XXV

EL GRAN BOSQUE DE CIPRESES

El lago Washington, cuya longitud es de unas diez millas, es uno de los menos importantes de esta región de Florida meridional. Las aguas, poco profundas, están cubiertas de hierbas que la corriente arranca de las praderas flotantes, verdaderos nidos de serpientes, que hacen muy peligrosa su navegación por toda su superficie. Está, pues, desierto lo mismo que sus riberas, pues siendo poco propicio para la caza y para la pesca, es raro que las embarcaciones del San Juan se aventuren a llegar hasta él.

Al sur del lago, el río vuelve a emprender su curso, dirigiéndose más directamente hacia el mediodía de la península. Por aquellos parajes no es todavía más que un arroyo sin profundidad, cuyas fuentes están situadas a treinta millas hacia el Sur, entre los 28 y 27 grados de latitud.

El San Juan cesa de ser navegable un poco más abajo del lago Washington. Por mucho que lo lamentara James Burbank, era preciso renunciar a] transporte fluvial, a fin de emprender la vía terrestre por en medio de un país muy difícil, muy a menudo pantanoso a través de bosques sin fin, en los cuales el suelo, cortado por ríos y cascadas, no puede menos de retardar la marcha de los viajeros.

Se desembarcó. Las armas y los paquetes que contenían las provisiones fueron repartidos entre los negros. Todo ello no era bastante para fatigar ni para dificultar la marcha al personal de la expedición. Por este motivo no surgiría ninguna causa de retraso. Todo había sido arreglado con anticipación. Cuando fuese necesario hacer alto, el campamento podría estar organizado en algunos segundos.

Antes de pensar en ninguna otra cosa, Gilbert, ayudado por Mars, se ocupó en esconder la embarcación. Era muy importante que esta pudiera escapar a todas las miradas, en el caso de que una partida de floridianos o de semínolas llegase a visitar las riberas del lago Washington. Era preciso que se tuviese la seguridad de encontrarla a la vuelta para hacer el viaje por el curso del San Juan.

Bajo la enramada que caía sobre la ribera entre las cañas gigantescas que crecen dentro de las aguas, se pudo fácilmente arreglar un escondite para la embarcación, cuyo mástil había sido tendido con anterioridad. Quedó tan perfectamente oculta entre la espesa verdura, que hubiera sido imposible descubrirla desde lo alto de la ribera.

Lo mismo sin duda había sucedido con otra barca que Gilbert hubiera tenido gran interés en encontrar. Era esta la que había conducido a Dy y a Zermah al lago Washington. Evidentemente, en vista de la imposibilidad de navegar por aquellas aguas, Texar había debido abandonarla en los alrededores de aquella especie de embudo por el cual el lago vierte sus aguas en el río. Lo que James Burbank se veía obligado a hacer entonces, Texar debía de haberlo hecho también.

Por este motivo se hicieron minuciosas exploraciones durante las últimas horas del día, a fin de encontrar dicha embarcación. Esto hubiera sido un precioso indicio, y la prueba más clara de que Texar había seguido el curso del río hasta el lago Washington.

Todas las investigaciones fueron inútiles; la embarcación no pudo ser descubierta, fuera porque no hubiesen buscado bien, o porque Texar la hubiese destruido, pensando que no tendría que servirse más de ella, si es que había partido sin esperanzas de volver.

¡Cuán penoso había debido ser el viaje entre el lago Washington y los Everglades! Ya no había río que economizara tan grandes fatigas a una mujer y a una niña. Dy, llevada en brazos de la mestiza Zermah, obligada a seguir el paso de hombres acostumbrados a semejantes marchas a través de aquel país dificultoso; los insultos, las violencias, los golpes que no le escasearían para obligarla a marchar más de prisa; las caídas, de las cuales ella procuraría preservar a la niña, sin pensar en sí misma; todos tuvieron en la mente la visión de estas lamentables escenas. Mars, que se representaba a su mujer expuesta a tantos sufrimientos, palidecía de cólera, y con frecuencia se escapaban de su boca estas palabras:

—¡Yo mataré a Texar!

¡Qué ansias tenía ya de encontrarse en la isla Carneral, en presencia del miserable cuyas abominables maquinaciones habían sido la causa de tantas desdichas y tantos disgustos a la familia Burbank, y que le había robado a Zermah, su mujer!

El campamento se estableció en la extremidad del pequeño cabo que se proyecta hacia el ángulo norte del lago. No hubiera sido prudente internarse en medio de la noche a través de un territorio desconocido, en el cual, el horizonte que la vista alcanzaba había de ser necesariamente muy restringido. Comprendiendo esto, se decidió, después de una detenida deliberación, que se esperaría a que empezara a amanecer para ponerse en marcha. El riesgo de extraviarse en aquellas espesas selvas era demasiado grande para que se quisieran exponer a él.

Por lo demás, ningún incidente ocurrió durante la noche. A las cuatro de la mañana, en el momento en que el día empezaba a clarear, diose la señal de partida. La mitad del personal debía bastar para llevar los paquetes de víveres y los efectos del campamento. Los negros podrían, por tanto, relevarse en la marcha. Todos, amos y criados, iban armados de carabinas «Minié», que se cargan con una bala y cuatro perdigones gruesos, y de revólveres «Colt», cuyo uso estaba tan extendido entre los beligerantes desde el principio de la Guerra de Secesión.

En estas condiciones se podía resistir sin desventaja una partida de sesenta semínolas, y aun, si era preciso, atacar a Texar, aunque estuviese rodeado de un número Igual de sus partidarios.

Había parecido conveniente marchar todo el tiempo que fuera posible, siguiendo la ribera del San Juan. El río corría entonces hacia el Sur, y por consiguiente en la dirección del lago Okee-cho-bee. Era como un hilo tendido a través de aquel largo laberinto de bosques. Se le podía seguir sin exponerse a cometer error: por consiguiente, se le siguió.

Esto fue bastante fácil. Sobre toda la ribera derecha se dibujaba una especie de sendero, verdadera carretera que hubiera podido servir para remolcar alguna embarcación por la parte alta del curso del río. Se marchó con paso rápido, Gilbert y Mars delante, James Burbank y Edward Carrol detrás, y en medio el capataz Perry con su personal negro, que se relevaban cada hora en el transporte del equipaje. Antes de partir se había hecho una comida ligera. Detenerse a mediodía para comer, a las seis de la tarde para cenar, acampar, si la oscuridad no permitía ir más adelante, ponerse en camino de nuevo, si parecía posible continuar avanzando a través de la selva; tal era el programa adoptado, que debía observarse rigurosa y exactamente.

Primero era preciso dar la vuelta a la ribera oriental del lago Washington, ribera bastante llana y de un suelo casi movible. Los bosques volvieron a aparecer entonces. Ni como extensión ni como espesor eran todavía lo que debían ser más adelante. Esto se relacionaba con la naturaleza misma de los árboles que los componían.

En efecto, allí no había más que arbustos de campeche, de hojas pequeñas y amarillentos racimos, cuyo corazón, de un color pardusco, es utilizado para los tintes; después, olmos de México, guazumas de penachos blancos, empleados en tantos usos domésticos, y cuya sombra cura, según dicen, los resfriados más tenaces, incluso los del cerebro. En algunos sitios crecían también algunos grupos de arbustos de quina, que no son en aquel sitio más que simples plantas arborescentes, en lugar de los magníficos árboles que crecen en el Perú, su país natal. En fin, formando como anchas canastillas de flores, sin haber conocido jamás los cuidados del cultivo sabio, se veían plantas de colores vivos, gencianas, amarilis, asclepias, cuyas finas fibras sirven para la fabricación de ciertos tejidos. Todas, plantas y flores, según la observación de uno de los exploradores más competentes de Florida[2], «amarillas o blancas en Europa, revisten en América los diversos matices del rojo, desde el púrpura hasta el rosa más tenue».

Al llegar la noche estos arbustos desaparecieron para dejar sitio al gran bosque de cipreses que se extiende hasta los Everglades.

Durante esta jornada se habían recorrido unas veinte millas, por lo cual Gilbert preguntó a sus compañeros de viaje si no se sentían demasiado fatigados.

—Estamos prontos a caminar, Mr. Gilbert —dijo uno de los negros, hablando en nombre de sus compañeros.

—¿No nos exponemos a extraviamos durante la noche? —observó Edward Carrol.

—De ninguna manera —respondió Mars—, puesto que continuaremos siguiendo la orilla del San Juan.

—Además —añadió el joven oficial—, la noche será clara; el cielo no presenta una sola nube y la lima, que va a salir a las nueve, durará hasta el día. La enramada de los cipreses es poco espesa y la oscuridad es aquí menos profunda que en cualquier otro bosque.

Se partió, pues. A la mañana siguiente, después de haber caminado una parte de la noche, la pequeña caravana se detenía al pie de uno de los gigantescos cipreses que se encuentran por millones en aquella región de Florida.

El que no ha explorado estas maravillas de la naturaleza, no puede figurárselas. Imagínese una pradera completamente verde, elevada a más de cien pies de altura, sostenida por fustes derechos, como si estuviesen hechos a tomo, y sobre la cual se desearía poder caminar. Por bajo, el suelo es blando y pantanoso. El agua se estaciona allí incesantemente sobre aquel terreno impermeable, donde pululan por millares ranas, sapos, lagartos, escorpiones, arañas, tortugas, serpientes y aves acuáticas de todas clases. Más alto, en tanto que los orioles, especie de loritos con largas plumas doradas, pasean como estrellas errantes, las ardillas juegan en las ramas altas, y los papagayos llenan el bosque con sus chirridos ensordecedores. En suma, este es un país muy curioso, pero difícil de recorrer.

Era, preciso, pues, estudiar con cuidado el terreno en el cual se aventuraban. Un peatón hubiera podido sepultarse hasta las ingles en los numerosos cenagales que llenan el suelo. Sin embargo, con alguna atención y gracias a la claridad de la luna, que atravesaba el alto follaje, se logró salir de allí.

El río permitía continuar el camino en buena dirección. Esto era una cosa muy importante, pues todos los cipreses se parecen, con sus troncos torneados, retorcidos, huecos en su base, arrojando largas raíces, que llenan de jorobas el suelo, y elevándose a una altura de veinte pies, como postes cilíndricos. Son verdaderos mangos de paraguas, de puño rugoso, cuyo tallo soporta una inmensa sombrilla verde, la cual, a decir verdad, no protege ni de la lluvia ni del sol.

Bajo la enramada de estos árboles se internaron James Burbank y sus compañeros un poco después de salir el sol.

El tiempo era magnífico; no había que temer ninguna tempestad, lo cual hubiera podido convertir el suelo en una laguna impracticable. Sin embargo, era preciso buscar bien los pasos a fin de evitar los charcos, que no se secan jamás. Por fortuna, a todo lo largo del San Juan, cuya ribera derecha se encuentra un poco más elevada, las dificultades debían ser menores. Aparte de los cauces de los arroyos que desaguan en el río y que era preciso rodear o pasar por los vados, el retraso no tuvo importancia.

Durante esta jornada no se descubrió ninguna huella que indicase la presencia de alguna partida de sudistas o de semínolas; ningún vestigio había tampoco de Texar ni de sus compañeros. Acaso era posible que Texar hiciera el viaje por la ribera izquierda del río, lo cual no sería un obstáculo, pues lo mismo por una orilla que por la otra, se iba directamente hacia aquel sitio de la Baja Florida indicado por la esquela de Zermah.

Cuando llegó la noche, James Burbank y sus compañeros de viaje descansaron durante seis horas. Después, todo el resto, hasta el día, se empleó en una marcha rápida. La caminata se hacía silenciosamente bajo el bosque de cipreses, que parecía dormido. La bóveda de follaje no se turbaba con el menor soplo de viento. La luna, en su cuarto menguante ya, recortaba en negro sobre el suelo la ligera red de ramaje, cuyo dibujo se agrandaba por la altura de los árboles. El río murmuraba apenas sobre su lecho, de una pendiente casi insensible. Gran número de escollos emergían de su superficie, y no hubiera sido posible atravesarlo si esto fuera necesario.

Al día siguiente, después de un descanso de dos horas, la reducida escolta emprendió de nuevo su marcha en el orden adoptado y en dirección hacia el Sur. Sin embargo, durante esta jornada el hilo conductor que habían ido siguiendo hasta entonces iba a romperse, o mejor dicho, a llegar a su término. En efecto, el San Juan, reducido ya a un simple hilo líquido, desapareció bajo un bosquecillo de árboles de quina que tomaban su savia en la misma fuente del río.

Más allá el bosque de cipreses ocultaba el horizonte en las tres cuartas partes de su perímetro.

En este sitio apareció un cementerio dispuesto según la costumbre indígena por los negros convertidos al cristianismo, y que habían permanecido hasta la muerte fieles a la fe católica.

En varios sitios, modestas cruces, unas de piedra y otras de madera, clavadas sobre el suelo, indicaban las sepulturas entre los árboles. Dos o tres tumbas aéreas, sostenidas por ramas fijas en el suelo contenían, a merced del viento, algún cadáver reducido al estado de esqueleto.

—La existencia de un cementerio en este sitio —observó Edward Carrol—, podría indicar perfectamente la proximidad de una aldea o de un caserío.

—Que no debe existir actualmente —respondió Gilbert—, puesto que no se le encuentra señalado en nuestros mapas. Estas desapariciones de aldeas son, por lo general, muy frecuentes en la Baja Florida, sea porque los habitantes las han abandonado, o porque hayan sido destruidas por los indios.

—Gilbert —dijo James Burbank—, ahora que ya no tenemos el San Juan para guiamos, ¿cómo nos arreglaremos para marchar?

—La brújula nos indicará la dirección, padre mío —respondió el joven oficial—. Cualesquiera que sean la extensión y el espesor del bosque, es imposible que nos extraviemos.

—Pues bien, en marcha, Mr. Gilbert —exclamó Mars, que durante las paradas no podía permanecer quieto—. En marcha, y que Dios nos conduzca.

Una media milla más allá del cementerio de los negros, la pequeña caravana se internó bajo un verdadero techo de verdura y, ayudada por la brújula, descendió casi directamente hacia el Sur.

Durante la primera parte de la jornada no hubo ningún incidente que relatar. Hasta entonces nada había dificultado esta campaña de exploración. ¿Continuaría siendo así hasta el final? ¿Alcanzaría el objeto que se proponía, o la familia Burbank estaría condenada a la desesperación? No encontrar a la niña y a Zermah; saber que se hallaban entregadas a todas las miserias, expuestas a todos los ultrajes, y no poderlas librar de tan infeliz existencia, hubiera sido un suplicio en todos los instantes.

Hacia mediodía se detuvieron. Gilbert, teniendo en cuenta el camino recorrido hasta el lago Washington, calculaba que se encontrarían a unas cincuenta millas del lago Okee-cho-bee. Ocho días habían transcurrido desde la salida de Camdless-Bay, y más de ochocientas millas habían sido recorridas con una rapidez excepcional. Verdad es, que el río primero, casi hasta sus fuentes, y el bosque de cipreses después, no habían presentado obstáculos verdaderamente serios. Con la ausencia de las grandes lluvias, que hubieran podido imposibilitar la navegación por el San Juan y hacer impracticables los terrenos por donde caminaban, con aquellas hermosas noches que la luna impregnaba de una claridad magnífica, todo había favorecido al viaje y a los viajeros.

Al presente, una distancia relativamente corta los separaba de la isla Carneral. Animados como estaban por ocho días de esfuerzos constantes, tenían la esperanza de llegar al término de su viaje antes de cuarenta y ocho horas. Entonces se tocaría el desenlace, que todavía era imposible prever.

Sin embargo, si la buena fortuna les había secundado hasta entonces, James Burbank y sus compañeros tuvieron motivos para temer, durante la segunda parte de la jornada, tropezar con dificultades insuperables.

La marcha había sido emprendida de nuevo en las condiciones habituales después de la comida del mediodía. Nada nuevo se observaba en la naturaleza del terreno; numerosos charcos de agua y muchos cenagales que evitar, algunos arroyos que era preciso pasar con el agua hasta media pierna. En suma, el camino no había hecho más que alargase un poco, por los rodeos que había sido preciso dar.

Sin embargo, hacia las cuatro de la tarde, Mars se detuvo repentinamente. Después, cuando fue alcanzado por sus compañeros, les hizo notar huellas de pasos impresas en el suelo.

—No puede caber la menor duda —dijo James Burbank—, de que un grupo de hombres ha pasado recientemente por aquí.

—Y un grupo numeroso —añadió Edward Carrol.

—¿De qué lado vienen estas huellas y hacia qué parte se dirigen? —preguntó Gilbert—. Esto es lo que precisa averiguar antes de tomar ninguna resolución.

En efecto, así se creyó oportuno, y el examen se efectuó con cuidado.

En un espacio de quinientas yardas hacia el Este, se podían seguir las señales de los pasos, que continuaban mucho más allá; pero pareció inútil continuar examinándolas más lejos. Lo que se había demostrado, por la dirección de aquellos pasos, era que una tropa, lo menos de ciento cincuenta a doscientos hombres, después de haber dejado el litoral del Atlántico acababa de atravesar aquella parte del bosque de cipreses. Del lado del Oeste, estas huellas de pisadas continuaban dirigiéndose hacia el golfo de México atravesando así por una secante toda la península floridiana, la cual, en esta latitud, no mide doscientas millas de anchura. Se pudo igualmente observar que aquel destacamento, antes de volver a emprender su marcha en la misma dirección, había hecho alto precisamente en el mismo sitio que James Burbank y los suyos ocupaban entonces.

Además, después de haber recomendado a sus compañeros que estuviesen preparados para lo que pudiera suceder, Gilbert y Mars se habían adelantado más de un cuarto de milla hacia la izquierda del bosque, y pudieron convencerse de que las huellas que seguían tomaban francamente la dirección del Sur.

Cuando los dos estuvieron de vuelta en el campamento, Gilbert dijo lo siguiente:

—Nosotros marchamos precedidos por un grupo de hombres que sigue exactamente el mismo camino que venimos siguiendo desde el lago de Washington. Son gentes armadas, puesto que hemos encontrado los trozos de cartucho que les han servido para encender el fuego, del cual no queda más que algunos carbones apagados. ¿Quiénes son estos hombres? Lo ignoramos. Lo que es cierto es que marchan hacia los Everglades y que son en gran número.

—¿No será, quizás, una banda de semínolas nómadas? —preguntó Edward Carrol.

—No —respondió Mars—. La huella de los pasos indica claramente que estos hombres son americanos.

—¿Serán soldados de la milicia floridiana? —observó James Burbank.

—Es de temer —respondió Perry—. Son en demasiado número para pertenecer al personal de Texar.

—A menos que este hombre no haya vuelto a reunir una banda de sus partidarios —dijo Edward Carrol—, en cuyo caso no sería sorprendente que estuviesen allí varios centenares de aquellos desalmados.

—¡Contra diecisiete! —dijo el capataz.

—¿Y qué importa? —exclamó Gilbert—. Si nos atacan o si es preciso atacarlos, ninguno de nosotros retrocederá.

—¡No, no! —exclamaron los valerosos compañeros del joven oficial.

Era aquel un entusiasmo muy natural, sin duda; y, sin embargo, ante la más sencilla reflexión debían preverse todas las malas consecuencias que hubiera traído consigo un encuentro semejante.

Pero aunque este pensamiento se hubiese presentado acaso en la mente de todos, no disminuyó en nada el valor de cada uno. ¡Tan cerca del objetivo, se decían, y encontrar un obstáculo! ¡Y qué obstáculo! Un destacamento de sudistas, acaso de partidarios de Texar, que trataban de reunirse con él en los Everglades, a fin de esperar allí el momento de reaparecer en el Norte de Florida.

Sí; aquel era el peligro más terrible, ciertamente. Todos lo sentían; por consiguiente, no es de extrañar que, pasado el primer movimiento de entusiasmo, permaneciesen mudos y pensativos, contemplando a su joven jefe y preguntándose qué orden les daría.

También Gilbert había sufrido la impresión común; pero irguiendo la cabeza, dijo:

—¡Adelante!