VII

A PESAR DE TODO

Si este aviso no era realmente el rayo, era por lo menos el relámpago que le precedía.

James Burbank no se asustó, sin embargo. Pero ¡qué inquietudes experimentó toda la familia! ¿Por qué y para qué era llamado a Jacksonville el propietario de Camdless-Bay?

Estaba claro que era una orden, no una invitación para que compareciese ante las autoridades. ¿Qué se le quería? Esta medida, ¿era acaso consecuencia de alguna proposición que tendiese a entablar proceso contra él, proceso que empezaría inmediatamente? ¿Era su libertad o su vida la que estaba amenazada con esta decisión? Si obedecía, si abandonaba Castle-House, ¿le dejarían volver? Si no obedecía, ¿se emplearía la fuerza para obligarle a ir? En este caso, ¿a qué peligros y a qué violencias iban a estar expuestos todos los suyos?

—No irás. James.

La que así se expresaba era la señora Burbank; y como se comprende, al hablar así lo hacía en nombre de todos.

—No, Mr. Burbank —añadió Alicia—. Vos no podéis pensar en separaros de nosotros.

—¡Y para ir a ponerte a merced de semejantes gentes…! —añadió Edward Carrol.

James Burbank no contestó una palabra. Primeramente, ante esta orden brutal, su indignación se había exasperado; a duras penas podía contenerse.

Pero ¿qué es lo que había de nuevo para hacer a los magistrados tan audaces?

¿Se habrían acaso enseñoreado ya de la población los compañeros y partidarios de Texar?

¿Habrían quizá derribado a las autoridades que conservaban todavía alguna moderación y contenían el poder en sus justos límites?

¡No…! El capataz Perry, que había llegado a mediodía de Jacksonville, no había traído noticia alguna sobre esto.

—¿Será, acaso —dijo Stannard—, algún hecho de armas ventajoso para los sudistas el que mueve a los floridianos a ejercer violencias contra nosotros?

—Mucho me temo que así sea —respondió Edward Carrol—. Si el Norte ha experimentado algún revés, estos malhechores no se creerán ya amenazados por la aproximación del comodoro Dupont, y son capaces de entregarse a todos los excesos.

—Se decía que en el Estado de Tejas —replicó Stannard—, las tropas federales se habían visto obligadas a retirarse ante las milicias de Sibley y repasar el Río Grande, después de haber sufrido una derrota de bastante consideración en Valverde. Estas son, al menos, las noticias que me ha comunicado un hombre que he encontrado en Jacksonville hace poco más de una hora.

—Evidentemente —añadió Edward Carrol—, esto es lo que ha vuelto a estos bribones tan atrevidos e insolentes.

—Pero el ejército de Sherman y la flotilla de Dupont llegarán pronto —exclamó la señora Burbank.

—Estamos a veinticinco de febrero —respondió Alicia—, y según la carta de Gilbert, los buques federales no deben hacerse al mar hasta el día veintiocho.

—Y después es preciso tiempo para bajar hasta las bocas del San Juan —añadió Stannard—; tiempo para forzar los pasos, franquear la barra y llevar a cabo un desembarco en Jacksonville. Es decir, diez días todavía por lo menos.

—¡Diez días…! —murmuró Alicia.

—¡Diez días…! —añadió la señora Burbank—. Y de aquí a entonces, ¡cuántas desgracias pueden acontecer!

James Burbank no se había mezclado en esta conversación. Reflexionaba acerca de la comunicación recibida, y se preguntaba qué partido tomar en circunstancias tan difíciles y complejas. Rehusar la obediencia, ¿no era exponerse a ver cómo todo el populacho de Jacksonville, con la aprobación expresa o tácita de las autoridades, se precipitaría sobre Camdless-Bay? ¡Cuántos peligros correría entonces su familia! No, decía, más vale no exponer más que mi persona. Aunque su libertad y su vida estuvieran en peligro, debía arrostrarlo él solo.

La señora Burbank miraba a su marido con la más viva inquietud. Comprendía perfectamente que un rudo combate se estaba librando en el corazón de su marido. Sin embargo, no se atrevía a interrogarle. Ni Alicia, ni su padre, ni Edward Carrol se atrevían tampoco a preguntarle qué respuesta se proponía dar a la orden recibida de Jacksonville.

La pequeña Dy fue la que, inconscientemente sin duda, se hizo el intérprete de toda la familia. Se había puesto al lado de su padre, y este la colocó en sus rodillas.

—Padre —dijo la niña.

—¿Qué quieres, hija mía?

—¿Vas a ir a casa de esos hombres malos que quieren causarnos tanta pena?

—¡Sí…!, iré.

—¡No vayas, padre! —gritó Dy.

—¡James! —gritó la señora Burbank.

—¡Es preciso; es mi deber…!, iré.

James Burbank había hablado tan resueltamente, que hubiera sido inútil tratar de combatir su designio, del cual él había indudablemente calculado todas sus consecuencias. Su mujer, que había ido a colocarse a su lado, le besaba y le estrechaba, llorando, entre sus brazos; pero no le decía una sola palabra. Y por otra parte, ¿qué hubiera podido decirle?

—Amigos míos —dijo James Burbank—; es posible, después de todo, que exageremos el alcance de este acto arbitrario. ¿Qué es lo que se me puede reprochar? ¿De qué han de acusarme? De nada; esto es bien sabido. ¿Recriminarme por mis opiniones? ¡Sea! Mis opiniones me pertenecen. Jamás las he ocultado a mis adversarios, y lo que he pensado y sentido durante toda mi vida, no dudaría, si fuera preciso, en repetírselo cara a cara.

—Nosotros te acompañaremos. James —dijo Edward Carrol.

—Sí —añadió Stannard—; no os dejaremos ir solo a Jacksonville.

—No, amigos míos —respondió James Burbank—. A mí solo es a quien se obliga a ir ante los magistrados del Tribunal de Justicia; pues yo solo iré. Pudiera suceder muy bien que fuera detenido por algunos días. Es preciso, por tanto, que los dos permanezcáis en Camdless-Bay, pues a vosotros es a quien quiero confiar mi familia durante mi ausencia.

—¿Es decir, que vas a dejarnos, padre? —exclamó desolada la pequeña Dy.

—Sí, hijita mía —respondió Burbank con tono de fingida alegría—. Pero si pasado mañana no he venido a almorzar contigo, puedes estar segura de que vendré a comer, y pasaremos juntos toda la noche. ¡Ah!, escucha. Por poco tiempo que permanezca en Jacksonville, estaré siempre lo bastante para comprarte alguna cosa. ¿Qué es lo que más te agradaría? ¿Qué quieres que te traiga?

—A ti, padre, a ti mismo —respondió la niña. Y después de estas palabras, que expresaban perfectamente el deseo que a todos animaba, la familia se separó, no sin antes que James Burbank tomara todas las medidas de seguridad que requerían las circunstancias.

La noche se pasó sin que ocurriera nada de particular. Al día siguiente. James Burbank, que se había levantado con la aurora, emprendió su camino por la avenida que conducía al pequeño puerto de Camdless-Bay. Llegado allí, dio las órdenes necesarias para que a las ocho estuviera preparada una embarcación a fin de dirigirse al otro lado del río.

Cuando volvía hacia Castle-House, de regreso de su excursión matinal, Zermah le salió al encuentro.

—Señor —le dijo—, ¿habéis pensado bien vuestra decisión de ir a Jacksonville?

—Sin duda alguna, Zermah; y así debo hacerlo en interés de todos. Tú me comprendes, ¿no es verdad?

—¡Oh!, sí, señor, os comprendo. Una negativa de vuestra parte podría atraer las bandas de forajidos de Texar a Camdless-Bay.

—Y este peligro, que es el más grave, es el que es preciso evitar a todo trance —respondió Burbank.

—¿Quiere el señor que le acompañe?

—Quiero, por el contrario, que permanezcas en la plantación, Zermah. Es preciso que estés aquí, cerca de mi mujer y de mi hija, para el caso de que las amenace algún peligro antes de mi vuelta.

—No me separaré de ellas, señor.

—¿No sabes nada nuevo?

—No. Es cierto que algunas gentes sospechosas rondan la plantación. Se diría que la vigilan. Esta noche han cruzado también el río dos o tres barcos. ¿Sospecharán acaso que el señorito Gilbert se ha alistado al servicio de la armada federal, que está a las órdenes del comodoro Dupont, y que puede tener la tentación de venir durante la noche a Camdless-Bay?

—¡Hijo mío! —respondió James Burbank—. No; él es bastante razonable para no comprometerse con una imprudencia semejante.

—Temo mucho que Texar tenga alguna sospecha relativa a este asunto —replicó Zermah—. Se dice que su influencia aumenta cada día. Cuando estéis en Jacksonville, desconfiad de Texar, señor…

—Sí, Zermah; como de un reptil venenoso. Pero estoy con cuidado. ¡Si durante mi ausencia intentara algún golpe de mano contra Castle-House…!

—No temáis nada más que por vos. Por vos solo, señor, nada por nosotros. Vuestros esclavos sabrán defender la plantación; y si es preciso, se dejarán matar hasta el último de ellos. Todos os quieren, todos os estiman; yo sé bien lo que piensan y lo que dicen y sé también lo que harían. Ya han venido gentes de otras plantaciones para incitarles a la insurrección. Ellos no han querido oír nada. Todos forman una familia que se confunde con la vuestra. Podéis contar con ellos.

—Ya lo sé Zermah, y con todos cuento. James Burbank volvió a su habitación. Cuando llegó la hora de partir, se despidió de su mujer, de su hija y de Alicia. Les prometió contenerse y guardar calma y comedimiento ante los magistrados, cualesquiera que fuesen, tanto ellos como los que ante ellos le condujeran, y no hacer nada que pudiese provocar violencias contra él.

—Seguramente —añadió—, estaré de vuelta en el mismo día.

Después se despidió de todos los suyos y partió.

Sin duda James Burbank tenía motivos para temer por sí mismo; pero estaba mucho más inquieto por su familia, que quedaba expuesta a tantos peligros como la amenazaban en Camdless-Bay.

Walter Stannard y Edward Carrol le acompañaron hasta el momento de embarcarse en la extremidad de la avenida. Al entrar en la embarcación, le hicieron sus últimas recomendaciones. Después, empujada por una suave brisa del Sudoeste, la barca se alejó rápidamente de Camdless-Bay.

Una hora más tarde, hacia las diez de la mañana, James Burbank desembarcaba en el muelle de Jacksonville.

Este muelle estaba casi desierto entonces. Se encontraban en él solamente algunos marineros extranjeros ocupados en descargar sus barcos. James Burbank no fue, por consiguiente, reconocido a su llegada, y sin que nadie le hubiera notado, pudo dirigirse a la casa de uno de sus corresponsales, Harvey, que habitaba al otro lado del puerto.

Harvey se manifestó bastante sorprendido y muy inquieto al verle. No creía que Burbank hubiese obedecido a la intimación que le había sido hecha, de presentarse en el Palacio de Justicia. En la ciudad no lo creía nadie tampoco. En cuanto a lo que había motivado la orden lacónica de ir ante los magistrados, Harvey no sabía nada.

Probablemente, con objeto de satisfacer a la opinión pública, se quería pedir a James Burbank explicaciones acerca de su actitud desde el principio de la guerra, dadas sus ideas, bien conocidas de todos, respecto a la esclavitud. Acaso se pensase en asegurarse de su persona, en retenerle como rehén, por ser el más rico colono nordista de toda la península de Florida. ¿No hubiese hecho mejor en permanecer en su casa de Camdless-Bay? Esto es lo que pensaba Harvey. ¿No haría mejor en volverse allí, puesto que nadie sabía aún que acababa de desembarcar en Jacksonville?

James Burbank no había ido para volverse. Quería saber a qué atenerse respecto a su situación, y estaba dispuesto a saberlo.

Teniendo en cuenta la situación especial en que se encontraba, dirigió algunas interesantes preguntas a su corresponsal.

¿Habían sido depuestas las autoridades y sustituidas con otras, partidarias de los agitadores de Jacksonville?

Todavía no, pero su posición era cada día más insostenible; de seguro, el primer motín traería su caída, impulsada por los mismos acontecimientos.

El español Texar, ¿entraba por mucho en el movimiento popular que se preparaba?

Sí. Se le consideraba como jefe del partido avanzado de los esclavistas. Sus compañeros y él serían, sin duda dentro de poco, dueños de la ciudad.

Los últimos hechos de armas, cuyo rumor empezaba a esparcirse por toda Florida, ¿habían sido confirmados?

Ya lo estaban. La organización de los Estados del Sur acababa de ser completada. El día 22 de febrero el Gobierno había sido instalado definitivamente, teniendo como presidente a Jefferson Davis y a Stephens por vicepresidente, investidos los dos del poder por un plazo de seis años. El Congreso, compuesto de dos Cámaras, estaba reunido en Richmond. Tres días después Jefferson Davis había decretado el servicio obligatorio. Desde esta fecha los confederados habían obtenido algunos éxitos parciales, aunque, en suma, de poca importancia. Por otra parte, el día 24 una gran parte del ejército del general McClellan había avanzado, según se decía, hasta el otro lado del Alto Potomac, lo que había traído como consecuencia la evacuación de Columbus por los sudistas. Se preparaba, pues, una gran batalla sobre el Mississippi, que pondría en contacto el ejército separatista con el ejército que mandaba el general Grant.

¿Y la escuadra que el comodoro Dupont había de conducir hasta las bocas del San Juan?

Corría el rumor de que a la vuelta de unos días ensayaría el forzar los pasos del río. Por consiguiente, si Texar y sus partidarios querían intentar algún golpe de mano que pusiera en su poder la ciudad y Íes permitiese satisfacer sus venganzas personales, no debían tardar en hacerlo.

Tal era el estado de cosas en Jacksonville. ¿Quién sabe si el incidente de Burbank precipitaría el desenlace?

Cuando llegó la hora de comparecer ante el tribunal, James Burbank dejó la casa de su corresponsal y se dirigió hacia la plaza en que se elevaba el edificio del Palacio de Justicia. Había gran animación en las calles. La población se dirigía en masa hacia aquel sitio. Se conocía, se sentía que de este asunto, poco importante en sí mismo, podía salir un tumulto cuyas consecuencias nadie podía prever.

La plaza estaba llena de gentes de todas clases: blancos, mestizos, negros; naturalmente, todos en actitud tumultuosa. Pero el número de los que habían podido entrar en el Palacio de Justicia era bastante reducido. Sin embargo, en él se encontraban, sobre todo, los partidarios de Texar, confundidos con un número más reducido de gentes honradas opuestas a todo acto de injusticia. Pero les sería difícil resistir a aquella gente del populacho que empujaba y hacía esfuerzos para conseguir a todo trance la caída de las autoridades de Jacksonville.

Cuando James Burbank apareció en la plaza, fue inmediatamente reconocido. En el mismo instante se oyeron algunos gritos violentos, que no le eran nada favorables. Algunos generosos ciudadanos le rodearon. No querían que un hombre honrado y estimado generalmente como lo era el colono de Camdless-Bay quedase expuesto sin defensa a las brutalidades de la multitud.

Obedeciendo la orden que había recibido. James Burbank daba a la vez testimonio de dignidad y de resolución. Se hubiera podido esperar que estas cualidades le fueran reconocidas.

James Burbank, pudo, pues, abrirse camino a través de la multitud. Llegó al umbral de la puerta del salón en que el tribunal le esperaba, y se paró delante de la barra, adonde era conducido contra todo derecho.

El primer magistrado de la ciudad y los demás jueces ocupaban sus puestos. Eran todos hombres de intachable conducta, que gozaban de merecida consideración. A cuántas recriminaciones, a cuántas amenazas habían estado expuestos desde el principio de la guerra separatista, es demasiado fácil de imaginar. ¿Qué valor no les era necesario para permanecer en su puesto, y qué energía para mantenerse contra toda injusticia?

Si hasta entonces habían podido resistir a todos los ataques del partido de los alborotadores, era porque, como ya se ha dicho, la cuestión de la esclavitud en Florida no sobrexcitaba tanto los ánimos como los apasionaba en otros Estados del Sur. Sin embargo, las ideas separatistas ganaban poco a poco terreno. Con ellas la influencia de la gente revoltosa, de los aventureros, de los nómadas esparcidos por el condado, se aumentaba de día en día. Y hasta para dar una satisfacción a la opinión pública, bajo la presión del partido de los violentos, los magistrados se habían visto obligados a llamar ante ellos a James Burbank, por denuncia de uno de los jefes de este partido, del español Texar.

El murmullo de aprobación por una parte, y de reprobación por otra, que acogió al propietario de Camdless-Bay a su entrada en la sala, se calmó bien pronto. James Burbank, de pie ante la barra, con la mirada serena de un hombre que ni ha tenido ni ha dado motivo para temer, con la voz firme no esperó siquiera a que el magistrado le dirigiese las preguntas de fórmula.

—Señores: habéis hecho venir a James Burbank de Camdless-Bay —dijo—. James Burbank está en vuestra presencia.

Después de las primeras formalidades del interrogatorio, con las cuales se conformó. James Burbank preguntó sencilla y brevemente:

—¿De qué se me acusa?

—De hacer oposición por palabra, y acaso por actos —respondió el magistrado—, a las ideas y a las esperanzas que deben tener ahora principal curso en Florida.

—¿Y quién me acusa?

—Yo.

El que brutalmente había lanzado esta palabra era Texar. James Burbank había reconocido su voz. Ni siquiera volvió la cabeza hacia el sitio donde su acusador estaba. Se contentó con encogerse de hombros, en señal de desdén hacia el vil y cobarde acusador que contra él se levantaba.

Sin embargo, los compañeros y partidarios de Texar animaban a su jefe con la voz y con el gesto.

—Ante todo —dijo este—, arrojaré a la cara de James Burbank su cualidad de nordista. Su presencia en Jacksonville es un insulto permanente en medio de un Estado confederado. Puesto que él está con los nordistas por su corazón y por su origen, ¿por qué no se ha marchado al Norte?

—Yo estoy en Florida porque me conviene estar —respondió James Burbank—. Desde hace veinte años habito en el condado. Si no he nacido aquí se sabe al menos de dónde vengo. Que digan otro tanto, si es que pueden decirlo, aquellos cuyo pasado se ignora, que rehúsan vivir a la luz del día y cuya existencia privada merece ser recriminada con muchísima más razón que la mía.

Con esta respuesta, Texar se veía directamente atacado, pero no se dio por aludido.

—¿Y después? —preguntó de nuevo James Burbank.

—Después —contestó Texar—, en el momento en que el país está pronto a sublevarse por el sostenimiento de la esclavitud, pronto a verter su sangre para rechazar las tropas federales, yo acuso a James Burbank de ser antiesclavista y, sobre todo, de hacer propaganda contra la esclavitud.

—James Burbank —dijo el magistrado—, en las circunstancias en que nos encontramos podéis comprender que esta acusación es de una gravedad excepcional. Os ruego, pues, que respondáis a ella.

—Señor —respondió James Burbank—, mi respuesta será muy sencilla. Yo no he hecho jamás ninguna propaganda, ni quiero hacerla. La acusación es falsa. En cuanto a mis opiniones acerca de la esclavitud, ruego que me sea permitido recordarlas aquí. ¡Sí, yo soy abolicionista…! Deploro la lucha que sostiene el Sur contra el Norte, y temo que el Sur se exponga a sufrir desastres que hubiera podido evitar; y en su interés mismo yo hubiera querido verle seguir otro camino, en lugar de empeñarse en una guerra contra la razón y contra la conciencia universal. Algún día os acordaréis de que los que hablan como yo lo hago en este momento, no estaban equivocados. Cuando la hora de una transformación, de un progreso moral ha sonado, es una locura oponerse a él. Por otra parte la separación del Norte y del Sur sería un crimen contra la patria americana. Ni la razón, ni la justicia, ni la fuerza están de vuestro lado, y este crimen no se verificará.

Estas palabras fueron acogidas al principio con algunos rumores de aprobación; pero estos fueron ahogados en seguida por violentos clamores de disgusto. La mayoría de aquel público, compuesto de gentes sin fe ni ley, no podía aceptarlas.

Cuando el magistrado pudo conseguir restablecer el silencio. James Burbank tomó de nuevo la palabra:

—Y ahora —dijo—, espero que se entablen acusaciones más precisas sobre hechos, no sobre ideas, y yo responderé cuando se me hayan hecho conocer.

Ante esta actitud tan digna, los magistrados no podían menos de encontrarse indecisos. No conocían ningún hecho que pudiera ser motivo de acusación contra Burbank. Su papel debía limitarse a dejar exponer las acusaciones con pruebas en su apoyo, si es que estas pruebas existían.

Texar comprendió que debía explicarse más categóricamente, o de lo contrario, no alcanzaría el objeto que se proponía.

—Sea —dijo—. Yo soy de los que no creen que se puede invocar la libertad de las opiniones en materia de esclavitud, cuando un país se levanta todo entero por sostener esta causa; pero si James Burbank tiene el derecho de pensar como le plazca en esta cuestión, si es verdad que se abstiene de buscar partidarios para sus ideas, al menos no se abstiene de buscar y sostener inteligencias con un enemigo que está a las puertas de Florida.

Esta acusación de complicidad con los federales era muy grave en aquella circunstancia. Esto se comprendió perfectamente en el rumor que corrió a través del público. Pero esta acusación era vaga todavía y era preciso apoyarla en hechos.

—¿Pretendéis que yo tengo inteligencias con el enemigo? —dijo James Burbank.

—Sí —afirmó Texar.

—Precisad: este es mi deseo.

—Bueno —replicó Texar—. Hace aproximadamente tres semanas un emisario, enviado a James Burbank, ha dejado el ejército federal, o, por lo menos, la flotilla que manda el comodoro Dupont. Este hombre ha ido a Camdless-Bay, y ha sido seguido desde el momento en que ha atravesado la plantación hasta la frontera de Florida. ¿Lo negaréis?

Se trataba, sin duda alguna, del mensajero que había llevado la carta del joven teniente. Los espías de Texar no se habían engañado. Esta vez la acusación era precisa y concreta y se esperaba, no sin inquietud, cuál sería la respuesta de James Burbank.

Este no dudó en exponer lo que no era, en suma, otra cosa que la estricta verdad.

—En efecto —dijo—. En esa época ha ido un hombre a Camdless-Bay; pero este hombre no era más que un mensajero: no pertenecía a la armada federal, y traía, sencillamente, una carta de mi hijo.

—¡De vuestro hijo! —gritó Texar—. ¡De vuestro hijo, que si no estamos mal informados, está al servicio del Gobierno unionista; de vuestro hijo, que está quizás entre el número de los invasores que marchan ahora mismo contra Florida!

La vehemencia con que Texar pronunció estas palabras no dejó de impresionar vivamente al público. Si James Burbank, después de haber confesado que había recibido una carta de su hijo, convenía y confesaba que su hijo estaba en las filas del ejército federal, ¿cómo se defendería de la acusación que se le hacía de estar en relaciones con los federales, con los enemigos del Sur?

—¿Queréis responder a los hechos que se han expuesto contra vuestro hijo? —preguntó el magistrado.

—No puedo responder a eso —replicó James Burbank con voz firme—; ni tengo, ni sé qué responder. No se trata aquí de mi hijo, que yo sepa. Yo solamente estoy acusado de haber mantenido inteligencias con el ejército federal. Yo niego esto, y desafío a ese hombre, que no me ataca más que por odio personal, a que dé una sola prueba de ello.

—¿Confesáis, pues, que vuestro hijo se bate en este momento contra los confederados? —gritó Texar.

—Yo no tengo nada que confesar, nada —respondió James Burbank—. A vos es a quien corresponde probar las acusaciones que me lanzáis.

—¡Sea! —dijo Texar—. Yo lo probaré. Dentro de algunos días estaré en posesión de la prueba que se me pide, y cuando la tenga…

—Cuando la tengáis —respondió el magistrado—, podremos dar sentencia a este juicio, pero hasta entonces no ve el Tribunal cuáles son las acusaciones a que James Burbank tenga que responder.

Al expresarse así, el magistrado hablaba como un hombre íntegro. Tenía razón, sin duda; pero desgraciadamente, hacía mal en tener razón delante de aquel público tan prevenido contra el colono de Camdless-Bay. Por consiguiente, sus palabras fueron acogidas con murmullos y hasta con protestas proferidas por los compañeros de Texar. El español comprendió bien la situación y abandonando los hechos relativos a Gilbert Burbank volvió de nuevo a las acusaciones dirigidas exclusivamente contra su padre.

—Sí —repitió—; yo probaré todo lo que he dicho, a saber: que James Burbank está en relación con el enemigo que se prepara a invadir Florida. Pero, entretanto, las opiniones que profesa públicamente, opiniones tan peligrosas para la causa de la esclavitud, constituyen un peligro público. Así, en nombre de todos los propietarios de esclavos, que no se someterán jamás al yugo que el Norte quiere imponerles, yo pido que se le detenga y se ponga en seguridad su persona.

—¡Sí, sí! —gritaron los partidarios de Texar, en tanto que una parte de la asamblea intentaba vanamente protestar contra esta injusta pretensión.

El magistrado pudo al fin restablecer la calma, y James Burbank volvió a hacer uso de la palabra.

—Yo protesto con toda la fuerza de mi derecho —dijo—, contra el acto arbitrario al cual se pretende empujar al Tribunal. ¡Que yo soy abolicionista…! Bien, ¿y qué? ¿No lo he confesado ya? Pero las opiniones son libres, creo yo, con un sistema de gobierno fundado sobre la libertad. No es un crimen, hasta ahora, el ser antiesclavista, y allí donde no hay delito, la ley es impotente para castigar.

Numerosos murmullos de aprobación parecieron dar la razón a James Burbank. Sin duda Texar comprendió por esto que había llegado la ocasión de cambiar sus baterías, puesto que las acusaciones que había hecho hasta entonces no le habían dado el resultado apetecido. Así, no hay por qué admirarse si de repente lanzó a James Burbank el siguiente apostrofe:

—Pues bien; puesto que sois contrario a la esclavitud, dad libertad a los esclavos de vuestras posesiones.

—Sí; yo lo haré —dijo Burbank—; pero cuando llegue el momento oportuno.

—¿De veras? Lo haréis cuando el ejército federal sea dueño de Florida. Os hacen falta los soldados de Sherman y los marinos de Dupont para que tengáis el valor de poner de acuerdo vuestros actos con vuestras ideas. Eso es prudente, pero es cobarde.

—¡Cobarde! —replicó James Burbank, indignado, sin comprender que su enemigo le tendía un lazo.

—Sí, cobarde —repuso Texar—. Veamos; atreveos a llevar vuestras opiniones a la práctica. Hasta ahora, todo hace creer que no buscáis más que una popularidad fácil, para agradar a las gentes del Norte; sí: antiesclavista en la apariencia, pero en el fondo, por vuestro interés, no sois más que un partidario del sostenimiento de la esclavitud.

James Burbank se había erguido indignado al oír esta injuria. Cubrió a su acusador con una mirada de desprecio. Pero aquello era más de lo que él podía soportar. Semejante reproche de hipocresía se encontraba por completo en desacuerdo con toda su existencia, franca y leal. Así, no hay por qué admirarse al oírle responder con una voz que fue bien oída por todos:

—Habitantes de Jacksonville: a partir de este día, no tengo ya ni un esclavo; a partir de este día proclamo la abolición de la esclavitud en todo el dominio de Camdless-Bay.

Al principio, algunos entusiastas hurras acogieron esta declaración atrevida. Sí, había, al hacerla, un verdadero acto de valor; más de valor que de prudencia acaso; pero James Burbank acababa de dejarse llevar por su indignación.

En efecto, esto era demasiado evidente; esta medida iba a comprometer los intereses de todos los demás plantadores de Florida. Así es que la reacción se verificó en el acto entre el público del Tribunal de Justicia. Los primeros aplausos otorgados al colono de Camdless-Bay fueron bien pronto ahogados por las vociferaciones, no solamente de los que eran esclavistas por principio, sino también de todos aquellos que hasta entonces habían permanecido indiferentes en esta cuestión de la esclavitud. Sin duda alguna los partidarios de Texar se hubieran aprovechado de este movimiento de la opinión para entregarse a actos de violencia contra James Burbank, si el español mismo no los hubiera contenido.

—Estad tranquilos —dijo—. James Burbank se ha desarmado por sí mismo. Ahora ya es nuestro.

Estas palabras, cuya significación se comprenderá bien pronto, bastaron para detener a todos los partidarios de la violencia y de la injusticia, de los cuales Texar era el jefe. James Burbank no fue, por consiguiente molestado, ni aun algunos instantes después, cuando los magistrados le dijeron que podía retirarse. En efecto, ante la ausencia de toda prueba no había medio de acordar la encarcelación pedida por Texar. Sin duda, el español mantenía sus acusaciones; él se había comprometido a presentar las pruebas que pondrían de manifiesto las connivencias de James Burbank con el enemigo; pero hasta entonces James Burbank debía estar libre y se le dejó en libertad.

Es cierto que esta declaración de libertad relativa al personal de Camdless-Bay públicamente hecha, iba a ser ulteriormente explotada contra los magistrados de la ciudad y en provecho del partido revoltoso.

Pero sea lo que quiera, a la salida de James Burbank del Palacio de Justicia, a pesar de ser seguido por una multitud muy mal dispuesta en contra suya, la autoridad supo impedir que se cometiese con él ninguna violencia. Hubo gritos, silbidos y amenazas, pero no actos de brutalidad. Evidentemente, la influencia de Texar le protegía, hasta que considerase llegada la hora de obrar contra él. James Burbank pudo, por consiguiente, llegar a los muelles del puerto, donde le esperaba su embarcación. Allí se despidió de su corresponsal, Harvey, que no se había separado un momento de él. Después, poniéndose en marcha en seguida, estuvo bien pronto fuera del alcance de las vociferaciones con que los alborotadores de Jacksonville habían acompañado su partida.

La marea descendía entonces, lo cual hizo retrasar la marcha de la embarcación, que no empleó menos de dos horas en llegar al puentecillo de Camdless-Bay, donde su familia esperaba a James Burbank.

¡Qué alegría experimentaron las personas amadas al volverle a ver…! ¡Había tantos motivos para temer que le retuvieran lejos de los suyos…!

—No, hija mía —dijo Burbank a la pequeña Dy, que le besaba apasionadamente—. ¡Yo te había prometido volver para comer contigo; y tú sabes bien que no falto jamás a mis promesas…!