XVI

EL JUICIO

Una hora más tarde la barca que conducía a Gilbert atracaba en el muelle de Jacksonville. Se habían oído los tiros de revólver, disparados por el teniente Burbank en la parte inferior del río. Al escucharlos pensaron si se trataría de un combate formal entre las embarcaciones confederadas y las lanchas del comandante Stevens. Hasta llegaron a temer que los cañoneros de la flotilla federal hubiesen franqueado la barra.

Todo esto no había dejado de causar seria emoción entre los habitantes de la ciudad. Una parte de la población se había dirigido rápidamente hacia las estacadas. Las autoridades civiles, representadas por Texar y sus más decididos partidarios, no habían tardado en seguir el mismo camino. Todos miraban en dirección de la barra, que ya en aquellos momentos estaba completamente desembarazada de nieblas. Anteojos de todas clases funcionaban incesantemente. Pero la distancia era demasiado grande, cerca de tres millas, para que desde allí se pudiera comprender la importancia del combate y sus resultados.

De todos modos, lo que se veía perfectamente era que la flotilla se mantenía siempre en el mismo sitio en que había anclado la víspera, y que Jacksonville no debía temer nada todavía de un ataque inmediato por parte de los cañoneros del comandante Stevens. Los más comprometidos entre los habitantes de la ciudad, tenían aún suficiente tiempo para prepararse a huir hacia el interior de Florida.

Por otra parte, aunque Texar y dos o tres de sus compañeros tenían más motivos que los demás para temer por su seguridad propia, comprendieron bien que no había razón para alarmarse por aquel incidente.

El español sabía perfectamente que se trataba de la captura del esquife, del cual, a toda costa, quería apoderarse.

—Sí, a toda costa —repetía Texar, tratando de reconocer la embarcación que avanzaba hacia el puerto—. A toda costa este hijo de Burbank, que ha caído en el lazo que le he tendido. Ya tengo la prueba de que James Burbank está en comunicación con los federales. ¡Sangre de Dios! En cuanto haya hecho fusilar al hijo, no pasarán veinticuatro horas sin que haga fusilar al padre.

En efecto, a pesar de que su partido era dueño de Jacksonville, Texar, después de la absolución pronunciada por los tribunales a favor de James Burbank, había querido esperar una ocasión propicia para hacerle arrestar de nuevo. Se le había presentado una oportunidad de atraer a Gilbert a una celada; Gilbert, una vez reconocido como oficial federal, detenido en país enemigo, sería condenado como espía, y Texar podría llevar hasta el último extremo su venganza.

Las circunstancias vinieron a servirle mejor de lo que hubiera podido desear. Era, en efecto, el hijo del colono nordista el que conducía la embarcación al puerto de Jacksonville. Que Gilbert fuese solo, que Mars se hubiera salvado o se hubiese ahogado, poco le importaba, puesto que el joven oficial había sido preso. Ya no había más que llevarle ante un comité, compuesto de partidarios de Texar, y que él presidiría en persona.

Gilbert desembarcó en medio de los gritos y de las amenazas de todo el populacho, que le conocía perfectamente. El joven oficial acogió con desdén todos aquellos clamores. Su actitud no demostró ningún temor, a pesar de que hubo necesidad de llamar una guardia de soldados para que protegieran su vida contra las violencias de la multitud. Pero cuando vio al raptor de su hermana, no fue dueño de sí mismo, y se hubiera arrojado sobre Texar si no hubiese sido detenido por los soldados que le custodiaban.

Texar no hizo un solo movimiento: no pronunció una sola palabra; hasta afectó no ver al joven oficial, y con la más perfecta indiferencia le dejó alejarse en medio de los clamores tumultuosos.

Algunos instantes después, Gilbert Burbank fue encerrado en la cárcel de Jacksonville. No podía hacerse ilusiones acerca de la suerte que le reservaban los sudistas.

Una hora después, Harvey, el corresponsal de James Burbank, estaba a la puerta de la prisión, y trataba de ver a Gilbert; pero no le fue permitido. Por orden de Texar, el joven teniente fue incomunicado. Este deseo de Harvey no tuvo otro resultado que el de ser activamente vigilado por los sudistas.

No se ignoraban las relaciones que tenía con la familia Burbank, y entraba en los proyectos de Texar que el encarcelamiento de Gilbert no fuese conocido inmediatamente en Camdless-Bay. Una vez pronunciado el fallo y publicada la condena, habría ocasión de hacer saber a James Burbank lo que había pasado; y cuando él lo supiese, no tendría ya tiempo de huir de Castle-House para librarse de la venganza de Texar.

Sucedió, pues, que Harvey no pudo enviar un emisario a Camdless-Bay. Por otra parte, las autoridades habían decretado una especie de embargo sobre las embarcaciones de Jacksonville, y toda comunicación quedó interrumpida entre la ribera izquierda y la ribera derecha del río.

La familia Burbank no debía, pues, saber nada respecto a la prisión de Gilbert. Mientras que estaba en la creencia de que el joven había llegado sin novedad a los cañoneros de Stevens, el oficial era detenido en la cárcel de Jacksonville.

¡Con qué emoción se escuchaba en Castle-House si alguna detonación lejana anunciaba la llegada de los federales al otro lado de la barra! Jacksonville en poder de los nordistas, Texar en las manos de James Burbank, y este en libertad de emprender de nuevo con su hijo y con sus amigos, aquellas investigaciones que hasta entonces no habían dado resultado alguno.

¡Pero nada se dejaba oír en la parte inferior del río! El capataz Perry, que llegó a explorar el San Juan hasta la línea de barcas; Pig y uno de los sub-capataces enviados por la ribera hasta tres millas por bajo de la plantación, obtuvieron el mismo resultado. La flotilla del comandante Stevens estaba anclada en el mismo sitio, y no parecía que hiciera ningún preparativo para aparejar y subir hasta la altura de Jacksonville.

Y por otra parte, ¿cómo hubiera podido franquear la barra? Admitiendo que la marea la hubiese dejado practicable más pronto de lo que se esperaba, ¿cómo se aventuraría a través de los pasos del canal, cuando el solo piloto que conocía todas las sinuosidades no estaba allí? En efecto, Mars no había reaparecido.

Y si James Burbank hubiese sabido lo que había pasado después de la captura del esquife, no hubiera podido creer otra cosa sino que el valeroso compañero de Gilbert había perecido entre los remolinos del río. Si Mars se hubiese podido salvar, ganando la ribera derecha del San Juan, ¿no hubiera sido su primer cuidado volver a Castle-House, puesto que le era imposible regresar a bordo?

Mars no apareció en la plantación. Al día siguiente, hacia las once de la mañana, el comité se había reunido, bajo la presidencia de Texar, en la misma sala del Palacio de Justicia donde se reunió el día en que Texar se había constituido en acusador de James Burbank. Esta vez los cargos que pesaban sobre el joven oficial eran suficientemente graves para que no pudiese escapar a su suerte. Puede decirse que estaba condenado con anticipación.

Una vez resuelta la cuestión del hijo, Texar se ocuparía de la cuestión del padre. La pequeña Dy entre sus manos, la señora Burbank sucumbiendo a los golpes recibidos… ¡bien vengado iba a quedar el miserable! Parecía que tenía de su parte todas las circunstancias y que todo venía a servirle según sus deseos, y a punto para satisfacer su implacable odio.

Gilbert fue sacado del calabozo. La multitud le acompañó con sus gritos como el día anterior. Cuando entró en la sala del comité, donde se encontraban ya los más ardientes partidarios de Texar, le recibieron con los más violentos clamores.

—¡A muerte el espía! ¡A muerte!

Esta era la acusación que le lanzaba el vil populacho, acusación inspirada por Texar.

Gilbert, sin embargo, había recobrado toda su sangre fría, y logró dominarse hasta delante de Texar, que no tenía ni siquiera el pudor de recusarse en semejante asunto.

—¿Os llamáis Gilbert Burbank y sois oficial de la marina federal? —dijo.

—Sí.

—¿Y ahora teniente a bordo de uno de los cañoneros del comandante Stevens?

—A bordo del Ottawa.

—¿Sois el hijo de James Burbank, un americano del Norte, propietario de Camdless-Bay?

—Sí.

—¿Confesáis haber dejado la flotilla anclada en la barra en la noche del diez de marzo?

—Sí.

—¿Confesáis haber sido capturado cuando intentabais volver a bordo del Ottawa en compañía de un marinero de vuestro buque?

—Sí.

—¿Queréis decir qué habéis venido a hacer a las aguas del San Juan?

—Un hombre se ha presentado en el cañonero en que yo soy segundo, y me ha hecho saber que la plantación de mi padre acababa de ser devastada por una cuadrilla de malhechores, y que Castle-House había sido sitiado por esos bandidos. Yo no tengo que decir al presidente que me juzga a quién incumbe la responsabilidad de estos crímenes.

—Y yo —respondió Texar—, no tengo que decir a Gilbert Burbank que su padre había desafiado a la opinión pública, dando libertad a sus negros, que un decreto ordenaba la dispersión de los manumitidos, y que este decreto debía ser puesto en ejecución.

—Con incendio y pillaje —replicó Gilbert—; con un rapto, del cual Texar es personalmente autor.

—Cuando esté delante de mis jueces responderé —replicó fríamente Texar—. Gilbert Burbank, no intentéis cambiar los papeles. Vos sois un acusado, no un acusador.

—Sí, un acusado, en este momento al menos —respondió el joven oficial—. Pero los cañoneros federales no tiene más que franquear la barra del San Juan para apoderarse de Jacksonville, y entonces…

Tumultuosos gritos estallaron en aquel momento; eran amenazas de muerte contra el joven oficial que osaba desafiar cara a cara a los sudistas.

—¡A muerte, a muerte! —vociferaron por doquier.

Al presidente del comité le costó mucho trabajo calmar a la multitud. Después continuó el interrogatorio.

—¿Nos diréis, Gilbert Burbank, por qué la noche última habéis dejado vuestro cañonero?

—Lo he dejado para venir a ver a mi madre moribunda.

—¿Confesáis, entonces, que habéis desembarcado en Camdless-Bay?

—No tengo por qué ocultarlo.

—¿Y ha sido únicamente por ver a vuestra madre?

—Únicamente.

—Tenemos, sin embargo, motivo para pensar —replicó Texar—, que teníais otro objeto.

—¿Y cuál?

—El de conversar con vuestro padre, James Burbank, ese nordista sospechoso, desde hace mucho, de sostener inteligencias con la armada federal.

—Bien sabéis que eso no es cierto —replicó Gilbert, llevado de una indignación bien natural—. Si he venido a Camdless-Bay, no es como oficial, sino como hijo.

—O como espía —replicó Texar.

Los gritos redoblaron. «¡A muerte el espía!».

Gilbert comprendió que estaba perdido; y lo que más le afligió fue el conocer que su padre estaba perdido también.

—Sí —replicó Texar—; la enfermedad de vuestra madre no es más que un pretexto para dar cuenta a los federales del estado de la defensa del San Juan.

Gilbert se levantó.

—He venido para ver a mi madre moribunda —respondió—, y vos lo sabéis bien. Jamás hubiera creído que en un país civilizado se considerase un crimen el que un soldado viniese al lecho de muerte de su madre, aun cuando fuese en territorio enemigo. El que censure mi conducta, que diga si él no hubiera hecho otro tanto respondiendo a su conciencia.

Un auditorio compuesto de hombres en quienes el odio no hubiera extinguido toda sensibilidad, no habría podido menos de aplaudir esta declaración tan noble y franca. No sucedió así. Fue acogida con vociferaciones y con aplausos para Texar cuando este declaró que, recibiendo un oficial en tiempo de guerra, James Burbank no era menos culpable que este oficial. Existía, por consecuencia, la prueba que Texar había deseado tanto; la prueba de la connivencia de James Burbank con el ejército del Norte.

Por consiguiente, el comité, teniendo en cuenta las confesiones de Gilbert, condenó a muerte al joven oficial de la armada federal.

Gilbert Burbank fue de nuevo conducido a su prisión, en medio de los gritos del populacho, que exclamaba: «¡A muerte, a muerte el espía!».

Al día siguiente un destacamento de la milicia de Jacksonville se presentaba en Camdless-Bay. El oficial preguntó por Mr. Burbank.

James Burbank se presentó. Edward Carrol y Walter Stannard le acompañaban. Alicia había quedado al lado de la señora Burbank.

—¿Qué se me quiere?

—¡Leed esta orden! —respondió el oficial, entregándole un pliego.

Era la orden de prender a James Burbank, de Camdless-Bay, como cómplice de Gilbert Burbank, teniente de la marina federal, condenado como espía por el comité de Jacksonville, y que debía ser fusilado en las cuarenta y ocho horas siguientes.