo, presidía la formación de la tropa que había de conducir al bosque de los cipreses. El otro, que nadie había visto, sin duda había debido esconderse, ya en el interior de la choza, o ya en algún rincón de la isla.

Esto es al menos lo que pensó Zermah, conociendo el cuidado que ponían en guardar el secreto de su existencia. Entonces se dijo a sí misma que sería seguramente el que se quedara en la isla el que se encargase de vigilar a la niña y a ella.

Zermah no se engañaba, como vamos a ver bien pronto.

Entretanto, los partidarios y los esclavos estaban reunidos en número de unos cincuenta delante de la choza, esperando las órdenes de su jefe para ponerse en marcha.

Eran aproximadamente las nueve de la mañana cuando la tropa se dispuso a ganar la orilla del bosque, lo que exigió cierto tiempo, pues la barca no podía transportar más que cinco o seis hombres a la vez.

Zermah los vio descender en pequeños grupos y después marchar por la otra orilla. Sin embargo, a través de las cañas de la choza no podía descubrir la superficie del canal, situado mucho más bajo que el nivel de la isla.

Texar, que se había quedado el último, desapareció a su vez seguido de uno de sus perros, cuyo instinto debía utilizar durante la exploración. A una señal de su amo, el otro lebrel volvió a la choza, como si hubiera sido el único encargado de guardar su puerta.

Un instante después, Zermah vio a Texar que marchaba por la orilla opuesta, y que se paraba un momento para poner en orden su tropa. Después, todos, con Squambo a la cabeza, acompañado del perro, desaparecieron detrás de las gigantescas cañas y bajo los primeros árboles del bosque. Sin duda uno de los negros había debido traer la barca a la orilla de la isla, a fin de que nadie pudiese pasar a esta. Sin embargo, la mestiza no pudo verle, y pensó que había debido seguir los bordes del canal.

Ya no dudó más.

Dy acababa de despertarse. Causaba pena mirar por entre los jirones de sus vestidos, desgarrados por tantas fatigas, el extenuado cuerpecito de la niña.

—Ven, querida mía —dijo Zermah.

—¿Adónde? —preguntó la niña.

—Allá, hacia el bosque, acaso encontraremos allí a tu padre. ¿Tendrás miedo?

—Contigo, jamás.

Entonces la mestiza entreabrió la puerta de su habitación con mucho cuidado. Como no había escuchado ningún ruido en la habitación contigua, suponía que Texar no debía estar en la choza.

En efecto, allí no había nadie. En primer lugar Zermah buscó alguna arma, de la cual estaba decidida a servirse contra cualquiera que se propusiese detenerla.

Allí, sobre la mesa, había uno de esos anchos cuchillos de que los indios hacen uso en sus cacerías.

La mestiza se apoderó de él y lo ocultó entre sus vestidos. Tomó también un poco de carne seca que debía bastar para su sostenimiento durante algunos días. En aquel momento en que se trataba de salir de la choza, Zermah miró a través de las paredes, en la dirección del canal. Ningún ser viviente vagaba por aquella parte de la isla; ni siquiera aquel de los dos perros que habían dejado para guardia de la habitación.

Tranquilizada la mestiza, trató de abrir la puerta exterior.

Esta puerta, cerrada por fuera, resistió.

En seguida Zermah entró en su habitación con la niña. No había más que una cosa que hacer, utilizar el agujero, medio descubierto ya a través de la pared de la choza.

Este trabajo no fue difícil. La mestiza pudo servirse de su cuchillo para cortar las cañas que estaban entrelazadas, operación que fue hecha con el menor ruido posible.

Sin embargo, si el lebrel, que no había seguido a Texar, no había aparecido hasta entonces, ¿sería lo mismo cuando Zermah saliese fuera? Aquel feroz animal, ¿no acudiría presuroso, y se arrojaría contra ella o sobre la pobre niña? Tanto hubiera valido encontrarse frente a frente con un tigre.

Sin embargo, era preciso no vacilar. Por consiguiente, cuando el paso estuvo franco, Zermah cogió a la niña, a la cual besó y abrazó apasionadamente. La pobre Dy le volvió sus caricias con efusión. Todo lo había comprendido; era preciso huir, huir por aquel agujero que acababa de abrirse.

Zermah deslizóse a través de la abertura. En seguida, después de haber dirigido sus miradas a derecha e izquierda, escuchó atentamente; ni el menor ruido se dejaba oír. La pequeña Dy apareció entonces por el orificio abierto en la pared.

En este momento resonó un aullido, todavía muy lejano, pero que parecía venir de la parte Oeste de la isla. Zermah se precipitó a coger la niña. El corazón le latía hasta romperse dentro del pecho. No se creería relativamente en seguridad hasta después de haber desaparecido detrás de las cañas de la orilla opuesta.

Pero atravesar lo menos un centenar de pasos, esto es, el espacio que separaba la choza del canal, era precisamente lo más difícil de la evasión. Se exponía a ser descubierta por Texar o por el esclavo que había debido permanecer en la isla.

Felizmente, a la derecha de la choza, un espeso bosquecillo de plantas arborescentes, entremezcladas de cañas, se extendía hasta el borde del canal, a algunas varas solamente del sitio en que debía encontrarse la barca.

Zermah resolvió internarse por entre la vegetación espesa del bosquecillo, proyecto que fue en seguida puesto en ejecución. Las altas plantas abrieron un paso a las dos fugitivas, y el follaje se cerró tras ellas. En cuanto a los aullidos del perro, no se oyeron ya más.

Esta marcha a través de la espesura no se hizo sin trabajo. Era preciso introducirse por entre los altos tallos de los arbolillos y de los arbustos, que no dejaban entre sí más que un pequeño espacio.

Bien pronto Zermah tuvo todos sus vestidos hechos jirones, y sus manos ensangrentadas. Pero poco le importaba si podía evitar que la niña fuese desgarrada por aquellas largas espinas. No era la valerosa mestiza a quien aquellas picaduras hubieran podido arrancar un signo siquiera de dolor. Sin embargo, a pesar de todos los cuidados que tomó, la pobre niña fue herida varias veces en los brazos y en las manos. Dy no exhaló ni el más pequeño grito, ni dejó oír ni una sola queja.

Aunque la distancia que había que franquear fuese relativamente corta, unas sesenta varas todo lo más, fue precisa no menos de media hora para llegar a la orilla del canal.

Zermah se paró entonces, y a través de las cañas miró por el lado de la choza, y luego por el lado del bosque.

Nadie se veía sobre las más altas mesetas de la isla. Sobre la otra orilla, no había tampoco ningún indicio de Texar ni de sus compañeros, que debían estar entonces a una o dos millas en el interior. A menos de un encuentro con los nordistas, no estarían de vuelta antes de algunas horas.

Sin embargo, Zermah no podía creer que se la hubiese dejado sola en la choza. No era de suponer tampoco que uno de los Texar, que había llegado la víspera con sus partidarios, hubiese dejado la isla durante la noche, ni que el perro le hubiese seguido. Por otra parte, ¿no había oído ella misma los aullidos, que probaban que el lebrel rondaba entre los árboles? De un instante a otro podía verlos aparecer, juntos o separados. Acaso apresurándose lograría llegar, antes que la descubrieran, al bosque de los cipreses.

Como se recordará, en tanto que Zermah observaba los movimientos de los compañeros de Texar, no había podido ver la barca en el momento en que atravesaba el canal, cuyo lecho estaba oculto por la altura y el espesor de las cañas.

Pero Zermah no dudaba de que esta barca hubiese sido conducida a la orilla de la isla por uno de los esclavos. Esto era muy importante para la seguridad del campamento, en el caso de que los soldados del capitán Howick hubieran llegado en ausencia de los sudistas.

Sin embargo, ¿y si la barca hubiera quedado en la otra orilla, si hubiera parecido prudente el no alejarla, a fin de asegurar más rápidamente el paso de Texar y los suyos, seguidos muy de cerca por los federales? ¿Cómo se valdría la mestiza para trasladarse al otro lado? ¿Le sería preciso huir a través de las malezas de la isla? Y una vez allí, ¿debería esperar a que Texar hubiera partido para ir en busca de nuevo refugio en el fondo de los Everglades? Pero si él se decidía a intentar esto, no sería sin haber apelado a todos los medios para encontrar a Zermah y a la niña. Por consiguiente, la única salvación estaba en poder servirse de la barca para atravesar el canal. Zermah no tuvo más que deslizarse entre las cañas, un espacio de cinco o seis varas. Llegada a aquel sitio, se detuvo…

La barca estaba en la otra orilla.