XX

GOLPE DE VIENTO DEL NORDESTE

No quedaba ya a los condenados más que una probabilidad de salvación, una sola: la de que antes de doce horas los federales fuesen dueños de la ciudad. En efecto, al día siguiente, al salir el sol, James y Gilbert Burbank debían ser pasados por las armas.

Estando vigilada como estaba la casa de Harvey, ¿cómo habían de poder huir de su prisión, ni siquiera con la connivencia del carcelero? ¿Dónde habían de guarecerse y de quién habían de fiarse?

Entretanto, para apoderarse de Jacksonville no se podía contar con las tropas nordistas desembarcadas hacía pocos días en Fernandina, y que no podían abandonar esta importante posición al norte del Estado de Florida. Sólo a los cañoneros del comandante Stevens incumbía esta tarea. Pero para llevarla a cabo era preciso, ante todo, franquear la barra del San Juan. Entonces, una vez franqueada, la flotilla no tendría más que anclar a la altura del puerto. Desde allí, cuando tuviese la ciudad bajo sus fuegos, no cabía duda ninguna de que las milicias se batirían en retirada a través de los inaccesibles pantanos del condado. Texar y sus partidarios se apresurarían seguramente a seguirlas, a fin de evitar las represalias que con sobrada justicia debían esperar.

Las gentes honradas podrían entonces ocupar los puestos de que tan indignamente habían sido arrojadas, y tratar con los representantes del Gobierno federal las condiciones de la rendición de la ciudad.

Pero el paso de la barra, ¿era posible, y, además, en un breve plazo? ¿Había algún medio de vencer el obstáculo material que la falta de agua oponía siempre a la marcha de los cañoneros? Esto era muy dudoso, como se va a ver.

En efecto, después de pronunciado el juicio, Texar y el comandante de las milicias de Jacksonville se habían dirigido hacia el muelle para observar el curso inferior del río. No causará, por tanto, extrañeza que sus miradas se fijaran obstinadamente en la línea de embarcaciones, colocada algunas millas más abajo, y que sus oídos estuvieran prontos a recoger toda detonación que viniera del lado del San Juan.

—¿No se ha observado nada nuevo? —preguntó Texar, después de haberse detenido en la extremidad de la estacada.

—Nada —respondió el comandante—. Un reconocimiento que acabo de hacer por la parte Norte, me permite afirmar que los federales no han salido todavía de Fernandina para dirigirse a Jacksonville. Muy verosímilmente, quedarán en observación en la frontera georgiana, esperando que sus flotillas hayan forzado el canal.

—¿No pueden venir tropas del Sur después de haber salido de San Agustín y pasar el río San Juan por Picolata?

—No lo creo —respondió el oficial—. Dupont no tiene más tropas de desembarco que las necesarias para ocupar la ciudad, y su objeto es, evidentemente, establecer el bloqueo en todo el litoral, desde la embocadura del San Juan hasta los últimos límites de Florida. Por consiguiente, no tenemos nada que temer por este lado.

—Queda, pues, el peligro de ser atacados por la flotilla de Stevens si consigue remontar la barra ante la cual está detenida hace tres días.

—Sin duda; pero esta cuestión quedará decidida dentro de algunas horas. Después de todo, puede ser que los federales no tengan otro objeto que interceptar la parte inferior de la corriente del río, a fin de cortar toda comunicación entre San Agustín y Fernandina.

—Os lo repito, Texar, lo importante para los nordistas no es tanto ocupar Florida en este momento, como el oponerse al contrabando de guerra que se hace por los pasos del Sur. Es de creer que su expedición no tiene otro objetivo. Sin esto, las tropas, que son dueñas de la isla Amelia hace unos días, se hubieran puesto ya en marcha contra Jacksonville.

—Es posible que tengáis razón —respondió Texar—. Pero no importa, estoy impaciente porque la cuestión de la barra sea definitivamente resuelta.

—Pues lo será hoy mismo.

—Sin embargo, si los cañoneros de Stevens viniesen a situarse frente al puerto, ¿qué harías?

—Ejecutaría la orden que he recibido de conducir las milicias al interior, a fin de evitar todo contacto con las tropas federales. ¿Que estas se apoderan de las ciudades del condado? ¡Bueno! No podrán conservarlas largo tiempo, puesto que tendrán cortadas las comunicaciones con Georgia y con las Carolinas, y nosotros podremos muy pronto recobrarlas.

—Entretanto, hay que tener en cuenta —dijo Texar—, que si fuesen dueños de Jacksonville, aunque no fuera más que por un día, sería preciso esperar terribles represalias por su parte. Todas estas gentes que se llaman honradas, estos ricos colonos, estos antiesclavistas, volverían al poder, y entonces… ¡Pero esto no sucederá, no…! Y antes de abandonar la ciudad…

Texar no acabó su pensamiento, pero era fácil comprenderle.

No entregaría la ciudad a los federales, lo cual sería ponerla de nuevo en las manos de aquellos magistrados que habían sido derribados por el populacho. Antes la incendiaría, y acaso estaban ya tomadas las medidas y dadas las disposiciones necesarias para conseguir este resultado y esta obra de destrucción. Entonces, los suyos y él, retirándose tras las milicias, encontrarían en los terrenos pantanosos del Sur guaridas inaccesibles donde esperar los sucesos.

Sin embargo, como ya se ha dicho, esta eventualidad no era de temer más que en el caso en que la barra pudiera ser franqueada por los cañoneros, y ya había llegado el momento en que iba a resolverse definitivamente esta cuestión.

En efecto, un violento reflujo del populacho se produjo hacia el lado del puerto. Un instante bastó para que los muelles, en toda su extensión, se encontrasen completamente ocupados por la multitud. Los gritos más ensordecedores estallaron.

—¡Los cañoneros pasan!

—¡No, no se mueven…!

—Ensayan franquear la barra forzando el vapor.

—¡Mirad! ¡Mirad!

—No hay duda —dijo el comandante de las milicias—. Algo extraordinario ocurre. Mirad, Texar.

Este no respondió. Sus ojos no cesaban un punto de observar hacia la parte inferior del curso del río, la línea del horizonte, cerrada por la línea de embarcaciones que los sudistas habían colocado a través del San Juan para impedir el paso. Media milla más abajo, se divisaban los mástiles y las chimeneas de los cañoneros del comandante Stevens. Una espesa humareda se elevaba por encima de ellos, y empujada por el viento que empezaba a tomar fuerza, iba a esparcirse sobre Jacksonville. Evidentemente, Stevens aprovechaba la mayor fuerza de la marea y hacía esfuerzos por pasar, aumentando sus fuegos hasta hacer saltar las calderas. ¿Lo conseguiría? ¿Encontraría bastante agua en los sitios de menos fondo, aun cuando fuese arañando la quilla de sus cañoneros? Motivo había en aquel espectáculo para provocar una violenta emoción en toda la multitud reunida sobre la ribera del San Juan.

Y las discusiones continuaban con más animación a cada momento, según lo que unos creían ver y lo que otros no veían.

—Han avanzado una distancia de medio cable.

—No, no se han movido de su sitio; parece que sus anclas están clavadas en el fondo.

—Allí hay uno que hace evoluciones.

—Sí, pero se presenta de costado y cabecea porque le falta el agua.

—¡Qué humareda!

—Aunque quemen todo el carbón de los Estados Unidos no pasarán de ahí.

—Y mucho menos ahora que la marea comienza a bajar.

—¡Hurra por el Sur…!

—¡Hurra…!

Esta tentativa hecha por la flotilla duró diez minutos aproximadamente, diez minutos que parecieron años a Texar, a sus partidarios y a todos aquellos cuya vida y cuya libertad estarían comprometidas si los federales se hacían dueños de Jacksonville. No sabía de cierto a qué atenerse, pues la distancia, en realidad, era demasiado grande para que se pudiesen observar fácilmente las maniobras de los cañoneros. ¿El canal estaba franqueado, o iba a serlo a despecho de los hurras prematuros que lanzaba aquella desenfrenada multitud? Aligerándose de todo peso inútil, haciendo por este medio elevarse las líneas de flotación, ¿no podría conseguir el comandante Stevens ganar el poco espacio que le faltaba para encontrar un sitio en que las aguas fuesen más profundas, y emprender una navegación fácil hasta la altura del puerto? Esto era, indudablemente, de temer por los sudistas, en tanto que durase la marea alta.

Verdad es que, según habían observado algunos, la marea empezaba a bajar, y si esto continuaba, el nivel de las aguas del San Juan descendería muy rápidamente.

De improviso, todos los brazos se extendieron hacia un punto de la parte inferior del río, y este grito dominó todos los otros.

—¡Una lancha! ¡Una lancha! ¡Una lancha!

En efecto, una ligera embarcación se dejaba ver cerca de la ribera izquierda, donde la corriente del flujo se hacía sentir todavía, en tanto que el reflujo iba cobrando fuerzas hacia el centro del canal.

Esta embarcación, conducida a fuerza de remos, avanzaba rápidamente. En la popa se divisaba un oficial que llevaba el uniforme de las milicias floridianas. Bien pronto ganó el pie de la estacada y subió rápidamente las gradas de la escalinata lateral, empotrada en el muelle. Después, habiendo visto a Texar, se dirigió hacia él por en medio de los grupos que se amontonaban por verle y oírle.

—¿Qué hay? —preguntó Texar.

—No hay nada ni habrá nada —respondió el oficial.

—¿Quién os envía?

—El jefe de nuestras embarcaciones, las cuales no tardarán mucho en replegarse hacia el puerto.

—¿Y por qué?

—Porque los cañoneros han intentado vanamente franquear la barra a pesar de que se han aligerado y han forzado el vapor. En adelante, ya no tenemos nada que temer, por ese lado al menos.

—¿De esta manera? —preguntó Texar.

—Ni de ninguna otra, al menos de aquí a algunos meses.

—¡Hurra! ¡Hurra!

Estos gritos llenaron por todas partes la ciudad; y a la vez que los revoltosos aclamaban una vez más a Texar como al hombre en el cual encamaban todos sus detestables instintos, las gentes sensatas quedaron aterradas al pensar que durante muchos días aún, iban a sufrir la dominación terrorífica del comité y de su jefe.

El oficial había dicho la verdad; a partir de aquel día el mar iría bajando poco a poco y la marea conduciría una cantidad de agua mucho más pequeña cada vez, al cauce del San Juan. Esta marea del 12 de marzo había sido una de las más fuertes del año, y había de pasar un intervalo de varios meses antes que el curso del río volviese a alcanzar el mismo nivel. El canal volvía a ser infranqueable, y, por consiguiente, Jacksonville escapaba a los fuegos del comandante Stevens. Esto era la prolongación de los poderes de Texar y la certidumbre para este hombre terrible de llevar a cabo hasta lo último su obra de venganza.

Aun admitiendo que el general Sherman quisiera hacer ocupar a Jacksonville por las tropas del general Wright, desembarcadas en Fernandina, esta marcha debía durar algún tiempo. Por eso, en lo que concernía a James Burbank y su hijo, como su ejecución estaba fijada para el día siguiente a primera hora, nada podía salvarles.

La noticia llevada por el oficial se esparció en un instante por todos los alrededores. Fácilmente puede comprenderse el efecto que produjo sobre aquella desencadenada porción del populacho. Las orgías y los escándalos volvieron a reanudarse con más animación que antes. Las gentes honradas estaban siempre temerosas, pues comprendían que se hallaban expuestas a los más abominables excesos. Así es que la mayor parte de ellas se preparaban a salir de una ciudad que, como Jacksonville, no les ofrecía seguridad alguna.

Los hurras y las vociferaciones llegaron hasta los prisioneros, haciéndoles comprender que toda esperanza de salvación acababa de desvanecerse. También llegaron a la casa de Harvey, lo cual, como se comprende fácilmente, fue causa de una gran desesperación para Stannard y su hija.

¿Qué es lo que iban a intentar ya, ni a qué medios podían recurrir para salvar a James Burbank y a su hijo? ¿Tratar de corromper al guardián de la prisión? ¿Provocar a precio de oro la huida de los condenados? Esto era imposible, puesto que ni ellos mismos podían salir de la habitación en la cual habían encontrado refugio. Como hemos dicho, una compañía de la milicia la rodeaba y no la perdía de vista, y sus imprecaciones resonaban incesantemente delante de la puerta.

Por fin se hizo de noche. El tiempo, cuyo cambio Sé presentía desde algunos días antes, se había modificado sensiblemente. El viento, después de haber soplado desde la tierra al mar, había cambiado bruscamente hacia el Nordeste. Ya las nubes, amontonándose en grandes masas grises, o desgarrándose en jirones que no tenían ni siquiera el tiempo de resolverse en lluvia, corrían a lo largo con una extrema velocidad y se aplanaban casi al ras del mar. Una fragata de primera clase hubiera llegado ciertamente con el extremo de sus altos mástiles hasta aquel conjunto de vapores condensados, que tanto se aplanaban en medio de aquellas zonas bajas. El barómetro había descendido rápidamente hasta los grados que indican tempestad. Todos los síntomas que se presentaban eran los de un huracán, nacido allá en los lejanos horizontes del Atlántico. Con la llegada de la noche, que invadía el espacio, este huracán no tardó en desencadenarse con una violencia extraordinaria.

Por efecto de su orientación, fácilmente se comprende que recorrió de lleno a través de toda la cuenca del San Juan. Su soplo gigantesco levantaba las aguas de la embocadura del río hasta formar una montaña, y luego las rechazaba formando barras a la manera de las que se forman en las crecidas de los grandes ríos, cuyas altas olas destruyen todas las propiedades ribereñas.

Durante esta noche de tormenta, Jacksonville se vio también barrida por el viento, con espantosa violencia. Un trozo de la estacada del puerto cedió a los golpes de la resaca, lanzada contra sus pilotes. Las aguas cubrieron una gran parte de los muelles, y contra estos se estrellaron varias embarcaciones, cuyas amarras quedaron quebradas como hilos. Era imposible permanecer en las calles ni en las plazas, obstruidas como estaban por materiales de toda especie. El populacho se refugió en las tabernas, donde los gaznates no perdieron nada y sus aullidos escandalosos lucharon, no sin ventaja, contra el estruendo de la tempestad.

Pero no fue solamente en la superficie del suelo donde este golpe de viento ejerció sus destrozos. A través del lecho del San Juan, la desnivelación de las aguas provocó una ola gigantesca, tanto más violenta cuanto superaba diez veces las ordinarias del río. Las chalupas ancladas delante de la barra fueron sorprendidas por esta montaña de agua, antes de darles tiempo para buscar refugio en el puerto. Sus anclas saltaron, y sus amarras se rompieron. La marea de la noche, por el fuerte empuje del viento, las arrastró irresistiblemente hacia la parte superior del río. Algunas se estrellaron contra los pilotos de los muelles, en tanto que otras, arrastradas más allá de Jacksonville, iban a perderse entre los islotes o los recodos del San Juan, a algunas millas más abajo. Gran número de marineros que las tripulaban perdieron la vida en este desastre, cuya repentina presencia había hecho imposible todas las medidas que se suelen tomar en semejantes circunstancias, siempre inesperadas.

En cuanto a los cañoneros del comandante Stevens, ¿qué había sido de ellos? ¿Habían aparejado y forzado la máquina para buscar un abrigo en las bahías de la parte inferior del río? ¿Habrían logrado, gracias a esa maniobra, escapar a una destrucción completa? En todo caso, sea que hubiesen tomado el partido de descender hacia las bocas del San Juan, sea que se hubiesen sostenido con sólo sus anclas, Jacksonville no debía temerlos ya, puesto que la barra les oponía un obstáculo más infranqueable que antes.

Todo el valle del San Juan estuvo envuelto durante aquella noche en una oscuridad negra y profunda, en tanto que el aire y el agua se confundían, como si alguna acción química hubiese intentado combinarlos en un solo elemento. Fue aquel uno de los cataclismos que se ven con bastante frecuencia en las épocas de los equinoccios; pero cuya violencia sobrepujaba a la de todos los que el territorio de Florida había sufrido hasta entonces.

Pero, precisamente en razón de su fuerza, este meteoro no duró más que algunas horas. Antes de la salida del sol, los vacíos que habían quedado en el espacio fueron rápidamente colmados por el formidable llamamiento del aire, y el huracán fue a perderse por encima del golfo de México, después de haber herido con su último golpe la península floridiana.

Hacia las cuatro de la mañana, con las primeras luces del día que blanquearon un horizonte limpio por la gran barredera de la noche, una calma tranquila había sucedido a las turbaciones de los elementos. Entonces el populacho empezó a esparcirse por las calles, que antes se había visto obligado a abandonar para guarecerse en las tabernas. La milicia volvió a situarse en los puestos de que antes había desertado. Todo el mundo se ocupó, en lo que era posible, en proceder a la reparación de los destrozos causados por la tempestad.

Estos, en particular a lo largo de los muelles de la ciudad, no dejaban de ser considerables, pues había estacadas rotas, lanchas desamparadas, embarcaciones deshechas, que la marea descendente conducía de nuevo desde las altas regiones del río.

Una niebla muy espesa se había extendido sobre el lecho mismo del San Juan y se iba elevando poco a poco hasta las altas zonas, enfriadas por la tempestad. A las cinco de la mañana, el canal no estaba visible en su parte central, y no podría estarlo hasta el momento en que la niebla fuera disipada a impulsos de los rayos del sol.

De repente, un poco después de las cinco, unos formidables estampidos agujerearon las espesas brumas. No había medio de engañarse; aquello no eran los prolongados rugidos del trueno, sino las detonaciones estridentes de la artillería. Varios silbidos característicos se oían a través del espacio. Un grito de espanto se escapó de todo este público, milicia y populacho, que se había dirigido al puerto.

Al mismo tiempo, bajo estas detonaciones repetidas, la niebla comenzaba a disiparse. Sus masas, iluminadas por el fuego de los cañones, se desprendieron de la superficie del río.

Los cañoneros de Stevens estaban allí, anclados delante de Jacksonville, hacia la cual enfilaban sus cañones directamente.

—¡Los cañoneros! ¡Los cañoneros!

Estas palabras, repetidas de boca en boca, recorrieron bien pronto la ciudad hasta los arrabales más extremos. En algunos minutos, la población honrada, con una satisfacción extrema, y el populacho con un terrible espanto, supieron que la flotilla era dueña del San Juan. Si no se rendían inmediatamente, la ciudad sería destruida.

¿Qué es lo que había pasado? ¿Habían encontrado los nordistas una ayuda en la tempestad? Sí; los cañoneros no habían ido a buscar refugio hacia las bahías inferiores de la desembocadura. A pesar de la violencia de las olas y del viento, habían permanecido firmes en el sitio en que estaban. Mientras que sus adversarios se alejaban con las chalupas, el comandante Stevens y sus cañoneros habían resistido el huracán, aun a riesgo de perderse, con tal de intentar el paso que las circunstancias habían hecho practicable. En efecto, el huracán que empujaba las aguas a todo lo largo de la cuenca del río, acababa de elevar su nivel a una altura anormal, y los cañoneros se habían lanzado a través de los pasos. Entonces, forzando el vapor, y aunque las quillas arañasen el fondo de la arena, los cañoneros habían podido franquear la barra.

Hacia las cuatro de la mañana, el comandante Stevens, maniobrando en medio de las tinieblas, dedujo que debía de estar a la altura de Jacksonville. Entonces arrojó las anclas y se decidió a esperar. Después, en el momento oportuno, había desgarrado las brumas con las detonaciones de sus cañones más gruesos, y había lanzado sus primeros proyectiles sobre la ribera izquierda del San Juan.

El efecto fue instantáneo. En algunos minutos la milicia había evacuado la ciudad, siguiendo el ejemplo en las tropas sudistas, tanto en Fernandina como en San Agustín. Stevens, viendo los barrios desiertos, comenzó casi en seguida a moderar el fuego, pues su intención no era destruir Jacksonville, sino ocuparla y someterla. Al poco tiempo una bandera blanca ondeaba en lo alto de la cúpula del Palacio de Justicia.

Fácilmente se comprenderá con qué angustia habían sido escuchados estos primeros cañonazos en casa de Harvey. La ciudad era seguramente atacada; luego este ataque no podía venir más que de los federales, sea que estos hubiesen remontado el San Juan, o sea que se hubieran aproximado por el norte de Florida. ¿Era, por fin, aquella la casualidad inesperada, la única que podía salvar a James y a Gilbert Burbank?

Harvey y Alicia se precipitaron hacia la puerta de la casa. Las gentes de Texar que la guardaban habían emprendido la fuga y marchaban a reunirse con las milicias hacia el interior del condado.

Harvey y la joven se dirigieron en seguida hacia el puerto. La niebla se había disipado y se descubría el río hasta los últimos límites de la ribera derecha.

Los cañoneros cesaron de hacer fuego, pues visiblemente se comprendía que Jacksonville renunciaba a hacer resistencia.

En este momento, varias lanchas atracaron a la estacada, y desembarcaron un destacamento de federales, armados de fusiles, revólveres y hachas.

De repente, un agudo grito se dejó oír entre los marineros que venían mandados por un oficial; el hombre que acababa de lanzar este grito se precipitó al encuentro de Alicia.

—¡Mars, Mars! —dijo la joven, estupefacta de encontrase en presencia del marido de Zermah, a quien se creía ahogado en las aguas del San Juan.

—¡Gilbert, Gilbert! —respondió Mars—; ¿dónde está Mr. Gilbert?

—¡Prisionero con Mr. Burbank! Salvadle, Mars, salvadle, y salvad a su padre.

—¡A la prisión! —gritó Mars, volviéndose hacia sus compañeros, a los cuales arrastró consigo.

Y todos se apresuraron a correr para impedir que se cometiera el último crimen por orden de Texar.

Harvey y Alicia les siguieron.

Como se ve, Mars, después de haberse arrojado al fondo del río, había podido salvar los remolinos de la barra. Sí, y por prudencia, el valeroso mestizo se había guardado bien de hacer saber en Castle-House que estaba sano y salvo. Ir a buscar allí asilo hubiera sido comprometer su propia seguridad, y era preciso que él quedase libre para llevar a cabo su obra. Así es que, habiendo podido ganar a nado la orilla derecha, logró, escurriéndose por entre las cañas, descender hasta encontrarse frente a la flotilla. Allí, observando sus señales, le había recogido una lancha que le llevó a bordo del cañonero que mandaba el comandante Stevens. Este fue en seguida puesto al corriente de la situación, y ante el peligro inminente que amenazaba a Gilbert, todos sus esfuerzos se dirigieron a remontar el canal. Hasta entonces, ya se sabe que habían sido infructuosos, y la operación iba a ser abandonada, cuando durante la noche el huracán vino a elevar el nivel de las aguas. Sin embargo, sin una gran práctica en atravesar aquellos pasos difíciles, la flotilla hubiera todavía corrido el peligro de encallar en el fondo del río. Felizmente, Mars estaba allí. Este había conducido diestramente su cañonero, cuya dirección siguieron todos los demás, a pesar del desencadenamiento de la tempestad. De este modo, antes que la niebla hubiera llenado por completo el valle del San Juan ya estaban los cañoneros anclados delante de la ciudad, la cual tenían bajo sus fuegos.

Ya era tiempo, pues los dos condenados debían ser pasados por las armas a primera hora de la mañana. Pero no tenían nada que temer. Los magistrados de Jacksonville habían recobrado su autoridad, usurpada por Texar, y en el momento en que Mars y sus compañeros llegaban delante de la prisión, James y Gilbert Burbank salían de ella en libertad.

En un instante el joven teniente había estrechado a Alicia sobre su corazón, en tanto que Stannard y James Burbank caían también el uno en brazos del otro.

—¿Y mi madre? —preguntó Gilbert en seguida.

—Vive, vive —respondió Alicia.

—Está bien; pues entonces, a Castle-House —gritó Gilbert—. A Castle-House.

—Primero es preciso que se haga justicia —respondió James Burbank.

Mars había comprendido a su amo. Inmediatamente se dirigió hacia la plaza del Palacio de Justicia con intención de encontrar allí a Texar.

¿Habría este emprendido la fuga, a fin de librarse de las represalias? ¿No se habría sustraído a la vindicta pública, con todos los que se habían comprometido como él en este período? ¿Seguiría ya a los soldados de la milicia que marchaban en retirada hacia las regiones bajas del condado?

Esto debía y podía creerse.

Pero sin esperar la intervención de los federales, gran número de habitantes de Jacksonville se habían precipitado hacia el Palacio de Justicia. Texar, detenido en el momento en que se disponía a emprender la fuga, estaba guardado con centinelas de vista. Por otra parte, parecía haberse resignado bastante fácilmente con su suerte.

Sin embargo, cuando se encontró en presencia de Mars, comprendió que su vida estaba amenazada.

En efecto, el mestizo, al verle, se había arrojado sobre él. A pesar de los esfuerzos de los que le guardaban, le había cogido por la garganta y le estrangulaba, cuando James y Gilbert Burbank aparecieron.

—¡No, no, vivo! —gritó James Burbank—. Es preciso que viva, es preciso que hable.

—Sí, es preciso, respondió Mars.

Algunos instantes más tarde, Texar era encerrado en la misma celda en que sus víctimas habían esperado la hora de la ejecución.