LOS SEIS DÍAS SIGUIENTES
Cuando la señora Burbank y Alicia entraron en el túnel que conducía a la pequeña bahía de San Marino, sobre la ribera del San Juan, Zermah las precedía, llevando de una mano a la pequeña Dy. En la otra mano llevaba una linterna, cuya débil luz iluminaba el oscuro camino. Llegadas a la extremidad del túnel, Zermah, deteniéndose, había rogado a la señora Burbank que la esperasen allí. Quería asegurarse antes por sí misma de que la embarcación y los dos negros que debían conducirlas a la Roca de los Cedros, estaban en su puesto. Después de haber abierto la puerta que cerraba la extremidad del túnel, se adelantó hacia el río.
Pasado un minuto, nada más que un minuto, desde que la señora Burbank y Alicia esperaban que Zermah viniese a buscarlas, notó la joven que la pequeña Dy no estaba con ellas.
—¡Dy, Dy! —gritó la señora Burbank, aun a riesgo de dar a conocer su presencia en aquel sitio.
Dy no respondió. Habituada a seguir siempre a Zermah, la había acompañado fuera del túnel por el lado de la bahía, sin que su madre lo hubiera notado.
De repente se oyeron unos gemidos. Presintiendo algún nuevo peligro, no pensando siquiera en ver si las amenazaba a ellas mismas, la señora Burbank y Alicia se lanzaron fuera, corriendo hacia la orilla del río, pero no llegaron allí sino para ver a una embarcación que se alejaba en la sombra, y oír a Zermah gritar:
—¡A mí, a mí! ¡Socorro! ¡Texar!
—¡Sí, es Texar, es Texar! —gritó Alicia; y con la mano señalaba al bandido, iluminado por el reflejo de los incendios de Camdless-Bay, de pie, en la popa de la embarcación, que no tardó en desaparecer.
Después, todo quedó en silencio.
Los dos negros, degollados, yacían en el suelo.
Entonces la señora Burbank, loca, seguida de Alicia, que no había podido contenerla, se precipitó a lo largo de la ribera, llamando a su hija. Ningún grito respondió a sus llamamientos. La embarcación se había hecho invisible, sea que la sombra la ocultase a las miradas, sea que atravesase el río para abordar sobre cualquier punto de la ribera izquierda del San Juan.
Esta exploración se prolongó inútilmente durante una hora, hasta que la señora Burbank, agotadas sus fuerzas, cayó tendida sobre la orilla. Entonces Alicia, desplegando una energía extraordinaria, logró levantar a la desgraciada madre y sostenerla, casi hasta llevarla sobre sí. A lo lejos, en la dirección de Castle-House, estallaban las detonaciones de las armas de fuego, y algunas veces llegaban hasta ellas los atronadores rugidos de los asaltantes. Era imposible dirigirse hacia aquel lado. Debía intentarse volver a entrar en la casa por el túnel, y hacerse abrir la puerta que comunicaba con la escalera del sótano. Una vez allí, ¿lograría Alicia hacerse oír?
La pobre joven condujo a la señora Burbank, que no tenía conciencia de lo que hacía. Volviendo al camino recorrido a lo largo del río, fue preciso detenerse veinte veces. Las fuerzas faltaban a la joven. Ambas estaban expuestas a caer a cada instante en poder de esas bandas de merodeadores que devastaban la plantación. ¿No hubieran hecho mejor en esperar a que fuese de día? Pero, allí, en aquella soledad, ¿cómo dar a la señora Burbank los cuidados que necesitaba y que exigía su estado? En vista de esto, Alicia resolvió, costase lo que costase, llegar a Castle-House. Sin embargo, su camino era largo, teniendo que seguir las curvas del río, y pensó que le sería más fácil ir directamente a través de las praderas, guiándose por los resplandores del incendio.
Esto es lo que hizo la joven, y así llegó a los alrededores de Castle-House.
Allí la señora Burbank cayó sin conocimiento cerca de Alicia, que apenas podía ya sostenerse.
El destacamento de la milicia, seguido de la horda facinerosa, abandonando el asalto, estaba ya lejos de aquel sitio. No se oía ningún ruido en el interior ni en el exterior. Alicia llegó a creer que los malhechores, después de haberse apoderado de Castle-House lo habían abandonado, sin haber dejado uno solo de sus defensores. Entonces la joven experimentó una suprema angustia, y perdiendo toda su energía, cayó a su vez. Pero su último gemido, a modo de postrer llamamiento, que había lanzado, fue oído. James Burbank y sus amigos se habían lanzado fuera. En pocos momentos supieron todo lo que había acontecido en la bahía de San Marino. ¿Qué importaba que los bandidos se hubieran alejado? ¿Qué importaba que no hubiese que temer el caer de nuevo entre sus manos? Una desgracia más terrible venía a herir a la familia Burbank. La pequeña Dy, su idolatrada hija, hallábase en poder de Texar.
Esto es lo que Alicia contó con frases entrecortadas por los sollozos. Esto es lo que escuchó la señora Burbank cuando volvió en sí, anegada en lágrimas. Esto es lo que supieron James Burbank, Stannard, Carrol, Perry y algunos capataces que habían quedado al lado de ellos. Que la pobre niña había sido secuestrada, arrastrada no se sabe adónde, entre las manos del más cruel enemigo de su padre. ¿Qué podía sucederles que fuera más triste? ¿Era posible que el porvenir reservase dolores más grandes a esta familia?
Todos quedaron anonadados con este golpe.
Después se trasladó a la señora Burbank a su habitación, depositándola en el lecho, y Alicia, que se había negado a tomar ni una hora de reposo, se puso a la cabecera del lecho de la infortunada madre.
Abajo, en el patio, James Burbank y sus amigos, conteniendo su dolor, buscaban un medio de concertarse acerca de lo que convendría hacer para encontrar a Dy, y para arrancarla, con Zermah, de las manos de Texar. Sí, sin género de duda, Zermah intentaría defender a la niña hasta la muerte. Pero en poder de un miserable, animado contra ella de un odio personal, pagaría bien caro las denuncias que contra él había hecho.
Entonces James Burbank se acusaba por haber obligado a su mujer a dejar Castle-House, y por haberle preparado un medio de evasión que se tomó en contra suya. Pero ¿debía atribuirse sólo al azar el que Texar se encontrase en la bahía de San Marino precisamente en el momento de la salida de las mujeres?
Evidentemente, no. Texar, por un medio o por otro, conocía la existencia del túnel. Sin duda se había dicho que los habitantes de Castle-House intentarían seguramente escapar por allí cuando no pudiesen defenderse en la casa; y después de haber conducido su gente por la ribera del río, después de haber forzado la empalizada del recinto y de haber obligado a James Burbank y los suyos a refugiarse detrás de los muros de Castle-House, no cabía duda de que había ido a situarse en la bahía de San Marino. Una vez allí, había sorprendido repentinamente a los dos negros que vigilaban la embarcación y había hecho degollar a aquellos desgraciados, cuyos gritos no pudieron ser oídos por nadie a causa del tumulto de los asaltantes.
Luego, el bandido habría esperado hasta que Zermah se dejase ver con la pequeña Dy a su lado, y Texar, creyéndolas solas, habría pensado que ni la señora Burbank ni su marido, ni sus amigos se habían decidido todavía a huir de Castle-House. Vio que debía contentarse con esta presa, y había secuestrado a la niña y a la esclava para conducirlas a alguna guarida ignorada, donde sería imposible encontrarlas.
¡Con qué terrible golpe había ido a herir aquel miserable a la familia Burbank! Aquel padre y aquella madre no hubieran podido sufrir más si les hubiesen arrancado el corazón.
¡Horrible fue la noche que pasaron los habitantes de Camdless-Bay! Por otra parte, ¿no era de temer que los asaltantes pensasen en volver, en mayor número y mejor armados, para obligar a los últimos defensores de Castle-House a entregarse? Felizmente, esto no sucedió. El día amaneció sin que James Burbank y sus compañeros hubiesen sido atacados de nuevo.
Muy útil hubiera sido, sin embargo, saber por qué motivo se habían disparado los tres cañonazos el día antes en Jacksonville, y por qué los asaltantes se habían replegado en los momentos en que un esfuerzo apenas de una hora les habría hecho dueños de la casa. ¿Debía creerse que aquel llamamiento había sido motivado por alguna demostración que los federales hubieran hecho en la desembocadura del San Juan? ¿Serían ya dueños de Jacksonville los buques del comodoro Dupont? Nada hubiera sido más grato para James Burbank y los suyos. Entonces hubieran podido comenzar con seguridad las más activas pesquisas para encontrar a la pequeña Dy y a Zermah; atacar directamente a Texar, si este no se había marchado ya con sus partidarios del condado; perseguirle como autor de las devastaciones de Camdless-Bay, y, sobre todo, como autor del doble secuestro de la esclava y de la niña.
Esta vez no habría escusa ni subterfugio posibles, como los que el malvado Texar invocara al principio de esta historia, cuando había comparecido por una acusación de incendio ante los magistrados de San Agustín. Si Texar no estaba a la cabeza de la banda de los malhechores que había invadido Camdless-Bay, cosa que el mensajero de Harvey no había podido decir a James Burbank, el grito de Zermah había revelado bien claramente la parte tan directa que había tomado en el rapto de la niña.
Y, por otra parte, ¿no le había reconocido Alicia en el momento en que la embarcación se alejaba? Sí; la justicia federal haría bien pronto confesar a este miserable a qué sitio había llevado a sus víctimas, castigándole por los crímenes que había cometido y que no podría negar.
Desgraciadamente, nada vino a confirmar las hipótesis de James Burbank relativas a la llegada de la flotilla nordista a las aguas del San Juan. En efecto, en aquella fecha, 3 de marzo, ningún buque había dejado todavía las aguas del Saint-Mary. Esto se supo bien pronto por las noticias que uno de los capataces fue a buscar aquel mismo día a la ribera opuesta del río. Ningún buque había aparecido todavía a la altura del faro de San Pablo. Todo se limitaba a la ocupación de Fernandina y del fuerte Clinch. Parecía, pues, que el comodoro Dupont no quería avanzar sino con cierta circunspección hasta el centro de Florida. En cuanto a Jacksonville, el partido de la insurrección continuaba dominando. Texar, después de la expedición a Camdless-Bay, había reaparecido en la ciudad. Allí organizaba la resistencia para el caso en que los cañones de Stevens intentaran franquear la barra del río. Sin duda, algún falso aviso le había llamado la víspera con su banda de saqueadores. Pero, después de todo, ¿no era suficiente la obra de venganza de Texar, ahora que la plantación estaba devastada, los almacenes y los talleres destruidos por el incendio, los negros dispersos en los bosques del condado, sin que pudieran encontrar abrigo en sus chozas derruidas, la pequeña Dy secuestrada, sin que quedase el más pequeño rastro?
De esto último se convenció por completo James Burbank cuando, durante la mañana, Walter Stannard y él recorrieron inútilmente la ribera derecha del río, registrando las más pequeñas ensenadas, hasta que llegaron frente a la Bahía Negra. ¿Les sería preciso penetrar en aquella laguna en que vivía Texar? ¿No era probable, por el contrario, que Dy y Zermah no hubieran sido conducidas a este sitio, donde sería tan natural llevar las investigaciones?
Por otra parte, ¿sería esto posible en aquel momento? ¿No sería mejor esperar a que Texar y sus partidarios estuvieran reducidos a la impotencia por la llegada de los federales? A la señora Burbank, en el estado en que se encontraba; a Alicia, que no podía separarse de ella; a Edward Carrol, obligado a permanecer en el lecho durante algunos días, ¿hubiera sido posible dejarlos solos en Castle-House, cuando era de temer un segundo ataque de los asaltantes?
Y aún era más desesperante que James Burbank no pudiera pensar en quejarse ante los tribunales, acusando a Texar de la devastación del dominio y del rapto de Zermah y de la niña. El solo magistrado ante el cual hubiera podido dirigirse, era el autor mismo de estos crímenes. Debía, pues, esperar que la justicia regular recobrase su autoridad y su prestigio en Jacksonville.
—Sí, James —dijo entonces Stannard—; los peligros que amenazan a la pobre niña son terribles; pero Zermah está con ella, y podéis confiar con que la defenderá.
—Hasta la muerte, sí —respondió James Burbank—; pero ¿y cuando Zermah falte?
—Escuchadme, mi querido James —respondió Stannard—. Reflexionando en ello, se ve claramente que no está en el interés de Texar llegar a este extremo. Él no ha dejado todavía a Jacksonville; por consiguiente, en tanto que esté allí, pienso que nuestras víctimas no tienen que temer ningún acto de violencia. ¿No puede ser la niña una garantía y servirle de rehenes contra las represalias que exigirá también la justicia federal, por haber depuesto a las autoridades regulares de Jacksonville y devastado las propiedades de un nordista? Evidentemente, sí. Su interés, por tanto, está en conservarlas, y vale más esperar a que Dupont y Sherman sean los dueños del territorio, para obrar contra él.
—¿Y cuándo lo serán? —exclamó James Burbank.
—Mañana, hoy quizá. Pero, de todos modos, os lo repito, Dy es la salvaguardia de Texar. Por eso él ha aprovechado la ocasión de secuestrarla, sabiendo bien que así os hacía padecer, mi pobre James; ¡y el miserable lo ha conseguido completamente!
Así razonaba Stannard y había serios motivos para creer que su razonamiento era justo. ¿Logró convencer a James Burbank? Evidentemente, no. ¿Le comunicó un poco de esperanza? No mucha. ¡Esto era imposible! Pero James Burbank comprendió que debía hablar delante de su mujer como Walter Stannard hablaba delante de él; de otra manera, la señora Burbank no hubiera sobrevivido a este último golpe, y cuando estuvo de vuelta en su habitación, hizo valer ante su esposa estos argumentos que no podían convencerle.
Durante este tiempo, Perry y los demás capataces visitaban los diferentes cuarteles de Camdless-Bay. Aquello era un espectáculo aterrador. Hasta parecía impresionar fuertemente a Pigmalión, que los acompañaba. Este hombre libre no había creído conveniente seguir a los esclavos emancipados, dispersos por las hordas de Texar. Esta libertad de ir a dormir en los bosques, de sufrir el frío y el hambre, le parecía excesiva. Así es que había preferido quedarse en Castle-House, aunque debiera, como Zermah, desgarrar su acta de emancipación para conquistar el derecho de permanecer allí.
—Ya ves, Pig —le repetía Perry—, la plantación está devastada; nuestros talleres convertidos en ruinas. Ve aquí lo que nos ha costado la libertad concedida a las gentes de tu color.
—Mr. Perry —respondía Pigmalión—, podéis creerme, no es culpa mía.
—Por el contrario, es culpa tuya y muy tuya. Si tú y otros como tú no hubieseis aplaudido a todos esos declamadores que tronaban contra la esclavitud; si hubieseis protestado contra las ideas de los hombres del Norte; si hubieseis tomado las armas para rechazar las tropas federales, nunca Mr. Burbank hubiera tenido el pensamiento de emanciparos y este desastre no hubiera venido sobre Camdless-Bay.
—Pero ¿qué debo hacer yo ahora? —replicaba, desolado, Pigmalión—. ¿Qué puedo hacer yo, señor Perry?
—Voy a decírtelo, Pig. Y lo que voy a decirte es lo que debieras hacer, si hubiese en ti el menor sentimiento de justicia. Tú eres libre, ¿no es verdad?
—Así parece.
—Por consecuencia, tú te perteneces.
—Sin duda alguna.
—Y si te perteneces, nadie te impide disponer de ti como te plazca.
—En efecto, así es, Mr. Perry.
—Pues bien; yo en tu lugar, Pig, no dudaría; iría a proponerme a la plantación vecina; me revendería allí como esclavo, y el precio de mi venta se lo mandaría a mi antiguo dueño para indemnizarle del perjuicio que le he causado dejándome emancipar.
¿Hablaba el capataz seriamente? No se sabe de cierto; tan capaz era el hombre de decir tonterías cuando la emprendía con su tema favorito. En todo caso, el infeliz Pigmalión, completamente desconcertado, irresoluto, aturdido, no respondió nada.
Pero lo que era demasiado cierto es que el acto de generosidad llevado a cabo por James Burbank había atraído la desgracia sobre su familia y la ruina sobre la plantación de Camdless-Bay. Demasiado se veía que el desastre material debía suponer una suma considerable. No quedaba nada de las chozas de los negros, destruidas por completo después de haber sido saqueadas. De los talleres y almacenes no se vela más que un montón de cenizas, resto del incendio, de las cuales se escapaban todavía humaredas grises. En el sitio de los almacenes que servían para apilar las maderas ya vendidas, en lugar de las fábricas en que se encontraban los aparatos para preparar el algodón, las prensas hidráulicas para disponerlo en balas, las máquinas paca la manipulación de la caña de azúcar, no había más que muros ennegrecidos, prontos a hundirse, y montones de ladrillos enrojecidos por el fuego en el sitio en que se elevaba la chimenea de la fábrica. Además, en la superficie de los campos de cafetales, arrozales, huertas y terrenos reservados para la cría de animales domésticos, ahora degollados o dispersos, la devastación era completa, como si una manada de bestias feroces hubiese acampado en el rico dominio durante largas horas.
En presencia de este lamentable espectáculo, la indignación de Perry no podía contenerse. Su cólera se escapaba entre palabras amenazadoras. Pigmalión no se hallaba tranquilo, ni muchísimo menos, al ver las feroces miradas que el capataz lanzaba sobre él. Así es que determinó dejarle y dirigirse a Castle-House, con el fin, decía, de reflexionar más despacio acerca de la proposición de venderse que le había hecho Mr. Perry. Y acaso el día no fue suficiente para que madurara su plan, pues cuando le llegó la noche no había tomado ninguna decisión respecto al asunto.
Entretanto, aquel mismo día, algunos de los antiguos esclavos habían vuelto secretamente a Camdless-Bay. Ya se imaginará cuál debió de ser su desolación cuando no encontraron ni una barraca en pie entre tanta ruina y despojo.
James Burbank dio las órdenes necesarias para que se atendiese a sus necesidades del mejor modo posible. Cierto número de estos negros pudo ser alojado en el interior del recinto, en la parte de los cobertizos respetada por el incendio. Se les empleó primeramente en dar sepultura a aquellos de sus compañeros muertos en defensa de Castle-House y a los cadáveres de los bandidos que habían sido muertos en el asalto, pues los heridos se los habían llevado sus camaradas. También se dio sepultura a los dos desgraciados negros degollados en el momento en que Texar y sus cómplices les sorprendieron en su puesto, cerca de la pequeña bahía de San Marino.
Después de atendidas estas obligaciones, James Burbank no podía pensar todavía en la reorganización de su dominio. Era preciso esperar a que la cuestión entre el Norte y el Sur se decidiese en el Estado de Florida. Otros cuidados mucho más graves todavía preocupaban su espíritu. Intentaba todo cuanto estaba en su poder por encontrar las huellas de su hija y de Zermah. Además, la salud de la señora Burbank estaba muy comprometida. Alicia no la dejaba ni un instante; y la cuidaba con solicitud filial. Pero era preciso hacer venir un médico a su lado.
Había uno en Jacksonville que poseía toda la confianza de la familia. Este médico no vaciló un instante en ir a Camdless-Bay en el momento en que se le avisó. Prescribió algunos remedios, sobre todo el reposo y la calma. ¿Pero era esto posible, en tanto que la pequeña Dy no estuviera al lado de su madre? Para conseguir este resultado, James Burbank y Walter Stannard, prescindiendo de Edward Carrol que se veía obligado a no salir en algunos días, decidieron explorar las dos riberas del río. Registraban uno por uno los islotes del San Juan; interrogaban a las gentes del país, se informaban en los más insignificantes caseríos del condado, prometían dinero en gran cantidad a quien proporcionara un indicio cualquiera, pero todos sus esfuerzos eran infructuosos.
¿Cómo se les hubiera podido informar de que era en el fondo de la Bahía Negra donde se hallaba oculta la guarida de Texar? Nadie lo sabía. Y por otra parte, Texar, para mejor sustraer a sus víctimas a todas las investigaciones, ¿no las habría llevado hacia la parte alta del curso del río? ¿No era el territorio bastante grande y no había sobrados escondites en los vastos bosques del centro, en medio de los inmensos pantanos de Florida, en el fondo de sus inaccesibles desiertos, para que el villano pudiese ocultar sus dos víctimas tan perfectamente que no se pudiera, ni por casualidad, llegar hasta ellas?
Al mismo tiempo, por el médico que iba a Camdless-Bay, James Burbank estaba diariamente enterado de lo que pasaba en Jacksonville y en el condado de Duval.
Los federales no habían hecho ninguna demostración nueva sobre el territorio floridiano; esto, por desgracia, era demasiado cierto. ¿Es que tal vez habían recibido instrucciones especiales de Washington, ordenando a las tropas que se detuvieran en la frontera sin franquearla? Semejante actitud hubiera sido desastrosa para los intereses de los unionistas establecidos en los territorios del Sur, y más particularmente para James Burbank, tan comprometido por sus últimos actos, que tanto habían exacerbado a los confederados. Fuese de ello lo que quisiera, era lo cierto que la escuadra del comodoro Dupont se encontraba todavía en los pasos del Saint-Mary; y si la banda de Texar había sido llamada con los tres cañonazos disparados la noche del 2 de marzo era sin duda porque las autoridades de Jacksonville se habían dejado sorprender por una falsa alarma, error al cual debía Castle-House el haber escapado al pillaje y a la devastación.
¿Pero estaría satisfecho Texar, y no pensaría en repetir una expedición que no debía considerar completa, puesto que James Burbank no estaba entre sus manos? Esta hipótesis era poco probable. Sin duda la devastación de Camdless-Bay y el rapto de Dy y de Zermah bastaban por el momento para sus fines. Por otra parte, algunos buenos ciudadanos no habían temido manifestar su disgusto y su desaprobación en el asunto de Camdless-Bay y hacia el jefe de los amotinados de Jacksonville. Pero, fuerza es decirlo: la opinión de estos no era bastante para preocupar a Texar. Dominaba más que nunca el condado de Duval y en su banda de forajidos. Estas gentes vagabundas, aventureros sin escrúpulos, se despachaban a su gusto.
Diariamente se entregaban a toda clase de fiestas, que degeneraban en orgías. El ruido de ellas llegaba hasta la plantación y el cielo reflejaba el fulgor de las iluminaciones, de suerte que se podía tomar su luz por los resplandores de algún nuevo incendio. Las gentes honradas, obligadas a callarse, sufrían el yugo de esta facción, sostenida por el populacho del condado.
Preciso es hacerlo constar; la inacción momentánea de la armada federal venía singularmente en ayuda de las nuevas autoridades del país. Estas se aprovechaban de dicha inacción para hacer correr el rumor de que los nordistas no pasarían las fronteras; que tenían orden de retroceder en Georgia y en las Carolinas; que la península de Florida no sufriría la invasión de las tropas antiesclavistas; que su cualidad de antigua colonia española la ponía fuera de la cuestión que los Estados Unidos querían resolver por la suerte de las armas, etc. En todos los condados se produjo de este modo una corriente más favorable que adversa a las ideas de las cuales se llamaban representantes aquellos partidarios de la violencia. Esto se vio bien claro en diversos puntos, pero sobre todo en la parte septentrional de Florida, del lado de la frontera georgiana, donde las gentes del Norte fueron muy mal tratadas, y los propietarios de plantaciones perseguidos, diseminados sus esclavos, sus talleres, almacenes y fábricas destruidos por el incendio; sus establecimientos devastados por las tropas confederadas, como Camdless-Bay acababa de serlo por las gentes de Jacksonville. Sin embargo, no había indicios, hasta entonces por lo menos, de que la plantación pudiera temer un nuevo ataque. Ni Castle-House un nuevo asedio. Pero ¡cuánto deseaba James Burbank que los federales fuesen dueños del territorio! En el actual estado de cosas no podía intentarse nada contra Texar ni perseguirle ante la justicia por hechos que no podrían ser desmentidos esta vez, ni obligarle a revelar en qué sitio ocultaba a Dy y Zermah, la valerosa mestiza que, como se recordará, había querido quedarse como la última esclava en Camdless-Bay.
En tal situación, ¡qué serie de angustias pasaban James Burbank y los suyos en presencia de esta tardanza tan prolongada! No podían creer, sin embargo, que los federales pensasen en estacionarse en la frontera georgiana. La carta de Gilbert decía claramente que la expedición del comodoro Dupont y del ejército de Sherman tenía Florida por objetivo. Después de esta carta, ¿habrían llegado órdenes contrarias a la bahía de Edisto? ¿Acaso algún éxito de las tropas confederadas obtenido en Virginia o en las Carolinas obligaría al Gobierno de Washington a detenerse en su marcha hacia el Sur? ¡Qué serie de inquietudes permanentes para esta familia, castigada desde el principio de la guerra! ¡Cuántas catástrofes debía esperar aún!
Así transcurrieron los cinco días siguientes a la invasión de Camdless-Bay. Ninguna noticia de las disposiciones tomadas por los federales, ninguna noticia de Dy ni de Zermah, a pesar de que James Burbank había hecho los imposibles para descubrir sus huellas, y no hubiese dejado transcurrir ni un solo día sin intentar algún nuevo esfuerzo.
Así llegó el día 9 de marzo. Edward Carrol estaba completamente curado. Ya iba, por consiguiente, a poder acompañar a sus amigos para ayudarles en todas las investigaciones que hicieran. La señora Burbank se encontraba todavía en un estado de debilidad extrema. Parecía que su vida amenazaba marcharse con sus lágrimas. En su delirio llamaba a su hija con voz desgarradora; quería correr en su busca; y estas crisis iban seguidas de síncopes que ponían su vida en peligro. ¡Cuántas veces temió la pobre Alicia que esta madre infortunada muriese entre sus brazos!
Un solo rumor referente a la guerra llegó a Jacksonville en la mañana del 9 de marzo.
Desgraciadamente, este rumor era a propósito para dar nuevas fuerzas a los partidarios de la idea separatista.
Según dicho rumor, el general confederado Van Dom había rechazado las fuerzas de Curtís el 6 de marzo, en el combate de Bentonville, en Arkansas, y después había obligado a los federales a batirse en retirada sobre Pea-Ridge. En realidad, no había habido más que un ligero tiroteo con la retaguardia de un pequeño cuerpo nordista y este éxito de los sudistas iba a ser bien pronto compensado con la brillante victoria de Pea-Ridge.
Esto bastó, sin embargo, para provocar entre los sudistas un exceso de insolencia sobre la que ya tenían, y en Jacksonville celebraron esta acción sin importancia como una completa derrota del ejército federal. De esto procedían las nuevas orgías y extraordinarias fiestas, cuyo ruido repercutía dolorosamente en Camdless-Bay.
Tales eran los hechos que llegaron a oídos de James Burbank, cuando aquel día, hacia las seis de la tarde, volvió de una nueva exploración en la ribera izquierda del río.
Un habitante del condado de Putnam creía haber encontrado huellas de Dy y de Zermah en el interior de un islote del San Juan, a algunas millas más arriba de la Bahía Negra. En la noche precedente, este hombre decía haber oído como un llamamiento desesperado, y acudía a comunicar el hecho a James Burbank.
Además, el confidente de Texar, Squambo, había sido visto navegando con su esquife alrededor de este islote. No cabía duda de que se había logrado ver al indio, y este detalle fue confirmado por un pasajero del Shannon, que, volviendo de San Agustín, había desembarcado cerca de Camdless-Bay.
No era preciso más para que James Burbank se lanzase sobre esta pista. Edward Carrol y él, acompañados de dos negros, entraron en una embarcación y remontaron el curso del río, aprovechando el flujo. Después de haberse dirigido rápidamente hacia el indicado islote, lo habían registrado con cuidado minucioso, pero inútilmente; sólo encontraron algunas cabañas de pescadores, abandonadas ya, que no les revelaron huella ni traza ninguna. Hasta parecía que dichas cabañas no habían sido recientemente ocupadas.
Bajo las arboledas impenetrables del interior no se descubría ni el más leve vestigio de seres humanos.
Nada había en las orillas que indicase siquiera que una embarcación había atracado allí. No encontraron al indio Squambo por ninguna parte; y si había venido a rondar alrededor del islote probablemente no habría desembarcado en él.
Es decir, que esta expedición quedó sin resultado, como tantas otras. Era preciso volver a la plantación con la certidumbre de haber seguido esta vez también una falsa pista.
Como siempre, aquel día James Burbank, Walter Stannard y Edward Carrol hablaban de su inútil expedición en el momento en que se hallaban reunidos en el patio. Hacia las nueve de la noche, Alicia, después de haber dejado a la señora Burbank un poco tranquila, más bien que dormida, en su habitación, fue a unirse con ellos y supo de sus labios que esta última tentativa no había dado tampoco ningún resultado.
La noche era bastante oscura; la luna, que se hallaba en su primer cuarto, iba a desaparecer bajo el horizonte hacia el Oeste.
Un profundo silencio reinaba en Castle-House, en la plantación y en toda la extensión del río. Los negros que habían vuelto, retirados a los cobertizos y acostados sobre la paja, que remplazaba las camas de sus viviendas, comenzaban a dormirse. El silencio que reinaba sólo era turbado por clamores lejanos, por detonaciones de fuegos artificiales que venían de Jacksonville, donde se celebraba con gran algazara el éxito de los confederados.
Cada vez que estos ruidos llegaban hasta el patio, era un nuevo y doloroso golpe asestado a la desgraciada familia Burbank.
—Será preciso —dijo Edward Carrol—, saber de una vez lo que ha sucedido, y asegurarse de si los federales han renunciado a sus proyectos sobre Florida.
—Sí, es preciso —respondió Stannard—. No podemos vivir más tiempo en esta incertidumbre.
—Tenéis razón. Yo iré a Fernandina mañana mismo, y de este modo sabremos a qué atenernos.
En este momento golpearon ligeramente en la puerta principal de Castle-House, del lado del río.
Un grito iba a escaparse del pecho de Alicia, que se lanzó hacia la puerta. James Burbank la contuvo. Y como no habían respondido al primero, un nuevo golpe resonó más distintamente.