EXPECTACIÓN
Tales eran las primeras consecuencias del movimiento generoso al cual había obedecido James Burbank dando libertad a sus esclavos antes de que el ejército federal fuese dueño del territorio de Florida.
Actualmente, Texar y sus partidarios dominaban la ciudad y el condado. Seguramente iban a entregarse a todos los actos de violencia a que su naturaleza brutal y grosera debía impelerlos, es decir, a los más espantosos excesos.
Si por denuncias vagas el español no había podido conseguir la prisión de James Burbank, no había, sin embargo, alcanzado menos su objeto aprovechándose de las disposiciones de Jacksonville, cuya población estaba en gran parte sobrexcitada por la conducta de sus magistrados en el asunto del propietario de Camdless-Bay.
Después de la absolución del colono antiesclavista, que acababa de proclamar la emancipación en su dominio; del nordista cuyos votos y cuyos deseos eran manifiesta y abiertamente a favor del Norte, Texar había sublevado a las gentes de mal vivir, revuelto la ciudad, y, conseguido esto, no le costó mucho trabajo derribar a las autoridades, ya comprometidas, reemplazándolas con las gentes más avanzadas de su partido, formando así una especie de comité en que los blancos esclavistas y los floridianos de origen español se repartían el poder. Habíase, además, asegurado el concurso de la milicia, ya minada desde hacía largo tiempo, y que fraternizaba con el populacho. Por consiguiente, la suerte del país estaba en sus manos.
Por otra parte, la conducta de James Burbank no encontraba la más mínima aprobación entre la mayor parte de los colonos, cuyos establecimientos ocupaban las dos riberas del río de San Juan. Estos, en efecto, podían temer que los esclavos quisieran obligarles a seguir el ejemplo del propietario de Camdless-Bay. El mayor número de los plantadores, partidarios de la esclavitud, resueltos a luchar contra las pretensiones de los unionistas, veían con extrema irritación el avance de las tropas federales y querían que Florida resistiese, como resistían todavía los Estados del Sur.
Si en el principio de la guerra esta cuestión de la emancipación de los esclavos no les había hecho salir de su indiferencia, ahora se apresuraban a alistarse bajo las banderas de Jefferson Davis. Todos estaban dispuestos a secundar los esfuerzos de los rebeldes contra el Gobierno de Abraham Lincoln.
En estas condiciones no es de extrañar que Texar, teniendo a su favor las opiniones y los intereses unidos para defender la misma causa, por poca estimación y confianza que inspirase su persona, hubiera conseguido imponerse. De allí en adelante, iba a poder obrar como señor y dueño, menos para organizar la resistencia con el concurso de los sudistas y rechazar la flotilla del comodoro Dupont, que para satisfacer sus venganzas personales.
Así, a consecuencia del odio que profesaba a la familia Burbank, el primer cuidado de Texar había sido responder al acto de emancipación de los esclavos de Camdless-Bay, con la mencionada disposición, que obligaba a todos los manumitidos a abandonar el territorio floridiano en el plazo máximo de veinticuatro horas.
—Obrando así —decía—, doy pruebas de velar por los intereses de los colonos directamente amenazados. Sí; todos ellos aprobarán este decreto, cuyo primer acto será impedir la sublevación de los esclavos en todo el Estado de Florida.
La mayoría habían, pues, aplaudido sin reserva esta orden de Texar, por arbitraria que fuese. ¡Sí! ¡Era arbitraria, inicua, insostenible! James Burbank estaba en su derecho al emancipar sus esclavos; este derecho lo poseía en absoluto en todo tiempo. Podía haberlo ejercido aun antes de que la guerra hubiese dividido a los Estados Unidos sobre la cuestión de la esclavitud. Nada debía prevalecer contra este derecho. Jamás la medida tomada por Texar podía tener en su abono la justicia ni la legalidad.
Desde luego, Camdless-Bay iba a quedar privado de sus defensores naturales. En este punto, el objeto de Texar estaba plenamente conseguido.
Bien se comprendió esto en Castle-House y seguramente hubiese sido de desear que James Burbank hubiera aguardado al día en que hubiese podido obrar sin peligro para nadie.
Pero ya se conoce lo ocurrido. Acusado delante de los magistrados de Jacksonville de estar en desacuerdo con sus principios; puesto en la alternativa de conformarse con esta acusación, e incapaz de sostener la indignación de su alma, había hecho su declaración públicamente, y públicamente también, delante del personal de la plantación, había procedido a la manumisión de los negros de Camdless-Bay.
Por consiguiente, habiéndose agravado la situación de la familia Burbank y de sus huéspedes, era preciso decidir a toda prisa lo que convenía hacer en tales circunstancias.
Y, desde luego, el primer punto que se trató aquella misma noche en Castle-House fue el siguiente: ¿Había medio de volver sobre lo acordado en lo referente al acta de emancipación? No. Esto no hubiera cambiado el estado de las cosas. Texar, en efecto, no hubiera tenido en cuenta esta tardía reparación. Por otra parte, la unanimidad de los negros del dominio al saber la decisión tomada contra ellos por las nuevas autoridades de Jacksonville, hubiera sido apresurarse a imitar a Zermah. Todas las actas de emancipación hubieran sido desgarradas. Para no dejar Camdless-Bay, para no ser arrojados del territorio, todos hubieran vuelto a su condición de esclavos hasta el día en que por una ley del Estado, tuviesen el derecho de ser libres y vivir libremente donde les agradara. Pero ¿qué se conseguía con esto? Decididos a defender con su antiguo dueño la plantación, que había llegado a ser una verdadera patria, ¿no lo harían con tanto ardor como cuando eran esclavos, ahora que habían llegado a ser libres? Sí, ciertamente, y Zermah salía garante de ello. James Burbank juzgó, no obstante, que no había medio de volver sobre lo que se había hecho. Todos fueron de su opinión.
Y no se engañaban, pues al día siguiente, cuando la nueva orden decretada por el comité de Jacksonville fue conocida, las pruebas de afecto y las demostraciones de fidelidad estallaron por todas partes en Camdless-Bay.
Si Texar quería poner en ejecución su decreto, se resistiría. Si quería emplear la fuerza, con la fuerza se le respondería también.
—Por otra parte —dijo Edward Carrol—, los sucesos se precipitan. En dos días, en veinticuatro horas acaso, se habrá resuelto la cuestión de la esclavitud en Florida. Pasado mañana la flotilla federal puede que haya forzado las bocas del San Juan, y entonces…
—Pero… ¿y si las milicias, ayudadas por las tropas confederadas, quieren resistir…? —dijo Stannard.
—Si resisten, su resistencia no podrá ser de larga duración —respondió Edward Carrol—. Sin barcos, sin cañoneros, ¿cómo han de poder oponerse al paso del comodoro Dupont, al desembarque de las tropas de Sherman y a la ocupación de los puertos de Fernandina, de Jacksonville, de San Agustín? Ocupados estos puntos, los federales serán dueños de Florida. Entonces, Texar y los suyos no tendrán otro remedio que darse a la fuga.
—¡Ah! ¡Ojalá que, por el contrario, pudieran apoderarse de este hombre…! —exclamó James Burbank—. Y cuando esté entre las manos de la justicia federal, veremos si alega todavía algún subterfugio para escapar al castigo que merecen sus crímenes.
La noche pasó sin que la seguridad de Camdless-Bay se alterase ni un solo instante. Pero fácilmente se concibe cuáles debían de ser las angustias de la señora Burbank y también de Alicia.
Al día siguiente, 1.º de marzo, pusiéronse gente al acecho de todos los ruidos que viniesen de fuera. No es que la plantación estuviera amenazada este día. El decreto de Texar no había ordenado la expulsión sino dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes. James Burbank, decidido a resistir a esta orden, tenía el tiempo necesario para organizar las medidas que le fuera posible. Lo que se trataba de recoger eran los rumores y noticias del teatro de la guerra, pues estos podían a cada instante modificar el estado de las cosas. James Burbank y su cuñado montaron a caballo. Después de haber recorrido la ribera derecha del San Juan, se dirigieron hacia la desembocadura del río, a fin de adelantar en una decena de millas este desbordamiento de la marea que termina en la punta de San Pablo, en el sitio en que se eleva el faro. Si hubieran pasado delante de Jacksonville, situado sobre la orilla opuesta, les hubiera sido fácil reconocer si una reunión extraordinaria de embarcaciones indicaba o no alguna próxima tentativa del populacho contra Camdless-Bay. En media hora habían traspasado el límite de la plantación, y continuaron caminando hacia el Norte.
Durante este tiempo la señora Burbank y Alicia, paseando por el parque de Castle-House, cambiaban sus pensamientos y opiniones. Walter Stannard trataba vanamente de devolverles un poco de calma. Ambas tenían el presentimiento de una próxima catástrofe.
Entretanto, Zermah había querido recorrer las diversas chozas de la plantación. Aunque la amenaza de expulsión fuese ya conocida, los negros no daban muestras de hacer caso de ella. Habían emprendido de nuevo sus trabajos habituales. Decididos, del mismo modo que su antiguo dueño, a la resistencia, se preguntaban con qué derecho se les arrojaría de su país de adopción. Acerca de este punto, Zermah dio a su señora las seguridades más consoladoras. Se podía contar seguramente con el personal de Camdless-Bay.
—Sí —dijo—; todos mis compañeros preferirían la condición de esclavos, como lo he hecho yo misma, antes que abandonar la plantación y a los señores de Castle-House. Y si se les quiere obligar a ello, sabrán defender sus derechos.
No había, pues, que hacer otra cosa sino esperar la vuelta de James Burbank y de Edward Carrol. A aquella fecha de 1.º de marzo, no era imposible que la flotilla hubiera llegado ya a la vista del faro de San Pablo, dispuesta a forzar la desembocadura del San Juan. Los confederados no tendrían entonces bastante con todas sus fuerzas para oponerse a su paso, y las autoridades de Jacksonville, directamente amenazadas, no estarían en disposición de llevar a cabo sus amenazas contra los habitantes de Castle-House.
El capataz Perry hacía también su visita cotidiana a los talleres y plantíos de la posesión. También pudo percatarse de las buenas disposiciones de los negros.
Aunque no quisiera darse por convencido de ello, veía bien que si habían cambiado de condición, su asiduidad al trabajo y su cariño a la familia Burbank habían permanecido los mismos. En cuanto a resistir a lo que pudiera intentar contra ellos el populacho de Jacksonville, estaban firmemente resueltos a ello. Pero, según la opinión de Perry, más obstinado que nunca en sus ideas esclavistas, estos hermosos sentimientos no podían durar mucho tiempo. La naturaleza acabaría por reclamar sus derechos. Después de haber disfrutado de la independencia, ¿volverían estos nuevos emancipados a la esclavitud? ¿Volverían a bajar por voluntad propia al rango que la naturaleza les había señalado, entre el hombre y el animal?
Embebido en estos pensamientos, se encontró de pronto con el vanidoso Pigmalión. Este imbécil había aumentado todavía su orgullo de la víspera y la actitud de pedantería que le era habitual.
Al verle pavonearse con las manos cruzadas a la espalda y la cabeza alta, se comprendía bien que ya era un hombre libre. Pero lo cierto es que no por eso trabajaba más.
—¡Eh, señor Perry, buenos días! —dijo con tono altanero.
—¿Qué haces ahí, perezoso?
—Pues, me paseo. ¿No tengo el derecho de no hacer nada, puesto que ya no soy un vil esclavo, y llevo mi acta de emancipación en el bolsillo?
—¿Y quién te mantendrá de hoy en adelante, Pig?
—Yo, señor Perry.
—¿Y cómo?
—Pues… comiendo.
—Pero ¿quién te dará para comer?
—Mi amo.
—¿Tu amo? ¿Has olvidado ya que ahora no tienes dueño? ¡Tonto!
—No. No lo tengo, ni lo tendré más. Pero Mr. James Burbank no me despedirá de la plantación, donde, sin que sea alabarme, presto algunos buenos servicios.
—Al contrario… Te despedirá.
—¡Que me despedirá!
—Sin duda. Cuando le pertenecías podía conservarte, aun cuando no hicieses nada; pero desde el momento en que ya no le perteneces, si persistes en no querer trabajar, te pondrá muy fresco a la puerta, y veremos entonces lo que haces de tu libertad, bobalicón.
Evidentemente, Pigmalión no había mirado la cuestión bajo este punto de vista.
—¡Cómo, Mr. Perry! ¿Creéis que Mr. Burbank sea tan cruel que…?
—Eso no es crueldad —replicó el capataz—; es la lógica de las cosas que conduce a eso. Por otra parte, que Mr. Burbank lo quiera o no, hay un decreto de las autoridades de Jacksonville que ordena la expulsión de todos los emancipados fuera del territorio de Florida.
—¿Es verdad eso?
—Tan verdad como es; y veremos cómo salís del apuro tus compañeros y tú, ahora que ya no tenéis dueño.
—¡Yo no quiero marcharme de Camdless-Bay! —gritó Pigmalión—. Puesto que soy libre…
—¡Sí, tú eres libre para marcharte, pero no para quedarte aquí! Te aconsejo, pues, que hagas tus preparativos.
—¿Y qué va a ser de mí?
—Eso… tú lo sabrás.
—Pero, en fin, puesto que soy libre… —volvió a decir Pigmalión, que volvía siempre a su tema.
—Pues bien; eso no parece bastante.
—¡Decidme entonces lo que hay que hacer, señor Perry!
—¿Lo que es preciso hacer…? Oye, escucha bien, y sigue mi razonamiento, si eres capaz de ello.
—Sí, lo soy.
—Tú estás emancipado, ¿no es verdad?
—Sí, ciertamente, señor Perry; os lo repito: tengo mi acta en el bolsillo.
—Desgárrala.
—¡Jamás!
—Bueno; puesto que rehúsas, no veo más que un remedio, si quieres continuar en el país.
—¿Y cuál?
—Cambia de color, imbécil. Cambia, Pig, cambia. Cuando te hayas vuelto blanco tendrás derecho para permanecer en Camdless-Bay. Hasta entonces, no.
El capataz, encantado de haber dado una lección a la vanidad de Pigmalión, le volvió la espalda.
Pig quedó solo, muy pensativo. Bien lo veía: no bastaba ser libre para conservar su puesto; era preciso ser blanco. ¿Y cómo diablos se puede uno arreglar para volverse blanco, cuando la naturaleza le ha dado un negro de ébano?
Así es que el pobre Pigmalión, volviendo a Castle-House, se rascaba la piel hasta hacerse saltar sangre.
Un poco antes del mediodía, James Burbank y Edward Carrol estaban de vuelta en Castle-House. No habían visto nada inquietante por el lado de Jacksonville. Las embarcaciones ocupaban su sitio habitual en el puerto, las unas amarradas a los muelles, las otras en el canal. Sin embargo, se notaban algunos movimientos de tropas al otro lado del río. Varios destacamentos de soldados confederados se habían dejado ver sobre la ribera izquierda del San Juan; pero se dirigían hacia el Norte, en dirección al condado de Nassau. Por consiguiente nada parecía amenazar a Camdless-Bay.
Llegados al límite de la marea, James Burbank y su compañero volvieron sus miradas hacia alta mar. Ni una vela aparecía en toda la extensión azul, ni el humo de un buque de vapor se elevaba en el horizonte, que indicase la llegada o la aproximación de la escuadra. En cuanto a los preparativos de defensa en esta parte de la costa floridiana, eran nulos. Ni baterías de tierra, ni trincheras de ninguna especie. Ningún preparativo para defender la entrada del río. Si los buques federales se presentaban, sea delante de la bahía de Nassau, sea en la misma desembocadura del San Juan, podrían penetrar sin obstáculo alguno.
Solamente existía el faro de San Pablo, y este se hallaba inservible. Su linterna había sido desmontada, y no se podían alumbrar los pasos. Sin embargo, esto no impedía la entrada de la escuadra más que de noche.
Esto es todo lo que pudieron contar James Burbank y Edward Carrol cuando estuvieron de vuelta para el almuerzo. En suma, y como noticia tranquilizadora, no se observaba en Jacksonville ningún movimiento que pudiera indicar una agresión inmediata, como era de temer en Camdless-Bay.
—Sea —respondió Walter Stannard—. Pero lo que es inquietante es que la flotilla del comodoro Dupont no esté todavía a la vista. Hay en esto un retraso que me parece inexplicable.
—En efecto —replicó Edward Carrol—. Si esta flotilla se ha dado a la mar anteayer, saliendo de la bahía de Saint-Andrews, debiera estar ya a lo largo de las costas de Fernandina.
—El tiempo ha sido pésimo durante estos días —replicó James Burbank—, y es posible que Dupont haya debido alejarse de la costa por los vientos del Oeste, que pudieran haberle empujado y causado averías. Pero el viento ha calmado desde esta mañana, y no me sorprendería que esta misma noche…
—¡Que el cielo te escuche, querido James —dijo la señora Burbank—, y quiera Dios venir en nuestra ayuda!
—Mr. James —dijo Alicia—, puesto que el faro de San Pablo no puede ser encendido, ¿cómo ha de penetrar esta noche la flotilla en el San Juan? ¿Cómo podrá hacerlo?
—En el San Juan sería imposible, en efecto, mi querida Alicia —respondió James Burbank—. Pero antes de atacar las bocas del río es preciso que los federales se apoderen de la isla Amelia, y después del caserío de Fernandina a fin de hacerse dueños del camino de hierro de Cedar-Keys. Yo espero, pues, ver los buques del comodoro Dupont remontar el San Juan antes de tres o cuatro días.
—Tenéis razón, James —respondió Edward Carrol—. Creo que la toma de Fernandina bastará para Obligar a los confederados a batirse en retirada. Acaso hasta las milicias abandonarán a Jacksonville sin esperar la llegada de los cañoneros. En este caso Camdless-Bay no estaría ya amenazado por Texar y sus secuaces.
—Sí; esto es muy posible, amigos míos —respondió James Burbank—. Que los federales pongan solamente un pie sobre el territorio de Florida y no es preciso más para garantizar nuestra seguridad. ¿Hay algo de nuevo en la plantación?
—Nada, Mr. Burbank —respondió Alicia—; yo he sabido por Zermah que los negros habían vuelto a sus ocupaciones habituales en los talleres, en las fábricas y en los bosques. Asegura que están siempre dispuestos a sacrificarse hasta el último de ellos por defender la plantación.
—Esperemos todavía que no haya necesidad de poner a prueba sus buenas disposiciones. O estoy muy engañado, o los bribones que se han impuesto a las gentes honradas por la violencia, huirán de Jacksonville en cuanto los federales se hayan aproximado a las costas de Florida. Sin embargo, estemos con cuidado y tengamos precaución. Después de almorzar, Stannard, nos acompañaréis a Carrol y a mí en la visita que pensamos hacer hacia la parte más expuesta del dominio.
—No quisiera, mi querido amigo, que Alicia y vos estuvieseis expuestos a mayores peligros en Camdless-Bay que en Jacksonville; y en verdad no me perdonaría nunca el haberos hecho venir aquí, en el caso de que las cosas tuvieran mal resultado.
—Mi querido James —respondió Stannard—, si nosotros nos hubiésemos quedado en nuestra habitación de Jacksonville, es muy verosímil que a estas fechas estaríamos en gran peligro, expuestos a las exacciones de las autoridades, como todos aquellos cuyas opiniones son contrarias a la esclavitud.
—En todo caso, Mr. Burbank —añadió Alicia—, aun cuando los peligros debiesen ser mayores aquí, ¿no es mejor que todos los compartamos?
—Sí, querida mía —respondió James Burbank—. Pero tengo buenas esperanzas y creo que Texar no tendrá ni aún el tiempo necesario para poner en ejecución su decreto contra el personal de Camdless-Bay.
Durante la tarde, hasta la hora de comer, James Burbank y los dos amigos visitaron todas las cabañas de la plantación. Perry les acompañaba. Todos pudieron persuadirse de que las disposiciones de los negros eran excelentes. James Burbank no pudo contener su deseo de llamar la atención de su capataz acerca del celo con que los recién emancipados habían reanudado sus tareas. Ni uno solo faltaba a la lista.
—Sí, sí —respondió Perry—. Falta saber cómo serán hechos los trabajos ahora.
—¡Ah! En cuanto a eso, Perry, creo que estos pobres negros no han cambiado de brazos al cambiar de condición; me figuro al menos que no.
—Todavía no, Mr. James —respondió el terco capataz—; pero bien pronto notaréis que no tienen las mismas manos al extremo de los brazos.
—¡Vamos, vamos, Perry! —replicó alegremente James Burbank—. Imagino que sus manos tendrán siempre cinco dedos, y verdaderamente no se les puede pedir más.
Terminada la visita, James Burbank y sus compañeros volvieron a Castle-House. La noche se pasó todavía más tranquila que la víspera. Con la ausencia de toda noticia de Jacksonville se habían acostumbrado a esperar y a creer que Texar renunciaba a poner en ejecución sus amenazas o que le faltaba el tiempo necesario para realizarlas.
Sin embargo, durante la noche se tomaron severas y minuciosas precauciones. Perry y los sub-capataces organizaron rondas en las lindes del dominio, y más especialmente hacia las riberas del San Juan. A los negros se les había prevenido que se replegaran detrás de la empalizada del recinto en caso de alarma, y se estableció una guardia en la poterna exterior.
Varias veces, por precaución, James Burbank y sus amigos se relevaron, a fin de asegurarse de que sus órdenes eran puntualmente ejecutadas. Cuando el sol reapareció, ningún incidente había turbado el reposo de los habitantes de Camdless-Bay.