XXVII

LOS EVERGLADES

Región soberbia, y a la vez terrible, es esta de los Everglades. Está situada en la parte meridional de Florida, y se prolonga hasta el cabo Sable, última punta de la Península. Esta región, a decir verdad, no es más que una inmensa marisma, casi al nivel del Atlántico. Las aguas del mar la inundan en grandes masas cuando las tempestades del océano o del golfo de México las precipitan en ella, y allí quedan mezcladas con las aguas del cielo que la estación invernal vierte en espesas cataratas. Esto da lugar a un territorio mitad líquido, mitad sólido, casi imposible de habitar.

Estas aguas están ceñidas por cuadros de arena blanca, que hacen resaltar más su color sombrío; espejos múltiples en los cuales se refleja solamente el vuelo de innumerables pájaros que pasan por su superficie. No son venenosas, pero las serpientes pululan en ellas en infinito número.

No hay que creer, sin embargo, que el carácter general de esta región sea la aridez. No; precisamente en la superficie de las islas bañadas por las aguas pútridas de los lagos, es donde la naturaleza parece que usa de su fuerza con más bríos. La malaria es, por decirlo así, vencida por los perfumes que esparcen las admirables flores de esta zona. Las islas están embalsamadas por los olores de mil plantas de un esplendor que justifica el poético nombre de la península floridiana. Por eso los indios nómadas van a refugiarse a estos oasis saludables de los Everglades, durante sus épocas de reposo, cuya duración no es nunca larga.

Cuando se ha penetrado algunas millas dentro de este territorio, se encuentra una vasta sabana de agua; es el lago Okee-cho-bee, situado un poco más abajo del paralelo 27. Allí, en un ángulo del lago, se encuentra la isla Carneral, donde Texar se había proporcionado un retiro, en el que podía desafiar toda persecución.

¡País digno de Texar y de sus compañeros! Cuando Florida pertenecía todavía a los españoles, a esta parte del territorio huían particularmente los malhechores de raza blanca a fin de escapar a la justicia de su país. Mezclados a las poblaciones indígenas, entre las cuales se encuentra todavía la sangre caribe, han sido origen de los creeks, de los semínolas y de otros indios nómadas, para reducir a los cuales ha sido precisa una larga y sangrienta guerra, y cuya sumisión, poco más o menos completa, no data más allá del año 1845.

La isla Carneral parece que por su posición debía de estar al abrigo de toda agresión. Verdad es que en su parte oriental no está separada de la tierra firme más que por un estrecho canal, si se puede dar este nombre a la especie de pantano que rodea el lago. Este canal mide un centenar de pies, que es preciso franquear en una grosera barca. No hay otro medio de comunicación.

Escaparse por este lado y pasar nadando, es imposible. ¿Quién se atrevería a arriesgarse a través de aquellas aguas cenagosas, erizadas de largas hierbas que se entrelazan, en las cuales hormiguean los reptiles?

Más allá empieza el bosque de cipreses, con sus terrenos medio sumergidos que no ofrecen más que estrechos parajes, muy difíciles de reconocer. Y además, ¡qué obstáculos! Un suelo arcilloso que se pega al pie, como engrudo, y enormes troncos arrojados por todas partes, estorbando el paso. Allí brotan también temibles plantas como las philacias, cuyo contacto es mucho más venenoso que el de los cardos de aquel territorio; y sobre todo, millares de pecices, especie de hongos gigantescos que son explosivos, como si encerrasen cartuchos de algodón pólvora o dinamita. En efecto, al menor choque se produce una violenta detonación, y en un instante la atmósfera se llena de espirales de un polvo rojizo. Este polvo, de átomos muy tenues, se agarra a la garganta, y engendra una erupción de ardientes pústulas. Es, por tanto, muy prudente evitar estas vegetaciones perjudiciales, como se evita el roce de los más peligrosos animales del mundo teratológico.

La habitación de Texar no era más que una antigua choza india, cubierta de paja, colocada al abrigo de los grandes árboles, en la parte oriental de la isla. Oculta enteramente en medio de la verdura, no se la podía descubrir ni siquiera desde la orilla más próxima. Los dos lebreles la guardaban con tanta vigilancia como guardaban el fortín de la Bahía Negra. Acostumbrados desde hacía tiempo a la caza del hombre hubieran hecho pedazos a cualquiera que se hubiese aproximado a la choza.

Allí era adonde, desde hacía dos días, habían sido conducidas Zermah y la pequeña Dy. El viaje, bastante fácil mientras remontaban el curso del San Juan hasta el lago Washington, había llegado a ser muy rudo a través del bosque de cipreses, aun para hombres vigorosos, habituados a aquel clima malsano, y acostumbrados a las prolongadas marchas a través de los pantanos y de los bosques. Puede comprenderse perfectamente lo que habían debido sufrir una mujer y una niña. Zermah, sin embargo, era fuerte, valerosa y dispuesta a sacrificarse por la pequeña Dy. Durante todo el trayecto llevaba a la niña en brazos, pues la pobrecita se hubiera fatigado muy pronto en tan larga y penosa jornada.

Zermah hubiera caminado de rodillas para evitar a la niña semejante fatiga; así es que cuando llegaron a la isla Carneral, la pobre mestiza había agotado sus fuerzas.

Y ahora, después de lo que había pasado desde el momento en que Texar y Squambo las arrastraron fuera de la Bahía Negra, ¿cómo no había de desesperarse la pobre mestiza? Si ella ignoraba que la esquela remitida al joven esclavo había llegado a las manos de James Burbank, en cambio sabía que el pobre negro había pagado con su vida el acto de generosidad que quería llevar a cabo por salvarlas. Sorprendido en el momento en que se disponía a dejar el islote para dirigirse a Camdless-Bay, había sido herido mortalmente. Entonces la mestiza creyó que James Burbank no llegaría jamás a saber lo que ella había comunicado al desgraciado negro; es decir, que el miserable Texar y su personal se preparaban a salir para la isla Carneral. En estas condiciones, ¿cómo lograría Mr. Burbank encontrar sus huellas?

Zermah no podía, por consiguiente, conservar ni la sombra de una esperanza. Además, toda probabilidad de salvación iba a desvanecerse en medio de aquella región, de la cual conocía, por referencia, los salvajes horrores. Demasiado comprendía que en tal situación toda tentativa de evasión sería imposible.

Al llegar a la isla, la niña se encontraba en un estado de debilidad extrema. Primero, la fatiga que había sufrido, a pesar de los cuidados incesantes de Zermah; después, la influencia de un clima detestable, habían alterado su salud profundamente. Pálida, enflaquecida, como si hubiese sido envenenada por las emanaciones de aquellos pantanos, la pobre niña no tenía fuerzas para sostenerse en pie; apenas tenía la energía necesaria para pronunciar algunas palabras, y estas eran siempre para preguntar por su madre; Zermah no podía ya decirle, como lo hacía durante los primeros días de su estancia en la Bahía Negra, que volvería a ver bien pronto a la señora Burbank; que su padre, su hermano, Alicia y Mars no tardarían en reunirse con ellas.

Con su inteligencia tan precoz, que parecía serlo más todavía por la desgracia, desde las espantables escenas de la plantación, Dy comprendía perfectamente que había sido arrancada por la fuerza del hogar materno, que estaba entre las manos de un hombre perverso, y que si no acudían pronto en su socorro, no volvería a ver más a Camdless-Bay.

Ya Zermah no sabía qué responder, y a pesar de todo su interés y todo su cariño, veía con tristeza que la pobre niña se iba desesperando.

La habitación no era, como ya se ha dicho, más que una grosera cabaña, que hubiera sido insuficiente durante el período invernal.

Entonces, el viento y la lluvia penetrarían en ella por todas partes. Pero en la estación cálida, cuya influencia se dejaba ya sentir bajo aquella latitud, podía al menos proteger a sus habitantes contra los ardores del sol.

Esta choza estaba dividida en dos departamentos de muy desigual extensión; el uno muy estrecho, apenas iluminado, que no comunicaba con el exterior, sino que tenía su entrada por la otra habitación. Esta, mucho más vasta, recibía la luz por una puerta practicada en la fachada principal, es decir, en la que miraba a la orilla del cercano canal.

Zermah y Dy habían sido relegadas a la habitación pequeña, donde no tuvieron a su disposición más que algunos groseros utensilios y un montón de hierba que les servía de cama.

La otra habitación estaba ocupada por Texar y el indio Squambo, el cual no se separaba jamás de su amo. Allí, por muebles, había una mesa con varias vasijas de aguardiente, vasos y algunos platos; una especie de armario para las provisiones, un tronco de árbol, apenas descortezado, como banco, y dos haces de hierbas por todo lecho. El fuego necesario para la preparación de las comidas se hacía en un fogón de piedra, construido en el exterior, en un ángulo de la cabaña. Tal como era bastaba para las necesidades de una alimentación que no se componía más que de carne seca de animales montaraces, de los cuales un cazador podía fácilmente hacer provisiones en la isla; de legumbres y de frutas, casi en estado salvaje; en fin, de algo para no morir de hambre.

En cuanto a los esclavos, en número de media docena, que Texar había conducido desde la Bahía Negra, estos dormían fuera, como los perros, y como ellos velaban los alrededores de la choza, no teniendo por abrigo más que los grandes árboles, cuya ramas bajas se entremezclaban por encima de sus cabezas.

Sin embargo, desde el primer día, Zermah y Dy tuvieron libertad para ir y venir de un lado a otro. No estaban prisioneras en su habitación, si bien lo estaban en la isla Carneral. Se contentaban con vigilarlas, precaución bien inútil, por cierto, pues era imposible de todo punto franquear el canal sin servirse de la barca, que estaba guardada sin cesar por uno de los negros. Mientras que sacaba a pasear a la pequeña Dy, Zermah se dio bien pronto cuenta de las dificultades que presentaría una evasión.

Aquel día, si la mestiza no fue perdida de vista por Squambo, en cambio no encontró por ninguna parte a Texar; pero cuando llegó la noche escuchó la voz del forajido que cambiaba algunas palabras con Squambo, al cual recomendaba cuidadosamente una vigilancia muy severa; y pasado algún tiempo, excepto Zermah, todos dormían en la choza.

Hasta entonces, preciso es decirlo, la mestiza no había podido arrancar una sola palabra a Texar. Conforme subían hacia el lago Washington, le había interrogado inútilmente acerca de lo que pensaba hacer de la niña y de ella, llegando algunas veces hasta la súplica, y otras hasta la amenaza.

Mientras que hablaba, Texar se contentaba con fijar en ella sus ojos fríos y terribles. Después, encogiéndose de hombros, hacía un gesto, como de un hombre a quien se importuna y desdeña responder.

Sin embargo, Zermah no se daba por vencida. Llegada a la isla Carneral, tomó la resolución de volver a hablar con Texar, a fin de excitar su piedad si no para ella, al menos para la pobre niña; o, a falta de piedad, tratar de vencerle por el interés.

La ocasión se presentó.

Al día siguiente, mientras que la niña dormía, Zermah se dirigió hacia el canal.

Texar se paseaba por la orilla. Acompañado de Squambo, daba algunas órdenes a sus esclavos, ocupados en extraer las hierbas acuáticas de que estaba lleno el canal, cuya acumulación hacía muy difícil el servicio de la barca.

Durante esta tarea, dos negros se ocupaban en golpear la superficie del canal con largos palos, a fin de asustar a los reptiles, cuyas cabezas repugnantes asomaban por fuera de las aguas cenagosas y turbias.

Un instante después Squambo se separó de su amo, y este se disponía también a retirarse cuando Zermah fue en dirección hacia Texar.

Este la dejó llegar, y cuando la mestiza estuvo bastante cerca de él, se paró.

—Texar —dijo Zermah con voz firme—, tengo que hablaros; esta será sin duda la última vez que lo haga; os ruego, por tanto, que me escuchéis.

Texar, que acababa de encender un cigarrillo, no respondió; por consiguiente, Zermah, después de haber esperado vanamente algunos instantes, continuó de este modo:

—Texar, ¿queréis decirme al fin lo que pensáis hacer con Dy Burbank?

Texar guardó silencio.

—No trataré —añadió la mestiza—, de hacer que os apiadéis de mi propia suerte; no se trata más que de esta niña, cuya vida está comprometida, y que se os escapará bien pronto.

Ante esta afirmación, Texar hizo un gesto que demostraba la más absoluta incredulidad.

—Sí, bien pronto —añadió Zermah—. Si no es por la huida, será por la muerte.

Texar, después de haber arrojado al aire lentamente una bocanada de humo de su cigarrillo, se contentó con responder:

—¡Bah! La pequeña se repondrá con algunos días de reposo, y yo cuento, Zermah, con tus buenos cuidados para conservarnos esta preciosa existencia.

—No; os lo repito, Texar; antes de poco esta niña estará muerta, y muerta sin provecho para vos.

—¿Sin provecho —replicó Texar—, cuando la tengo lejos de su madre moribunda, de su padre y de su hermano, reducidos a la más completa desesperación?

—Sea —dijo Zermah—; ya os habéis vengado; pero creedme, Texar; os reportaría más ventajas devolver esta niña a su familia, que retenerla aquí.

—¿Qué es lo que quieres decir?

—Quiero decir que ya habéis hecho sufrir bastante a James Burbank; ahora debe hablar vuestro interés.

—¿Mi interés?

—Seguramente, Texar —repuso Zermah, animándose—. La plantación de Camdless-Bay ha sido devastada; la señora Burbank está moribunda, acaso ha muerto en el momento en que os hablo, su hija ha desaparecido y Mr. Burbank tratará vanamente de encontrar sus huellas. Todos estos crímenes, Texar, han sido cometidos por vos. Lo sé perfectamente y tengo el derecho de decíroslo cara a cara. Pero, tened cuidado: esos crímenes se descubrirán algún día, y entonces pensad en el castigo que os será impuesto. Sí, vuestro interés os aconseja tener piedad. No hablo de mí misma, a quien mi marido no encontrará ya a su vuelta; no hablo más que por esta pobre niña que va a morir. Retenedme a mí, si así lo queréis; pero enviad a esta niña a Camdless-Bay; devolvedla a su madre. No se os pedirá jamás cuentas del pasado, y aun, si lo exigís, se os pagará a precio de oro la libertad de esta pobre niña. Texar, si yo me atrevo por mi cuenta a hablaros de este modo, si yo os propongo este cambio, es porque conozco hasta el fondo el corazón de James Burbank y de los suyos; es porque sé que sacrificaría toda su fortuna por salvar a esta niña, y pongo a Dios por testigo de que cumplirán la promesa que os hace su esclava.

—¿Su esclava? —exclamó Texar irónicamente—. ¡Si ya no hay esclavos en Camdless-Bay!

—Sí, Texar; pues para permanecer al lado de mis señores no he aceptado yo la libertad.

—Verdad, Zermah, verdad —respondió Texar—; pero, en fin, puesto que no te repugna ser esclava, todavía podremos entendernos. Hace seis o siete años quise comprarte a mi amigo Tickborn. Ofrecí por ti, sola, una suma considerable; y tú me pertenecerías desde aquella época si James Burbank no te hubiese llevado consigo para su provecho; por consiguiente, ahora que te tengo, no quiero soltarte.

—Sea, Texar —respondió Zermah—; yo seré vuestra esclava; pero ¿devolveréis esta niña a sus padres?

—¿La hija de James Burbank —replicó Texar con el acento del más violento odio—, devolverla a sus padres? ¡Jamás!

—¡Miserable! —exclamó Zermah, ciega ya por la indignación—. Pues bien; si no es su padre, será Dios quien la arrancará de tus manos infames.

Una risa burlona y un encogimiento de hombros fue toda la respuesta de Texar. Había liado un segundo cigarrillo que encendió tranquilamente con el resto del primero, y se alejó por la ribera del canal sin siquiera mirar a Zermah. Seguramente si la valerosa mestiza hubiese tenido un arma le hubiera herido como a una bestia feroz aun a riesgo de ser despedazada por Squambo y sus compañeros, pero la infeliz no podía hacer nada. Quedóse inmóvil, mirando a los negros que trabajaban en la ribera del canal. Por ninguna parte un rostro amigo; no veía más que caras feroces de brutos, que no parecían pertenecer a la especie humana. Desconsolada y triste volvióse a la choza para continuar ejerciendo su papel de madre cerca de la desgraciada niña, que la llamaba con voz débil.

Zermah trató de consolar a la pobre criatura, a la cual tomó en sus brazos. Sus besos la reanimaron un poco; le hizo una bebida caliente que preparó en el fogón exterior, cerca del cual acababa de trasportarla, y le prodigó todos los cuidados que le permitían su miseria y su abandono. Dy le daba las gracias con una sonrisa. Y ¡qué sonrisa!, más triste que lo hubieran podido serlo las lágrimas.

Zermah no volvió a ver a Texar en todo el día. Por otra parte, ya no le buscaba. ¿Para qué? Él no había de dar muestras de mejores sentimientos, y la situación se empeoraría con nuevas recriminaciones.

En efecto, si hasta entonces, durante su estancia en la Bahía Negra, y desde su llegada a la isla Carneral, los malos tratos no habían sido prodigados, ni a la niña ni a Zermah, esta empezaba ya a temerlo todo de semejante hombre. Bastaba un acceso de furor para que se dejase llevar hasta los últimos límites de la violencia. Ninguna piedad podía esperarse de aquella alma perversa; y puesto que su interés no había vencido a su odio, Zermah comprendió que debía renunciar a toda esperanza del porvenir. En cuanto a los compañeros de Texar, Squambo y los esclavos, ¿cómo había que pedirles que fuesen más humanos que su señor? Todos sabían perfectamente qué suerte esperaba a cualquiera de ellos que hubiese demostrado por ella un poquito de simpatía. Por otra parte, no había nada que esperar. Zermah estaba, pues, entregada a sí misma, y en aquel instante tomó su partido. Resolvió intentar la fuga desde la noche siguiente.

Pero ¿de qué manera? ¿No era preciso que la cintura de agua que rodeaba la isla Carneral fuese franqueada? Si delante de la choza aquella parte del lago no tenía sino muy poca anchura, no se podía, sin embargo atravesar a nado. Quedaba, pues, un solo recurso: el de apoderarse de la barca para llegar a la otra orilla del canal.

Llegó la noche, noche que debía ser muy oscura, hasta desapacible, pues la lluvia comenzaba a desencadenarse sobre el pantano.

Si era imposible que Zermah saliese de la cabaña por la puerta de la habitación grande, acaso no le sería difícil hacer un agujero por la parte posterior de la pared, salir por él al campo y llevar consigo a la pequeña Dy. Una vez fuera, ya pensaría lo que debía hacer para poder escaparse.

Hacia las diez de la noche, no se escuchaba ya en el exterior más ruido que los silbidos del vendaval. Texar y Squambo dormían; los perros, guarecidos en algún rincón, no rondaban alrededor de la cabaña.

El momento era favorable.

Mientras que Dy reposaba sobre el montón de hierbas, Zermah comenzó a separar suavemente la paja y las cañas que formaban el muro lateral de la choza.

Al cabo de una hora, el agujero no era suficiente para que la pequeña y ella pudiesen pasar por él, y ya se disponía a continuar agrandándolo, cuando un ruido repentino la hizo detenerse.

Aquel ruido se producía por la parte exterior, en medio de la oscuridad más profunda. Eran los aullidos de los lebreles, que señalaban que alguien iba y venía por la ribera. Texar y Squambo, despertados súbitamente, salieron con precipitación de la choza.

Entonces escucharon algunas voces. Evidentemente una partida de hombres acababa de llegar a la ribera opuesta del canal Zermah debió suspender por entonces su tentativa de evasión, irrealizable en aquel momento.

A pesar de los rugidos del vendaval le fue posible distinguir el ruido de numerosos pasos sobre el suelo.

Zermah, con el oído atento, escuchaba. ¿Qué era lo que sucedía? ¿Se habría apiadado de ella la Providencia? ¿Le enviaría algún socorro imprevisto, con el cual no pensaba contar?

Bien pronto comprendió que no. Si esto hubiera sido así, habría habido lucha entre los que llegaban y las gentes de Texar; ataque durante la travesía del canal, gritos de una parte y de otra, detonaciones de armas de fuego, y nada de esto había sucedido. Más bien sería un refuerzo que llegaba a la isla Carneral.

Un instante después, Zermah observó que dos personas entraban en la cabaña. Texar regresaba acompañado de otro hombre que no podía ser Squambo, puesto que la voz del indio se oía en el exterior, del lado del canal.

Sin embargo, dos hombres estaban en la habitación. Habían comenzado a hablar en voz muy baja, cuando de repente se interrumpieron.

Uno de ellos, con una linterna en la mano, acababa de dirigirse hacia la habitación de Zermah, la cual no tuvo más que el tiempo preciso para arrojarse sobre el montón de hierbas y ocultar de este modo el agujero que había hecho en el muro lateral.

Texar, pues era él, entreabrió la puerta, echó una mirada por el interior de la habitación y vio a la mestiza tendida cerca de la niña, y que parecía dormir profundamente. Después de haber hecho esta inspección se retiró.

Zermah se levantó entonces y volvió a ocupar su puesto detrás de la puerta, que había sido cerrada de nuevo.

Si bien no podía ver nada de lo que pasaba en la habitación ni reconocer al interlocutor de Texar, podía, en cambio, oírle.

Y oyó lo siguiente: