ENCUENTRO
Sí, era preciso ir adelante. Entretanto, en previsión de eventualidades, debía tomarse todo género de precauciones. Era preciso explorar el camino, reconocer las espesuras de la selva y estar preparados a todo evento.
Se examinaron las armas con cuidado especialísimo, y puestas en estado de servir a la primera señal. Al menor alerta, todos dejarían en tierra los equipajes y tomarían parte en la defensa. En cuanto a la disposición del personal en marcha, esta no se modificaría. Gilbert y Mars continuarían marchando a vanguardia, a una distancia mayor, a fin de prevenir toda sorpresa. Cada uno de los expedicionarios estaba dispuesto a cumplir con su deber, por más que aquellas buenas gentes tuviesen verdaderamente el corazón oprimido desde el momento en que un obstáculo se alzaba entre ellos y el resultado que se proponían alcanzar.
La marcha no se había retrasado nada. Sin embargo, había parecido prudente no seguir las huellas, que continuaban indicadas con claridad. Más valía, si era posible, no encontrarse con el destacamento, que seguramente avanzaba en dirección de los Everglades. Desgraciadamente se reconoció bien pronto que esto había de ser bastante difícil. En efecto, la desconocida tropa no marchaba en línea recta. Las huellas hacían numerosos ángulos a derecha y a izquierda, lo cual indicaba cierta duda en la marcha. No obstante, su dirección general era hacia el Sur.
Todavía transcurrió otro día. Ningún encuentro había obligado a James Burbank y a los suyos a detenerse. Habían caminado a buen paso, y ganaban terreno, evidentemente hacia la tropa que se aventuraba a través del bosque de cipreses.
Esto se adivinaba perfectamente en las huellas múltiples que se notaban sobre aquel suelo tan blanco y movedizo. Nada hubiese sido más fácil que contar el número de paradas, sea a las horas de la comida, pues entonces las huellas se entrecruzaban indicando las idas y venidas en diferentes sentidos, o cuando sólo había sido un breve descanso, sin duda para tomar alguna deliberación acerca del camino que debían seguir.
Gilbert y Mars no cesaban de estudiar estas huellas con minuciosa atención. Como indudablemente podían revelarles muchas cosas, las observaban con tanto cuidado como los mismos semínolas, tan hábiles en estudiar y reconocer los indicios sobre los territorios que recorren en épocas de caza o de guerra.
Después de uno de estos exámenes detenidos, pudo Gilbert decir afirmativamente a su padre:
—Padre mío, tenemos la certidumbre de que ni Zermah ni mi hermana forman parte de la gente que nos precede. Como en todo el camino no se encuentra ni una sola huella de caballería, si Zermah fuese con ellos es evidente que marcharía a pie, llevando a mi hermana en sus brazos, y tanto los vestigios de Zermah como los de Dy se reconocerían perfectamente en las paradas que ha hecho la caravana; pero no existe ni una sola huella de pie de mujer ni de niña. En cuanto a este destacamento, no cabe duda alguna de que va pertrechado de armas de fuego. En varios sitios han podido verse las señales de las culatas de los fusiles sobre el suelo. He notado hasta la siguiente circunstancia: que estas culatas deben ser semejantes a las que tienen los fusiles de la marina. Es, pues, probable que las milicias floridianas tuviesen a su disposición armas de este modelo, sin lo cual esto sería inexplicable. Además, y esto es desgraciadamente demasiado cierto, esta tropa es por lo menos diez veces más numerosa que la nuestra; por consiguiente, es preciso conducirnos con extraordinaria prudencia a medida que nos aproximemos a ella.
No había otro remedio que seguir las recomendaciones del joven oficial y así efectivamente se hizo. En cuanto a las deducciones que sacaba de la forma y el número de las huellas, debían ser indudablemente justas. Que ni la pequeña Dy ni Zermah formaban parte de aquel destacamento, era cosa demasiado cierta. De aquí se deducía la conclusión lógica de que los expedicionarios no se encontraban sobre la pista de Texar. El personal que había salido de la Bahía Negra no podía ser tan importante, ni estar tan bien armado; por consiguiente, no parecía dudoso que hubiese allí una numerosa tropa de milicias floridianas dirigiéndose hacia las regiones meridionales de la Península y por consecuencia, hacia los Everglades, adonde Texar habría llegado probablemente uno o dos días antes.
En suma, aquel destacamento, de tal manera formado era temible para los compañeros de James Burbank.
Avanzada la tarde, hicieron alto en el centro de una especie de plazoleta, donde los cipreses estaban más claros. Sin duda había debido de estar ocupada algunas horas antes, pues así lo indicaban en aquel momento varios montones de ceniza apenas enfriada, restos de los fuegos que habían sido encendidos por el destacamento.
Se tomó entonces el partido de no ponerse en marcha sino después del crepúsculo. La noche sería oscura, el cielo estaba lleno de nubarrones y la luna, casi en su último cuarto, no debía salir hasta muy tarde.
Esto permitiría ir aproximándose al destacamento en mejores condiciones.
Acaso fuera posible reconocerle sin ser vistos, pasarle dando un rodeo, ocultándose entre las espesuras de la selva, y tomar así la delantera para dirigirse hacia el Sudeste, de modo que pudieran llegar antes que él al lago Okee-cho-bee y a la isla Carneral.
La reducida caravana, llevando siempre a Mars y Gilbert como exploradores, se puso en marcha hacia las ocho y media de la noche y se internó silenciosamente bajo la bóveda formada por los árboles, en medio de una oscuridad muy profunda. Durante dos horas aproximadamente, todos caminaron así, apagando en lo posible el ruido de sus pasos para no denunciarse.
Un poco después de las diez, James Burbank detuvo con una palabra al grupo de negros, a la cabeza del cual marchaba, acompañado del capataz. Su hijo y Mars acababan de replegarse rápidamente hacia ellos. Todos esperaban inmóviles la explicación de aquella brusca retirada de Gilbert y Mars.
Esta explicación fue dada en breves palabras.
—¿Qué hay, Gilbert? —preguntó James Burbank a su hijo—. ¿Qué habéis encontrado Mars y tú?
—Un campamento establecido bajo los árboles, cuyos fuegos son todavía muy visibles.
—¿Lejos de aquí? —preguntó Edward Carrol.
—A cien pasos.
—¿Habéis podido reconocer qué clase de gentes son las que ocupan ese campamento?
—No, pues los fuegos empiezan a extinguirse —respondió Gilbert—, pero creo que no nos hemos engañado mucho calculando su número en unos doscientos hombres.
—¿Duermen?
—Sí, casi todos; pero no sin haber establecido centinelas. Hemos visto vigilando algunos de estos, que con el fusil al hombro, van y vienen por entre los cipreses.
—¿Y qué crees que debemos hacer? —preguntó Edward Carrol, dirigiéndose al joven oficial.
—Lo primero de todo es reconocer, si es posible, qué clase de gente es la que compone este destacamento, antes de procurar adelantarle.
—Yo estoy dispuesto a ir a ese reconocimiento —dijo Mars.
—Y yo a acompañaros —añadió Perry.
—No, yo iré —respondió Gilbert—. No puedo fiarme en estos momentos más que de mí mismo.
—Gilbert —dijo James Burbank—, no hay aquí ninguno de nosotros que no esté dispuesto a arriesgar su vida en el interés común, mas para hacer este reconocimiento con probabilidades de no ser visto, es preciso ir solo.
—Pues solo iré yo.
—No, hijo mío, yo te ruego que permanezcas con nosotros —respondió Burbank—. Mars bastará.
—Estoy dispuesto, señor.
Mars, sin hablar más palabra, desapareció en la sombra.
Al mismo tiempo, James Burbank y los suyos se prepararon para resistir cualquier ataque que intentara hacérseles. Los equipajes fueron depositados en tierra, y los negros que los conducían tomaron sus armas. Todos, con el fusil en la mano, se situaron detrás de los troncos de los cipreses, de manera que pudieran reunirse en un instante, si se hacía necesario un movimiento de concentración.
Desde el sitio que James Burbank ocupaba no se podía distinguir el campamento; era preciso aproximarse por lo menos unos cincuenta pasos para que los fuegos, ya muy amortiguados, llegasen a ser visibles. De aquí la necesidad de esperar a que el mestizo estuviese de vuelta, antes de tomar el partido que exigiesen las circunstancias. Gilbert, consumido por la impaciencia, se había adelantado algunos pasos del sitio que ocupaban sus compañeros.
Mars avanzaba entonces con extrema prudencia, no dejando el abrigo que le ofrecía el tronco de un árbol sino para guarecerse tras otro; de esta manera se aproximaba, corriendo menos riesgo de ser descubierto. Obrando así, se proponía llegar bastante cerca del campamento para observar la disposición en que estaba situado, averiguar el número de hombres que en él había, y, sobre todo, lo que era más importante, cerciorarse de la clase de gente que era y del partido a que pertenecía. Esto, indudablemente, había de ser bastante difícil. La noche estaba oscura, y los fuegos no despedían ninguna claridad. Para conseguirlo era preciso arrastrarse hasta el campamento; pero Mars tenía bastante audacia para intentarlo y suficiente destreza para burlar la vigilancia de los centinelas que estaban de guardia.
El mestizo ganaba terreno poco a poco. A fin de que no le estorbasen las armas en un caso adverso, no llevaba consigo ni fusil ni revólver; no había cogido más que un hacha, pues convenía evitar toda detonación, y defenderse, en caso necesario, sin ruido.
Bien pronto el bravo mestizo se encontró a muy corta distancia de uno de los hombres que hacían centinela, el cual, a su vez, no se hallaba más que a siete u ocho yardas del campamento. Todo estaba silencioso. Evidentemente, fatigadas por una larga marcha, aquellas gentes estaban entregadas a un profundo sueño. Solamente los centinelas velaban en su puesto con mayor o menor vigilancia, de lo cual Mars no tardó en enterarse.
En efecto, si bien uno de los centinelas, al cual observaba hacía unos instantes, estaba de pie, no se movía lo más mínimo. Su fusil descansaba sobre el suelo, y él, a su vez, recostado contra un árbol, con la cabeza inclinada, parecía próximo a sucumbir al sueño. Acaso no sería imposible deslizarse por detrás de él y llegar de este modo al límite del campamento.
Mars se aproximaba lentamente hacia el centinela, cuando el ruido de una rama seca que acababa de quebrar con el pie, descubrió repentinamente su presencia.
En seguida el centinela se enderezó, levantó la cabeza, y luego se inclinó mirando a derecha e izquierda.
Sin duda vio alguna cosa sospechosa, pues en seguida cogió su fusil y se lo echó a la cara ya dispuesto a disparar.
Antes de que hubiese hecho fuego, Mars le había arrancado el arma que iba dirigida contra su pecho, y le derribó en tierra después de haberle aplicado su ancha mano sobre la boca para que no pudiera lanzar un grito.
Un instante después aquel hombre estaba amordazado y atado; y levantado en vilo por los brazos del vigoroso mestizo, contra el cual se defendió vanamente, fue conducido con rapidez al sitio en que esperaba James Burbank.
Los otros centinelas que guardaban el campamento no habían oído nada, prueba de que velaban con negligencia. Algunos instantes después Mars llegaba con su carga y la depositaba a los pies de su joven señor.
En un instante, el grupo de negros se aproximó formando corro alrededor de James Burbank, de Gilbert, de Edward Carrol y del capataz Perry. El centinela, medio sofocado, no hubiera podido pronunciar una sola palabra, aunque en aquel momento no hubiera llevado la mordaza.
La oscuridad no permitía ver su rostro ni reconocer por sus vestidos si pertenecía o no a las milicias floridianas.
Mars le quitó el pañuelo que oprimía su boca, pero fue preciso esperar a que se tranquilizase un tanto para interrogarle.
—¡A mí! —exclamó por fin.
—Ni un grito —dijo James Burbank, conteniéndole—; nada tienes que temer de nosotros.
—¿Qué se me quiere?
—Que respondas francamente.
—Eso dependerá de las preguntas que me hagan —replicó el prisionero, que parecía haber recobrado cierta seguridad—. Ante todo, ¿sois partidarios del Sur o del Norte?
—Del Norte.
—Entonces estoy pronto a responder.
Gilbert fue quien continuó el interrogatorio.
—¿Cuántos hombres —preguntó—, componen el destacamento de que formas parte?
—Cerca de doscientos.
—¿Y adónde se dirigen?
—Hacia los Everglades.
—¿Quién es su jefe?
—El capitán Howick.
—¡Cómo! ¿El capitán Howick? ¡Uno de los oficiales del Wasbah! —exclamó Gilbert.
—El mismo.
—Entonces, ¿este destacamento está compuesto de marinos de la escuadra del comodoro Dupont?
—Sí; federales, nordistas, antiesclavistas, unionistas —respondió el soldado, que parecía estar orgulloso de publicar los diversos nombres dados al partido de la buena causa.
Por lo que se ve, en vez de una tropa de milicias floridianas, que James Burbank y los suyos creían tener delante de sí, en lugar de una banda de partidarios de Texar eran amigos; los que encontraban, eran compañeros de armas, cuyo refuerzo venía tan a propósito.
—¡Hurra, hurra! —gritaron todos con tal fuerza y alegría, que despertaron a los del campamento.
En seguida brillaron las antorchas entre la sombra. Se reunieron los de una y otra expedición en el sitio en que acampaban, y el capitán Howick, antes de toda explicación, estrechó la mano del joven teniente, al cual no esperaba encontrar, ni por asomo, en el camino de los Everglades.
Las explicaciones no fueron largas ni complicadas.
—Mi capitán —preguntó Gilbert—, ¿podéis decirme lo que venís a hacer en la Baja Florida?
—Mi querido Gilbert —respondió el capitán Howick—, venimos enviados en expedición por el comodoro.
—¿Y de dónde venís?
—De Mosquito-Inlet, desde donde nos hemos trasladado a Nueva Esmirna, en el interior del condado.
—¿Me permitís preguntaros, mi capitán, cuál es el motivo de vuestra expedición?
—Tiene por objeto castigar una banda de partidarios sudistas que ha hecho caer en una emboscada a dos de nuestras chalupas, y vengar así la muerte de nuestros bravos camaradas.
El capitán Howick contó el hecho siguiente, que no podía ser conocido de James Burbank por haber tenido lugar dos días después de su salida de Camdless-Bay.
No se habrá olvidado que el comodoro Dupont se ocupaba entonces en organizar el bloqueo efectivo del litoral. A este efecto su flotilla recorría el mar desde la isla Anastasia, más arriba de San Agustín, hasta la entrada del canal que separa las islas de Bahama del cabo Sable, situado en la punta meridional de Florida. Pero esto no le pareció suficiente, y resolvió perseguir las embarcaciones sudistas hasta en los pequeños cursos de agua de la península.
Con este objeto, una de estas expediciones, compuesta de un destacamento de marinos y dos chalupas de la escuadra, fue enviada bajo el mando de dos oficiales, que, a pesar del personal restringido que llevaban, no dudaron en lanzarse hacia las riberas del Condado.
Pero por este sitio, numerosas bandas de sudistas espiaban estos movimientos de los federales. Dejaron, pues, a las chalupas internarse por aquella parte salvaje de Florida, lo cual era una flagrante imprudencia, puesto que aquella región estaba ocupada por las milicias y por los indios. Lo que resultó fue lo siguiente: que las chalupas fueron atraídas a una emboscada por la parte del lago Kissimmee, a ochenta millas al oeste del cabo Malabar. En aquel punto fueron atacadas por numerosos enemigos, y allí perecieron, con un crecido número de marineros, los dos comandantes que dirigían aquella funesta expedición. Los supervivientes no llegaron a Mosquito-Inlet sino por milagro. En seguida el comodoro Dupont ordenó que se pusieran sin tardanza en persecución de las milicias floridianas para vengar la muerte de los federales.
Un destacamento de doscientos marinos, bajo las órdenes del capitán Howick, desembarcó inmediatamente cerca del Mosquito-Inlet, llegando en poco tiempo a la pequeña ciudad de Nueva Esmirna, situada a algunas millas de la costa. Después de haber hecho las averiguaciones que le eran necesarias, el capitán Howick se puso en marcha hacia el Sudoeste. En efecto, hacia los Everglades se proponía encontrar la partida a la cual se atribuía la emboscada de Kissimmee, y hacia allí conducía su destacamento, no encontrándose ya, como se ve, sino a muy poca distancia del término de su viaje.
Tal era el hecho, que ignoraban James Burbank y sus compañeros, en el momento en que acababan de reunirse con el capitán Howick en aquella parte del bosque de cipreses.
Entonces se cambiaron rápidamente, entre el teniente y el capitán multitud de preguntas y respuestas a propósito de lo que podía interesar a ambos en el presente y también en el porvenir.
—Ante todo —dijo Gilbert—, sabed, mi capitán, que también nosotros marchamos hacia los Everglades.
—¿Vos también? —repuso el oficial, muy sorprendido por esta comunicación—. ¿Y qué vais a hacer allí?
—Perseguir bribones, mi capitán, y castigarlos como vos vais a castigar a los otros.
—¿Qué bribones son esos?
—Antes de responderos —dijo Gilbert—, permitidme haceros una pregunta. ¿Desde cuándo estáis fuera de Nueva Esmirna con vuestros hombres?
—Desde hace ocho días.
—¿Y no habéis encontrado ninguna partida sudista en el interior del condado?
—Ninguna, mi querido Gilbert —respondió el capitán Howick—; pero sabemos a ciencia cierta que varios destacamentos de las milicias se han refugiado en la Baja Florida.
—¿Cuál es, pues, el jefe del destacamento que perseguís? ¿Le conocéis?
—Sí, le conozco, y aun puedo añadir que si logramos apoderarnos de su persona, Mr. Burbank no tendrá motivos para sentirlo.
—¿Qué queréis decir? —preguntó vivamente James Burbank al capitán Howick.
—Quiero decir que este jefe es precisamente el individuo a quien el consejo de guerra de San Agustín ha absuelto recientemente, por falta de pruebas, en el asunto de Camdless-Bay.
—¿Texar?
Todos repitieron a un tiempo este nombre y se comprenderá sin trabajo con qué acento de sorpresa la pronunciaron.
—¡Cómo! —exclamó Gilbert—. ¿Es Texar el jefe de la partida que venís a perseguir?
—El mismo.
—Es el autor de la emboscada de Kissimmee, de aquellos asesinatos llevados a cabo por unos cincuenta bribones de su especie, a quienes él mandaba en persona, y que, según hemos sabido en Nueva Esmirna, se han refugiado en la región de los Everglades.
—¿Y qué haréis si lográis apoderaros de ese miserable? —preguntó Edward Carrol.
—Será fusilado en el acto —respondió el capitán Howick—. Es la orden formal que nos ha dado el comodoro, y esta orden, Mr. Burbank, tened por seguro que será puesta en ejecución inmediatamente.
Fácilmente se comprenderá el efecto que esta resolución produjo en James Burbank y los suyos. Con el refuerzo conducido por el capitán Howick era casi segura la libertad de Dy y de Zermah; era la captura asegurada de Texar y de sus cómplices: era el inmediato castigo, que haría pagar al fin tantos crímenes. Ante tales noticias, se cambiaron fuertes apretones de manos entre los marineros del destacamento federal y los negros libertos de Camdless-Bay resonando los hurras de una y otra parte.
Gilbert puso entonces al capitán Howick al corriente de lo que conducía a sus compañeros y a él al sur de Florida. Para ellos, ante todo, lo primero era rescatar a Zermah y a la niña, arrastradas hasta la isla Carneral, según lo que indicaba la esquela de la mestiza. El capitán supo al mismo tiempo que la coartada de que se había valido el español ante el consejo de guerra no debía tener ninguna verosimilitud, aunque no podía comprenderse cómo la había establecido. Pero ahora, teniendo que responder a la vez del rapto y de los degüellos de Kissimmee parecía difícil que Texar pudiera escapar al castigo de este doble crimen.
Sin embargo, una observación inesperada hizo James Burbank, dirigiéndose al capitán Howick.
—¿Podéis decirme —le preguntó—, en qué fecha ha tenido lugar el hecho relativo a las chalupas federales?
—Exactamente, Mr. Burbank. Nuestros marinos han sido degollados el día veintidós de marzo.
—Está bien —respondió James Burbank—; en esa fecha del veintidós de marzo Texar estaba todavía en la Bahía Negra, de la cual se preparaba a salir. Por consiguiente, ¿cómo ha podido tomar parte en la emboscada hecha a los marinos, que se verificaba a doscientas millas de allí, cerca del lago Kissimmee?
—¿Qué decís? —exclamó el capitán.
—Digo que Texar no puede ser el jefe de esos sudistas que han atacado a vuestras chalupas.
—Os engañáis Mr. Burbank —replicó el capitán Howick—. Texar ha sido visto por los marineros que han escapado al desastre. Estos marineros han sido interrogados por mí mismo, y conocían perfectamente a Texar, al cual habían visto varias veces en San Agustín.
—Eso no puede ser, capitán —replicó James Burbank—. La carta escrita por Zermah, carta que está en nuestras manos, prueba que en la fecha del veintidós de marzo Texar estaba todavía en la Bahía Negra.
Gilbert había escuchado sin interrumpir. Comprendía que su padre debía de tener razón; Texar no había podido encontrarse el día del degüello en los alrededores del lago Kissimmee.
—Pero ¿qué importa, después de todo? —dijo entonces—. Hay en la existencia de este hombre cosas inexplicables, que yo no trataré de aclarar. El veintidós de marzo se encontraba en la Bahía Negra, según dice Zermah; en la misma fecha se encontraba a la cabeza de una partida de floridianos a doscientas millas de allí, según decís vos, informado por vuestros marinos; mi capitán, sea, pero lo que es cierto es que ahora se encuentra en los Everglades. Por consiguiente, dentro de cuarenta y ocho horas podremos haberle alcanzado.
—Sí, Gilbert —respondió el capitán Howick—; y bien sea por el rapto, o bien por la emboscada, sí logramos fusilar a ese miserable, yo le tendré por justamente fusilado. Conque… en marcha.
El hecho, sin embargo, no era por eso menos incomprensible, como tantos otros que se relacionaban con la vida privada de Texar. Sin duda había allí también alguna inexplicable coartada, y se hubiese dicho que Texar poseía verdaderamente el poder de multiplicarse.
¿Llegaría a ponerse en claro este misterio? Era cosa que no se podía afirmar; pero fuera lo que fuese, lo importante era apoderarse de Texar, y a conseguir tal resultado iban a dirigirse los esfuerzos de los marineros del capitán Howick, reunidos con los compañeros de James Burbank.