LAS OBJECIONES DEL CAPATAZ PERRY
Aquella misma noche puso James Burbank a su familia y a sus huéspedes al corriente de todo lo que había pasado en el Palacio de Justicia. La odiosa conducta de Texar fue perfectamente comprendida. La orden de comparecencia había sido dictada bajo la presión de ese hombre y del populacho de Jacksonville. Sin sus exigencias, seguramente no se habría expedido tal orden a Camdless-Bay. La actitud de los magistrados en este asunto no merecía otra cosa que elogios. A la acusación de estar en inteligencia con los federales, hecha contra James Burbank, habían respondido exigiendo la prueba en que estaba fundada. No habiendo Texar podido presentarla. James Burbank había sido puesto inmediatamente en libertad sin sufrir penas ni vejación alguna.
Pero en medio de estas vagas acusaciones el nombre de Gilbert había sido pronunciado. Parecía que ya nadie dudaba de que el joven estuviese formando parte del ejército del Norte. La negativa de respuesta a este punto, ¿no era una semiconfesión por parte de James Burbank?
Cuáles fueron desde este momento los temores y las angustias de la señora Burbank, de Alicia y de toda esta familia tan amenazada, es fácil de comprender.
A falta del hijo que se escapaba de sus manos, los forajidos de Jacksonville, ¿no se lanzarían contra el padre y le harían víctima de sus violencias? Texar se había alabado, sin duda, demasiado pronto, comprometiéndose a presentar en el espacio de breves días una prueba de este hecho; pero, en suma, no era imposible que llegase a procurársela, y la situación entonces sería inquietante hasta el más alto grado.
—¡Pobre Gilbert! —exclamó la señora Burbank—. ¡Saber que está tan cerca de Texar, y que este está decidido a conseguir su objeto!
—¿No se le podría prevenir de lo que en Jacksonville acaba de pasar? —dijo Alicia.
—Es verdad —añadió Stannard—. Convendría, sobre todo, hacerle saber que la menor imprudencia de su parte tendría las consecuencias más funestas para él y todos los suyos.
—¿Y cómo avisarle? —replicó James Burbank—. Numerosos espías circulan sin cesar en derredor de Camdless-Bay. ¡Esto es, por desdicha, demasiado cierto! Ya el mensajero con el cual Gilbert nos ha enviado su última carta, ha sido seguido a su regreso. Cualquier carta que nosotros escribiéramos podría caer en manos de Texar. Cualquier hombre que enviáramos encargado de un mensaje verbal, correría el riesgo de ser detenido en el camino. ¡No, amigos míos! No intentemos nada que pueda agravar esta situación, ¡y haga el cielo que el ejército federal no tarde en ocupar el territorio de Florida! Ya es tiempo, ya es urgente para la tranquilidad de esta minoría de gentes honradas amenazadas por la mayoría de los bribones del país.
James Burbank tenía razón. A consecuencia de la vigilancia que evidentemente debía ejercerse alrededor de la plantación, hubiera sido imprudente intentar ponerse en correspondencia con Gilbert. Por otra parte, ya estaba próximo el momento en que la familia Burbank y los nordistas de Florida se verían en seguridad, bajo la protección de las tropas federales.
En efecto, el día inmediato era el destinado por el comodoro Dupont para levar anclas del puerto de Edisto. Con seguridad antes de tres días se sabría que la flotilla había descendido, a lo largo del litoral de Georgia, y estaría anclada en la bahía de San Andrés.
James Burbank refirió entonces el grave incidente que había surgido ante los magistrados de Jacksonville; dijo cómo se había visto obligado a responder al desafío que Texar le hizo a propósito de los esclavos de Camdless-Bay. Fuerte en su derecho, fuerte en su conciencia había públicamente declarado la abolición de la esclavitud en todo su dominio. Lo que ningún Estado del Sur había llegado todavía a proclamar, sin verse obligado a ello por la fuerza de las armas, él lo había hecho libremente y de buena voluntad.
¡Declaración tan atrevida como generosa! Cuáles serían las consecuencias de ella, no se podía todavía prever.
Pero evidentemente, no era bastante para evitar que la posición de James Burbank estuviera menos amenazada y fuese menos comprometida en medio de un país esclavista como Florida. Puede ser que hasta llegase a provocar ciertos asomos o conatos de insurrección entre los esclavos de otras plantaciones. ¡No importa! La familia Burbank, conmovida por la grandeza de acción, aprobó sin reservas lo que su jefe había prometido.
—James —dijo la señora Burbank—, suceda lo que suceda, has hecho bien en responder de ese modo a las odiosas insinuaciones que ese malvado de Texar ha tenido la infamia de lanzar contra ti.
—Estamos orgullosos de vos, padre mío —añadió Alicia, dando por primera vez este nombre a James Burbank.
—Y ahora, hija querida —respondió este—, cuando Gilbert y los demás federales entren en Florida, no encontrarán ya un solo esclavo en Camdless-Bay.
—Yo os doy las gracias, Mr. Burbank —dijo entonces Zermah—, os doy las gracias en nombre de mis compañeros. Por lo que a mí hace, no me he considerado jamás esclava en vuestra familia. Vuestras bondades, vuestra generosidad, me han hecho tan libre como lo soy desde este momento.
—Tienes razón, Zermah —respondió la señora Burbank—. Esclava o libre nosotros no te amaremos nunca menos.
Zermah trataba en vano de ocultar su emoción. Tomó a Dy en sus brazos y la apretó contra su pecho.
Walter Stannard y Edward Carrol estrecharon la mano de James Burbank con efusión.
Esto era decirle que aprobaban y aplaudían aquel acto de audacia y de justicia.
Es evidente que la familia Burbank, bajo la impresión de este acto de generosidad, olvidaba las complicaciones que la conducta de su jefe podía originar en el porvenir.
Por esta razón, nadie en Camdless-Bay pensaba en censurar a James Burbank, a excepción, sin duda, del | capataz Perry, cuando estuviese al corriente de lo acontecido. Pero estaba ocupado en el servicio de la plantación, y no debía enterarse hasta la noche.
Era ya tarde. La familia se retiró a descansar, no sin que antes anunciara James Burbank que al día siguiente entregaría a todos los esclavos su acta de manumisión.
—Nosotros iremos contigo. James —respondió la señora Burbank—, cuando vayas a comunicarles que son libres.
—Sí, todos —añadió Edward Carrol.
—¿Y yo, padre…? —preguntó la niña.
—Sí, querida mía; tú también.
—¡Ay, mi buena Zermah…! —añadió la pequeña—. ¿Acaso nos vas a dejar ahora?
—¡No, hija mía! —respondió Zermah—. ¡No! ¡Yo no te abandonaré jamás!
Después, cada uno se retiró a su habitación, habiendo tomado antes las precauciones ordinarias para la seguridad de Castle-House.
Al día siguiente, la primera persona que encontró James Burbank en el parque reservado, fue al capataz Perry. Como todavía era un secreto la manumisión de los esclavos, el capataz no sabía una palabra de la resolución que su amo había tomado. Pero lo supo en seguida de labios del mismo James Burbank, que, por otra parte, estaba ya preparado para el asombro de su capataz.
—¡Oh, Mr. James! ¡Oh, Mr. James…! —dijo este sin poderse contener.
Y el digno hombre, verdaderamente aturdido, no encontraba palabras para expresar su asombro, sus objeciones y su aflicción.
—Sin embargo, esto no puede ni debe sorprendernos, Perry —replicó James Burbank—. Yo no he hecho más que adelantar un poco los sucesos. Vos sabéis que la emancipación de los negros es un acto de justicia que se impone a todo Estado cuidadoso de su dignidad.
—¡Su dignidad…, Mr. James! ¿Qué tiene que ver la dignidad en este asunto?
—¿Vos no comprendéis lo que tiene que ver la dignidad en este asunto? ¡Sea! Digamos cuidadosos de sus intereses.
—¡Sus intereses…! ¡Sus intereses, Mr. James…! ¿Os atrevéis a decir cuidadoso de sus intereses?
—Indudablemente. El porvenir no tardará en probároslo, mi querido Perry.
—¿Pero dónde se reclutará desde hoy en adelante el personal de las plantaciones, Mr. James?
—Siempre entre los negros, Perry.
—Pero si los negros son libres para no trabajar, no trabajarán.
—Al contrario, trabajarán y con más celo que ahora, puesto que será libremente, y con más gusto también, puesto que su posición será mucho mejor.
—Pero vuestros esclavos, Mr. James, vuestros esclavos comenzarán por dejaros.
—Mucho me engañaré, mi querido Perry, si hay uno solo, entre todos, que tenga el pensamiento de hacer tal cosa.
—¡Pero entonces ya no soy capataz de los esclavos de Camdless-Bay!
—No; pero sois siempre capataz de Camdless-Bay, y no creo que vuestro empleo se rebaje porque mandéis a hombres libres, en vez de mandar y dirigir esclavos.
—Pero…
—Mi querido Perry, os prevengo que a todos vuestros peros tengo respuestas prontas y claras. Tomad, pues, vuestro partido a favor de una medida que, por otra parte, no podía tardar en realizarse, y a la cual toda mi familia, sabedlo bien, acaba de hacer la mejor acogida.
—Y nuestros negros, ¿no saben nada? —preguntó el capataz.
—Todavía nada —respondió James Burbank—; y yo os ruego, Perry, que no les habléis una palabra acerca de esto. Lo sabrán hoy mismo.
—Convocaréis a todos en el parque de Castle-House, a las tres de la tarde, diciéndoles solamente que tengo una orden que comunicarles.
Después de esto, el capataz se retiró, haciendo grandes gestos de estupefacción, y diciendo para sí:
—¡Negros que no son esclavos…! ¡Negros que van a trabajar por su cuenta…! ¡Negros que estarán obligados a atender a sus necesidades…! ¡Esto es el trastorno del orden social! ¡Esto es el desquiciamiento de las leyes humanas! ¡Esto es contrario a la naturaleza: sí, contrario a la naturaleza! ¡Vamos! ¡Esto no puede ser! ¡Mr. Burbank se ha vuelto loco…!