XVIII

SINGULAR OPERACIÓN

Al día siguiente, 3 de marzo a las ocho de la mañana, Squambo entró en la habitación en que Zermah y Dy habían pasado la noche. Les llevaba algún alimento; pan, un trozo de caza en fiambre, frutas, un jarro de cerveza bastante grande, una vasija de agua, y además algunos utensilios. Al mismo tiempo, uno de los negros que estaban de servicio en el fortín, colocaba en un rincón de la habitación un mueble viejo que podía servir de tocador y de cómoda, con algo de ropa blanca, sábanas, servilletas, toallas y otros objetos menudos, de los cuales podría servirse lo mismo la mestiza que la pequeña.

La pobre niña estaba todavía dormida. Con un gesto, Zermah había suplicado a Squambo que no la despertase.

Cuando, después de marcharse el negro, quedaron solos, la mestiza, dirigiéndose al indio, le preguntó:

—¿Qué quieren hacer de nosotras?

—No lo sé —respondió Squambo.

—¿Qué órdenes habéis recibido de Texar?

—Las haya recibido de Texar o de cualquier otro —replicó el indio—, las órdenes son estas, y haréis bien en conformaros con ellas. En tanto que dure vuestra estancia aquí, esta habitación será la vuestra; y durante la noche seréis encerradas en el reducto del fortín.

—¿Y durante el día?

—Tendréis libertad para ir y venir por el interior del cercado.

—En tanto que estemos aquí —replicó Zermah—; ¿puedo saber dónde estamos?

—En el sitio a que tenía orden de conduciros.

—¿Y vamos a permanecer aquí bastante tiempo?

—He dicho todo cuanto tenía que decir —replicó el indio—. En adelante, será inútil que me habléis, porque no he de responderos.

Squambo, que estaba, en efecto, advertido para que se limitase a este corto cambio de palabras, salió de la habitación, dejando a la mestiza sola al lado de la niña.

Zermah la miraba con cariño. Algunas lágrimas vinieron a sus ojos, pero trató de enjugarlas en el instante, pues era preciso que al despertarse Dy no notara que la mestiza había llorado. Importaba sobremanera que la niña se acostumbrase poco a poco a la nueva situación, muy amenazadora y tal vez peligrosa, pues se podía esperar todo de parte de Texar.

Zermah reflexionaba en lo que había pasado desde la víspera. Había visto perfectamente a la señora Burbank y a Alicia subir río arriba por la ribera, mientras que la embarcación se alejaba rápidamente. Sus llamamientos desesperados, sus gritos desgarradores, habían llegado hasta ellas. Más, ¿habrían podido llegar a Castle-House, encontrar el túnel, penetrar en la casa sitiada y hacer saber a James Burbank y a sus compañeros la nueva desgracia que acababa de herirles?

¿No podían haber sido apresadas por las gentes de Texar, arrastradas lejos de Camdless-Bay, y acaso muertas? Si esto había sucedido, James Burbank ignoraría que la niña había sido secuestrada con Zermah. Creería que su mujer, Alicia, la niña y la mestiza habían podido embarcarse en la Bahía Marino, y llegar sanas y salvas al refugio de la Roca de los Cedros, donde deberían estar completamente seguras, entonces James Burbank no haría ninguna pesquisa para encontrarlas.

Pero, aun admitiendo que la señora Burbank y Alicia hubiesen podido entrar en Castle-House y que James Burbank estuviera enterado de todo, ¿no era de temer, con fundamento, que la casa hubiese sido invadida por los asaltantes, saqueada, incendiada y destruida? En este caso, ¿qué habría sido de sus defensores? ¿Cuál habría sido su suerte? Prisioneros o muertos, en cualquiera de los dos horribles casos, Zermah no podía esperar ningún socorro por parte de ellos. Aun cuando los nordistas hubieran llegado a hacerse dueños del San Juan, ella y la niña estaban perdidas. Ni Gilbert ni Mars sabrían que la hermana del uno y la mujer del otro estaban prisioneras en un islote de la Bahía Negra.

Más si esto sucedía, si Zermah no había de contar más que consigo misma, su energía no había de abandonarla. Ella haría todo cuanto fuese preciso para salvar a la pobre niña, que acaso no tenía ya en el mundo más que a la mestiza. Su vida se concentraría toda entera en esta idea. ¡Huir! Ni una hora, ni un minuto siquiera pasaría sin que ella se ocupase en preparar los medios para la evasión.

Y, sin embargo, ¿era posible salir del fortín, vigilado constantemente por Squambo y sus compañeros, librarse de las acometidas de los dos feroces lebreles que rondaban alrededor del cercado y huir de aquel islote perdido entre las mil vueltas y revueltas de la inmensa laguna?

Sí, se podía; pero para ello era preciso contar con el auxilio de uno de los esclavos de Texar, que conociese tan bien como este y Squambo los pasos de la Bahía Negra. ¿Y por qué el atractivo de una fuerte recompensa no decidiría a uno de estos hombres a secundar a Zermah en su evasión? A esto, pues, iban a encaminarse todos los esfuerzos de la mestiza.

Entretanto, la pequeña Dy acababa de despertarse. Las primeras palabras que la niña pronunció fueron para llamar a su madre. Sus miradas recorrieron enseguida todo el interior de la habitación. El recuerdo de los sucesos de la víspera acudió en el instante a su pensamiento. Vio que la mestiza estaba con ella, y corrió a su lado.

—¡Querida Zermah, querida Zermah! —murmuraba la pobre niña—. ¡Tengo miedo; tengo miedo!

—¡No tengas cuidado, querida mía!

—¿Dónde está mamá?

—Mamá vendrá pronto, está tranquila. Nosotras nos hemos visto obligadas a huir para salvamos. Ya lo recuerdas; ahora ya estamos en lugar seguro, aquí nada tenemos que temer; está tranquila. En el momento que papá haya recibido socorros, vendrá a buscamos.

Dy miraba con atención incrédula a Zermah, como diciéndole:

—¿Es verdad eso?

—Sí —respondió la mestiza, que quería a todo precio tranquilizar a la niña—. Sí; Mr. Burbank nos ha dado orden de que le esperemos aquí.

—Pero… ¿y esos hombres que nos han arrebatado y conducido en su lancha? —replicó la niña.

—Estos son los criados de Mr. Harvey, querida mía. Ya le conoces; Mr. Harvey, el amigo de tu papá, que vive en Jacksonville. Estamos en su dominio de Hampton Red.

—Y mamá y Alicia, que estaban también con nosotras, ¿por qué no se encuentran aquí ahora?

—Porque Mr. Burbank las ha llamado en el momento en que iban a embarcarse. ¿No te acuerdas? En cuanto aquellas malas gentes que atacaban a Camdless-Bay hayan sido arrojadas, que lo serán bien pronto, vendrán a buscamos tu papá y los demás. ¡Vamos, no llores! No tengas miedo, vida mía, ni te asustes, aunque permanezcamos aquí algunos días. Aquí estamos bien ocultas y resguardadas. ¡Vaya!, ahora ven, que te lave, te peine, te vista y te ponga guapa.

Dy no cesaba de mirar obstinadamente a Zermah, y a pesar de las seguridades que la mestiza le daba con sus palabras, un gran suspiro se escapó de los labios de la niña. La pobrecita no había podido, como de costumbre, sonreír en el momento de despertar. Importaba, pues, ante todo, distraerla.

Todos los cuidados de Zermah se dirigieron a conseguirlo, empleando para ello la más tierna solicitud. Le hizo su toilette con tanto cuidado como si la niña estuviese en su bonita habitación de Castle-House, procurando a la vez entretenerla, contándole cuentos e historietas. Después, Dy comió un poco y Zermah compartió con ella este primer almuerzo.

—Ahora, querida mía, si tú quieres, iremos a dar un paseo por fuera; iremos al cercado.

—¿Es quizá muy bonita la posesión de Mr. Harvey?

—Bonita, no —respondió Zermah—. Es, según creo, una antigua casucha. Sin embargo, hay árboles, corrientes de agua, y, en fin, una especie de jardín para pasearnos. Además, nosotras no estaremos aquí más que algunos días, muy pocos; y si te portas bien, y no lloras ni te aburres, tu mamá estará muy contenta.

—Sí, querida Zermah, sí —respondió la niña.

La puerta de la habitación no estaba cerrada con llave. Zermah cogió de la mano a la pequeña Dy, y las dos salieron.

Encontráronse primeramente en el reducto central, que era sombrío y triste. Un instante después se paseaban por el cercado, al abrigo del follaje de los grandes y copudos árboles, que las resguardaban de los rayos del sol.

El cercado no era muy extenso, y la mayor parte del terreno lo ocupaba la casa, situada en el centro. La empalizada que la rodeaba no permitía a Zermah reconocer la disposición del islote, ni en qué situación se hallaba en el centro de la laguna.

Lo único que pudo observar a través de las rendijas de la vieja poterna fue que un canal bastante largo y de aguas cenagosas y sucias le separaba de los islotes vecinos. Una mujer y una niña no podrían, sino muy difícilmente, escaparse de allí. Esto lo comprendió Zermah, desde luego. En el caso poco probable de que la mestiza llegara a conseguir apoderarse de una embarcación, ¿cómo acertaría por sí sola a salir de aquellos inextricables laberintos?

Zermah, además, ignoraba que sólo Texar y Squambo conocían los pasos que daban salida al río. Los negros que estaban al servicio del español no salían nunca del fortín. Desde que entraron, ni una sola vez habían salido de él. No sabían siquiera qué sitio era aquel donde los guardaba su amo. Para encontrar la ribera del río San Juan, o para llegar a los pantanos que por el Oeste confinan con la bahía, hubiera sido preciso confiarse al azar. Pero… fiarse a la casualidad en este asunto, ¿no sería correr a un extravío seguro o a una muerte cierta?

Por otra parte, durante los días siguientes, Zermah, al darse cuenta exacta de la situación, comprendió bien pronto que no tendría ayuda alguna que esperar de los criados de Texar. Estos eran en su mayor parte negros medio embrutecidos y de un aspecto poco tranquilizador. Si Texar no les hacía arrastrar una cadena, no eran, sin embargo, mucho más libres. Alimentados suficientemente por los productos del islote; aficionados en extremo a los licores fuertes, de los cuales Squambo no les escaseaba la ración; dedicados más especialmente al cuidado y a la defensa en caso necesario, del fortín, aquellos semisalvajes no tenían ni podían tener interés alguno por cambiar esta existencia por otra. La cuestión de la esclavitud, que a algunas millas de la Bahía Negra se ventilaba, no había llegado hasta ellos; por lo tanto, no podía apasionarles. ¿Recobrar su libertad? ¿Para qué? ¿Qué iban a hacer de ella? Texar les aseguraba la subsistencia; Squambo no les maltrataba, no obstante que era hombre capaz de aplastar la cabeza al primero que se atravesase en su camino y del que osara levantarla; por consiguiente, ni siquiera pensaban que se podía ser libre. Eran unos brutos verdaderos, inferiores a los dos lebreles que daban vueltas en derredor del fortín. No hay seguramente exageración alguna al decir que estos animales les superaban en inteligencia. Estos conocían todo el conjunto de la bahía: atravesaban a nado sus múltiples pasos, y corrían de un islote a otro guiados por su instinto maravilloso, que les impedía extraviarse. Sus ladridos resonaban a veces hasta en la ribera izquierda del río, y luego, por sí mismos, volvían a penetrar en la Bahía Negra, y arribaban al islote a la caída de la noche. Ninguna embarcación hubiera podido penetrar en la laguna sin ser al momento señalada y perseguida por estos dos terribles guardianes. Excepto Squambo y Texar, nadie se hubiera atrevido a dejar el fortín sin correr peligro de ser devorado por aquellos salvajes animales, descendientes de los perros caribes.

Cuando Zermah hubo observado detenidamente de qué manera se ejercía la vigilancia alrededor del cercado, cuando vio que no podía esperar ningún socorro de los que la guardaban, cualquiera otra que no hubiese sido tan animosa como ella, ni tan enérgica, se hubiera desesperado y se hubiera abatido. A ella no le sucedió nada de esto. Los socorros tenían que llegar de fuera; y en este caso no podían proceder más que de James Burbank, si estaba libre y en disposición de ayudarla, o de Mars, si este mestizo llegaba a saber la situación en que su mujer se encontraba. A falta de estas dos esperanzas, la mestiza no debía contar más que consigo misma para la salvación de la pequeña Dy, y estaba dispuesta a todo para conseguir lo que se proponía.

Zermah, absolutamente aislada en el fondo de aquella laguna, no se veía rodeada por todas partes más que de figuras feroces. Sin embargo, creyó notar que uno de los negros, joven todavía, la miraba con alguna conmiseración y la trataba con alguna deferencia. ¿Había en aquello alguna esperanza? ¿Podría confiarse a él, indicarle la situación de Camdless-Bay y obligarle a que se dirigiese a Castle-House a llevar la noticia de su paradero y de su situación? Era dudoso. Además, Squambo había sorprendido indudablemente estas señales de interés por parte del esclavo, pues este fue separado del sitio que ocupaba, y Zermah no volvió a encontrarle durante sus paseos a través del cercado.

Varios días pasaron sin que ocurriese el más ligero cambio en esta situación. Desde la mañana hasta la noche, Zermah y Dy tenían libertad completa para ir y venir de un lado a otro del cercado, y para entrar y salir del fortín.

Por la noche, aunque Squambo no las cerrase en la habitación, les hubiera sido imposible dejar el reducto central. El indio no les hablaba jamás; por consiguiente Zermah se vio obligada a renunciar a interrogarle. Pero no dejaba el islote ni un solo instante. Se comprendía que ejercía su vigilancia atentamente a todas horas. Los cuidados de Zermah se dirigieron, por consiguiente, hacia la niña, que comenzaba a impacientarse y expresar el vivo deseo que tenía de ver a su madre.

—¡Pronto vendrá! —le respondió Zermah—. He tenido noticias suyas. Tu padre va a venir también, querida mía, con Miss Alicia.

Después de estas respuestas, la pobre criatura no sabía qué imaginar. Entonces Zermah se ingeniaba para distraerla, lo cual era muy difícil, pues la niña mostraba más razón que la que es común a su edad, y de lo que entonces era necesario, dada la situación en que se encontraban.

Habían transcurrido los días 4, 5 y 6 de marzo, y aunque Zermah había procurado cuidadosamente oír si alguna detonación lejana anunciaba la presencia de la flotilla federal en las aguas del San Juan, ni el más pequeño ruido había llegado hasta ella. Todo había sido inútil; todo también permanecía silencioso en el centro de la Bahía Negra. Era preciso convencerse, con tales detalles, de que Florida no pertenecía todavía a los soldados de la Unión. Esto inquietaba a la mestiza hasta el más alto grado. A falta de James Burbank y los suyos, para el caso en que estos tuvieran que ser de nuevo atacados e imposibilitados de hacer nada, ¿no podría contar al menos con la intervención y la ayuda de Gilbert y Mars? Si sus cañones hubiesen sido dueños del río, hubieran explorado minuciosamente ambas riberas, y seguramente hubieran sabido llegar hasta el islote, apenas alguien, no importa quién, del personal de Camdless-Bay les hubiese instruido de lo que había pasado. Pero nada indicaba que se hubiese librado un combate en las aguas del río.

Lo que era también singular y extraño es que Texar no se hubiese dejado ver ni una sola vez en el fortín, ni de día ni de noche. A lo menos, Zermah no había observado nada que pudiese hacerle suponer que había estado allí. Y, sin embargo, la mestiza apenas dormía, y sus largas horas de insomnio las empleaba en escuchar y enterarse de los ruidos más leves; pero hasta entonces todo había sido inútil.

Por otra parte, ¿qué hubiera podido hacer en el caso de que Texar hubiese ido a la Bahía Negra y la hubiese hecho comparecer ante él? ¿Acaso Texar hubiera escuchado, y menos atendido, las súplicas de ella? La presencia de Texar, ¿no sería más de temer todavía que su ausencia?

Por milésima vez pensaba Zermah en todo esto en la noche del día 6 de marzo. Eran aproximadamente las once de la noche. La pequeña Dy dormía con un sueño bastante profundo y apacible. La habitación que servía de celda a las dos prisioneras estaba sumergida en una oscuridad profunda. Ningún ruido se percibía en el interior, a no ser, de vez en cuando, el silbido de la brisa a través de los derruidos paredones del fortín.

En este momento, la mestiza creyó oír pisadas en el interior del reducto.

Al principio supuso que sería el indio que entraba en su habitación, situada enfrente de la que ella ocupaba, después de haber hecho su ronda habitual alrededor del cercado.

Zermah sorprendió entonces algunas palabras pronunciadas en voz baja entre dos individuos. Se aproximó a la puerta y púsose a escuchar con mucha atención, reconociendo al principio la voz de Squambo, y poco después, casi en seguida, la de Texar.

Un estremecimiento agitó todo su cuerpo. ¿Qué iba a hacer Texar en el fortín a hora tan avanzada de la noche? ¿Se trataba acaso de organizar alguna nueva maquinación contra la mestiza y la niña?

¿Iban quizás a ser arrancadas de su habitación y transportadas a algún otro retiro más ignorado, más impenetrable que la impenetrable y oculta Bahía Negra? Todas estas suposiciones se presentaron rápida e instantáneamente en la imaginación de Zermah, produciéndole terrible impresión. Pero en el mismo instante, renaciendo su indómita energía, se tranquilizó, y apoyándose en la junta de la puerta, se puso a escuchar atentamente.

—¿No hay nada de nuevo? —preguntó Texar.

—Nada, señor —contestó Squambo.

—¿Y Zermah?

—He rehusado contestar a sus preguntas.

—¿Se han llevado a cabo tentativas para llegar hasta ella después del asunto del Camdless-Bay?

—Sí; pero ninguna ha dado resultado.

Al oír esta respuesta, Zermah comprendió que alguien había hecho pesquisas en su busca. ¿Quién podía ser?

—¿Cómo has sabido tú eso? —preguntó Texar.

—Porque he ido varias veces hasta la ribera del San Juan —respondió el indio—, y hace algunos días he observado que una barca rondaba alrededor de la entrada de la Bahía Negra. Hasta he observado que una vez dos hombres han desembarcado en uno de los islotes próximos a la ribera.

—¿Quiénes eran esos dos hombres?

—James Burbank y Walter Stannard.

Zermah estaba tan sobresaltada que apenas podía contener su emoción. Eran James Burbank y Stannard los que la buscaban, decía para sí.

Es decir, que los defensores de Castle-House no habían perecido todos en el ataque de la plantación. Si estos habían comenzado las pesquisas, es claro que conocían el secuestro de la niña y de la mestiza. Y si lo conocían, era sin duda que la señora Burbank y Alicia habían podido entrar de nuevo en Castle-House después de haber escuchado el último grito lanzado por Zermah cuando pedía socorro contra Texar. James Burbank estaba, pues, al corriente de todo cuanto había pasado; conocía también el nombre del miserable secuestrador; acaso sospecharía en qué sitio tenía ocultas a sus víctimas; por consiguiente, él pondría los medios para llegar hasta ellas.

Este encadenamiento de hechos se verificó instantáneamente en la imaginación de Zermah. Al punto se sintió animada por una esperanza inmensa; pero esta esperanza desapareció bien pronto, apenas nacida, cuando escuchó a Texar responder:

—Sí; que busquen, que busquen, que no encontrarán nada. Además, dentro de algunos días James Burbank no será de temer.

La mestiza, asustada, no acertaba a comprender lo que significaban estas palabras. Pero sí conocía perfectamente que, siendo pronunciadas por el hombre a quien obedecía el comité de Jacksonville, debían constituir una terrible amenaza.

—Y ahora, Squambo —dijo Texar—, tengo necesidad de ti por una hora.

—Estoy a vuestras órdenes, señor.

—Sígueme.

Un instante después, todo estaba en silencio, y amo y criado se habían retirado a la habitación ocupada por el indio.

¿Qué iban a hacer allí? ¿No habría en su conversación algún secreto, del cual Zermah pudiera aprovecharse? En su situación no debía olvidar nada de lo que pudiera servirla.

Ya se sabe que la puerta de la habitación de la mestiza no estaba cerrada ni aun durante la noche. Esta precaución, por otra parte, hubiera sido inútil, pues el reducto estaba cerrado interiormente, y Squambo llevaba la llave siempre consigo. Era, pues, totalmente imposible salir del fortín, y, por consiguiente, intentar una evasión.

Zermah pudo, por tanto, abrir la puerta de su habitación y avanzar algunos pasos sigilosamente, conteniendo el aliento.

La oscuridad era profunda. Algunos rayos de luz solamente se escapaban por las rendijas de la habitación del indio.

Zermah se acercó a la puerta y miró por el intersticio de dos tablas mal unidas. El espectáculo que se ofreció a su vista era tan singular y extraño, que forzosamente había de sorprenderla al comprender su significación.

Por más que la habitación no estuviese iluminada sino con un trozo de tea resinosa, esta luz bastaba al indio, ocupado entonces en un trabajo delicado.

Texar estaba sentado delante de él, desembarazado de su chaqueta de cuero, con el brazo izquierdo desnudo completamente extendido sobre una mesa, bajo la claridad de la tea resinosa.

Un papel, de forma muy rara, atravesado por infinidad de pequeños agujeros, había sido colocado sobre la parte interna del antebrazo. Por medio de una aguja muy fina, Squambo picaba la piel en todos los puntos que los agujeros del papel dejaban al descubierto. Era la operación de marcar a Texar la que practicaba el indio, operación en la cual debía ser muy experto en su cualidad de semínola. Y, en efecto, lo hacía con bastante destreza y rapidez en la mano, a fin de que la punta de la aguja hiriese solamente la epidermis, sin que Texar experimentase el más insignificante dolor.

Cuando la operación estuvo terminada, Squambo levantó el papel; y después, tomando algunas hojas de una planta que Texar había llevado consigo, frotó con ellas el antebrazo de su amo. El jugo de esta planta, introducido en las picaduras de la aguja, no dejó de acusar viva sensación en Texar; pero este no era hombre que se quejara por tan poca cosa.

Terminada la operación, Squambo aproximó la resina al sitio marcado, y un dibujo rojizo apareció claramente entonces sobre la piel del antebrazo de Texar. Este dibujo reproducía exactamente el que los agujeros hechos por la aguja formaban en el papel. La operación de calcar este dibujo había sido hecha con una exactitud perfecta. Estaba formado por un conjunto de líneas entrecruzadas, representando una de las figuras simbólicas de las creencias semínolas. Esta marca no debía borrarse del brazo en el cual acababa de imprimirla Squambo. Zermah, como ya se ha dicho, lo había visto todo; conocía la operación, pero no podía comprender el objeto de ella. ¿Qué interés podía tener Texar en adornarse con aquella marca? ¿Para qué aquel signo particular que había de añadir una palabra a las señas escritas en sus pasaportes? ¿Quería, acaso, hacerse pasar por indio? Esto era imposible. Ni su tez, ni su color, ni los rasgos de su fisonomía lo hubieran permitido. ¿No sería preciso acaso establecer una correlación entre esta señal y la que había sido impuesta últimamente a algunos viajeros floridianos de los que habían caído en manos de una partida de semínolas hacia el norte del condado? ¿Quería Texar con este signo tener la posibilidad de establecer una de aquellas inexplicables coartadas de las cuales había sacado hasta entonces tan buen partido?

¿Sería tal vez aquel uno de los secretos inherentes a su vida privada, que revelara su porvenir?

Otra cuestión se presentó entonces a la imaginación de Zermah.

¿No había venido Texar al fortín más que para explotar en su provecho la habilidad de Squambo en materia de marcas? Una vez acabada esta operación, ¿dejaría Texar la Bahía Negra para volverse al norte de Florida y sin duda a Jacksonville, de la que sus partidarios eran todavía los dueños? ¿O tendría acaso la intención de permanecer en el reducto hasta que fuese de día, hacer comparecer a la mestiza ante él y tomar una nueva determinación relativa a sus prisioneras?

En lo que respecta a esto, Zermah se tranquilizó bien pronto. Había vuelto rápidamente a su habitación, mientras Texar se levantaba y salía del cuarto del indio. La mestiza, pegada al interior de su puerta, escuchaba con atención las breves palabras que en voz baja cambiaban Squambo y su señor.

—Vigila con más cuidado que nunca —decía Texar.

—No tengáis cuidado —respondió Squambo.

Y luego añadió:

—Sin embargo, si nos viéramos perseguidos muy cerca de la Bahía Negra por James Burbank…

—Ya te he dicho que de James Burbank no tendremos nada que temer de aquí a algunos días. Por otra parte, si fuera preciso, ya sabes adonde deben ser conducidas la mestiza y la niña. Allí iré yo a reunirme con vosotros.

—Comprendido, señor —replicó Squambo—; porque es preciso también estar prevenidos para el caso de que Gilbert, el hijo de James Burbank, y Mars, el marido de Zermah…

—Antes de cuarenta y ocho horas habré capturado a los dos —respondió Texar—, y cuando ambos estén en mi poder…

Zermah no entendió el final de esta frase tan amenazadora para su marido y para Gilbert.

Texar y Squambo salieron entonces del fortín, cuya puerta se cerró tras ellos.

Algunos instantes más tarde, el esquife, conducido por el indio, dejaba el islote, se dirigía a través de las tortuosas sinuosidades de la laguna, y llegaba hasta una embarcación que esperaba a Texar a la entrada de la Bahía Negra, sobre el San Juan. Squambo y su señor se separaron entonces, después de las últimas recomendaciones que le hizo Texar, el cual, arrastrado por la corriente, descendió con rapidez en dirección a Jacksonville.

Allí llegó precisamente al despuntar el día, y a tiempo oportuno para poner sus proyectos en ejecución. En efecto, algunos días después, Mars desaparecía bajo las aguas del San Juan, y Gilbert Burbank era condenado a muerte.