XV

SOBRE EL SAN JUAN

El río estaba entonces desierto en aquella parte de su curso. Ni una sola luz aparecía en la ribera opuesta. Las luces de Jacksonville se ocultaban detrás del recodo que hace la bahía de Camdless-Bay, extendiéndose hacia el Norte. Solamente sus reflejos subían por encima, tiñendo de resplandores rojizos la capa de nubes más próximas.

Aunque la noche estuviera oscura, el esquife podía tomar fácilmente la dirección de la barra; pero como no se desprendía ningún vapor de las aguas del río, hubiera sido fácil perseguir el esquife si alguna embarcación confederada lo hubiera esperado al paso, cosa que Gilbert y su compañero no creían fuera motivo de temer.

Ambos, absortos en el mismo dolor, guardaron un profundo silencio.

Ciertamente, en lugar de ir río abajo hubieran querido atravesarlo para ir a buscar a Texar hasta Jacksonville, y encontrarse frente a frente con él.

En vez de descender por el San Juan, hubieran deseado remontarlo para registrar todos los bosques y todas las bahías de sus riberas. Donde James Burbank no había encontrado nada, ellos encontrarían tal vez. Y sin embargo, comprendían que era más prudente esperar. Cuando los federales fuesen dueños de Florida, Gilbert y Mars podrían obrar con más probabilidades de éxito en lo que se relacionaba con Texar. Por otra parte, el deber les ordenaba llegar antes que fuese de día a la flotilla del comandante Stevens. Si la barra se encontraba practicable más pronto de lo que se esperaba, era preciso que el joven teniente estuviera en su puesto de combate, y Mars en el suyo, para conducir los cañoneros a través del canal, cuya profundidad y sinuosidades conocía mejor que nadie.

Mars, sentado en la popa del ligero esquife, manejaba su remo con vigor. Delante de él, Gilbert observaba cuidadosamente el curso del río en su parte superior, presto a señalar cualquier obstáculo o cualquier peligro que se presentara bien fuese alguna barca o algún tronco arrastrado por la corriente de las aguas. Después de haberse apartado oblicuamente de la ribera derecha, a fin de tomar el centro del canal, la ligera embarcación no tenía más que dejarse llevar por el curso de la corriente, adquiriendo rapidez en la marcha por sí misma. Hasta entonces bastaba un movimiento de la mano de Mars, bien dado a babor, bien a estribor, para que llevase una dirección conveniente.

Verdad es que hubiera sido mejor no alejarse de la faja de sombra que proyectaban sobre la orilla del río los árboles y las cañas gigantescas de la ribera del San Juan. A lo largo, bajo la sombra oscura de las espesas ramas, se corrían menos riesgos de ser vistos; pero un poco más abajo de Camdless-Bay, un recodo muy acentuado del río envía la corriente hacia el lado opuesto. Allí se forma un gran remanso que hubiera hecho la marcha del esquife infinitamente más lenta y penosa. Así es que Mars, no viendo nada sospechoso río abajo, procuró abandonarse a las rápidas aguas del centro, que descienden ligeramente hacia la desembocadura. Desde el pequeño puerto de Camdless-Bay hasta el sitio en que la flotilla estaba anclada por bajo de la barra, habría aproximadamente cuatro o cinco millas, y con la ayuda de la corriente, bajo el empuje del brazo vigoroso de Mars, el esquife no tendría dificultad ninguna en recorrerlas en dos horas. Estarían, por consiguiente, de vuelta a bordo antes que las primeras luces del día hubiesen iluminado la superficie del San Juan.

Un cuarto de hora después de su embarque, Gilbert y Mars estaban en pleno río. Pero, una vez allí, comprendieron que si su rapidez era considerable, la dirección de la corriente les llevaba hacia Jacksonville. Acaso inconscientemente, Mars empujaba hacia este lado, como si se sintiera atraído por irresistible tentación. Sin embargo, era preciso evitar aquel lugar maldito, cuyos alrededores debían estar vigilados con más atención que toda la parte central del río.

—¡Derecho, Mars, derecho! —se contentó con decir el joven marino.

El marido de Zermah obligó al esquife a seguir el curso de la corriente a un cuarto de milla de la ribera izquierda.

El puerto de Jacksonville no estaba sombrío ni silencioso durante la noche. Numerosas luces se veían correr sobre los muelles y oscilar en las embarcaciones y en la superficie de las aguas. Algunas cambiaban de sitio rápidamente, como si se hubiera organizado una activa vigilancia en un extenso radio.

Al mismo tiempo, cánticos, mezclados con gritos, indicaban que los placeres y las orgías continuaban perturbando la ciudad. Parecía que Texar y sus partidarios seguían creyendo en la derrota de los nordistas en Virginia y en la retirada probable de la armada federal de las costas de Florida, o acaso aprovechaban los últimos días de su dominación para entregarse a todos los excesos, en medio de una población ebria de whisky y de gin.

Entretanto el esquife continuaba deslizándose a lo largo de la corriente. Gilbert tenía ya motivo para creer que bien pronto estaría al abrigo de todos los peligros que hubieran podido amenazarle, desde el instante que había pasado de Jacksonville. Mas, de repente, hizo a Mars una seña para que se detuviera. A menos de una milla por bajo del puerto acababa de descubrir una línea de manchas negras, sembradas como una serie de escollos de una ribera del río a la otra.

Era una línea de embarcaciones apostadas en aquel sitio, que impedían el paso del San Juan.

Evidentemente, si los cañoneros llegaban a franquear la barra, aquellas embarcaciones eran impotentes para detenerlos, y no tendrían otro remedio que batirse en retirada; pero en el caso de que las chalupas federales intentaran remontar el río, podrían muy bien oponerse a su paso. Sin duda, por esta razón, habían venido allí durante la noche a formar una línea de observación y defensa. Todas estaban inmóviles a través del San Juan, sea que se mantuviesen así con sus remos, sea que estuvieran sujetas con dobles anclas. Aunque no se les veía, no cabía duda alguna de que a bordo de ellas había gran número de hombres armados para la ofensiva y para la defensiva.

Sin embargo, Gilbert observó que la línea de embarcaciones no obstruía todavía el paso del río cuando él había subido por allí para llegar a Camdless-Bay. Esta precaución no había sido tomada hasta después del paso del esquife; y acaso en previsión de un ataque, que en realidad no era de temer en el momento en que el joven teniente dejaba la flotilla del comandante Stevens.

Fue preciso, pues, abandonar el centro del río a fin de procurar ocultarse lo más posible a lo largo de la ribera derecha. Tal vez, pensaban, el esquife pasará sin ser notado, maniobrando por entre los cañaverales y a la sombra de los árboles de la orilla. En todo caso, no existía otro medio de evitar el obstáculo que en su marcha se presentaba.

—Mars, trata de remar sin ruido hasta el momento en que hayamos pasado esa línea —dijo el joven teniente.

—Está bien, Mr. Gilbert.

—Quizás haya que luchar con los remolinos; si es preciso ayudarte lo haré.

—No es necesario —respondió Mars.

Y haciendo virar su esquife, lo dirigió rápidamente del lado de la ribera derecha, cuando no estaba ya más que a trescientas yardas de la línea de embarcaciones.

Puesto que el esquife no había sido visto mientras atravesaba oblicuamente el río, que es donde más fácilmente hubiera podido serlo, ahora que se confundía con las sombrías masas de la orilla, era imposible que fuera descubierto. A no ser que la extremidad de la línea de embarcaciones se apoyase en la misma ribera, era indudable que el esquife podría franquearla; pero en medio del río, es decir, en el canal mismo, hubiera sido más que imprudente al intentarlo.

Mars remaba en medio de una oscuridad que hacía más profunda todavía la espesa cortina de los árboles. Evitaba cuidadosamente tropezar con los troncos de árboles cortados, cuyas cabezas emergían en muchos puntos, y el remar demasiado fuerte, hiriendo el agua con suavidad, aun cuando a veces tenía que vencer una contracorriente, que ciertas derivaciones de los remolinos hacían bastante ruda. Marchando en estas condiciones, Gilbert retrasaría una hora, sin duda, su llegada; pero poco importaría que entonces fuese ya de día, pues estaría bastante cerca del sitio en que los cañoneros estaban anclados para no tener nada que temer de las embarcaciones de Jacksonville.

Hacia las cuatro de la mañana, el esquife había llegado a la altura de la línea de embarcaciones. Como Gilbert lo había previsto, dada la poca profundidad del río en este sitio, el paso había sido dejado libre en toda la longitud de la ribera. Un poco más allá, una punta que se internaba en el San Juan destacaba confusamente su masa negra, cubierta de gigantescos bambúes.

Se trataba, pues, de bordear esta punta, muy oscura por la parte alta del río. Por la parte baja, al contrario, las masas de verdura cesaban bruscamente y el litoral, menos en declive por efecto de su aproximación a la desembocadura del San Juan, se desarrollaba en una serie de bahías y pantanos, formando una especie de playa muy baja y muy descubierta. No había allí ni un árbol; por consecuencia, nada de cortina que les prestase oscuridad. Las aguas mismas, por esta razón, se presentaban mucho más claras. No era, pues, imposible que un punto negro y movedizo como el esquife, demasiado pequeño para que dos hombres pudiesen echarse en él, fuese visto por alguna embarcación que rondase a lo largo de la punta.

Más allá, es cierto, los remolinos no se sentían ya. Era una corriente bastante viva que seguía la dirección de la ribera, sin buscar la del canal. Si el esquife doblaba felizmente esta punta, sería rápidamente arrastrado hacia la barra y llegaría en poco tiempo al punto en que se estacionaban los cañoneros del comandante Stevens.

Para conseguirlo, Mars se escurría a lo largo de la ribera con una extrema prudencia. Sus ojos procuraban atravesar las tinieblas, observando la parte baja del curso del río. Iba tocando a la orilla lo más posible, luchando contra el remolino, que era todavía muy violento al chocar con la punta. El remo se plegaba al impulso de sus brazos vigorosos, mientras que Gilbert, con la mirada vuelta hacia la parte superior del río, no cesaba de examinar su extensa superficie.

Entretanto, el esquife se aproximaba poco a poco a la punta. Algunos minutos más, y habría alcanzado su extremidad, que se prolongaba en la forma de una lengua de tierra. No distaban ya más que unas veinticinco o treinta yardas, cuando de repente, Mars se detuvo.

—¿Estás cansado? ¿Quieres que te remplace? —preguntó el joven teniente.

—¡Ni una palabra, Mr. Gilbert! —respondió Mars.

Y, al mismo tiempo, de dos violentos golpes de remo lanzó el esquife oblicuamente, como si hubiera querido estrellarse contra la orilla. Tan pronto como estuvo al alcance de su mano, se agarró a una de las ramas que pendían sobre las aguas, y después, apoyándose en ella, hizo desaparecer la ligera embarcación entre un oscuro escondite de verdura. Un instante después, arrollada la amarra del esquife a las ramas de un bambú, Gilbert y Mars, inmóviles, se encontraban en medio de una oscuridad tan densa que ni ellos mismos podían verse.

Esta maniobra no había durado diez segundos.

El joven teniente cogió entonces por el brazo a su compañero con intención de pedirle explicación de todo aquello, cuando Mars, extendiendo el brazo a través del follaje, mostró un punto movible sobre la parte menos sombría de las aguas.

Era una lancha tripulada por cuatro hombres. Esta lancha remontaba la corriente después de haber doblado la lengua de tierra y llevaba la dirección como si se dispusiese a ir a lo largo de la ribera por encima de la ensenada de arena.

Gilbert y Mars tuvieron entonces el mismo pensamiento. Ante todo, y a pesar de todo, volver a bordo. Por consiguiente, si el esquife era descubierto, no dudarían en saltar a tierra, y metiéndose por entre los árboles huirían por la ribera hasta la altura de la barra.

Después, cuando fuese de día, ya haciendo señales al más próximo de los cañoneros, ya llegando hasta él a nado, harían todo lo que fuese humanamente posible para llegar a su puesto.

Pero un instante después iban a comprender que tenían cortada la retirada por tierra. En efecto, cuando la lancha llegó casi frente al esquife, a unos veinte pies de la espesura en que este se ocultaba, se entabló una conversación entre las gentes que tripulaban la lancha y otra media docena de personas, cuyas sombras aparecían por entre los árboles, sobre el ribazo de la costa.

—¿Está hecho lo más difícil? —gritaron desde tierra.

—Sí —respondió un hombre desde la lancha—; doblar esta punta con la marea baja es tan difícil como remontar un rápido.

—¿Vais a anclar en este sitio ahora que hemos desembarcado sobre la punta?

—Sin duda alguna, en medio del remolino, así guardaremos mejor la extremidad de la línea de barcas.

—Está bien; durante este tiempo, nosotros vigilaremos la ribera, y a menos que se arrojen en los pantanos, tengo la creencia de que no se nos escaparán.

—¿Y si lo han hecho ya?

—No, no es posible. Han de intentar volver a bordo antes que sea de día. Como no pueden franquear la línea de embarcaciones, probarán a deslizarse a lo largo de la ribera, y nosotros estaremos aquí para detenerlos en su marcha.

Este breve diálogo era suficiente para hacer comprender lo que había sucedido. La salida de Gilbert y de Mars debió de haber sido notada. En esto no cabía duda.

Si mientras remontaban el río para llegar al puente de Camdless-Bay habían podido escapar a las embarcaciones encargadas de cortarles el paso, ahora que el río estaba interceptado y que se les espiaba la vuelta, les sería bien difícil, si no imposible, llegar al sitio en que anclaban los cañoneros.

En suma; en aquellas condiciones, el esquife se encontraba preso entre los hombres de la embarcación y los que acababan de desembarcar en la punta. Por consiguiente, si la huida había llegado a ser imposible descendiendo por el río, no lo era menos por el estrecho camino que quedaba en tierra entre las aguas del San Juan y los pantanos del litoral.

Gilbert, pues, acababa de saber que su viaje por el San Juan había sido conocido, pero pensaba que acaso ignorasen que su compañero y él habían desembarcado en Camdless-Bay, y sobre todo que uno de ellos fuese el hijo de James Burbank, oficial de la marina federal, y el otro uno de sus marineros. No sucedía nada de esto desgraciadamente, y el joven oficial no pudo ya dudar del peligro que le amenazaba cuando escuchó las últimas frases que aquellas gentes cambiaron entre sí.

—Conque…, velad bien —dijeron desde tierra.

—¡Sí, sí! —contestaron los del río—. Un oficial federal es siempre buena presa, tanto más si este oficial es el propio hijo de uno de los condenados nordistas de Florida.

—Y que esto nos será bien pagado, puesto que es Texar quien paga.

—Es posible, sin embargo, que no consigamos apoderamos de ellos esta noche, si han logrado ocultarse en algún escondite de la ribera; pero cuando sea de día, registraremos bien todos los agujeros, de modo que no pueda escaparse ni una rata.

—No olvidemos que hay recomendación expresa de cogerlos vivos.

—¡Sí, convenido! Y en el caso de que los arrestemos en la ribera, no tendremos más que avisar para que la lancha venga a recogerlos, a fin de conducirles a Jacksonville.

—Sí. Pero no será necesario, porque, a menos que haya necesidad de darles caza, aguardaremos anclados aquí.

—Y nosotros en nuestro puesto, a través del camino.

—Pues, ¡vamos! ¡Buena suerte! Verdaderamente, mejor hubiera sido pasar la noche bebiendo en las tabernas de Jacksonville.

—Sí, sobre todo si esos dos truhanes se nos escapan. Pero, no; mañana por la mañana se los presentaremos atados de pies y manos a Texar.

Después de esta conversación, la lancha se alejó a una distancia de dos remos. El ruido de una cadena que se desenrollaba indicó que su ancla estaba en el fondo. En cuanto a los hombres que ocupaban el borde de la ribera, si no se les oía hablar, se escuchaba el ruido de sus pasos sobre las hojas secas desprendidas de los árboles.

Por consiguiente, tanto por el lado del río como por tierra, era imposible la fuga.

Acerca de esto reflexionaban Gilbert y Mars. Ni uno ni otro habían hecho un solo movimiento ni pronunciado una sola palabra. Nada, por consiguiente, podía denunciar la presencia del esquife en aquel sitio, embutido como estaba contra la espesura del ramaje. Pero aquel escondite constituía una verdadera prisión, de la cual era imposible huir. Admitiendo que no fuesen descubiertos durante la noche, ¿cómo escaparían a las miradas de sus perseguidores cuando fuese de día? Además, la captura del joven teniente significaba no sólo su vida amenazada, de la cual había hecho ya voluntario sacrificio como soldado, sino que, si llegaba a probar que había desembarcado en Castle-House, su padre sería de nuevo reducido a prisión por los partidarios de Texar, acusando a James Burbank de estar en connivencia con los federales, lo cual probarían con facilidad. Si la prueba le había faltado a Texar cuando acusó por vez primera a James Burbank, no le faltaría en esta ocasión, cuando tuviese a Gilbert en su poder. Y entonces, ¿qué sería de la señora Burbank? ¿Qué sería de Dy y de Zermah, cuando el padre, el hermano, el marido, no pudiesen ya continuar sus investigaciones?

Todos estos pensamientos se presentaron en un instante en la mente del joven oficial, adivinando en seguida las fatales consecuencias de tales hechos.

Así, pues, en el caso de que ambos fueran presos, no quedaría más que la esperanza de que los federales se apoderaran de Jacksonville antes que Texar tuviese tiempo de ponerse en salvo y de hacer mayores daños. Puede ser que entonces se les libertara bastante a tiempo para que la sentencia, a la cual seguramente no escaparían, no fuese ejecutada. ¡Sí, toda esperanza estaba allí, y no había otra, ni había que buscarla en ninguna otra parte! Pero ¿cómo apresurar la llegada del comandante Stevens y de sus cañoneros hacia la parte superior del río? ¿Cómo franquear la barra del San Juan, si el agua faltaba todavía? ¿Cómo guiar la flotilla a través de las sinuosidades del canal, si Mars, que debía dirigirla, caía entre las manos de los sudistas?

Gilbert debía, pues, arriesgar hasta lo imposible por volver a bordo antes que fuese de día, y ante todo era preciso partir sin perder un instante. ¿Era esto practicable? ¿No podía Mars, lanzando violentamente el esquife a través de los remolinos, devolverle la libertad? Mientras que las gentes que desde la embarcación vigilaban perdían el tiempo, ya en levar el ancla, ya en lanzar la cadena, ¿no podría tomarles bastante delantera para ponerse fuera de su alcance?

No; eso hubiera sido comprometerlo todo, y el joven teniente lo sabía bien. El remo de Mars no podía luchar con ventaja contra los cuatro remos de la lancha, y el esquife no tardaría en ser alcanzado mientras procuraba desfilar a lo largo del río. Obrar de esta suerte era, por consiguiente, correr tras una pérdida segura.

¿Qué hacer entonces? ¿Convenía esperar? Pero el día iba a aparecer muy pronto. Eran ya las cuatro y media de la mañana; algunas nubecillas blancas flotaban en el horizonte hacia el Este.

Sin embargo, importaba mucho tomar pronto un partido; y Gilbert se decidió por el siguiente, que comunicó a Mars, inclinándose hacia su oído, para hablar en voz baja.

—No podemos esperar más tiempo —le dijo—. Cada uno de nosotros está armado con un revólver y un cuchillo. En la embarcación hay cuatro hombres; no son más que dos contra uno. Nosotros tendremos la ventaja de la sorpresa. Vas a empujar vigorosamente el esquife a través del remolino y a lanzarle contra la embarcación, con algunos golpes de remo. Estando anclada no podrá evitar el abordaje. Caeremos sobre esos hombres y les heriremos, sin darles tiempo de prepararse, y nos largaremos rápidamente. Así, antes que los de la orilla hayan podido dar la voz de alarma, acaso hayamos podido franquear la línea de lanchas. ¿Has comprendido, Mars?

Mars, por toda contestación, sacó su cuchillo de la vaina y se lo colocó en la cintura, al lado de su revólver. Hecho esto, largó suavemente la amarra del esquife, y tomó su remo para empujarlo vigorosamente.

Pero en el momento en que iba a comenzar su operación, Gilbert le detuvo con un gesto.

Una circunstancia inesperada vino a hacerle modificar inmediatamente sus proyectos.

Con las primeras luces del día, una espesa niebla comenzaba a elevarse y extenderse sobre las aguas.

Parecían húmedas masas de algodón en rama que se desenvolvían sobre la superficie del río, besando sus rizadas corrientes. Estos vapores, formados en el mar, venían del lado de la desembocadura del río, y arrojados por una ligera brisa, remontaban lentamente el curso del San Juan. Antes de un cuarto de hora, tanto Jacksonville, sobre la ribera izquierda, como los macizos árboles sobre la ribera derecha, todo habría desaparecido en el amontonamiento de aquellas brumas algo amarillentas, cuyo olor característico inundaba el valle.

¿No era esto la salvación deseada para el joven teniente y su compañero? En lugar de arriesgarse en una lucha desigual, en la cual podían sucumbir los dos, ¿por qué no intentar deslizarse a través de la niebla? Gilbert creyó, por lo menos, que esto era lo mejor que podía hacerse, y por esto fue por lo que detuvo a Mars, en el momento en que este iba bruscamente a separarse de la ribera. Se trataba, por el contrario, de seguir silenciosa y prudentemente, evitando el ser vistos por los de la embarcación y el tropezar con esta, cuya silueta, ya indecisa, iba a borrarse del todo muy pronto.

Pero entonces las voces comenzaron a oírse de nuevo.

Los que estaban en tierra gritaban a los del río:

—Mucho cuidado con la niebla.

—No hay cuidado. Vamos a levar el ancla ahora mismo y a aproximamos más a la orilla.

—Está bien; pero no dejéis de estar en comunicación con la línea de lanchas. Si pasan algunos por ahí cerca, prevenidles que crucen el río en todos sentidos hasta que desaparezcan las nieblas.

—¡Sí, sí! No temáis nada, y velad bien, por si acaso esos bribones quieren escaparse por tierra.

Evidentemente, esta precaución, perfectamente indicada, iba a ser puesta en práctica en seguida, y un buen número de lanchas se dedicarían a cruzar el río desde una orilla a otra. Gilbert lo sabía, pero no dudó ni un instante. El esquife, dirigido silenciosamente por Mars, abandonó el escondrijo de verdura y avanzó lentamente a través de los remolinos.

La niebla parecía hacerse más espesa, por más que empezase a estar iluminada por una semiclaridad amarillenta.

Ya no se veía nada, ni aun en el radio de algunas yardas.

Si el esquife tenía la buena suerte de no abordar a la lancha de sus perseguidores, que estaba anclada de través, tenía muchas probabilidades de pasar sin ser visto. Y, en efecto, pudo evitarlo, en tanto que los hombres que la tripulaban se entretenían en levar ancla, con un ruido de cadenas que indicaba, poco más o menos, el sitio de donde debían apartarse los perseguidos.

El esquife pasó, y Mars pudo remar con un poco más de violencia y ligereza.

Lo difícil entonces era seguir una dirección conveniente sin exponerse a tomar el canal por el medio del río. Era preciso, al contrario, mantenerse a corta distancia de la ribera derecha. En efecto, nada había que pudiera guiar el esquife a través de las aguas, a no ser el leve rumor del río que se acentuaba al pasar rozando con la orilla. El día empezaba ya a clarear. Sus reflejos aumentaban por encima de la masa de vapores, no obstante lo cual, la niebla continuaba muy espesa sobre la superficie del San Juan.

Durante media hora, el esquife vagó, por decirlo así, a la ventura. Algunas veces una tenue silueta aparecía inopinadamente. Había motivos para temer que fuese una lancha, aumentada desmesuradamente por efecto de la refracción, fenómeno observado muy comúnmente a través de las nieblas del mar. En estos casos todos los objetos aparecen con una rapidez verdaderamente fantástica, produciendo una impresión como si fuesen de inmensas dimensiones. Esto lo observaron Gilbert y Mars varias veces. Felizmente, lo que en algunas ocasiones tomaron por un barco, no solía ser más que un leño arrastrado por la corriente, alguna roca emergiendo de las aguas, o un pie derecho enclavado en el río y cuya punta se perdía entre los vapores y las nieblas.

Varias parejas de pájaros pasaban también, desplegando unas alas desmesuradas, y si no se les veía, se oía al menos el grito que lanzaban a través del espacio. Otros se elevaban desde el mismo lecho del río, en el momento en que el esquife se aproximaba, haciéndoles huir, pero hubiera sido imposible averiguar si iban a posarse sobre la orilla, a algunos pasos solamente, o si volvían a sepultarse en las aguas del San Juan.

De todos modos, puesto que la marea descendía siempre, Gilbert estaba seguro de que el esquife, arrastrado por el reflujo, ganaba camino hacia el sitio en que se hallaban los cañoneros del comandante Stevens. Sin embargo, como la corriente era mucho menos rápida, no había nada que pudiese hacer creer al joven oficial que había por fin pasado la línea de embarcaciones que le acechaba. Acaso, por el contrario, era de temer que se hallasen entonces a su altura y fueran a chocar bruscamente contra una de dichas lanchas.

Así, pues, la eventualidad de grave peligro no había desaparecido. Bien pronto observaron que el esquife se encontraba más expuesto que nunca. De vez en cuando, y con cortos intervalos, Mars se paraba, dejando su remo bajo las aguas. Ruido de remos lejanos o próximos, se dejaban oír en un radio no muy extenso. Diversos gritos se cruzaban de unas lanchas a otras. Algunas formas, cuyos delineamientos apenas se dibujaban, se veían pasar rápidamente a través de las nieblas. Eran, efectivamente, embarcaciones en marcha, que era preciso evitar. Varias veces ocurría que los vapores se abrían repentinamente, como si un fuerte soplo hubiera penetrado en su masa. El alcance de la vista se prolongaba hasta una distancia de algunos centenares de yardas. Gilbert y Mars procuraban entonces reconocer su posición sobre el río. Pero aquella claridad se borraba en seguida, y el esquife no tenía más remedio que dejarse arrastrar por la corriente.

Eran ya poco más de las cinco de la mañana. Gilbert calculó que debían de encontrarse entonces a unas dos millas del sitio en que anclaban los cañoneros federales. En efecto, no habían alcanzado todavía la barra del río, la cual hubiese sido fácilmente reconocida por la corriente, por las numerosas estrías que formaban las aguas, que se mezclan y chocan allí con estrépito ante el cual los buenos marinos no pueden engañarse. Si el esquife hubiera franqueado la barra, Gilbert se hubiese creído relativamente en seguridad, pues no era probable que las embarcaciones que le perseguían quisieran aventurarse a tal distancia de Jacksonville, bajo el fuego de los cañoneros.

Los dos escuchaban, pues, inclinándose casi hasta el ras del agua. Pero su oído, tan ejercitado, no había podido percibir nada. Preciso era que se hubiesen extraviado, ya hacia la derecha, ya hacia la izquierda del río. En tal caso, ¿no sería mejor tomarlo oblicuamente hasta llegar a una de las orillas y esperar, si era necesario, a que la niebla fuese algo menos espesa, para ponerse de nuevo en buen camino?

Esto era el mejor partido que podía tomarse. En efecto, los vapores comenzaban a subir hasta las más altas zonas. El sol, que se veía ya por encima de ellos, los elevaba y les daba calor. Visiblemente, la superficie del San Juan iba a reaparecer en una vasta extensión, mucho antes que el cielo pudiese verse con claridad. Después la cortina se desgarraría poco a poco y los horizontes saldrían de las brumas. Podría ser que entonces, estando ya a una milla de la barra, pudiesen los fugitivos divisar los cañoneros, a los cuales les sería fácil arribar.

En este momento, un ruido de aguas que se entrechocaban se dejó oír. Casi en seguida, el esquife comenzó a girar como si hubiese sido llevado por una especie de torbellino. Ya no había medio de engañarse.

—¡La barra! —gritó Gilbert.

—Sí, la barra —respondió Mars—; y una vez franqueada, en algunos minutos estaremos en los cañoneros.

Mars había vuelto a coger su remo y procuraba sostener el esquife en buena dirección.

De repente, Gilbert le detuvo. Durante un esclarecimiento rápido de los vapores, acababa de observar una embarcación velozmente guiada que seguía el mismo camino que ellos. Los hombres que la tripulaban, ¿habrían visto el esquife? ¿Querrían, quizás, interceptarles el paso?

—Viremos a babor —dijo el joven.

Mars hizo evolucionar el esquife, y con algunos golpes de remo lo hubiera lanzado en sentido contrario.

Pero de este lado se oyeron algunas voces, que gritaban acaloradamente. Había de seguro, en esta parte del río, varias lanchas que lo cruzaban por precaución.

Súbitamente, y como si una inmensa escoba hubiese barrido por completo el espacio, los vapores cayeron convertidos en agua menudísima sobre la superficie del San Juan.

Gilbert no pudo contener un grito.

El esquife se hallaba rodeado de una docena de lanchas que vigilaban esta parte del canal, cuyo sinuoso pasaje cortaba la barra después de formar una larga línea oblicua.

—¡Allí van! ¡Allí van!

Tales fueron las exclamaciones que los de las lanchas se lanzaron de unos a otros.

—¡Sí, aquí estamos! —respondió el joven teniente—. ¡Mars! Revólver y cuchillo en mano, a defendernos.

¡Defenderse dos contra una treintena de hombres! En un instante tres o cuatro barcas habían abordado el esquife. Varias detonaciones sonaron. Sólo los revólveres de Gilbert y Mars, a los cuales se quería coger vivos, habían hecho fuego. Tres o cuatro hombres de las embarcaciones fueron muertos o heridos. Pero en esta lucha desigual, ¿cómo era posible que Gilbert y su compañero no sucumbiesen?

El joven teniente, a pesar de su heroica resistencia, fue atado y transportado a una de las lanchas.

—¡Huye, Mars, huye! —le dijo Gilbert por última vez.

De una cuchillada, Mars se desembarazó del hombre que le sujetaba. Antes que hubieran podido cogerle, el intrépido marido de Zermah se había precipitado en el río. En vano procuraron prenderle. Muerto o vivo, había desaparecido en medio de los remolinos de la barra, cuyas aguas tumultuosas se cambian en torrente cuando crece la marea.