LO QUE OYE ZERMAH
—¿T ú en la isla Carneral?
—Sí, desde hace algunas horas.
—Yo te creía en Adamsville[3], en los alrededores del lago Opopka[4].
—Allí estaba hace ocho días.
—¿Y por qué has venido?
—Porque era preciso.
—Bien sabes que no debíamos volvemos a encontrar jamás sino en las marismas de la Bahía Negra, y eso solamente cuando algunas líneas, escritas por tu mano, me dieran aviso de ello.
—Te lo repito: me ha sido preciso partir precipitadamente y refugiarme en los Everglades.
—¿Por qué?
—Vas a saberlo.
—¿No te expones a comprometernos?
—No; he llegado de noche, y ninguno de tus esclavos ha podido verme.
Si hasta entonces Zermah no perdía palabra, tampoco comprendía nada de aquella conversación, ni adivinaba siquiera quién podía ser aquel huésped inesperado en la choza. Allí había, ciertamente, dos hombres que hablaban y, sin embargo, parecía que era un solo hombre el que hacía las preguntas y las respuestas. La misma inflexión de voz la misma sonoridad. Se hubiese dicho que todas aquellas palabras salían de la misma boca. Zermah trataba vanamente de mirar a través de algún intersticio de la puerta. La habitación, débilmente iluminada, estaba en una semioscuridad que no permitía distinguir el menor objeto. La mestiza debió, pues, limitarse a sorprender todo lo que pudiera de aquella conversación que podía ser para ella de enorme importancia.
Después de un momento de silencio, los dos hombres continuaron la conversación. Evidentemente, fue Texar quien hizo esta pregunta:
—¿No has venido solo?
—No, algunos de nuestros partidarios me han acompañado hasta los Everglades.
—¿Cuántos?
—Cuarenta.
—¿No temes que puedan haberse enterado de lo que hemos ocultado durante tanto tiempo?
—De ninguna manera. No nos verán nunca juntos, y cuando hayan dejado la isla Carneral, no habrán sabido nada; por consiguiente, nada se cambiará en el programa de nuestra vida.
En aquel momento Zermah creyó escuchar el choque de dos manos que acababan de estrecharse.
Después de dicha conversación se volvió a reanudar esta en los siguientes términos:
—¿Qué ha pasado desde la toma de Jacksonville?
—Un asunto bastante grave. Ya sabes que Dupont se ha apoderado de San Agustín.
—Sí, lo sé, y tú, sin duda, no ignoras el motivo que tengo para saberlo.
—En efecto, la historia del tren de Fernandina ha venido a propósito para permitirte probar una coartada que ha puesto al consejo de guerra en la obligación de absolverte.
—Y bien a regañadientes. Pero ¡bah!, no es esta la primera vez que escapamos así.
—Y no será la última. Pero ¿acaso tú ignoras cuál ha sido el objeto de los federales al ocupar San Agustín? No era tanto por reducir la capital del condado de San Juan, como para organizar el bloqueo del litoral del Atlántico.
—Lo he oído decir.
—Pues bien; al comodoro Dupont no le ha parecido bastante vigilar la costa desde la desembocadura del San Juan hasta las islas de Bahama, y ha querido perseguir el contrabando de guerra en el interior de Florida. Decidió, pues, enviar dos chalupas con un destacamento de marinos mandados por dos oficiales de la escuadra. ¿Tenías conocimiento de esta expedición?
—No.
—¿Pues en qué fecha has salido de la Bahía Negra? ¿Algunos días después de la absolución?
—Sí, el veintidós de este mes.
—En efecto, el asunto es del veintidós.
Es preciso hacer observar que Zermah no podía tampoco saber nada de la emboscada de Kissimmee, de la cual el capitán Howick había hablado a Gilbert Burbank la noche de su encuentro en la selva.
Ella supo, pues, al mismo tiempo que Texar, cómo después del incendio de las chalupas, apenas una docena de supervivientes habían podido llevar al comodoro Dupont la noticia del desastre.
—¡Bien, bien! —exclamó Texar.
—Este es un feliz desquite de la toma de Jacksonville, y ¡ojalá pudiéramos atraer todavía a esos condenados nordistas al fondo de nuestra Florida!
—¡Aquí habían de quedar hasta el último!
—¡Sí, hasta el último! —replicó el otro—; sobre todo si se aventuran por medio de esos pantanos de los Everglades. Y precisamente los veremos aquí dentro de poco.
—¿Qué quieres decir?
—Que Dupont ha jurado vengar la muerte de sus oficiales y de sus marineros, y en consecuencia ha enviado una expedición al condado de San Juan.
—¿Los federales vienen por este lado?
—Sí, pero más numerosos, bien armados, marchando con mucha precaución y desconfiando de las emboscadas.
—¿Los has encontrado?
—No, pues nuestros partidarios no eran bastantes esta vez y hemos tenido que retroceder; pero retrocediendo les atraeremos poco a poco, y cuando hayamos reunido las milicias que recorren el territorio, caeremos sobre ellos y no se nos escapará ni uno.
—¿De dónde han salido?
—De Mosquito-Inlet.
—¿Por dónde vienen?
—Por el bosque de cipreses.
—¿Dónde podrán estar en este momento?
—A cuarenta millas aproximadamente de la isla Carneral.
—Está bien —respondió Texar—; es preciso dejarles que se internen hacia el Sur, pues no hay un día que perder para concentrar las milicias. Si es preciso, desde mañana mismo partiremos para buscar refugio del lado del canal de Bahama.
—Y allí, si nos vemos muy apurados, antes de poder reunir nuestros partidarios, encontraremos asegurada la retirada en las islas inglesas.
Los diversos asuntos que acababan de ser tratados en aquella conversación eran del mayor interés para Zermah. Si Texar se decidía a salir de la isla, ¿llevaría consigo a sus prisioneras o las dejaría en la cabaña bajo la vigilancia de Squambo? En este último caso sería conveniente no intentar la evasión hasta después de la marcha de Texar. Puede ser que entonces la mestiza pudiera obrar con más probabilidades de éxito. Y, además, ¿no podía suceder que el destacamento federal que recorría en aquel momento la Baja Florida llegase hasta los bordes del lago Okee-cho-bee, a la vista de la isla Carneral?
Pero esta esperanza, a la cual Zermah acababa de agarrarse se desvaneció bien pronto.
En efecto: a la pregunta sobre lo que haría de la mestiza y de la niña, Texar respondió sin dudar:
—Las conduciré, si es preciso, hasta las islas de Bahama.
—¿Podrá soportar la niña las fatigas del viaje?
—Sí, yo respondo de ello; y además, Zermah sabrá evitárselas cuidadosamente durante el camino.
—Sin embargo, ¡si esa niña llegase a morir…!
—Quiero mejor verla muerta que devolvérsela a su padre.
—¡Cómo odias a los Burbank!
—Tanto como los odias tú mismo.
Zermah, no pudiendo contenerse, estuvo a punto de empujar la puerta y presentarse frente a frente de aquellos dos hombres tan semejantes el uno al otro, no solamente en la voz, sino también en los malos instintos, y por la falta absoluta de conciencia y de corazón. Por fin logró dominarse, comprendiendo que valía más escuchar hasta la última de las palabras que se cambiasen entre Texar y su cómplice.
Cuando su conversación hubiese terminado, tal vez se entregarían al sueño, y entonces sería la ocasión más propicia para intentar la evasión, que ya era inevitable antes que la partida se efectuase.
Evidentemente, Texar se encontraba en la situación de un hombre que espera saberlo todo de parte del que hablaba; por consiguiente, él mismo fue quien volvió a reanudar la conversación.
—¿Qué hay de nuevo en el Norte? —preguntó.
—Nada que sea importante. Desgraciadamente parece que los federales llevan ventaja, y es muy de temer que la causa de la esclavitud esté perdida para siempre.
—¡Bah! —dijo Texar, con un gesto de indiferencia.
—Después de todo, nosotros no somos partidarios del Norte ni del Sur.
—No; y lo que nos importa es que durante el tiempo que los dos partidos empleen en desgarrarse, nosotros estemos siempre en el lado del que tenga algo que ganar.
Hablando así, Texar se retrataba de cuerpo entero. Pescar en el río revuelto de la revolución y de la guerra civil, era lo único que se proponían aquellos dos hombres.
—Pero —añadió—, ¿qué ha pasado especialmente en Florida, desde hace ocho días?
—Nada que tú no sepas. Stevens continúa dueño del río hasta Picolata.
—No parece que tenga intención de subir más arriba por el curso del San Juan.
—No; los cañoneros no intentan reconocer el sur del condado. Por otra parte, creo que esta ocupación no tardará en terminar, y así el río quedaría libre por completo a la navegación de los confederados.
—¿Qué quieres decir?
—Corre el rumor de que Dupont tiene intención de abandonar Florida, no dejando más que dos o tres buques para el bloqueo de las costas.
—¿Será posible?
—Te repito que se habla de esto; y si así sucede, San Agustín será evacuado bien pronto.
—¿Y Jacksonville?
—Jacksonville igualmente.
—¡Mil diablos! Entonces podré volver allá, reformar nuestro comité y volver a conquistar el puesto que los federales me han hecho perder. ¡Ah…, malditos nordistas…! Como el poder vuelva a mis manos, ya veréis cómo uso de él.
—¡Bien dicho!
—Y si James Burbank y toda su familia no han salido de Camdless-Bay, si la fuga no les ha sustraído a mi venganza, esta vez no se me escaparán.
—¡Yo lo apruebo…! Todo lo que tú has sufrido por esa familia, lo he sufrido como tú; lo que tú quieres, lo quiero yo también; lo que tú odias, yo también lo odio: los dos no somos más que uno.
—¡Sí…, uno! —respondió Texar.
La conversación se interrumpió por un momento; el choque de dos vasos hizo comprender a Zermah que Texar y el otro bebían juntos.
Zermah estaba aterrada. Escuchándoles parecía que aquellos dos hombres tenían igual parte en todos los crímenes cometidos últimamente en Florida, y más particularmente contra la familia Burbank. Aún pudo comprenderlo más escuchándolos durante otra media hora. Entonces conoció algunos detalles de la extraña vida de Texar. Y siempre la misma voz haciendo las preguntas y dando las respuestas como si Texar hubiese estado hablando solo en su habitación.
Había allí un misterio que la mestiza tenía gran interés en descubrir. Pero si aquellos hombres feroces hubiesen sospechado que Zermah acababa de sorprender una parte de sus secretos, ¿hubieran dudado en conjurar este peligro matándola? ¿Y qué sería entonces de la niña, una vez que no existiera Zermah?
Serían entonces aproximadamente las once de la noche. El tiempo no había cesado de ser tormentoso. El viento y la lluvia soplaban y caían sin descanso. Con toda certeza podía asegurarse que Texar y su compañero no irían a exponerse a tan terrible temporal. Pasarían la noche en la choza, y no pondrían en ejecución sus proyectos hasta el día siguiente.
Zermah no lo dudó cuando oyó al cómplice de Texar, pues debía de ser él, preguntar:
—Bien, ¿y qué partido tomaremos?
—El siguiente —respondió Texar—. Mañana por la mañana iremos con nuestra gente a reconocer los alrededores del lago; exploraremos el bosque de cipreses en una extensión de tres o cuatro millas, después de haber destacado, como vanguardia, aquellos de nuestros compañeros que lo conocen mejor, y más particularmente Squambo. Si nada indica la aproximación del destacamento federal, volveremos y esperaremos hasta el momento en que sea preciso batirse en retirada; si, por el contrario, la situación es más crítica, reuniré a nuestros partidarios y mis esclavos, y llevaré a Zermah al canal de Bahama. Tú, por tu parte, te ocuparás en reunir las milicias esparcidas en la Baja Florida.
—Entendido —respondió el otro—; mañana, mientras que vosotros hacéis el reconocimiento, yo me ocultaré en el bosque de la isla; es preciso que no nos vean juntos.
—¡No, ciertamente! —exclamó Texar—. El diablo me guarde de arriesgarme a cometer semejante imprudencia, que descubriría nuestro secreto. Por consiguiente, no nos veremos hasta la noche próxima en la choza. Y aun si me veo obligado a partir en el mismo día tú no dejes la isla hasta después que yo. Punto de cita: los alrededores del cabo Sable.
Zermah comprendió perfectamente que no podía contar con los federales para conseguir su libertad.
En efecto, si al día siguiente Texar tenía conocimiento de la aproximación del destacamento, ¿no dejaría precipitadamente la isla, llevándose consigo la mestiza y la niña?
Zermah no podía, pues, ser salvada más que por sí misma, cualesquiera que fuesen los peligros, por no decir las imposibilidades, de una evasión en condiciones tan difíciles.
Y, sin embargo, ella la hubiera intentado con muchísimo brío si hubiera sabido que James Burbank, Gilbert, Mars y algunos de sus camaradas de la plantación se habían puesto en campaña para arrancarla de las manos de Texar, que su esquela les había hecho saber por qué sitio era preciso llevar las exploraciones; que ya Mr. Burbank había recorrido el curso del San Juan, más allá del lago Washington; que una gran parte del bosque de cipreses había sido recorrida; que la pequeña expedición de Camdless-Bay acababa de reunirse al destacamento del capitán Howick; que era Texar, Texar mismo, a quien se creía autor de la emboscada de Kissimmee; que iba a ser perseguido con encarnizamiento y que sería fusilado sin más formalidades en el mismo instante en que lograsen apoderarse de su persona.
Pero Zermah no podía saber nada, y, por consiguiente, no podía esperar ningún socorro. Así es que la pobre estaba completamente decidida a arrostrarlo todo por salir de la isla Carneral.
Sin embargo, era preciso retrasar veinticuatro horas la ejecución del proyecto, a pesar de que la noche, completamente negra, era favorable a una evasión.
Los partidarios que no habían buscado abrigo bajo los árboles, ocupaban entonces los alrededores de la cabaña. Se les oía ir y venir por la orilla del lago, fumando y hablando, y si su tentativa fracasaba y su plan era descubierto, la situación de Zermah hubiera empeorado mucho, y acaso se hubieran concitado las violencias de Texar.
Por otra parte, ¿no se presentaría al día siguiente ocasión más propicia de huir? ¿No había dicho Texar que sus compañeros, sus esclavos y hasta el indio Squambo le acompañarían, a fin de observar la marcha del destacamento federal? ¿No habría en esto una circunstancia de la cual Zermah podría aprovecharse para aumentar las probabilidades del éxito? Si llegaba a franquear el canal sin haber sido vista, una vez en el bosque no tenía duda alguna de que se salvaría con la ayuda de Dios. Ocultándose, ella lograría evitar el caer de nuevo en manos de Texar.
El capitán Howick no debía estar lejos, puesto que avanzaba hacia el lago Okee-cho-bee; ¿no tenía algunas probabilidades de ser liberada por él?
Convenía, pues, esperar al día siguiente. Pero un incidente imprevisto vino a destruir todo el castillo sobre el cual descansaban las últimas esperanzas de Zermah, y a comprometer más su situación con respecto a Texar.
En aquel momento sonaron golpes en la puerta de la choza. Era Squambo, que se dio a conocer a su amo.
—Entra —dijo Texar.
Squambo entró.
—¿Tenéis órdenes que darme para esta noche? —preguntó.
—Que se vigile con cuidado —respondió Texar—, y que se me avise a la menor novedad.
—Yo me encargo de ello —replicó Squambo.
—Mañana por la mañana iremos a verificar un reconocimiento a algunas millas en el interior del bosque de cipreses.
—Entonces, ¿la mestiza y Dy…?
—Permanecerán también guardadas como de costumbre. Ahora, Squambo, que no venga nadie a molestarnos.
—Está bien.
—¿Qué hacen nuestros hombres?
—Se pasean de un lado a otro, y me parecen muy dispuestos a retirarse a descansar.
—Que no se aleje ni uno de ellos.
—Ni uno.
—¿Qué tiempo hace?
—Menos malo; la lluvia ha cesado, y el viento no tardará en amainar.
—Bien.
Zermah no había dejado de escuchar. La conversación iba evidentemente a llegar al fin, cuando un suspiro ahogado, una especie de ronquido, se dejó oír.
Toda la sangre de Zermah afluyó a su corazón.
Se levantó rápidamente y se precipitó hacia el montón de hierbas, inclinándose sobre la niña.
Dy acababa de despertarse, y ¡en qué estado! Un ronquido sordo se escapaba de sus labios, sus manecitas agitaban el aire como si hubiera querido llevarlas a su boca.
Zermah no pudo comprender más que estas palabras:
—¡Agua! ¡Agua!
La desgraciada niña se ahogaba. Era preciso sacarla inmediatamente al exterior. En aquella oscuridad profunda, Zermah, como loca, la cogió entre sus brazos para reanimarla con su propio aliento. Entonces la sintió estremecerse presa de una violenta convulsión. Dando un grito empujó la puerta de la habitación.
Dos hombres estaban allí en pie, delante de Squambo; pero tan semejantes de rostro y de cuerpo, que Zermah no hubiera podido reconocer cuál de los dos era Texar.