LA NOCHE DEL DOS DE MARZO
James Burbank, sus compañeros y la mayor parte de los negros de Camdless-Bay estaban preparados para el combate. No tenían que hacer más que esperar el ataque. Las disposiciones estaban tomadas para resistir, primero detrás de la empalizada del recinto que defendía el parque particular, después al abrigo de los muros de Castle-House en el caso de que, invadido el parque, fuera necesario refugiarse en la casa.
Hacia las cinco de la tarde, algunos clamores, bastante distintos ya, indicaban que los asaltantes no estaban lejos. Por otra parte, a falta de sus gritos, no hubiera sido difícil reconocer que ocupaban toda la parte norte del dominio. En algunos sitios, espesas humaredas se arremolinaban por encima de los bosques que cerraban el horizonte por este lado.
Los talleres de aserrar habían sido pasto de las llamas, las chozas de los negros, devoradas por el incendio después de haber sido saqueadas. Estas pobres gentes no habían tenido tiempo de poner en seguridad los pocos objetos que poseían, y de los cuales el acta de emancipación les aseguraba la propiedad por toda la vida. Al tener noticia de tal hecho, varios gritos de desesperación respondieron a los rugidos de la banda de incendiarios, ¡y qué gritos de cólera! Era su único bien lo que aquellos malhechores acababan de destruir, después de haber invadido a Camdless-Bay.
Entretanto los clamores se aproximaban poco a poco a Castle-House. Siniestros resplandores, subiendo cada vez más altos, iluminaban el horizonte hacia el Norte, como si el sol se hubiese ocultado en aquella ocasión.
Algunas veces, calientes humaredas llegaban hasta el castillo. Oíanse también detonaciones violentas, producidas por las maderas secas, almacenadas en los talleres de la plantación. Bien pronto, una explosión más ruidosa indicó que una caldera de la sierra de vapor acababa de estallar.
James Burbank, Edward Carrol y Stannard se encontraban entonces delante de la poterna del recinto. Allí recibían y dirigían los destacamentos de negros que venían replegándose poco a poco.
Se esperaba ver a los invasores de un instante a otro. Indudablemente, un tiroteo más fuerte indicaría el momento en que se hallarían a corta distancia de la empalizada. Podrían hacerlo tanto más fácilmente cuanto que los primeros árboles se agrupaban a más de cincuenta metros de dicho recinto. Era, pues, posible aproximarse casi a cubierto, y las balas llegarían antes de haber visto de dónde salían los fusiles.
Después de haber celebrado una especie de consejo, James Burbank y sus amigos determinaron, por creerlo oportuno, poner su personal al abrigo de la empalizada. Allí, los negros que estaban armados estarían menos expuestos haciendo fuego por los ángulos que los extremos puntiagudos de las tablas de la empalizada formaban en su parte superior. Luego, cuando los asaltantes trataran de franquear el foso lleno de agua, a fin de tomar el recinto a viva fuerza, se lograría quizá rechazarlos.
La orden fue ejecutada; los negros se colocaron en la parte interior, y la poterna iba a ser cerrada, cuando James Burbank, echando una última ojeada por el exterior, divisó a un hombre que corría a todo correr, como si hubiera querido refugiarse entre los defensores de Castle-House.
Aquel hombre lo deseaba, en efecto, tanto, que desde el bosque vecino le dispararon algunos tiros, pero sin alcanzarle. De un salto se precipitó por el puentecillo, y se encontró bien pronto en seguridad, dentro del recinto, cuya puerta, cerrada en seguida, quedó sólidamente asegurada.
—¿Quién sois? —le preguntó James Burbank.
—Uno de los empleados de Mr. Harvey, vuestro corresponsal en Jacksonville —respondió el hombre.
—¿Es Mr. Harvey quien os ha enviado a Castle-House con alguna comunicación?
—Sí; pero el río estaba vigilado, y no he podido venir directamente por el San Juan.
—¿Y cómo habéis podido uniros a los invasores sin despertar sospechas?
—Porque vienen seguidos de toda una caterva de pillería. Yo me he mezclado entre ellos, y cuando me he encontrado en disposición de huir, lo he hecho, a riesgo de recibir algún balazo.
—Está bien, amigo mío, gracias. ¿Tenéis, sin duda, alguna carta de Mr. Harvey para mí?
—Sí, señor; aquí está.
James Burbank tomó la esquela y leyó. Harvey le decía que podía prestar toda su confianza al mensajero John Bruce, cuya fidelidad le era conocida. Después de haberle oído, Mr. Burbank vería lo que le convenía hacer para la seguridad de su familia y de sus compañeros.
En este momento, una docena de tiros resonaron en la parte exterior. No había, pues, un instante que perder.
—¿Qué me hace saber Mr. Harvey por vuestro conducto? —preguntó James Burbank.
—Primero esto: que la gente armada que ha pasado el río para venir sobre Camdless-Bay cuenta de mil cuatrocientos a mil quinientos hombres.
—No los había yo calculado en menos. ¿Y qué más? ¿Viene Texar a la cabeza?
—Ha sido imposible para Mr. Harvey enterarse —replicó John Bruce—. Pero lo que es cierto es que Texar salió de Jacksonville hace veinticuatro horas.
—¡Esto debe ocultar alguna nueva maquinación de ese miserable! —respondió James Burbank.
—Sí —replicó John Bruce—; esta es la opinión de Mr. Harvey. Por otra parte, Texar no tiene necesidad de estar allí para hacer ejecutar la orden relativa a la expulsión de los liberados.
—¡Expulsarlos! —gritó James Burbank—. ¡Expulsarlos ayudándose con el incendio y el pillaje…!
—Así es que Mr. Harvey piensa, puesto que es tiempo todavía, que haríais bien en poner en seguridad a vuestra familia, haciéndola abandonar inmediatamente Castle-House.
—Castle-House se halla en estado de resistir —respondió James Burbank—, y mi familia no lo dejará hasta que la situación llegue a ser insostenible. ¿No hay nada de nuevo en Jacksonville?
—Nada, Mr. Burbank.
—Y las tropas federales, ¿no han hecho ningún movimiento todavía hacia Florida?
—Ninguno desde que han ocupado Fernandina y la isla de Saint-Mary.
—Por tanto, el objeto de vuestra misión es…
—Primeramente haceros saber que la dispersión de los esclavos no es más que un pretexto imaginado por Texar para devastar la plantación y apoderarse de vuestra persona.
—¿Y no sabéis —replicó James Burbank insistiendo—, si Texar está a la cabeza de los malhechores?
—No, Mr. Burbank. Mr. Harvey ha procurado saberlo, pero ha sido en vano; y yo mismo, después que he salido de Jacksonville, no he podido adquirir ninguna noticia segura de él.
—¿Se han unido algunos individuos de la milicia a esta banda de salteadores?
—Un centenar, a lo más —respondió John Bruce—; pero el populacho que lleva consigo está compuesto de los peores malhechores. Texar les ha hecho armar, y es de temer que se entreguen a toda clase de excesos. Os lo repito, Mr. Burbank: la opinión de Mr. Harvey es que haríais bien en abandonar inmediatamente Castle-House. Así me ha encargado que os lo diga y que él ponía su quinta de Hampton-Red a vuestra disposición. Esta quinta está situada a una decena de millas río abajo, a la derecha del San Juan. Allí podéis estar en seguridad durante algunos días.
—Sí, ya lo sé.
—Yo podría conduciros secretamente allí a vos y a vuestra familia, con la condición de dejar Castle-House en este mismo instante, antes de que toda retirada se haga imposible.
—Doy gracias a Mr. Harvey, y a vos también, amigo mío —respondió James Burbank—; pero todavía no nos hallamos en situación tan desesperada.
—Como queráis, Mr. Burbank —respondió John Bruce—; yo, de todos modos, quedo a vuestra disposición para el caso de que tuvierais necesidad de mis servicios.
El ataque comenzaba en aquel instante y vino a llamar la atención de James Burbank.
En efecto, una violenta descarga acababa de estallar repentinamente sin que se hubiese podido todavía descubrir a los asaltantes, que se parapetaban detrás de los primeros árboles. Las balas llovían sobre la empalizada, aunque sin causar gran perjuicio. Desgraciadamente, James Burbank y sus compañeros no podían contestar a las descargas sino muy débilmente, pues apenas tenían cuarenta fusiles a su disposición. Sin embargo, situados en mejores condiciones para tirar, sus tiros eran más seguros que los de algunos milicianos colocados a la cabeza de la columna; así es que un buen número de estos fueron heridos al alcanzar los linderos del bosque.
El combate a distancia duró aproximadamente media hora, en ventaja del personal de Camdless-Bay. Pero en un momento los asaltantes se lanzaron sobre el recinto para tomarlo por asalto. Como querían atacar por varios puntos a la vez, se habían provisto de planchas y maderos cogidos en los almacenes y talleres de la plantación, en aquel instante entregados a las llamas. En veinte sitios, estos maderos echados sobre el foso, permitieron a las gentes de Texar llegar hasta el pie de la empalizada, no sin haber experimentado serias pérdidas entre muertos y heridos. Entonces se colgaron de los picos de las tablas, se empujaron los unos a los otros, pero no consiguieron saltar. Los negros, exasperados contra estos incendiarios, los rechazaron con gran valor. Sin embargo, era manifiesto que los defensores de Camdless-Bay no podían acudir a un tiempo a todos los puntos atacados por tan excesivo número de enemigos. Hasta que la noche llegó, pudieron resistirles, no habiendo recibido algunos sino heridas poco graves. James Burbank y Walter Stannard, aunque no se preservaban mucho, no habían sido tocados. Sólo Edward Carrol, herido de bala en un hombro, debió entrar en la casa, donde la señora Burbank, Alicia y Zermah le cuidaron cariñosamente.
Sin embargo, la noche iba a llegar en auxilio de los asaltantes. A favor de las tinieblas, unos cincuenta de los más determinados pudieron aproximarse a la poterna, y la atacaron con hachas. Resistió bastante y sin duda no hubieran podido derribarla y penetrar en el recinto, si un golpe de audacia no les hubiese abierto una brecha.
Como el incendio prendió en unos cobertizos apoyados en la empalizada, las llamas, devorando esta madera muy seca, quemaron también la parte de empalizada sobre la que los cobertizos estaban apoyados; el sitio estaba libre.
James Burbank se precipitó hacia la parte incendiada del recinto, decidido a defenderla.
En este momento, a la luz del incendio, se pudo ver un hombre saltar a través de la humareda y franquear el foso sobre los maderos amontonados en su superficie.
Era uno de los asaltantes que había podido penetrar en el parque por el lado del río, arrastrándose por entre las cañas de la ribera. Después, sin ser visto, se había introducido en una de las cuadras, y allí, a riesgo de perecer entre las llamas, había prendido fuego a algunos haces de paja para destruir todo aquel trozo de la empalizada.
Ya estaba abierta la brecha. En vano James Burbank y sus compañeros intentaron cerrar el paso a los asaltantes. Una masa de ellos se precipitó por entre las llamas, y el parque fue inmediatamente invadido por algunos centenares de hombres.
Muchos cayeron entonces de una y otra parte, pues se combatía cuerpo a cuerpo. Los tiros sonaban en todas direcciones. Pronto Castle-House se vio enteramente rodeado; en tanto que los negros, completamente agobiados por el número de enemigos, arrojados del parque, se veían obligados a huir a través de los bosques de Camdless-Bay. Habían luchado con decisión y valor; pero, de resistir más tiempo en condiciones tan desiguales, hubiesen sido degollados hasta el último.
James Burbank, Walter Stannard, Perry, los capataces y John Bruce, que también se había batido bizarramente, y algunos negros, se habían visto obligados a refugiarse tras los muros de Castle-House.
Eran cerca de las ocho de la noche. Esta se presentaba sombría por el Oeste, pero hacia el Norte el cielo se iluminaba con el resplandor de los incendios alimentados por los bosques del dominio.
En este momento James Burbank y Walter Stannard se reunieron con su familia en el patio.
—Es preciso que huyáis —dijo James Burbank—, que huyáis en seguida. Sea que los bandidos penetren aquí a viva fuerza, sea que esperen al pie de la casa hasta el instante en que nos veamos obligados a rendirnos, hay peligro en permanecer aquí. La embarcación está presta. Es tiempo de partir, Zermah. Esposa mía, Alicia, yo os lo suplico, seguidla con Dy a la Roca de los Cedros; allí estaréis en seguridad, y si nosotros nos vemos obligados también a huir, os encontraremos y nos reuniremos con vosotras.
—Padre mío —dijo Alicia—; venid con nosotras; y vos también, Mr. Burbank.
—Sí, James, sí, ven —exclamó la señora Burbank.
—¡Yo! ¡Abandonar Castle-House a esos miserables! No, jamás, en tanto que la resistencia sea posible. Nosotros podemos defendernos largo tiempo todavía, y cuando sepamos que estáis en seguridad, seremos más fuertes para defendernos.
—¡James!
—¡Es preciso!
Los alaridos más terribles se oyeron en aquel momento; la puerta retemblaba con los golpes que le asestaban los asaltantes, atacando la fachada principal de Castle-House del lado del río.
—¡Partid! —gritó James Burbank—. La noche es oscura; nadie os verá con la sombra. ¡Partid! Nos paralizáis estando aquí. ¡Por Dios, partid!
Zermah se había puesto delante, llevando la pequeña Dy de la mano. La señora Burbank se vio obligada a separarse de su marido, y Alicia de su padre, y las dos desaparecieron por la escalera que conducía al sótano para llegar al túnel de la bahía de San Marino.
—Y ahora —dijo James Burbank dirigiéndose a Perry, a los capataces y a los negros, que no le habían abandonado—, ¡ahora, amigos míos, a defendernos hasta la muerte!
Siguiendo su ejemplo, todos subieron la gran escalera del patio, y fueron a situarse en las ventanas del piso principal. Desde allí, a los centenares de balazos que acribillaban la fachada de Castle-House, respondían a su vez con disparos menos numerosos, pero más seguros, puesto que disparaban sobre la masa de los asaltantes.
Era preciso a estos llegar a la puerta principal y forzarla, bien fuese con el hacha, bien con el fuego.
Esta vez no tendrían a nadie que les abriese una brecha para darles entrada en la casa.
Lo que se había intentado y conseguido en el exterior contra una empalizada, una simple valla de madera, no podía serlo en el interior contra muros de piedra.
Sin embargo, escurriéndose del mejor modo posible en medio de la oscuridad ya profunda, una veintena de hombres resueltos se aproximaron a la escalinata de la casa. La puerta fue entonces atacada más violentamente. Era preciso que fuese bien sólida para resistir a los hachazos y a los golpes de las picas que recibía. Lo era, en efecto; y esta tentativa costó la vida a varios de los asaltantes, pues la disposición de las troneras permitía cruzar los fuegos en aquel sitio.
En este momento una circunstancia vino a empeorar la situación. Las municiones empezaban a escasear. James Burbank, sus amigos, sus capataces y los negros, que estaban armados con fusiles, habían consumido la mayor parte de ellas en las tres horas que duraba el combate. Si era preciso resistir durante mucho tiempo, ¿cómo podría hacerse cuando ya iban a ser quemados los últimos cartuchos? ¿Se verían obligados a dejar Castle-House abandonándolo en poder de aquellos forajidos, que todo lo convertirían en ruinas?
Y, sin embargo, no había otro partido que tomar si los asediantes llegaban a forzar la puerta, que ya se estremecía bajo sus golpes. James Burbank lo comprendía bien, pero quería esperar. ¿No podría sobrevenir algún suceso imprevisto que distrajese la atención de los bandidos? Ya no había que temer por su esposa, ni por su hija, ni por Alicia Stannard. Hombres solos, como ellos eran, debían luchar hasta el último extremo contra aquella cuadrilla de asesinos, de incendiarios y de bandoleros.
—¡Todavía tenemos municiones para una hora! —exclamó James Burbank—. Agotémoslas, amigos míos, y no entreguemos nuestro Castle-House a esos bandidos.
No había acabado James Burbank de pronunciar estas palabras cuando se oyó a lo lejos una sorda detonación.
—¡Un cañonazo! —dijo con alegría.
Otra detonación se dejó oír en la dirección del Oeste, al otro lado del río.
—¡Un segundo disparo! —añadió Walter Stannard.
—Escuchemos —dijo James Burbank.
Una tercera detonación se escuchó, llevada por una ráfaga de viento bien distintamente hasta Castle-House.
—Es una señal para llamar a los asaltantes a la ribera derecha —dijo Walter Stannard.
—Puede ser —respondió John Bruce—. Acaso tengan apostados centinelas allá abajo.
—Sí, porque esos tres cañonazos no han sido disparados en Jacksonville —dijo el capataz.
—Han sido disparados por los navíos federales —exclamó James Burbank—. ¿Habrá forzado la flotilla la entrada del San Juan y remontarán el río?
En efecto, no era imposible el que el comodoro Dupont fuese en aquellos momentos dueño del San Juan, al menos en la parte inferior de su curso.
Pero no era nada de eso. Los tres cañonazos habían sido disparados por la batería de Jacksonville, lo cual era demasiado evidente, pues no se habían vuelto a repetir. No había, pues, ningún combate entre los navíos nordistas y las tropas confederadas, ni sobre el río, ni en las llanuras del condado de Duval.
No había ya lugar a dudas de que aquella era una señal de llamamiento dirigida a los jefes del destacamento de milicia, cuando Perry, que se había asomado por una de las troneras laterales, exclamó:
—¡Ya se retiran! ¡Ya se retiran!
James Burbank y sus compañeros se dirigieron en seguida hacia la ventana del centro, que entreabrieron con cuidado.
Los hachazos no retumbaban ya sobre la puerta. Los disparos habían cesado; no se veía ya ni uno solo de los asaltantes. Sus gritos, sus últimos aullidos se oían aún en el aire, pero se alejaban manifiestamente.
Así, pues, no cabía duda de que un accidente cualquiera había obligado a las autoridades de Jacksonville a llamar sus fuerzas al otro lado del San Juan. Era evidente que se había convenido en que se dispararían tres cañonazos en el caso de que algún movimiento de la escuadra amenazara las posiciones de los confederados. Por eso, sin duda, los asaltantes habían suspendido tan bruscamente su ataque, y en aquel momento, a través de los devastados campos del dominio, seguían el camino que habían traído, iluminado todavía por las luces del incendio, y una hora más tarde repasaban el río por el sitio en que les esperaban las embarcaciones, dos millas más allá de Camdless-Bay.
Bien pronto los gritos se apagaron en lontananza, y a las ardientes detonaciones sucedió un silencio profundo y absoluto. Era como el silencio de la muerte que reinaba en la plantación.
Eran las nueve y media de la noche. James Burbank y sus compañeros descendieron al piso bajo y al patio. Allí se encontraba Edward Carrol tendido en un sofá, ligeramente herido, pero debilitado por la pérdida de sangre.
Se le contó lo que había pasado a consecuencia de la señal dada en Jacksonville. Castle-House, en aquel momento al menos, no tenía nada que temer de la banda lanzada por Texar contra los colonos de Camdless-Bay.
—¡Sí! —dijo James Burbank—; ¡pero la victoria ha sido de la violencia y de la arbitrariedad! Ese miserable ha querido dispersar mis negros emancipados, y en el momento presente están dispersos; ha querido devastar la plantación por venganza, y no quedan de ella más que ruinas.
—James —dijo Walter Stannard—, aún podían habernos sucedido mayores desgracias. Ninguno de nosotros ha sucumbido en la defensa de Castle-House. Vuestra mujer, vuestra hija, la mía, hubieran podido caer entre las manos de esos malhechores, y, no obstante, están en seguridad.
—Sí, tenéis razón, Stannard; y doy gracias a Dios por ello; pero lo que ha sido hecho por orden de Texar no quedará impune; yo sabré hacer justicia a la sangre vertida criminalmente.
—Acaso sea sensible —dijo entonces Edward Carrol—, que la señora Burbank, Alicia, Dy y Zermah hayan dejado Castle-House. Bien sé que en aquel momento estábamos muy en peligro; sin embargo, ahora desearía que hubieran estado y estuvieran aquí.
—Antes que sea de día iré a reunirme con ellas —respondió James Burbank—. Deben de estar en una inquietud mortal, y es preciso tranquilizarlas. Entonces veré si es necesario traerlas inmediatamente a Camdless-Bay o si es mejor dejarlas unos cuantos días en la Roca de los Cedros.
—Sí —respondió Stannard—; es preciso no llevar las cosas con precipitación. Acaso no esté todo concluido; y en tanto que Jacksonville esté bajo la dominación de Texar, tenemos motivos para temerlo todo.
—Ya me conduciré con prudencia —dijo James Burbank—. Perry, tendréis cuidado de que una embarcación esté preparada un poco antes del día. Bastará que un hombre venga conmigo para remontar el río.
Un grito doloroso, un llamamiento desesperado, interrumpió repentinamente a James Burbank.
Este grito venía del parque, y parecía que era del lado a que daban las ventanas de la habitación.
—¡Padre mío! ¡Padre mío!
—¡La voz de mi hija! —gritó Stannard.
—¡Ah…! Alguna nueva desgracia —dijo James Burbank.
Y todos, abriendo rápidamente la puerta, se precipitaron al exterior.
Alicia estaba allí a algunos pasos cerca de la señora Burbank, que estaba tendida en el suelo.
Ni Dy ni Zermah se encontraban allí.
—¡Mi hija! —gritó James Burbank.
A su voz, la señora Burbank se incorporó. No podía pronunciar una palabra. Extendió el brazo, señalando en dirección al río.
—¡Secuestradas! ¡Secuestradas!
—Sí, por Texar —respondió Alicia.
Y cayó también desmayada junto a la señora Burbank.