XVII

DESPUÉS DEL SECUESTRO

«¡T exar!». Tal era, ciertamente, el nombre detestable que Zermah había pronunciado en la oscuridad en el momento en que la señora Burbank y Alicia llegaban a la orilla de la Bahía Marino. La joven había reconocido a Texar. No se podía, por consiguiente, dudar de que él fuera el autor del secuestro que había dirigido en persona.

En efecto, era Texar, acompañado de media docena de individuos que podrían llamarse sus cómplices.

Con gran anterioridad había preparado Texar esta expedición, que debía dar por resultado la devastación de Camdless-Bay, el pillaje de Castle-House, la ruina de la familia Burbank, la captura o la muerte de su jefe. Este era el objeto por el cual acababa de lanzar las hordas de bandidos sobre la plantación. Pero él no se había puesto a la cabeza, dejando a los más bribones de sus partidarios el cuidado de dirigirlos. Así se explica que John Bruce, unido a la banda de los asaltantes, hubiera podido afirmar a James Burbank que Texar no se encontraba entre ellos.

Para encontrarle hubiera sido preciso ir a la Bahía Marino que, como sabemos, estaba en comunicación con Castle-House por medio de un túnel. En el caso en que el edificio hubiese sido forzado, era indudablemente por allí por donde sus habitantes buscarían la retirada.

Texar conocía la existencia de este túnel, por lo cual, tomando en Jacksonville una embarcación, a la cual seguía otra con Squambo y dos de sus esclavos, se había dirigido a vigilar aquel sitio, perfectamente indicado para la huida de James Burbank. No se había engañado. Lo comprendió bien cuando vio una de las lanchas de Camdless-Bay estacionada entre las cañas de la bahía. Los negros que guardaban la lancha fueron sorprendidos, atacados y degollados. Ya no había que hacer otra cosa sino esperar. Bien pronto se presentó Zermah, acompañada de la niña. A los gritos que daba la mestiza, Texar, temiendo que alguien viniese en socorro de ella, la arrojó en seguida en brazos de Squambo, y cuando la señora Burbank y Alicia aparecieron en la orilla, ya Zermah era arrastrada en la embarcación del indio por en medio del río.

Ya se conoce lo demás.

Sin embargo, una vez llevado a cabo el rapto, Texar no había creído prudente reunirse con Squambo. Este hombre, que le era completamente adicto, sabía a qué impenetrable guarida había de conducir a Zermah y a la pequeña Dy; por consiguiente, Texar, en el instante en que los tres cañonazos detenían a los asaltantes, dispuestos a entrar en Castle-House, había desaparecido, cortando oblicuamente el curso del San Juan.

¿Dónde estuvo? Nadie lo sabía; lo cierto es que no volvió a Jacksonville durante aquella noche del día 3 al 4 de marzo. No se le vio sino veinticuatro horas después. ¿Qué fue de él durante esta inexplicable ausencia? Tampoco podía decirlo nadie.

Sin embargo, el acto de haber tomado parte en el rapto de Zermah y de la pequeña Dy era cosa que podía comprometerle cuando fuese acusado de él.

La coincidencia entre este rapto y su desaparición podía perjudicarle. Pero fuese lo que quiera, él no volvió a Jacksonville hasta la mañana del cinco, a fin de tomar las medidas necesarias para la defensa de los sudistas, bastante a tiempo, según hemos visto, para tender un lazo a Gilbert Burbank y presidir el Comité que había de condenar a muerte al joven oficial. Lo cierto es que Texar no estaba a bordo de la embarcación conducida por Squambo y arrastrada en la oscuridad de la noche por la marea creciente en la parte del río que está por encima de Camdless-Bay.

Zermah, comprendiendo que sus gritos no podían ser oídos en las desiertas orillas del San Juan, había callado. Sentada en la popa de la embarcación, estrechaba a Dy entre sus brazos. La niña, asustada, no dejaba escapar una sola queja. Se pegaba al pecho de la mestiza y se ocultaba entre los pliegues de su vestido.

Una o dos veces solamente se entreabrieron sus labios y dejaron escapar estas palabras:

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Querida Zermah! ¡Tengo mucho miedo! ¡Quiero ver a mamá!

—Sí, querida mía —respondió Zermah—. Vamos a verla pronto. No tengas miedo. Estoy yo aquí contigo.

En aquellos momentos la señora Burbank, loca por el dolor, remontaba la ribera derecha del río, procurando en vano seguir la embarcación que se llevaba a su hija hacia la otra orilla.

La oscuridad era entonces profunda. Los resplandores de los incendios de Camdless-Bay empezaban a extinguirse, y se oían todavía estampidos y detonaciones.

De entre las humaredas, acumuladas hacia el Norte, no salían sino muy raras llamaradas, que la superficie del río reflejaba como si fueran fugaces relámpagos. Después todo quedaba silencioso y sombrío.

La embarcación siguió el canal del río, del cual ni siquiera se divisaban los bordes. No se hubiera encontrado más aislada ni más sola si se hubiese hallado en plena mar.

¿Hacia qué bahía se dirigía la embarcación cuyo timón dirigía Squambo? Esto era lo que importaba saber ante todo. Interrogar al indio hubiese sido inútil; por consiguiente, Zermah procuraba orientarse, cosa bien difícil entre aquellas profundas tinieblas, en tanto que Squambo no abandonase el centro del San Juan. La marea subía, y empujada la embarcación por los vigorosos golpes de remo de los dos negros, adelantaba rápidamente hacia el Sur.

Sin embargo, ¡cuán necesario hubiera sido que Zermah dejase una huella de su paso para facilitar las investigaciones y las pesquisas hechas por su señor! Más sobre el río era imposible. En tierra, un pedazo de su vestido abandonado en alguna zarza, hubiera podido convertirse en el primer jalón de una pista, que, una vez reconocida, podría seguirse hasta el último extremo. Pero ¿de qué habría servido entregar a la corriente un objeto perteneciente a la niña o a ella? ¿Se podía esperar que el azar o la casualidad hiciera llegar a manos de James Burbank una de aquellas prendas? Era preciso renunciar a este recurso y limitarse a reconocer en qué punto del San Juan iría a tomar tierra la embarcación.

Una hora transcurrió en estas condiciones. Squambo no había pronunciado una sola palabra. Los dos negros remaban silenciosamente. Ninguna luz aparecía sobre las orillas, ni en las casas, ni entre los árboles, cuyas masas se destacaban confusas en la oscuridad.

En todo este tiempo, Zermah miraba a derecha y a izquierda, ávida de sorprender el menor indicio; y respecto al peligro, ella no pensaba más que el que pudiera correr la pequeña Dy. De los que podían amenazarla a ella personalmente, ni siquiera se preocupaba. Todos sus temores se concentraban en aquella niña. Seguramente era Texar quien la había hecho secuestrar. Respecto a esto, no había duda posible. Había reconocido a Texar, que se había situado en la Bahía Marino, sea con la intención de penetrar en Castle-House franqueando el túnel, sea que esperase a sus defensores en el momento que intentaran escapar por esta salida. Si Texar no se hubiese precipitado, la señora Burbank y Alicia Stannard hubieran caído también en su poder, del mismo modo que habían caído Dy y Zermah. Si él no había dirigido en persona los hombres de la milicia y la banda de forajidos que atacaron a Castle-House, era porque creía golpe más certero atacar a la familia Burbank en la Bahía Marino.

En todo caso, Texar no podría negar que había tomado parte directa y personalmente en el rapto.

Zermah había pronunciado a gritos su nombre; la señora Burbank y Alicia debían haberle entendido. Más tarde, cuando la hora de la justicia llegara; cuando Texar tuviera que responder de sus crímenes, no tendría esta vez el recurso de invocar una de esas inexplicables coartadas que hasta entonces le habían dado tan buenos resultados.

Más, al presente, ¿qué suerte reservaba a sus dos víctimas? ¿Iba a relegarlas en el fondo de aquellos pantanosos Everglades, más allá de los manantiales del río San Juan? ¿Se desharía de Zermah como de un testigo peligroso cuya declaración podría algún día agobiarle? Esto es lo que se preguntaba la mestiza. Hubiera hecho voluntariamente el sacrificio de su vida por salvar la niña raptada con ella. Pero ella muerta, ¿qué sería de la pobre Dy entre las manos de Texar y de sus compañeros? Este pensamiento la torturaba, y entonces estrechaba más fuertemente a la niña sobre su pecho, como si Squambo hubiera manifestado intención de arrancársela.

En aquel momento Zermah pudo observar que la embarcación se aproximaba hacia la orilla derecha del río. ¿Podía servirle esto de indicio? No, pues ella ignoraba que habitase en el fondo de la Bahía Negra, en uno de los islotes de aquella laguna, como lo ignoraban aun los mismos partidarios de Texar, puesto que nadie había sido jamás recibido en aquella caverna, que habitaba Texar con Squambo y sus negros.

Allí era, en efecto, donde el indio iba a depositar a Zermah y Dy. En las profundidades de aquella región misteriosa estarían al abrigo de todas las investigaciones. La bahía era, por decirlo así, impenetrable para quien no conociese la orientación de sus pasos, y la disposición de sus islotes ofrecía mil escondrijos, donde las prisioneras podían estar tan bien ocultas, que sería imposible dar con sus huellas.

En el caso en que James Burbank intentara explorar aquel inextricable laberinto, estaría Texar a tiempo de transportar la mestiza y la niña hasta el sur de la Península. Entonces se desvanecería toda probabilidad de encontrarlas en medio de aquellos vastos espacios que los habitantes floridianos frecuentaban apenas y cuyas llanuras insalubres eran recorridas solamente por algunas bandas de indios.

Las cuarenta y cinco millas que separaban Camdless-Bay de la Bahía Negra fueron recorridas con rapidez. Hacia las once de la noche la embarcación salvaba el recodo que forma el San Juan a doscientas yardas por la parte inferior de la corriente. No se trataba ya más que de reconocer la entrada de la laguna, maniobra embarazosa a través de la oscuridad profunda que envolvía la orilla izquierda del San Juan.

Así es que, por mucho conocimiento que Squambo tuviera de aquellos parajes, no dejó de dudar un tanto cuando fue preciso dar el golpe de timón para cortar oblicuamente las aguas. Sin duda la operación hubiese sido más fácil si la embarcación hubiera podido seguir a lo largo de esta ribera que se hallaba interrumpida por multitud de pequeñas ensenadas, cubiertas de cañas y de plantas acuáticas. Pero el indio temía zozobrar, y como la marea no había de tardar en llevar las aguas del San Juan hacia su desembocadura, se hubiera encontrado muy apurado en caso de naufragio. Por otra parte, forzado a esperar la marea siguiente, es decir, cerca de once horas, ¿cómo hubiera podido evitar el ser visto cuando fuese día claro? Ordinariamente el río estaba siempre surcado por pequeñas y numerosas embarcaciones. Los sucesos actuales provocaban un incesante cambio de correspondencia entre San Agustín y Jacksonville. Indudablemente, si no habían perecido en Castle-House, los miembros de la familia Burbank emprenderían desde el día siguiente las más activas investigaciones.

Squambo, encallado en una de las orillas, no podría escapar a las persecuciones de que sería objeto. La situación llegaría a ser muy peligrosa. Por todas estas razones, quiso permanecer en medio del canal del San Juan, y aun, si era preciso, estaba dispuesto a echar el ancla en medio de la corriente, y después, apenas empezase a clarear el día, se apresuraría a reconocer los pasos de la Bahía Negra, a través de los cuales sería imposible seguirle.

Entretanto, la embarcación continuaba remontando el río a impulsos de la marea. Por el tiempo transcurrido, Squambo comprendía que aún no debía estar a la altura de la laguna. Procuraba, pues, subir más, cuando un ruido poco lejano se dejó oír. Era un sordo batir de ruedas que se propagaba por la superficie del río. Casi en seguida, hacia la ribera izquierda, apareció una masa en movimiento.

Un steamer avanzaba a poco vapor, lanzando en la sombra la blanca luz de su farol. En menos de un minuto debía llegar a la embarcación de Squambo.

Este, con un gesto, ordenó a los negros que dejasen los remos, y con un golpe de timón torció hacia la orilla derecha para no encontrarse con el buque.

Pero su embarcación había sido vista por los vigías de a bordo, y se les llamó, ordenándoles acercarse.

Squambo dejó escapar un horrible juramento. Sin embargo, no pudiendo sustraerse por la huida a la invitación que le había sido hecha en términos formales, debió obedecer.

Un instante después se acercaba al flanco derecho del steamer, que había suspendido su marcha para aguardarle.

Zermah se levantó rápidamente. En aquellas condiciones, creyó entrever una esperanza de salvación. ¿No podía llamar, hacerse conocer, pedir socorro y escapar del poder de Squambo?

El indio se colocó en seguida al lado de ella. Tenía en una mano un ancho y afilado cuchillo. Con la otra se había apoderado de la niña, que Zermah trataba en vano de arrancarle.

—Una palabra —dijo—, y la mato.

Si no hubiese tenido más que su vida que sacrificar, Zermah no hubiese dudado. Como era a la niña a quien amenazaba el cuchillo del indio, guardó silencio. Además, desde el puente del steamer no se podía ver lo que pasaba en la embarcación.

El steamer venía de Picolata, donde había embarcado un destacamento de milicia con destino a Jacksonville, a fin de reforzar las tropas sudistas que debían impedir la ocupación del río.

Un oficial, inclinándose hacia fuera de la barandilla, interpeló al indio.

Las palabras cambiadas entre ellos fueron las siguientes:

—¿Adónde vais?

—A Picolata.

Zermah retuvo este nombre, conociendo, no obstante, que Squambo tenía interés en no hacer conocer su verdadero destino.

—¿De dónde venís?

—De Jacksonville.

—¿Hay algo de nuevo?

—No.

—¿Nada de la flotilla Dupont?

—Nada.

—¿No se han tenido noticias de ella después del ataque de Fernandina y del fuerte Clinch?

—No.

—¿No ha entrado ningún cañonero en los pasos del San Juan?

—Ninguno.

—¿De dónde proceden esas luces que hemos divisado y esas detonaciones que hemos oído hacia el Norte, mientras esperábamos anclados la marea?

—De un ataque que se ha dado esta noche contra la plantación de Camdless-Bay.

—¿Por los nordistas?

—No; por la milicia de Jacksonville. El propietario ha querido resistir a las órdenes del comité.

—¡Ah, vamos!, se trata de James Burbank, de ese condenado abolicionista…

—Precisamente.

—¿Y qué ha resultado?

—Yo no sé; no lo he visto más que al pasar, pero me parece que todo era presa de las llamas.

En este instante, un débil grito se escapó de los labios de la niña; Zermah le puso la mano en la boca, en el momento en que los dedos del indio llegaban ya a su cuello.

El oficial, encaramado en lo alto del puente del steamer, no había oído nada.

—¿Ha sido atacado a tiros Camdless-Bay? —preguntó.

—Creo que no.

—¿Qué significaban entonces esas tres detonaciones que hemos oído, y que parecían venir del lado de Jacksonville?

—No puedo decirlo.

—¿De modo que el San Juan está libre desde Picolata hasta su embocadura?

—Enteramente libre y podéis recorrerlo sin temor a los cañoneros.

—Está bien. ¡Adelante!

Inmediatamente envió una orden a la máquina, y el steamer se dispuso a continuar la marcha.

—Una pregunta —dijo Squambo al oficial.

—¿Cuál?

—La noche es oscura, y no sé a punto fijo dónde me encuentro. ¿Podéis decirme dónde estoy?

—A la altura de la Bahía Negra.

—Gracias.

Las ruedas del buque batieron las aguas del río, después que la embarcación se había separado algunas brazas.

El steamer desapareció poco a poco entre las sombras de la noche, dejando tras sí el agua removida y turbada por el choque de sus poderosas ruedas.

Squambo, solo ya en medio del río, se sentó de nuevo a la popa de la embarcación y dio orden de remar. Conocía la posición en que se encontraba, y virando hacia estribor, se lanzó a través de la abertura en cuyo fondo se abría la Bahía Negra.

Zermah no dudó de que en aquel sitio, de tan difícil acceso, era donde Squambo iba a ocultarse; más de poco le serviría tal conocimiento. ¿Cómo habría podido comunicárselo a su amo, y cómo llevar a cabo investigaciones en medio de aquel impenetrable laberinto? Por otra parte, al otro lado de la bahía, ¿no ofrecían los bosques del condado de Duval todas las facilidades necesarias para inutilizar las pesquisas, en el caso de que James Burbank y los suyos lograsen penetrar en la laguna? Aquella parte occidental de Florida era todavía como un país inexplorado, en el cual hubiera sido imposible descubrir una pista. Además, no era prudente aventurarse en él. Los semínolas, que vagaban por aquellos territorios montañosos y llenos de pantanos no dejaban de ser temibles. Robaban con mucha facilidad a los viajeros que caían entre sus manos y los degollaban cuando intentaban defenderse.

Un hecho muy raro, y del cual se había hablado mucho tiempo, había acontecido últimamente en la parte superior del condado, un poco al noroeste de Jacksonville.

Una docena de floridianos que volvían al litoral desde el golfo de México, habían sido sorprendidos por una tribu de semínolas. Si no recibieron la muerte hasta el último de ellos, fue porque no hicieron ninguna resistencia, que por otra parte hubiera sido inútil, porque los indios eran diez contra uno.

Aquellas gentes fueron escrupulosamente registradas, robándoles cuanto poseían, incluso la ropa que llevaban puesta. Además, se les prohibió bajo pena de muerte, el reaparecer por aquellos territorios que los indios reivindicaban como de su entera propiedad; y para reconocerlos, en el caso de que infringieran dicha orden, el jefe de la banda empleó un procedimiento muy sencillo. Les hizo marcar en el brazo con un signo muy raro, hecho con el jugo de una planta tintórea y sirviéndose de una aguja; de modo que la marca no se borraba jamás. Después los floridianos fueron despedidos sin otros malos tratamientos. Sin embargo, cuando llegaron a las plantaciones del Norte, iban en bastante mal estado, señalados, por decirlo así, con las armas de la tribu india, y poco deseosos de caer de nuevo entre las manos de los semínolas, que esta vez les degollarían sin piedad para hacer honor a su firma.

En cualquier otro tiempo, las milicias del condado de Duval no hubieran dejado impune tal atentado, y en el acto hubiesen salido en persecución de los indios.

Pero en aquella época había otra cosa en que pensar más que en renovar una expedición contra los indios nómadas. El temor de ser el país invadido por las tropas federales lo dominaba todo. Lo que importaba era impedir que llegasen a ser dueños del San Juan, y con él de las regiones que riega. Por consiguiente, no se podía distraer ni la más pequeña parte de las fuerzas sudistas dispuestas desde Jacksonville hasta la frontera georgiana. Tiempo habría más tarde de ponerse en campaña contra los semínolas envalentonados por la guerra civil, hasta el punto de aventurarse a llegar hasta los territorios del Norte, de los cuales se creía haberlos arrojado para siempre. No se contentarían entonces con rechazarlos a las marismas de las Everglades, sino que se intentaría eliminar para siempre hasta el último de ellos.

Era peligroso, en estas circunstancias, aventurarse por los territorios situados al oeste de Florida; y si James Burbank dirigía alguna vez sus investigaciones por este lado, sería un nuevo peligro añadido a todos los que en sí llevaba una expedición de ese género.

Entretanto, la embarcación había llegado a la ribera izquierda del río. Squambo, sabiendo que se hallaba a la altura de la Bahía Negra, que da acceso a las aguas del San Juan, no temía ya encallar en algún bajo; por consiguiente, cinco minutos después ya había metido la embarcación bajo la sombría bóveda de los árboles, en medio de una oscuridad mucho más profunda que la que reinaba en la superficie del río.

Por muy habituado que estuviera Squambo a marchar a través de las inextricables malezas y sinuosidades que ocultaban la laguna, no hubiera podido acertar con el camino en aquellas condiciones. Pero puesto que tenía seguridad de no ser visto, ¿por qué motivo no se había de alumbrar en su marcha?

Arrancó, pues, una rama resinosa de un árbol de la orilla, y la colocó, encendida, en la proa de la embarcación. Su luz fantástica bastaba seguramente al ojo experimentado y práctico del indio para reconocer perfectamente todos los pasos. Durante una media hora aproximadamente anduvo bordeando las sinuosidades de la bahía, hasta que llegó, por fin, al islote en que estaba establecida la guarida de Texar.

Una vez allí, obligó a Zermah a desembarcar. La niña, agobiada de fatiga, dormía entre los brazos de la mestiza, y no se despertó ni siquiera cuando esta atravesó la poterna del fortín, una vez dentro del cual quedó encerrada en una de las reducidas habitaciones contiguas al reducto del centro.

Dy, envuelta en una especie de manta que se hallaba arrojada en un rincón, fue acostada sobre un jergón miserable.

Zermah permaneció velando a su lado.