ÚLTIMAS PALABRAS Y ÚLTIMO SUSPIRO
El mismo día 17 de marzo, James y Gilbert Burbank, Stannard y su hija, volvieron con el marido de Zermah a la plantación de Camdless-Bay.
No se pudo ocultar la verdad a la señora Burbank. La desgraciada madre recibió con esta noticia un nuevo golpe, que podía ser mortal en el estado de debilidad en que se encontraba.
Aquella última tentativa para conocer la suerte de su hija no había dado resultado alguno. Texar se había negado a responder. ¿Y cómo se podría haberle obligado a ello, puesto que pretendía no ser el autor del secuestro? Y no solamente lo pretendía, sino que por medio de una coartada, tan inexplicable como las anteriores, probaba que no había podido estar en la Bahía Marino en el momento en que se llevaba a cabo el crimen. Por consiguiente, puesto que había sido absuelto de la acusación lanzada contra él, ya no había medio de darle a escoger entre una pena y una confesión, que hubiese podido poner a la familia Burbank sobre las huellas de las víctimas.
—Pero si no ha sido Texar —repetía Gilbert—, ¿quién es el culpable de este crimen?
—Ha podido muy bien ser ejecutado por gentes suyas y de su confianza, sin que él haya estado presente —dijo Stannard.
—Esa sería la sola explicación posible —replicó Edward Carrol.
—No, padre mío; no, Mr. Carrol —dijo Alicia con firmeza—. Texar estaba en la embarcación que se llevaba a nuestra pobrecita Dy. Yo le he visto y le he conocido perfectamente en el momento en que Zermah pronunciaba su nombre como último llamamiento. ¡Le he visto, le he visto…!
¿Qué responder a esta declaración tan formal y concreta de la joven? No era posible error alguno por su parte; repetía en Castle-House las mismas palabras y con la misma firmeza que las había dicho ante el consejo de guerra. Y, sin embargo, si no se engañaba, ¿cómo Texar podía encontrarse en aquel momento entre los prisioneros de Fernandina, detenidos a bordo de uno de los buques de la escuadra del comodoro Dupont?
Esto era inexplicable. Sin embargo, aunque cada uno de ellos conservase algún resto de duda, Mars no abriga ninguna. No trataba de comprender lo que le parecía incomprensible. Estaba resuelto a lanzarse tras la pista de Texar, y si llegaba a encontrarle, él se arreglaría para hacerle confesar su secreto, aunque debiera arrancárselo con la tortura. Así se lo indicó al joven teniente.
—Tienes razón, Mars —respondió Gilbert—. Pero estamos obligados por la necesidad a pasamos sin las revelaciones de ese miserable, puesto que ignoramos lo que ha sido de él. Es preciso reanudar nuestras investigaciones. Yo tengo autorización para permanecer en Camdless-Bay todo el tiempo que sea necesario, y desde mañana…
—Sí, Mr. Gilbert, desde mañana —replicó brevemente Mars.
Y el mestizo se dirigió a su habitación, donde pudo dar libre curso a su dolor, lo mismo que a su cólera.
Al día siguiente Gilbert y Mars hicieron desde bien temprano sus preparativos de marcha. Querían consagrar todo el día a registrar con más cuidado las más pequeñas bahías y los más insignificantes islotes, por la parte superior del río, tomando como punto de partida Camdless-Bay y recorrer las dos riberas del San Juan.
Durante su ausencia, James Burbank y Edward Carrol se ocuparían en tomar las disposiciones necesarias para emprender una campaña más completa. Víveres, municiones, medios de transporte, personal, nada sería olvidado para que dicha expedición pudiera llegar a feliz término. Si era preciso internarse hasta en las regiones salvajes de la Baja Florida, en medio de los pantanos del Sur, o a través de los Everglades, se haría. Era imposible que Texar hubiera dejado tan pronto el territorio floridiano. Además, si se hubiera dirigido hacia el Norte, hubiera tropezado con la barrera de las tropas federales que se estacionaban en la frontera de Georgia; y si había intentado huir por mar, no hubiera podido hacerlo sino intentando atravesar el estrecho de Bahama, a fin de buscar asilo en las Lucayas inglesas. Pero los buques del comodoro Dupont ocupaban los pasos desde Mosquito-Inlet hasta la entrada del estrecho, y las chalupas ejercían un bloqueo efectivo en todo el litoral; por consiguiente, por este lado no se ofrecía ninguna probabilidad de evasión a Texar. Debería, pues, estar en Florida, oculto en un sitio o en otro, y sus víctimas estarían guardadas por el indio Squambo. La expedición proyectada por James Burbank tendría, pues, por objeto buscar sus huellas por todo el territorio de Florida.
Por lo demás, este territorio disfrutaba entonces de una tranquilidad completa, debida a la presencia de las tropas nordistas y a los buques que bloqueaban la costa oriental.
Huelga decir que la misma tranquilidad reinaba en Jacksonville. Los antiguos magistrados habían ocupado de nuevo sus puestos en la municipalidad. Ya no había ciudadanos presos por ser de opiniones contrarias o tibias a esta o a la otra idea, y se había verificado una dispersión total de los partidarios de Texar, los cuales, desde los primeros momentos, habían huido en seguimiento y al amparo de las milicias floridianas.
Además, la guerra de secesión continuaba en el centro de los Estados Unidos, con ventajas marcadas por parte de los federales. El día 18 y el 19 la primera división del ejército de Potomac había desembarcado en el fuerte Monroe; el día 22, la segunda se preparaba a salir de Alejandría para el mismo destino. A pesar del genio militar de J. Jackson, designado con el nombre de Stonewall Jackson, «el muro de piedra», iban a ser batidos completamente de allí a algunos días en el combate de Kernstown. No había, pues, actualmente nada que temer en lo relativo a un levantamiento en Florida, que se había mostrado siempre algo indiferente, no señalándose nunca demasiado en aquella lucha de pasiones entre el Norte y el Sur.
En estas condiciones, el personal de Camdless-Bay, dispersado después de la invasión del dominio, había podido volver poco a poco. Desde la toma de Jacksonville, los decretos de Texar y de su comité, relativos a la expulsión de los esclavos emancipados, no tenían ya ningún valor. Por aquella fecha, 17 de marzo, la mayoría de las familias de negros vueltas al dominio, se ocupaban en levantar sus barracones. Al mismo tiempo, una multitud de obreros quitaban los escombros producidos por las ruinas de los talleres y de las fábricas, a fin de restablecer la explotación regular de las propiedades de Camdless-Bay y poder exportar sus productos regularmente. Perry y los sub-capataces desplegaban en esto pasmosa actividad, bajo la dirección de Edward Carrol. Si James Burbank dejaba a este el cuidado de reorganizarlo todo, es porque él se había propuesto desempeñar otra tarea: la de encontrar a su hija.
Así, en previsión de una campaña próxima, se ocupaba de reunir todos los elementos de su expedición. Una docena de negros emancipados, escogidos entre los más útiles de la plantación, fueron designados para acompañarle en sus investigaciones. Bien se podía asegurar que aquellas buenas gentes se dedicarían de todo corazón y con toda su alma al servicio que se les encomendaba.
Quedaba, pues, por decir, de qué modo y por qué sitios había de ser conducida la expedición. Respecto a este punto, eran muchas las dudas que se ofrecían. En efecto, ¿hacia qué parte del territorio debían dirigirse las primeras operaciones? Evidentemente, esta cuestión debía ser la primera que se tratara.
Una circunstancia inesperada, debida únicamente a la casualidad, iba a indicar con cierta precisión qué pista convenía seguir al principio de la campaña.
El día 19, Gilbert y Mars, que habían salido por la mañana de Castle-House, remontaban rápidamente el San Juan en una de las más ligeras embarcaciones de Camdless-Bay. Ninguno de los negros de la plantación les acompañaba durante estas exploraciones. Querían operar todo lo secretamente que fuese posible, a fin de no despertar las sospechas de los espías que indudablemente vigilarían los alrededores de Castle-House, por orden de Texar.
Aquel día los dos exploradores iban siguiendo todo lo largo de la ribera izquierda del río. Su lancha, Introduciéndose por entre las grandes plantas acuáticas, detrás de los islotes, separados de la tierra firme por la violencia de las aguas en la época de las fuertes mareas del equinoccio, no corría riesgo alguno de ser vista. Ni siquiera hubiera sido visible para las grandes embarcaciones que pasaran por el centro del río, ni aun de la misma orilla, cuya altura la ponía al abrigo de las miradas indiscretas de cualquiera que se hubiera aventurado bajo sus sombrías bóvedas de verdura.
Tratábase aquel día de reconocer las ensenadas y los arroyos menos conocidos que, atravesando los condados de Duval y de Putnam, van a verter sus aguas al San Juan.
Hasta el caserío del Mandarín, el aspecto del río es casi pantanoso. En las mareas altas las aguas se extienden por sus riberas extremadamente bajas, que vuelven a descubrirse a media marea, cuando el decrecimiento de las aguas ha sido lo suficiente para que el San Juan vuelva a su estado normal. Sobre la ribera derecha, sin embargo, el nivel del suelo es un poco más elevado.
Los campos de maíz están allí al abrigo de las inundaciones periódicas, que no hubieran permitido ningún cultivo. Hasta se puede dar el nombre de prado a toda aquella explanada en la cual se elevan las casas que forman el caserío de Mandarín, y que terminan por un cabo proyectado hasta el medio del canal.
Al otro lado, numerosas islas ocupan el lecho del río, más angosto en este sitio. Allí es donde las aguas, reflejando los blancos penachos de los magníficos magnolios, se dividen en tres brazos, creciendo con el flujo y descendiendo con el reflujo; crecimiento y descenso que los bateleros que hacen el servicio en el río pueden aprovechar dos veces cada veinticuatro horas.
Después de haberse introducido por el brazo del Oeste, Gilbert y Mars escudriñaban los menores intersticios de la orilla, buscando si por acaso se abriría alguna desembocadura del río bajo el espeso ramaje de los tulipanes, a fin de seguir todas sus sinuosidades hasta el interior. Por allí no se veían ya los vastos pantanos de la parte baja del río. Eran extensos valles poblados de arbustos arborescentes y de liquidámbares cuyas primeras florescencias, mezcladas con las guirnaldas de serpentarios y de aristoloquios, impregnaban el aire de perfumes penetrantes.
Pero en todos estos diferentes sitios, los arroyos o riachuelos no presentaban sino muy poca profundidad. Se deslizaban entre la verdura bajo la forma de hilos de agua, impropios hasta para la navegación de un esquife, y la marea baja los dejaba inmediatamente en seco. En sus bordes no se veía ni una sola casa. Apenas algunas chozas de cazadores, vacías entonces, y que no parecían haber estado recientemente ocupadas. Algunas veces, a falta de seres humanos, se hubiera podido creer que diferentes animales habían establecido allí su domicilio habitual.
Aullidos de perros, maullidos de gatos, croar de ranas, silbidos de reptiles, graznidos de zorras, todos estos ruidos variados eran los que primeramente se escuchaban. Sin embargo, no había allí ni ranas, ni zorras, ni gatos, ni perros, ni serpientes; aquellos no eran más que los gritos de imitación lanzados por el pájaro gato, especie de tordo pardusco, con la cabeza negra y las alas de un rojizo anaranjado, que a la aproximación de la lancha levantaba el vuelo rápidamente.
Eran aproximadamente las tres de la tarde. En este momento, la ligera embarcación tocaba con su proa bajo una sombría bóveda de gigantescas cañas, cuando un violento golpe de remo, manejado por Mars, la hizo franquear una barrera de verdura que tenía el aspecto de ser impenetrable. Más allá se ensanchaba el río formando una especie de golfo de bastante extensión, cuyas aguas, ocultas bajo la espesa bóveda de los tulipanes, no debían ser jamás calentadas por los rayos del sol.
—He aquí un estanque que yo no conocía —dijo Mars, que se ponía en pie en la lancha a fin de observar la disposición de las orillas del otro lado de la laguna.
—Visitémoslo —dijo Gilbert—. Debe comunicar con la serie de lagos abiertos a lo largo de la ribera. Puede ser que estén alimentados por algún río que nos permita subir hasta el interior del territorio.
—En efecto, Mr. Gilbert —respondió Mars—; desde aquí diviso la abertura de un paso hacia el Noroeste del sitio en que estamos.
—¿Podrías decir el sitio en que nos encontramos? —preguntó el joven oficial.
—A punto fijo, no —respondió Mars—, a menos que no sea esta laguna la que se llama la Bahía Negra. Sin embargo, yo creía, como todas las gentes del país, que era imposible penetrar en ella, por no tener ninguna comunicación con el San Juan.
—¿No existía antes en esta bahía un fortín construido para defenderse contra los semínolas?
—Sí, Mr. Gilbert; pero desde hace muchos años la entrada de la bahía se ha cerrado por la parte del río, y el fortín ha sido abandonado. Yo no he estado jamás en él, y ahora no deben quedar de este fortín más que ruinas.
—Procuremos llegar a él cuanto antes —dijo Gilbert.
—Procuremos —respondió Mars—, aunque a mi entender será probablemente muy difícil. El agua no tardará en desaparecer, y el suelo pantanoso no será bastante consistente para marchar por él.
—Evidentemente, Mars; en fin, mientras haya agua que nos sostenga, debemos permanecer en la embarcación.
—No perdamos un instante, Mr. Gilbert; ya son las tres de la tarde y la noche vendrá pronto bajo estos sombríos árboles.
Era, en efecto, la Bahía Negra, en la cual Gilbert y Mars acababan de penetrar, gracias al golpe de remo que había lanzado la embarcación a través de la barrera de cañas. Como se sabe, esta laguna no era practicable más que para los ligeros esquifes, semejantes al de que se servía habitualmente Squambo cuando su señor o él se aventuraban en la corriente del San Juan. Por otra parte, para llegar al islote donde estaba el fortín, situado hacia el medio de la bahía, a través del inextricable laberinto de islotes y canales, era preciso estar muy familiarizado con sus mil vueltas y revueltas; y desde hacía largos años nadie se había aventurado por aquellos sitios. Ni siquiera se creía ya en la existencia del fortín. Esto era lo que daba seguridad completa al raro y perverso personaje que había hecho de él su guarida habitual. De aquí el misterio absoluto que rodeaba la existencia privada de Texar.
Hubiera sido preciso el hilo de Ariadna para guiarse por aquel laberinto, siempre oscuro, aun en el momento mismo en que el sol pasaba por el meridiano. Sin embargo, a falta de este hilo, podía suceder que el azar se encargase de descubrir el islote central de la Bahía Negra.
A este guía inconsciente fue al que se vieron obligados a abandonarse Gilbert y Mars. Cuando hubieron atravesado la primera laguna se introdujeron a través de los canales, cuyas aguas subían entonces con la marea creciente, aun en los sitios más estrechos, cuando la navegación parecía practicable. Ambos iban como si hubiesen sido arrastrados por un presentimiento secreto, sin preguntarse de qué manera y por dónde iban luego a volver atrás. Puesto que todo el condado había de ser explorado por ellos, era preciso que no quedase nada en aquella laguna que no fuera objeto de su investigación.
Después de media hora de esfuerzos, según cálculos de Gilbert, la lancha debió haber avanzado lo menos una milla a través de la bahía. Más de una vez, detenidos por algún infranqueable obstáculo, se habían visto obligados a retirarse de un paso para seguir otro. Lo que no ofrecía duda, sin embargo, era que la dirección general que habían seguido había sido hacia el Oeste. Ni el joven oficial ni Mars habían intentado saltar a tierra, cosa que no hubieran podido hacer sin gran dificultad, puesto que el suelo de los islotes apenas estaba más elevado que la altura media del río. Más valía, por tanto, no dejar la ligera embarcación mientras que la falta de agua no hiciera imposible su marcha.
Sin embargo, Gilbert y Mars no habían logrado recorrer la milla sin esfuerzos. Por muy vigoroso que fuese el mestizo, se vio obligado a descansar unos momentos, pero no quiso hacerlo hasta el instante en que llegaron a un islote más vasto y más elevado que los otros, al cual llegaban unos rayos de luz a través de las espesas ramas de los árboles que cubrían la ribera.
—¡Qué cosa más singular! —dijo Mars.
—¿Qué es ello? —preguntó Gilbert.
—Que hay señales de cultivo en este islote —respondió Mars.
Los dos desembarcaron y tomaron tierra en la orilla un poco menos pantanosa.
Mars no se engañaba; las señales de cultivo aparecían en uno y otro lado; el suelo se veía cruzado por cuatro o cinco surcos abiertos por la mano del hombre; una azada abandonada se veía todavía fija en la tierra.
—Luego, ¿está habitada la bahía? —preguntó Gilbert.
—Es preciso creerlo —respondió Mars—; o, por lo menos, es conocida de algunas gentes del país; tal vez algunos indios nómadas que vienen aquí a cultivar sus legumbres.
—Entonces no sería imposible que hubiesen construido aquí habitaciones o cabañas.
—En efecto, Mr. Gilbert, y como haya alguna, nosotros nos arreglaremos para encontrarla.
Como se comprende, los exploradores tenían gran interés en saber qué clase de gentes podían frecuentar la Bahía Negra; si se trataba de cazadores de las bajas regiones que se reunían allí secretamente, o de semínolas, cuyas bandas frecuentasen todavía los pantanos de Florida.
Por consiguiente, sin pensar en la vuelta, Gilbert y Mars volvieron a tomar nuevamente su embarcación y se hundieron, por decirlo así, más profundamente en las sinuosidades de la bahía.
Parecía que una especie de presentimiento les impulsaba hacia sus más sombríos lugares. Sus miradas, acostumbradas a la oscuridad relativa que la espesa enramada de los árboles mantenía en la superficie de los islotes, se sumergían en todas direcciones. Tan pronto creían descubrir una habitación en lo que no era más que una cortina de follaje tendida de un tronco a otro. Otras veces decían: «Allí hay un hombre inmóvil que nos mira»; y no había más que alguna vieja corteza de árbol extrañamente retorcida, cuyo perfil reproducía alguna silueta humana. Entonces se ponían a escuchar atentamente. Acaso, pensaban, lo que no llegaba por los ojos llegaría a los oídos. Bastaba el ruido más insignificante para señalar la presencia de un ser viviente en aquella región desierta.
Una media hora después de su primer descanso, habían llegado cerca del islote central. La casa en ruinas se ocultaba allí tan completamente entre lo más espeso del macizo de verdura, que no podían descubrir nada de ella. Hasta parecía que la bahía misma terminaba en aquel sitio, y que los pasos obstruidos llegaban a ser de imposible navegación. Una infranqueable barrera de espinos y cambroneras se levantaba entre las últimas vueltas de los canales y los pantanosos bosques, cuyo conjunto se extiende a través del condado de Duval, a lo largo de la ribera izquierda del San Juan.
—Me parece imposible ir más lejos —dijo Mars—; el agua falta, Mr. Gilbert.
—Y, sin embargo —replicó el joven oficial—, no hemos podido engañamos en lo relativo a las señales de la agricultura. Esta bahía está frecuentada por seres humanos. ¿Habrán estado aquí, acaso recientemente? ¿Permanecerán en ella todavía?
—Sin duda alguna —replicó Mars—; pero es preciso aprovechar lo que resta de día para volver al San Juan. Comienza a ser de noche, la oscuridad será bien pronto profunda, y ¿cómo hallar camino a través de estos innumerables canales? Creo, Mr. Gilbert, que lo más prudente es volver sobre nuestros pasos, sin perjuicio de volver a empezar nuestra exploración mañana al despuntar el día. Volvamos, como de costumbre, a Castle-House, contaremos lo que hemos visto, y organizaremos lo necesario para reconocer la Bahía Negra en mejores condiciones.
—Sí, es preciso —respondió Gilbert—. Sin embargo, antes de partir yo hubiera querido…
Gilbert había permanecido inmóvil, arrojando una última mirada bajo los árboles; ya se disponía a dar la orden de volver atrás con la embarcación, cuando de improviso detuvo a Mars con un gesto.
El mestizo suspendió rápidamente su maniobra, y de pie, con el oído atento, se puso a escuchar.
Un grito, o más bien una especie de gemido continuo, que no se podía confundir con los ruidos habituales del bosque, se escuchaba claramente. Era como un lamento de desesperación. La queja de un ser humano; queja que parecía arrancada por vivos sufrimientos. Se hubiera dicho que era el último llamamiento de una voz que iba a extinguirse.
—¡Allí hay un hombre! —gritó Gilbert—. Y pide socorro, acaso esté expirando.
—Sí —respondió Mars—, es preciso ir allá y averiguar quién es. Desembarquemos.
Esto fue cosa de un instante. La embarcación fue atada sólidamente a la orilla y Gilbert y Mars saltaron sobre el islote y se perdieron a través de los árboles. Por allí también se veían algunas señales de seres humanos, a lo largo de los senderos abiertos a través del ramaje, hasta pasos de hombres cuyas huellas se veían plenamente con las últimas luces de la tarde.
De tiempo en tiempo, Mars y Gilbert se paraban y escuchaban con atención. ¿Se escuchaban todavía los gemidos? Era por ellos, por ellos solos, por los que habían de guiarse.
Ambos los oyeron de nuevo, ya muy próximos esta vez. A pesar de la oscuridad, que de momento en momento se hacía más profunda, no sería sin duda imposible llegar al sitio de donde partían.
De repente, resonó un grito más doloroso que los anteriores. Ya no había medio de engañarse respecto a la dirección que se debía seguir. Con algunos pasos, Gilbert y Mars habían franqueado un espeso seto y se encontraron en presencia de un hombre que estaba expirando cerca de una empalizada.
Herido de una ancha cuchillada en el pecho, una ola de sangre inundaba a aquel desgraciado; los últimos soplos de su aliento se escapaban de sus labios. No le quedaban más que algunos instantes de vida.
Gilbert y Mars se inclinaron sobre él. El moribundo entreabrió los ojos, pero intentó en vano responder a las preguntas que le hicieron los dos hombres.
—¡Es preciso ver a este hombre! —exclamó Gilbert—. ¡Una antorcha, una rama encendida!
Mars había ya arrancado una rama de uno de los árboles resinosos que crecían en gran número sobre el islote. La encendió con una cerilla y su luz fosforescente esparció alguna claridad en las sombras.
Gilbert se arrodilló cerca del moribundo. Era este un negro, un esclavo, joven todavía. Separada su camisa, dejaba ver en el pecho una profunda y ancha herida, por la cual escapaba la sangre. Esta herida debía ser mortal, pues la hoja del cuchillo había atravesado el pulmón del desgraciado.
—¿Quién eres, quién eres? —preguntó Gilbert.
Pero se quedó sin respuesta.
—¿Quién te ha herido?
El mismo silencio: el esclavo no podía pronunciar una sola palabra.
Entretanto, Mars agitaba la rama, con objeto de reconocer el sitio en que habían cometido el asesinato.
Entonces descubrió la empalizada, y a través de la poterna entreabierta vio la silueta indecisa del fuerte. Aquel era, en efecto, el fortín de la Bahía Negra, del cual ni aun siquiera se conocía la existencia en toda aquella parte del condado de Duval.
—¡El fortín! —exclamó Mars.
Y dejando a su amo cerca del pobre negro que agonizaba, se lanzó rápidamente a través de la poterna.
En un instante, Mars, había recorrido todo el interior del fuerte, y había visitado todas las habitaciones que se abrían de una y otra parte sobre el reducto central. En una de ellas había restos de fuego, que humeaban todavía. Esto indicaba que el fortín había sido ocupado recientemente. Pero ¿por qué clase de gente lo había sido? ¿Había servido de asilo a los floridianos o a los semínolas? Era preciso saberlo a toda costa, y sólo el herido que agonizaba podía decirlo. Era necesario, por tanto, saber quiénes eran sus asesinos, cuya huida debía datar solamente de algunas horas.
Mars salió del fortín, dio la vuelta a la empalizada por el interior del cercado, examinó con la antorcha en la mano todos los árboles… ¡Nadie! Si Gilbert y él hubiesen llegado por la mañana, seguramente hubiesen encontrado a los que habitaban el fortín… Al presente era demasiado tarde.
El mestizo volvió entonces al lado de su amo, y le hizo saber que, en efecto, se encontraban en el fuerte de la Bahía Negra.
—No —respondió Gilbert—. Ha perdido ya el conocimiento, y dudo que pueda recobrarlo.
—Ensayemos, sin embargo —respondió Mars—. Aquí hay un secreto que importa conocer, y que nadie podrá decírnoslo cuando haya muerto este desgraciado.
—Sí, Mars, transportémosle al fortín. Allí puede ser que vuelva en sí. Después de todo, no podemos dejarle expirar en este sitio.
—Tomad la antorcha, Mr. Gilbert —respondió Mars—. Yo tendré suficientes fuerzas para llevarle allá.
Gilbert cogió la tea resinosa inflamada. El mestizo levantó entre sus brazos aquel cuerpo que no era más que una masa inerte, subió los escalones de la poterna, penetró por la abertura que daba acceso al cercado y depositó su fardo en una de las habitaciones del reducto.
El moribundo fue colocado sobre un montón de hierbas. Mars, tomando entonces su frasco de viaje, lo introdujo entre los labios del esclavo.
El corazón del desgraciado latía todavía, aunque muy débilmente y con largos intervalos. La vida iba a faltarle. ¿No tendría tiempo de revelar su secreto antes de lanzar el último suspiro?
Las gotas de aguardiente vertidas en su boca parecieron reanimarle un poco. Sus ojos se entreabrieron y se fijaron en Gilbert y Mars, que se esforzaban por disputarle a la muerte.
Quiso hablar, algunos sonidos vagos se escaparon de sus labios; ¡acaso era un nombre!
—¡Habla, habla! —exclamó Mars.
La sobreexcitación del mestizo era verdaderamente indescriptible, como si la tarea a la cual había consagrado toda su vida hubiese dependido de las últimas palabras de aquel moribundo.
El joven esclavo procuraba vanamente pronunciar algunas palabras, pero le faltaba la fuerza para ello.
En este momento Mars notó que un pedazo de papel estaba oculto en la blusa del herido.
Apoderarse de este papel, abrirle, leerle a la luz de la tea resinosa, todo esto fue hecho en un instante.
Escritas con carbón había en él las siguientes palabras:
«Secuestradas por Texar en la Bahía Marino. Conducidas a los Everglades, a la isla Carneral. Esquela confiada a este joven esclavo para Mr. Burbank».
Aquella escritura era perfectamente conocida por Mars.
—¡Zermah! —exclamó.
A este nombre, el moribundo entreabrió los ojos, y su cabeza se inclinó como para hacer un signo afirmativo.
Gilbert le enderezó a medias, preguntándole:
—¿Zermah? —dijo.
—Sí.
—¿Y Dy?
—Sí.
—¿Quién te ha herido?
—Texar.
Esta fue la última palabra pronunciada por el pobre esclavo, que cayó muerto sobre el montón de hierbas.