TOMA DE POSESIÓN
Los federales eran al fin dueños de Jacksonville, y en consecuencia, dueños del San Juan. Las tropas de desembarco, conducidas por el comandante Stevens, ocuparon en seguida los principales puntos de la ciudad. Las autoridades usurpadoras habían emprendido la fuga. Del antiguo comité, sólo Texar había caído entre sus manos.
Por otra parte, fuese cansancio por las exacciones cometidas durante los últimos días, o quizás indiferencia en lo relativo a la cuestión de la esclavitud, que el Norte y el Sur procuraban resolver por las armas, los habitantes de Jacksonville no hicieron mala acogida a los oficiales de la flotilla que representaba al Gobierno de Washington.
Durante este tiempo, el comodoro Dupont, establecido en San Agustín, se ocupaba en poner el litoral floridiano al abrigo del contrabando de guerra. Los pasos de Mosquito-Inlet fueron inmediatamente cerrados. Esta medida cortó por completo el comercio de armas y de municiones que se hacía con las Lucayas y con las islas inglesas de Bahama. Se puede, por consiguiente, decir que, a partir de este momento, el Estado de Florida quedó para siempre bajo la autoridad federal.
Aquel mismo día, James y Gilbert Burbank, Stannard y Alicia rebasaban el San Juan para entrar de nuevo en Camdless-Bay.
Perry y los sub-capataces les esperaban a la entrada del pequeño puerto, acompañados de algunos de los negros que habían ido volviendo a la plantación. Fácilmente se imaginará qué recepción les fue hecha, y con qué demostraciones de alegría les acogerían.
Un instante después, James Burbank y su hijo, Stannard y Alicia estaban a la cabecera del lecho de la señora Burbank.
Al mismo tiempo que contemplaba a su hijo, la enferma se enteraba de todo lo que había pasado. El joven oficial la estrechaba entre sus brazos. Mars le besaba las manos. Ya no se separarían de ella. Alicia podría ofrecerle sus cuidados y así recobraría pronto sus fuerzas. En adelante ya no habría que temer nada de las viles maquinaciones de Texar, ni de los infames que este había asociado a sus venganzas. Texar estaba entre sus manos, y los federales eran dueños de Jacksonville y de su vida.
Sin embargo, si la mujer de James Burbank, si la madre de Gilbert no tenía nada ya que temer por su marido y por su hijo, todo su pensamiento iba entonces a dirigirse a su hija pequeña secuestrada. Le era precisa Dy, como a Mars le era precisa Zermah.
—¡Nosotros las encontraremos! —gritó James Burbank—. Mars y Gilbert nos acompañarán en nuestras pesquisas.
—Sí, padre mío, sí; y sin perder un solo día —respondió el joven teniente.
—Puesto que tenemos a Texar —replicó Burbank—, será preciso que hable.
—¿Y si rehúsa hablar? —preguntó Stannard—. ¿Y si este hombre pretende que él no tiene que ver nada con el secuestro de Dy y de Zermah?
—¿Y cómo podrá decir eso? —exclamó Gilbert—. ¿No le ha reconocido Zermah en la Bahía Marino? ¿No han escuchado Alicia y mi madre el nombre de Texar que Zermah pronunciaba a gritos en el momento en que la embarcación se alejaba? ¿Se puede dudar de que él sea el autor del secuestro, y de que lo haya efectuado personalmente?
—¡Era él, era él! —respondió la señora Burbank, que se irguió como si hubiera querido arrojarse fuera del lecho.
—Sí —añadió Alicia—; yo le reconocí perfectamente. Estaba en pie en la popa de su embarcación, que se dirigía hacia el centro del río.
—Sea —dijo Stannard—; convenimos en que era Texar. No hay duda posible; pero a pesar de todo, si se niega a decir en qué sitio han sido ocultadas Dy y Zermah por orden suya, ¿adónde iremos a buscarlas, puesto que hemos registrado ya vanamente las orillas del río en una extensión de varias millas?
A esta pregunta, tan claramente expresada, no podía darse ninguna respuesta. Todo dependía de lo que Texar tuviese a bien decir. En qué estaría su interés: ¿en hablar o en callarse?
—¿De modo que no se sabe dónde habita ordinariamente ese miserable? —preguntó Gilbert.
—No se sabe, ni se ha sabido jamás —respondió James Burbank—. En el sur del condado hay bosques tan extensos y tantos terrenos pantanosos inaccesibles donde ocultarse, que en vano intentaría explorar todo este país, en el cual los mismos federales no podrán perseguir a las milicias que se retiran. Esto sería trabajo perdido.
—¡Yo necesito mi hija! —exclamó la señora Burbank, a la cual su marido trataba en vano de contener.
—¡Mi mujer, yo quiero mi mujer! —exclamaba Mars—; y yo obligaré bien pronto a ese pillo a decir dónde está.
—Sí —replicó James Burbank—. Cuando ese hombre vea que le va en ello la vida y que puede salvarla hablando, no dudará en hablar. Si él hubiera huido, podíamos desesperar de encontrarlas; pero estando entre las manos de los federales, ya le arrancaremos su secreto. Ten confianza, pobre mujer mía; todos estamos contigo, y entre todos te devolveremos tu hija.
La señora Burbank, aniquilada por el sufrimiento, había caído de nuevo sobre la almohada. Alicia, no queriendo abandonarla, permaneció a su lado, mientras que Stannard, James Burbank, Gilbert y Mars bajaban al salón para conferenciar allí con Edward Carrol.
Entre todos se convino lo siguiente: antes de decidirse a obrar, dejarían a los federales el tiempo necesario para organizar la toma de posesión. Por otra parte, era necesario que el comodoro Dupont fuese informado de los sucesos relativos, no solamente a Jacksonville, sino también a Camdless-Bay. Acaso conviniera que Texar fuese entregado con preferencia a la justicia militar. Si así sucedía, el proceso no podría ser entablado sino mediante diligencias del comandante en jefe de la expedición a Florida.
Sin embargo, Gilbert y Mars no quisieron dejar pasar el fin de esta semana ni la siguiente sin comenzar sus investigaciones. Mientras que James Burbank, Stannard y Edward Carrol iban a hacer las primeras gestiones, ellos quisieron recorrer el San Juan, con la esperanza de que acaso pudieran recoger algún indicio.
¿No podían temer, en efecto, que Texar rehusase hablar? ¿Que, llevado de su odio, llegase hasta preferir sufrir el último castigo antes que devolver sus víctimas? Era preciso poder pasarse sin él. Importaba, por consiguiente, descubrir en qué sitio habitaba de ordinario. Pero esto fue en vano. Nadie sabía nada de la Bahía Negra. Se creía esta laguna absolutamente inaccesible. Así es que Gilbert y Mars pasaron varias veces por delante de ella sin descubrir la estrecha abertura que hubiera podido dar acceso a su ligera embarcación.
Durante el día 13 de marzo, no aconteció ningún incidente que modificara tal estado de cosas; en Camdless-Bay la reorganización del dominio se efectuaba poco a poco. De todos los rincones del territorio de los bosques vecinos por donde habían sido obligados a dispersarse, los negros volvían en gran número. Declarados libres por el acto generoso de James Burbank, no se consideraban por eso desligados de toda obligación para con él. Si ya no eran sus esclavos, serían por lo menos sus servidores. Todos tenían prisa de volver a la plantación, de reconstruir en ella sus barracones, destruidos por la banda de Texar, de reedificar las fábricas, restaurar los talleres, y en fin, de reanudar los trabajos a los cuales, desde hacía tantos años, debían el bienestar y la felicidad de sus familias.
Se comenzó por reorganizar el servicio de la plantación. Edward Carrol, casi curado de su herida, pudo dedicarse de nuevo a sus ocupaciones habituales. Hubo mucho celo por parte de Perry y de los sub-capataces. No había nadie, incluso Pig, que no se diese prisa al trabajo, si bien este no hacía gran cosa. El pobre tonto había olvidado un poco de sus ideas pasadas, aunque se decía y obraba como un emancipado platónico, que se veía muy embarazado para utilizar la libertad de que tenía tanto derecho de gozar. En resumen, cuando todo el personal hubiese vuelto a Camdless-Bay, cuando hubieran reedificado los edificios destruidos, la plantación no tardaría en volver a tomar su aspecto habitual. Cualquiera que fuese el resultado de la guerra de secesión, habría motivos para creer que se aseguraría el orden y la tranquilidad en adelante a los principales colonos de Florida.
En Jacksonville se había restablecido el orden por completo. Los federales no habían intentado siquiera inmiscuirse en la administración municipal. Se habían cuidado exclusivamente de ocupar con sus fuerzas la ciudad, dejando a los antiguos magistrados la autoridad que un tumulto popular les había arrebatado durante algunas semanas.
Para ellos bastaba que el pabellón estrellado de los Estados Unidos flotase sobre los edificios. Precisamente porque la mayoría de los habitantes se mostraba bastante indiferente en la cuestión que dividía a los Estados Unidos, esta misma población no mostraba gran repugnancia a someterse al partido victorioso. La causa unionista no debía encontrar ningún adversario en los distritos de Florida.
Se comprendía perfectamente que la doctrina esclavista tan querida de los Estados del Sur, en Georgia y las Carolinas, no sería sostenida en Florida con el ardor habitual de los separatistas, aun en el caso mismo de que el Gobierno federal retirase sus tropas.
Entretanto, veamos cuáles eran en esta época los hechos de armas acaecidos en la guerra de que la América del Norte era todavía teatro.
Los confederados, a fin de apoyar el ejército de Beauregard, habían enviado sus cañoneros, a las órdenes del comodoro Hollins, que acababa de tomar posesión en el Mississippi, entre Nueva Madrid y la Isla 10. Allí comenzaba una lucha que el almirante Foote sostenía vigorosamente, con objeto de asegurarse la posesión de la parte alta del curso del río. El mismo día en que Jacksonville caía en poder de Stevens, la artillería federal se ponía en estado y condiciones de contestar a los cañoneros de Hollins.
La suerte debía acabar por favorecer a los nordistas con la toma de la Isla 10 y de Nueva Madrid. Entonces ocuparían todo el centro del Mississippi, en una longitud de doscientos kilómetros teniéndose en cuenta las sinuosidades de la cuenca del río.
Sin embargo, por esta época se manifestaba gran vacilación en los planes del Gobierno federal. El general McClellan había querido someter sus ideas a un consejo de guerra; y aunque dichos propósitos habían sido aprobados por la mayoría de este consejo, el presidente Lincoln, cediendo a influencias sensibles, puso trabas a su ejecución.
El ejército del Potomac dividióse a fin de asegurar la tranquilidad de Washington. Por fortuna, la victoria del Monitor y la huida del Virginia acababan de hacer libre la navegación del Chesapeake. Además, la precipitada retirada de los confederados después de la evacuación de Manassas, permitió al ejército transportar sus acantonamientos a esta ciudad. De esta manera estaba resuelta la cuestión del bloqueo sobre el Potomac.
Sin embargo, la política, cuya acción es tan funesta cuando se mezcla en los asuntos militares de un país, iba todavía a producir una decisión perjudicial a los intereses del Norte. Por esta fecha, el general McClellan estaba relevado de la dirección superior de los ejércitos federales.
Su mando se había reducido exclusivamente a las operaciones del Potomac, y los otros cuerpos de ejército, que obraban independientemente, quedaron bajo la sola dirección del presidente Lincoln.
Esta fue una falta grave. McClellan se resintió vivamente de la afrenta de una destitución que no había merecido; pero como soldado que conoce su deber, se resignó. Al otro día mismo formaba un plan de campaña, cuyo objetivo era desembarcar sus tropas en la playa del fuerte Monroe. Adoptado este plan por los jefes de los cuerpos, fue aprobado por el Presidente.
El ministro de la Guerra envió sus órdenes a Nueva York, a Filadelfia y a Baltimore, y varios buques de todas clases llegaron en breve al Potomac, a fin de transportar el ejército de McClellan con su material.
Las amenazas que durante algún tiempo habían hecho temblar a Washington, la capital nordista, iba a sufrirlas a su vez Richmond, la capital de los Estados del Sur.
Tal era la situación de los beligerantes en el momento en que Florida acababa de someterse al general Sherman y al comodoro Dupont. Al mismo tiempo que su escuadra efectuaba el bloqueo de la costa floridiana, se hacían por completo dueños del San Juan, con lo cual aseguraban la completa posesión de la península.
Entretanto, Gilbert y Mars habían explorado inútilmente las riberas y los islotes del río hasta más allá de Picolata. Después de esto, ya no había más recurso que obrar directamente sobre Texar. Este, desde el día en que las puertas de la prisión se habían cerrado para él, no había podido tener relación ninguna con sus cómplices, y en consecuencia, la pequeña Dy y Zermah debían encontrarse todavía en el mismo sitio en que estuvieran antes de la ocupación del San Juan por los federales.
En este momento, el estado de los asuntos de Jacksonville permitía que la justicia siguiese su curso ordinario con respecto a la causa de Texar, si este rehusaba responder. Sin embargo, antes de llegar a este recurso extremo, podía creerse en que consentiría en hacer algunas indicaciones, aunque fuese a condición de otorgarle la libertad.
El día 14 se resolvió intentar estas gestiones, con la aprobación de las autoridades militares, que la había concedido por adelantado.
La señora Burbank había recobrado sus fuerzas. La vuelta de su hijo; la esperanza de ver bien pronto a su niña; la paz que se había hecho en todo el país; la seguridad, garantizada entonces, que en la plantación de Camdless-Bay se disfrutaba, todo se reunía para darle un poco de aquella energía moral que la había abandonado. Ya no había nada que temer de los partidarios de Texar, que habían aterrorizado a Jacksonville. Las milicias se habían retirado hacia el interior del condado de Putnam. Si más tarde las de San Agustín, después de haber franqueado el río por la parte superior del curso del mismo, intentaban reunirse con ellas a fin de organizar alguna expedición contra las tropas federales, no había en esto sino un peligro muy lejano, del cual no había motivo para preocuparse en tanto que Dupont y Sherman residiesen en Florida.
Quedó, pues, convenido que James y Gilbert Burbank irían aquel mismo día a Jacksonville; pero también irían solos. Edward Carrol, Stannard y Mars permanecerían en la plantación. Alicia no se separaría de la señora Burbank. Por otra parte, el joven oficial y su padre se proponían estar de vuelta por la noche en Castle-House, y ser portadores de alguna feliz nueva. En seguida que Texar hubiera hecho conocer el sitio en que tenía ocultas a Dy y Zermah, se ocuparían de su busca y de su libertad. Algunas horas, un día todo lo más bastaría para esto, sin duda.
En el momento en que James y Gilbert se disponían a partir, Alicia llamó aparte al joven oficial.
—Gilbert —le dijo—; vais a encontraros en presencia del hombre que ha hecho tanto mal a vuestra familia; del miserable que quería enviaros a la muerte a vos y a vuestro padre. Gilbert: ¿me prometéis ser dueño de vos en presencia de Texar?
—¡Dueño de mí! —exclamó Gilbert, a quien el nombre de Texar había hecho palidecer de rabia.
—Es preciso —replicó Alicia—. Dejándoos dominar por la cólera, no obtendréis nada de ese hombre. Olvidad toda idea de venganza, para no ver más que una cosa: la salvación de vuestra hermana, que será bien pronto la mía. A esto es preciso sacrificarlo todo, aunque tuvieseis que asegurar a Texar, por vuestra parte, que no tendrá nada que temer en el porvenir.
—¡Nada! —exclamó Gilbert—. ¡Olvidar que por él ha estado expuesta a morir mi madre, y mi padre a ser fusilado!
—Y vos también, Gilbert —respondió Alicia—; vos, que no creíais ya volverme a ver. Sí; él ha hecho todo eso, y es preciso no recordarlo más. Yo os lo digo, porque temo que Mr. Burbank no pueda dominarse; y si vos no lográis conteneros, vuestra misión no obtendrá resultado. ¡Ah! ¿Por qué se ha decidido que vayáis sin mí a Jacksonville? Puede ser que con suavidad hubiera yo podido obtener…
—¿Y si ese hombre se niega a responder? —replicó Gilbert, que comprendía la justicia de las recomendaciones de Alicia.
—Si rehúsa, será preciso encargar a los magistrados el cuidado de obligarle. Va en ello su vida; y cuando vea que no puede rescatarla más que hablando, hablará seguramente… Gilbert, es preciso que me prometáis lo que os pido. En nombre de nuestro amor, ¿me hacéis esa promesa?
—Sí, querida Alicia —respondió Gilbert—, sí; a pesar de lo que ese hombre ha hecho, que nos devuelva a mi hermana, y yo lo olvidaré.
—Bien, Gilbert. Acabamos de pasar por terribles pruebas; pero estas van a concluir… Estos tristes días, durante los cuales hemos sufrido tanto, Dios los convertirá para nosotros en años de felicidad.
Gilbert estrechó la mano de su prometida, la cual no pudo evitar que algunas lágrimas brotasen de sus ojos, y se separaron.
A las diez, James Burbank y su hijo, después de despedirse de sus amigos, se embarcaron en el pequeño puerto de Camdless-Bay.
La travesía del río la hicieron rápidamente. Sin embargo, por una observación hecha por Gilbert, la embarcación, en lugar de dirigirse a Jacksonville, maniobró de manera que fueron a atracar junto al cañonero del comandante Stevens.
Este oficial desempeñaba entonces el cargo de jefe militar de la ciudad. Era, pues, conveniente que James Burbank le hiciera saber los proyectos que le llevaban a Jacksonville. Las comunicaciones de Stevens con las autoridades eran frecuentes. No ignoraba el papel que Texar había desempeñado en la ciudad, desde que sus partidarios habían llegado a ocupar el poder, cuál era su parte de responsabilidad en los sucesos que habían sembrado la ruina y la consternación en Camdless-Bay; por qué y cómo, a la hora en que las milicias se batían en retirada, había él sido detenido y encerrado en la prisión. También sabía que se había operado una viva reacción contra él; que toda la población honrada de Jacksonville se levantaba para pedir que fuera castigado por sus crímenes.
El comandante Stevens hizo a James y a Gilbert Burbank la acogida cariñosa que merecían. Profesaba al joven oficial una estimación vivísima, habiendo podido apreciar su carácter y su valor desde que Gilbert servía bajo sus órdenes.
Después de la vuelta de Mars a bordo de la flotilla, cuando tuvo noticia de que Gilbert había caído en manos de los sudistas, hubiera querido salvarle a cualquier precio. Pero detenido ante la barra del San Juan, ¿cómo hubiera podido llegar a tiempo?
Ya hemos visto a qué circunstancias se había debido que la flotilla contribuyese con su presencia en Jacksonville a la salvación de Gilbert y de James Burbank.
En breves palabras, Gilbert confirmó al comandante Stevens la historia de lo que había pasado, de lo cual ya le había dado noticias Mars. Si no era dudoso que Texar había asistido personalmente al secuestro llevado a cabo en la Bahía Marino, tampoco lo era el que sólo este hombre era el que podía decir en qué sitio de Florida estaban entonces Dy y Zermah, detenidas por los cómplices de Texar.
La suerte de las secuestradas se encontraba, por consiguiente, en las manos de Texar; esto era, por desgracia, demasiado cierto, y el comandante Stevens dudó un momento en reconocerlo. Así es que quiso dejar a James y a Gilbert Burbank el cuidado de dirigir este asunto como lo creyeran más conveniente, robando de antemano todo cuanto estos hicieran en pro de la mestiza y de la niña. Si era preciso llegar hasta ofrecer a Texar su libertad en cambio, esta libertad le sería concedida. El comandante saldría garante de esta resolución ante los magistrados de Jacksonville.
James y Gilbert Burbank, encontrándose de este modo con toda la autoridad necesaria para obrar, dieron las gracias a Stevens, el cual les entregó una autorización escrita para que pudieran hablar con Texar, y se hicieron conducir al puerto.
Allí se encontraba Harvey, a quien con antelación había prevenido James Burbank. Los tres se dirigieron en seguida al Palacio de Justicia, donde se dio orden de que las puertas de la prisión les fueran abiertas.
Un fisiólogo no hubiera observado sin interés la figura, o más bien la actitud de Texar desde el momento de su encarcelamiento. Que Texar estuviera sumamente irritado porque la llegada de las tropas federales hubiese puesto término a su situación de primer magistrado de la ciudad; que sintiese haber perdido, con el poder de hacerlo todo de que él gozaba, la facilidad de satisfacer sus odios personales, y que una tardanza de algunas horas no le hubiera permitido pasar por las armas a James y a Gilbert Burbank, ninguna duda había acerca de ello. Sin embargo, su disgusto no pasaba de ahí. El estar en poder de sus enemigos, prisionero, bajo las más graves acusaciones, con la responsabilidad de todos los hechos de violencia que podían serle tan justamente reprochados, esto le era perfectamente indiferente. De aquí lo extraño y poco explicable de su actitud.
No se inquietaba más que por no haber podido llevar a buen término sus maquinaciones contra la familia Burbank; en cuanto a las consecuencias de su prisión, parecía cuidarse muy poco de ellas.
Esta naturaleza tan enigmática, ¿iba a escapar también a las últimas tentativas que habrían de hacerse para obligarle a pronunciar una sola palabra?
La puerta de la celda se abrió: James y Gilbert Burbank se encontraron en presencia del prisionero.
—¡Ah! ¡El padre y el hijo! —exclamó Texar al verlos, con el tono jactancioso que le era habitual—. En verdad que debo mucho reconocimiento a los señores federales. Sin ellos no hubiera tenido el honor de vuestra visita. ¿Venís acaso a ofrecerme la gracia que no quisisteis pedir para vosotros?
Este tono era tan provocativo, que James Burbank estuvo a punto de estallar. Su hijo lo contuvo.
—Padre mío —le dijo—, dejadme responder. Texar quiere llevamos a un terreno en el cual no podemos seguirle: al de las recriminaciones. Es inútil volver a hablar del pasado; es del presente del que nos queremos ocupar; sólo del presente.
—¡Del presente! —exclamó Texar—, o mejor dicho, de la situación presente. Pues me parece que es bien clara. Hace tres días, estabais encerrados en esta celda, de la cual no debíais salir sino para ir a la muerte. Hoy estoy yo en vuestro sitio, y me encuentro mucho mejor que todo cuanto pudierais pensar.
Esta respuesta estaba formulada a propósito para desconcertar a James Burbank y a su hijo, puesto que estos contaban con ofrecer a Texar su libertad a cambio del secreto relativo al rapto.
—Texar —dijo Gilbert—, escuchadme. Vamos a hablar francamente con vos. Todo cuanto habéis hecho en Jacksonville no nos interesa. Lo que habéis hecho en Camdless-Bay estamos dispuestos a olvidarlo. Una sola cosa nos interesa. Mi hermana y Zermah han desaparecido, mientras que vuestros partidarios invadían la plantación y sitiaban a Castle-House. Lo cierto es que las dos han sido secuestradas.
—¿Secuestradas? —dijo con intención maligna Texar—. Pues me alegro mucho de saberlo.
—¡De saberlo! —exclamó James Burbank—. ¿Necesito que me digáis dónde se encuentran?, miserable ¿Os atreveréis a negar…?
—Padre mío —dijo el joven oficial—, conservemos nuestra sangre fría, es preciso. Sí, Texar, este doble secuestro ha tenido lugar durante el ataque de la plantación. ¿Confesáis haber sido vos el autor?
—No tengo nada que responder.
—¿Rehusaréis decimos adónde han sido conducidas mi hermana y Zermah por orden vuestra?
—Os repito que no tengo nada que responder.
—¿Ni siquiera si, en cambio de vuestra respuesta, os devolvemos la libertad?
—Yo no tengo necesidad de vosotros para ser libre.
—¿Y quién os abrirá las puertas de esta prisión? —exclamó James Burbank, a quien tanta fanfarronería ponía fuera de sí, soliviantando su espíritu.
—Los jueces que yo pido.
—Os condenarán sin piedad.
—Entonces yo veré lo que tengo que hacer.
—¿Es decir, que rehusáis absolutamente responder?
—Sí, rehúso.
—¿Aun al precio de la libertad que os ofrezco?
—Yo no quiero esa libertad.
—¿Ni aun al precio de una fortuna que yo me comprometo…?
—No necesito de vuestra fortuna. Y ahora, caballeros, déjenme en paz.
Es preciso convenir en que James y Gilbert Burbank se sintieron completamente desconcertados al ver ponerse de manifiesto tal seguridad y tal aplomo. ¿Sobre qué reposaba? ¿Cómo Texar osaba exponerse a un juicio del cual no podía resultar sino la más grave de las condenas?
Ni la libertad, ni todo el oro que se le ofrecía, habían podido sacar de él una respuesta. ¿Era que el odio inquebrantable que profesaba a la familia Burbank se imponía a su interés? Siempre era el impenetrable personaje que aun en presencia de las más temibles eventualidades no quería disimularse ni ser otra cosa que lo que había sido hasta entonces.
—Venid, padre mío —dijo el joven oficial.
Y arrastró a James Burbank fuera de la prisión. A la puerta encontraron a Harvey, y los tres fueron a dar cuenta al comandante Stevens del nulo éxito de su tentativa.
En este momento una proclama del comodoro Dupont acababa de recibirse a bordo de la flotilla. Iba dirigida a los habitantes de Jacksonville, y en ella se decía que ninguno sería molestado por sus opiniones políticas ni por los hechos que se hubiesen motivado por la resistencia de Florida desde el principio de la guerra civil.
La sumisión al pabellón estrellado cubría todas las responsabilidades, bajo el punto de vista público y político.
Evidentemente, esta medida, muy prudente por sí misma, tomada siempre en las mismas circunstancias por el presidente Lincoln, no podía tener aplicación a los hechos de orden privado, y en este caso estaba comprendido Texar. Que hubiese usurpado el poder a las autoridades regulares, que lo hubiese ejercido para organizar la resistencia: ¡sea! Esto era una cuestión de nordistas y sudistas de la cual el Gobierno federal quería desentenderse por completo. Pero los atentados hacia las personas, la invasión de Camdless-Bay, dirigida contra un hombre del Norte, la destrucción de su propiedad, el rapto de su hija y de una mujer perteneciente a su personal, estos eran crímenes que lesionaban el derecho común, y a los cuales debían aplicarse las formalidades ordinarias de la justicia.
Tal fue la opinión del comandante Stevens. Tal fue la del comodoro Dupont, desde el momento en que la queja de James Burbank y las peticiones de procedimiento contra Texar llegaron a su conocimiento.
En consecuencia, el día 15 de marzo se dictó una orden que llevaba a Texar ante el tribunal militar, bajo la doble acusación de pillaje y de rapto.
El acusado debía responder de sus atentados ante el consejo de guerra que se hallaba establecido en San Agustín.