LA ÚLTIMA ESCLAVA
En la misma mañana del día en que se preparaba la manumisión de los esclavos de Camdless-Bay, James Burbank, Walter Stannard y Edward Carrol montaron en un break y fueron a visitar la parte de la plantación situada en la frontera septentrional. Los esclavos estaban ocupados en sus trabajos habituales en medio de los campos de arroz, de caña y de las plantaciones de café. El mismo movimiento y el mismo trabajo se notaba en los talleres y sierras mecánicas. El secreto había sido bien guardado. Ninguna comunicación había podido establecerse aún entre Jacksonville y Camdless-Bay. Aquellos a quienes interesaba de una manera tan directa, no sabían nada del generoso proyecto de James Burbank.
Recorriendo esta parte del dominio en su límite más expuesto. James Burbank y sus amigos querían asegurarse de que los alrededores de la plantación no ofrecían ninguna señal sospechosa.
Después de la declaración de la víspera, se podía temer que alguna parte del populacho de Jacksonville, o de la campiña que le rodeaba, se entregase a excesos contra Camdless-Bay. Hasta entonces, sin embargo, no había sucedido nada absolutamente. No se habían visto siquiera personas sospechosas por este lado del río ni en todo el curso del San Juan. El Shannon, que lo remontó hacia las diez de la mañana, no hizo escala en el puertecillo provisional, y continuó su marcha hacia Picolata. Ni por la parte superior ni por la parte inferior del río, no había nada que temer para los habitantes de Castle-House.
Un poco antes del mediodía, James Burbank, Walter Stannard y Edward Carrol repasaron el puente del recinto del parque y se dirigieron a la casa. Toda la familia les esperaba para almorzar. Se estaba con más seguridad. Se habló más a gusto. Parecía que se había entablado una tregua en la situación. Sin duda, la energía de los magistrados de Jacksonville se había impuesto a los violentos del partido de Texar; y si este estado de cosas se prolongaba algunos días más, Florida sería ocupada por el ejército federal y entonces los antiesclavistas, fueran del Norte o del Sur, estarían en seguridad.
James Burbank podía, pues, proceder a la ceremonia de la emancipación, primer acto de este género que iba a efectuarse voluntariamente en un Estado esclavista.
El que debía estar más satisfecho entre todos los negros de la plantación era, evidentemente, un joven de veinte años llamado Pigmalión, más generalmente conocido por el nombre de Pig. Agregado al servicio doméstico en Castle-House, era esta la residencia habitual de dicho Pig; por esta razón no trabajaba ni en los campos ni en los talleres de Camdless-Bay. Pero… preciso es confesarlo, Pigmalión era un mozo ridículo, vanidoso y holgazán, al cual, por bondad, sus amos toleraban muchas cosas. Desde que la cuestión de la esclavitud estaba sobre el tapete, no hacía otra cosa que declamar y pronunciar frases huecas acerca de la libertad humana. Con cualquier motivo y a cada momento pronunciaba discursos pretenciosos a sus compañeros, que no se ocultaban para reírse de él. Como se dice vulgarmente, quería montar soberbios y pujantes caballos, él, a quien un pacífico asno hubiera arrojado en el acto al suelo. Pero como en el fondo Pigmalión no era malo, se le dejaba hablar. Desde luego, se comprende qué discusiones tendría con el capataz Perry cuando este se hallaba de humor para escucharle, y se puede calcular qué acogida iba a hacer al acto de liberación que le devolvía su dignidad de hombre.
A poco más de las dos de la tarde se ordenó a los negros que se presentaran con sus familias respectivas en el parque reservado de Castle-House.
Estas pobres gentes habían dejado el trabajo en los campos y talleres después de mediodía. Habían querido arreglarse un poco; lavarse, cambiar sus vestidos de trabajo por otros más limpios, según tenían por costumbre siempre que se abría para ellos la poterna del recinto. Por consiguiente, había entre ellos gran animación, cambio de preguntas y respuestas, en tanto que el capataz Perry, paseándose de un extremo a otro, murmuraba:
—¡Cuando pienso que en este momento se podría todavía traficar con estos negros, puesto que están todos en estado de mercancía, y que antes de una hora ya no será permitido comprarlos y venderlos…! ¡Sí! Lo repetiré hasta que exhale el último suspiro: Mr. Burbank puede decir y hacer lo que quiera, y con él, el presidente Lincoln, y con el presidente Lincoln, todos los federales del Norte, y todos los liberales del mundo. ¡Esto es contrario a la naturaleza! ¡Es una aberración!
En este instante Pigmalión, que no sabía nada todavía, se encontró frente a frente con el capataz.
—¿Para qué se nos convoca aquí, señor Perry? ¿Tendríais la bondad de decírmelo?
—Sí, imbécil; es para…
El capataz se detuvo, no queriendo descubrir el secreto. Pero entonces se le ocurrió una idea.
—Aproxímate, Pig —le dijo.
Pigmalión se aproximó.
—Dime, muchacho, ¿te tiro yo algunas veces de las orejas?
—Sí, señor Perry; puesto que en contra de toda justicia divina y humana, es vuestro derecho.
—Pues bien; puesto que es mi derecho, voy a permitirme usar de él todavía.
Y sin cuidarse de los gritos de Pig, aunque sin hacerle mucho daño tampoco, le tiró de las orejas, que eran ya de un tamaño regular. Verdaderamente, esto consoló un tanto al capataz, puesto que ejercía por última vez su derecho en uno de los esclavos de la plantación.
A las tres. James Burbank, su familia y sus amigos aparecieron en la escalinata de Castle-House. Delante de ellos estaban agrupados quinientos esclavos entre hombres, mujeres y niños, y hasta una veintena de negros viejos, que cuando habían llegado a ser inútiles para el trabajo, habían encontrado una existencia tranquila en las chozas de Camdless-Bay.
Un profundo silencio reinó en seguida. A una indicación de James Burbank, Perry y los demás capataces hicieron aproximar el personal, de manera que todos pudieran escuchar clara y distintamente la comunicación que se les iba a hacer.
James Burbank tomó entonces la palabra:
—Amigos míos —dijo—. Ya sabéis que una guerra civil, ya larga y desgraciadamente sangrienta, aflige hoy la población de los Estados Unidos. El verdadero móvil de esta guerra ha sido la cuestión de la esclavitud. El Sur, no inspirándose más que en lo que él cree sus intereses, ha querido el mantenimiento; el Norte, en nombre de la humanidad, ha querido que dicha institución fuese abolida en América. Dios ha favorecido a los defensores de una causa justa, y la victoria se ha pronunciado ya a favor de los que se baten por la libertad de toda una raza humana. Desde hace largo tiempo, nadie lo ignora, fiel a mi origen, he participado de las ideas del Norte, sin haber tenido ocasión de aplicarlas. Circunstancias especiales han hecho que pueda apresurar el momento en que me es posible ajustar mis actos a mis opiniones. Escuchad, pues, lo que voy a deciros en nombre de toda mi familia.
Un murmullo de emoción se escapó de toda la concurrencia, pero se apaciguó en seguida. Entonces James Burbank, con voz que se oyó clara y distinta por todas partes, hizo la declaración siguiente:
«A partir de este día, veintiocho de febrero de mil ochocientos sesenta y dos, los esclavos de esta plantación quedan emancipados de toda servidumbre. Pueden disponer de su persona. Ya no hay más que hombres libres en Camdless-Bay».
Las primeras manifestaciones de estos nuevos manumitidos fueron hurras que estallaron por todas partes. Los brazos se agitaron en señal de agradecimiento. El nombre de la familia Burbank fue aclamado. Todos se aproximaron a la escalinata. Hombres, mujeres y niños querían besar las manos de su libertador. Fue un entusiasmo indescriptible que se produjo con tanta mayor energía cuanto que no estaba preparado. Calcúlese cuánto gesticularía, peroraría y qué diversas actitudes tomaría Pigmalión.
Entonces, un negro viejo, el decano del personal, avanzó hasta las primeras gradas de la escalinata. Allí, irguiendo la cabeza y con una voz que revelaba una emoción profunda, dijo:
—En nombre de los antiguos esclavos de Camdless-Bay, libres ahora, recibid las gracias vos y vuestra familia, Mr. Burbank, por habernos hecho oír las primeras palabras de libertad que se han pronunciado en el Estado de Florida.
Hablando así, el anciano negro acababa de subir los escalones de la gradería, se había aproximado a James Burbank, y le había besado las manos, y como la pequeña Dy le tendiese los brazos, él la tomó en los suyos, y la presentó a la multitud de sus camaradas.
—¡Viva, viva Mr. Burbank!
Estos gritos repercutieron alegremente en el aire, y debieron llevar a Jacksonville, sobre la ribera opuesta del San Juan, la nueva del gran acto que acababa de verificarse.
La familia de James Burbank estaba profundamente conmovida. Vanamente ensayaba a calmar las muestras de entusiasmo. Zermah fue la primera que logró apaciguarlas, cuando se la vio avanzar hacia la escalinata y tomar, a su vez, la palabra.
—Camaradas —dijo—, ya somos completamente libres, gracias a la generosidad y a la humanidad del que fue nuestro dueño, y el mejor de los dueños.
—¡Sí, sí! —gritaron cientos de voces, confundidas en la misma explosión de reconocimiento.
—Cada uno de nosotros puede, pues, ahora disponer libremente de su persona —añadió Zermah—. Cada cual puede dejar la plantación con su familia, hacer todo acto de libertad, según convenga a su interés. En cuanto a mí, yo no seguiré más que el instinto de mi corazón, y estoy cierta de que la mayor parte de vosotros haréis lo que voy a hacer yo misma. Hace ya seis años que entré en Camdless-Bay. Mi marido y yo hemos vivido dichosos en Camdless-Bay, y deseamos acabar aquí nuestra vida.
—Yo suplico, pues, a Mr. Burbank que nos deje a su lado, libres, como él nos ha tenido esclavos. Que los que tengan este deseo lo expresen…
—¡Todos! ¡Todos!
Y estas palabras, repetidas mil veces, demostraron cuan apreciado era el plantador de Camdless-Bay, y qué lazo de amistad y reconocimiento le unía a todos los manumitidos de sus dominios.
James Burbank tomó entonces la palabra. Dijo que todos los que quisieran continuar en la plantación, podrían hacerlo en condiciones nuevas. No era cuestión más que de arreglar, de común acuerdo, la remuneración del trabajo libre y los derechos de los recién libertados. Añadió que convenía que la situación de los libertos quedase bien definida, a cuyo fin cada uno de los negros iba a recibir para su familia y para él un acta de liberación, que le permitía recobrar en la humanidad el rango a que tenía derecho.
Esto fue inmediatamente hecho por los capataces.
Como hacía mucho tiempo que James Burbank estaba dispuesto a dar libertad a sus esclavos, tenía preparadas estas actas, y cada familia recibió la suya con conmovedoras demostraciones de reconocimiento.
Después, el resto del día consagróse al regocijo. Desde el siguiente, todo el personal debía volver a sus trabajos ordinarios; pero aquel día, hasta que llegó la noche, se dedicó a las fiestas. La familia Burbank, mezclada con aquellas buenas gentes, recibió las más conmovedoras pruebas de amistad, así como las seguridades de un afecto sin límites.
Entretanto, en medio de su antiguo rebaño de seres humanos, el capataz Perry se paseaba como alma en pena; y James Burbank le preguntó:
—Y bien, Perry, ¿qué decís de todo esto?
—Digo, Mr. James —contestó—, que por ser libres estos africanos, no son menos nacidos en África, y no han cambiado de color. Luego… puesto que han nacido negros, negros morirán.
—Pero vivirán blancos —respondió sonriendo James Burbank.
Y no pasó adelante la conversación.
Por la noche, la comida reunió en la mesa de Castle-House a toda la familia Burbank, verdaderamente feliz, y, preciso es decirlo, más confiada en el porvenir que algunos días antes. Dentro de breves días, la seguridad de Florida sería completa. Por otra parte, ninguna mala noticia había llegado de Jacksonville. Era posible que la actitud de James Burbank ante los magistrados del Palacio de Justicia hubiese producido una impresión favorable sobre el mayor número de habitantes.
A esta comida asistía el capataz Perry, que se había visto obligado a tomar el partido de callar respecto de lo que no podía impedir. Se encontraba precisamente enfrente del decano de los negros, invitado por James Burbank como para mejor demostrar en su persona que la emancipación concedida a él y a sus compañeros de esclavitud no era una vana declaración en el pensamiento del dueño de Camdless-Bay. En el exterior se escuchaban los gritos de la fiesta, y el parque se iluminaba con luces de colores, encendidas en diversos puntos de la plantación. Hacia la mitad de la comida, se presentó una diputación que llevaba a la pequeña Dy un magnífico ramo de flores, seguramente el más hermoso que había recibido en su vida la señorita Dy Burbank, de Castle-House. De una y otra parte se hicieron y devolvieron cumplimientos, se dieron y se pagaron gracias con profunda y verdadera emoción.
Después todos se retiraron y la familia pasó un rato de tertulia aguardando la hora de acostarse. Parecía que un día tan bien empleado no podía menos de terminar así, perfectamente.
Hacia las ocho la tranquilidad y la calma reinaban en toda la plantación. Había motivo para creer que nada turbaría esta calma durante la noche, cuando el sonido de una voz se oyó fuera de la casa.
James Burbank se levantó en seguida, y fue por sí mismo a abrir la puerta del patio.
En la parte de afuera, y delante de la escalinata, algunas personas esperaban y hablaban en voz alta.
—¿Qué hay? ¿Qué sucede? —preguntó James Burbank.
—Mr. Burbank —respondió uno de los capataces—, una embarcación acaba de atracar en el puerto de Camdless-Bay.
—¿Y de dónde viene?
—De la ribera izquierda.
—¿Quién está a bordo?
—Un mensajero enviado por las autoridades de Jacksonville.
—¿Y qué quiere?
—Pide daros cuenta de una comunicación. ¿Permitís que desembarque?
—¡Ciertamente!
La señora Burbank se había aproximado a su marido. Alicia avanzó ligeramente hacia una de las ventanas del patio, en tanto que Walter Stannard y Edward Carrol se dirigían hacia la puerta; Zermah, tomando a la pequeña Dy por la mano, se había levantado. Todos tuvieron entonces el presentimiento de que iba a surgir alguna grave complicación.
El capataz Perry se dirigió al puerto. Diez minutos después, estaba de vuelta en casa con el mensajero que la embarcación había traído desde Jacksonville a Camdless-Bay. Era este un hombre que llevaba el uniforme de la milicia del condado. Fue introducido en el patio, y pidió hablar a Mr. Burbank, pues era urgente lo que tenía que decir.
—Soy yo; ¿qué me queréis?
—Entregaros este pliego.
James Burbank rompió el sobre y leyó lo siguiente:
«Por orden de las autoridades nuevamente constituidas en Jacksonville, todo esclavo que haya sido declarado libre contra la voluntad de los sudistas, será inmediatamente expulsado del territorio.
»Esta medida será ejecutada en el término de las cuarenta y ocho horas siguientes de recibida, y en caso de negativa se procederá a llevarla a cabo por la fuerza».
»Dado en Jacksonville, a 28 de febrero de 1862.
Texar».
Esto indicaba que los magistrados en quienes se podía poner confianza habían sido destituidos. Texar, sostenido por sus partidarios, se encontraba al frente de los negocios de la ciudad.
—¿Qué responderé? —preguntó el mensajero.
—Nada —contestó James Burbank.
El mensajero se retiró, y fue conducido de nuevo a su embarcación, que se dirigió hacia la orilla izquierda del río. Así, pues, por orden del español, los antiguos esclavos de la plantación iban a ser dispersados. Precisamente porque se les había hecho libres no tendrían el derecho de vivir libremente en el territorio de Florida.
Camdless-Bay iba a ser privado de todo este personal, con el cual contaba James Burbank para defender sus intereses, su familia y hasta su vida.
—¡Libre en estas condiciones! —dijo Zermah—. ¡No, jamás! ¡Yo rehúso esa libertad, y puesto que es necesario para vivir cerca de vos, prefiero volver a ser esclava!
Y tomando su acta de liberación, la desgarró en mil pedazos, arrojándolos a los pies de James Burbank.