JACKSONVILLE
—S í, Zermah, sí; habéis sido creada y puesta en el mundo para ser esclava —repitió el capataz, rumiando, por decirlo así, su idea favorita—. Sí, habéis nacido esclava, y de ningún modo criatura libre.
—Pues no es esa mi opinión —replicó Zermah con tono tranquilo, sin poner en su respuesta ninguna animosidad; de tal modo estaba acostumbrada a estas discusiones con el capataz de la plantación de Camdless-Bay.
—¡Pero es posible, Zermah! Suceda lo que quiera, y sean cualesquiera vuestras ideas, acabaréis por reconocer la verdad de esta afirmación: que no hay ninguna igualdad que pueda, razonablemente, establecerse entre los blancos y los negros.
—Ya está establecida, señor Perry, y lo ha estado siempre por la naturaleza misma.
—Os engañáis, Zermah; y la prueba de ello es que los blancos son diez veces, veinte veces, ¿qué digo?, cien veces más numerosos que los negros sobre la superficie de la tierra.
—Precisamente por esto los han reducido a la esclavitud —respondió Zermah—. Tenían la fuerza y han abusado de ella; pero si los negros hubiesen sido mayoría en este mundo, serían los blancos los que hubieran sido reducidos a la esclavitud. O… acaso, no; pues los negros hubiesen ciertamente mostrado más justicia y sobre todo menos crueldad.
No hay que creer, sin embargo, que esta conversación, perfectamente ociosa, impedía a Zermah y al capataz vivir en buena armonía. En este momento, además, no tenían otra cosa que hacer sino hablar.
Solamente nos será permitido creer que hubieran Podido muy bien tratar un asunto más útil, y sin duda hubiese sido así, sin la manía del capataz, que le llevaba a discutir siempre la cuestión de la esclavitud.
Los dos estaban en aquel momento sentados en la popa de una de las embarcaciones de Camdless-Bay, conducida por cuatro marineros de la plantación. Atravesaban oblicuamente el río aprovechando la marea descendente, y se dirigían a Jacksonville. El capataz tenía algunos asuntos que ventilar allí por cuenta de James Burbank, y Zermah iba a comprar diversas prendas de vestir para su pequeña y amada Dy.
Era el 10 de febrero, es decir, tres días después de aquel en que James Burbank había vuelto a Castle-House, y Texar a la «Bahía Negra», después del asunto de San Agustín.
No hay que decir que al día siguiente Stannard y su hija habían recibido una esquelita de Camdless-Bay, que les había dado a conocer sumariamente lo que decía la última carta de Gilbert. Estas noticias no llegaban nunca demasiado pronto para tranquilizar a Alicia, cuya vida pasaba en una continua inquietud desde el principio de esta encarnizada y terrible lucha entre el Sur y el Norte de los Estados Unidos.
La embarcación, impulsada por una vela latina, se deslizaba entonces rápidamente a lo largo del río. Antes de un cuarto de hora habrían llegado a Jacksonville. El capataz tenía, pues, muy poco tiempo ya para acabar de desenvolver su tesis favorita, y no lo desperdició.
—No, Zermah —replicó—, no; si los negros hubiesen sido el mayor número, en nada hubiera cambiado el estado de las cosas. Y digo más; cualquiera que sea el resultado de la guerra, se volverá siempre a la esclavitud, porque es preciso que haya esclavos para el servicio de las plantaciones.
—No es esa la opinión de Mr. Burbank, bien lo sabéis —respondió Zermah.
—Ya lo sé; pero me atrevo a decir que Mr. Burbank se engaña, salvo el respeto que tengo hacia él. Un negro debe formar parte del dominio del mismo modo que los animales, y por los mismos títulos que los instrumentos de cultivo. Si un caballo pudiera marcharse cuando quisiera, si una carreta tuviese el derecho de ponerse en otras manos que las de su propietario cuando le conviniera, no habría explotación posible. Que Mr. Burbank dé libertad a sus esclavos, y verá y veremos todos a lo que queda reducido Camdless-Bay.
—Ya lo hubiese hecho —replicó Zermah—, si las circunstancias le hubiesen permitido hacerlo, vos no lo ignoráis, señor Perry. ¿Y queréis saber lo que hubiera sucedido si la libertad de los esclavos hubiese sido proclamada en Camdless-Bay? Pues que ni un solo negro habría dejado la plantación, y nada hubiera cambiado en ella, sino el derecho de tratarlos como bestias de carga. Pero como vos no habéis usado nunca de ese derecho, después de la emancipación todo hubiera quedado lo mismo que estaba antes.
—¿Creéis, por casualidad, que me habéis convertido a vuestras ideas, Zermah? —preguntó el capataz.
—De ninguna manera, señor Perry. Por otra parte, sería tarea bien inútil, por una razón bien sencilla.
—¿Cuál?
—Que, en el fondo, vos pensáis acerca de esto exactamente igual que Mr. Burbank, Mr. Carrol y Mr. Stannard, como todos los que tienen el corazón generoso el espíritu justo y la razón serena.
—¡Jamás, Zermah, jamás! Y yo pretendo que todo cuanto digo acerca de esta cuestión, es en interés de los negros. Si se les entrega a su sola y libre voluntad, perecerán todos, y la raza se perderá por completo.
—No creo nada de eso, señor Perry, aunque digáis lo que queráis. En todo caso, más vale que la raza perezca, que no estar perpetuamente destinada a la degradación de la esclavitud.
El capataz hubiese querido responder todavía, aunque acaso estuviera exhausto el arsenal de sus argumentos; pero ya se llegaba al puerto. La vela acababa de ser arriada, y la embarcación fue a colocarse en fila de la estacada de madera. Allí debía esperar la vuelta de Zermah y del capataz, los cuales desembarcaron en seguida, para ir cada cual a sus negocios.
Jacksonville está situada sobre la ribera derecha del San Juan, en el límite de una vasta llanura bastante baja, rodeada de un horizonte de magníficos bosques, que le dan siempre un hermoso cuadro de verdura. Los campos de maíz y de caña de azúcar, y los arrozales, ocupan hacia el límite del río una parte de este territorio.
Hace diez años, Jacksonville no era otra cosa que una gran aldea con un arrabal, cuyas casas, construidas con mortero y cañas, no servían más que para alojamiento de la población negra. Pero en la época actual la aldea comenzaba a hacerse ciudad, tanto por sus casas más cómodas y elegantes, sus calles mejor trazadas y sostenidas, como por el número de sus habitantes, que se había duplicado en pocos años.
Por otra parte, al año siguiente, esta capital del condado de Duval había de ganar mucho todavía uniéndose por medio de un ferrocarril a Tallahassee, que es la capital de Florida.
Ya al desembarcar en el muelle del puerto, el capataz y Zermah habían podido notar que una animación grandísima reinaba en la ciudad. Algunos cientos de habitantes, los unos sudistas de origen americano, los otros mulatos y mestizos, de origen español, esperaban la llegada de un vapor, cuya humareda se divisaba ya en la parte inferior del río, más allá de una punta baja del San Juan. Algunos, con el deseo de entablar más rápida comunicación con el vapor, se habían arrojado a las lanchas del puerto, en tanto que otros habían tomado puestos en lo más alto de los mástiles de las embarcaciones que se hallaban en el puerto y que eran conocidas por frecuentar habitualmente las aguas de Jacksonville.
En efecto, desde la víspera se habían recibido graves noticias del teatro de la guerra. Los proyectos de operaciones indicados en la carta de Gilbert Burbank eran en parte conocidos. No se ignoraba que la flotilla del comodoro Dupont debía levar anclas muy pronto, y que el general Sherman se proponía acompañarle con tropas de desembarco. ¿De qué lado se dirigiría esta expedición? No se sabía de una manera positiva, pero todo daba motivo para pensar que tenía por objeto el San Juan y el litoral floridiano. Después de Georgia, Florida estaba amenazada de una invasión del ejército federal.
Cuando el steamer que venía de Fernandina arribó a la estacada de Jacksonville, sus pasajeros no hicieron otra cosa que confirmar estas noticias. Añadieron, además, que probablemente sería a la rada de Saint-Andrews donde vendría a anclar el comodoro Dupont con su flotilla, esperando un momento favorable para forzar los pasos de la isla Amelia y acaso también la parte baja de la cuenca del San Juan.
Instantáneamente los grupos se esparcieron por la ciudad, seguidos de los agentes del orden público. Por todas partes se gritaba «¡Resistencia a los nordistas!». «¡Mueran los nordistas!». Tales eran las excitaciones feroces que los agitadores, a las órdenes de Texar, lanzaban sobre la población, ya muy sobresaltada.
Hubo demostraciones en la Plaza Mayor, delante de Court-House, la casa de justicia, y hasta delante de la iglesia episcopal. Las autoridades tendrían seguramente mucho trabajo y muchos disgustos que sufrir para calmar esta efervescencia, bien que los habitantes de Jacksonville fuesen los que estaban menos divididos acerca de las apreciaciones que se hacían sobre la cuestión de la esclavitud. Pero en estos tiempos de tumultos, los que más gritan y los que más se mueven dan siempre la ley, y los más moderados acaban inevitablemente por seguirles.
Naturalmente, en las tabernas y en las casas de bebidas era donde los alborotadores, bajo la influencia de los licores fuertes, gritaban con más violencia. Los políticos y estadistas de taberna y de café desenvolvieron allí sus planes, que, según su raciocinio, tenían por objeto urgente e infalible oponer una inmediata resistencia a la invasión nordista.
—¡Es preciso dirigir las milicias sobre Fernandina! —decía uno.
—¡Es preciso echar a pique los buques en los pasos del San Juan! —exclamaba otro.
—Mejor es construir fortificaciones de tierra alrededor de la ciudad y erizarlas de cañones.
—Es necesario pedir socorro por la vía del ferrocarril de Fernandina a Keys.
—Sí, pero ante todo es necesario apagar los fuegos del faro de San Pablo para impedir que la flotilla entre de noche en las bocas del San Juan.
—Y sembrar de torpedos el fondo del río. Esta máquina de guerra acababa de inventarse cuando la guerra separatista; pero ya se había oído hablar de ella, y sin saber siquiera de qué manera funcionaba, aseguraban que era conveniente hacer uso de ella.
—Ante todo —dijo uno de los más furiosos oradores de la tienda de Torillo—, es preciso poner en prisión a todos los nordistas de la ciudad y a todos los sudistas que piensen como ellos, porque pueden estar en inteligencia con los enemigos del Norte.
Hubiera sido muy extraño que nadie se hubiera acordado de emitir esta proposición, última ratio de los sectarios de todos los países. Por consiguiente, apenas fue expresada, acogióse con atronadoras salvas de aplausos y burras. Felizmente para las gentes honradas de Jacksonville, los magistrados debían dudar algún tiempo todavía antes de acceder a las exigencias de este clamor popular.
Zermah, recorriendo las calles, había observado todo lo que pasaba, a fin de informar de ello a su señor, directamente amenazado por este movimiento. Si se llegaba a las medidas de violencia, estas medidas no se limitarían a la ciudad. Se extenderían más allá, hasta las plantaciones del condado, y ciertamente Camdless-Bay sería una de las primeras que experimentase el furor de las turbas.
Así, para procurarse informaciones más precisas, Zermah se dirigió a la casa que Stannard ocupaba más allá del arrabal.
Era una encantadora morada, poco importante, en verdad, pero agradablemente situada en una especie de oasis que el hacha de los taladores había reservado en este rincón de la llanura. Por los cuidados de Alicia, en el interior como en el exterior, la casa presentaba un aspecto irreprochable. Se reconocía ya una inteligente y aplicada mujer de su casa en esta joven a quien la muerte de su madre había llevado desde muy temprano a dirigir el personal de la casa de Walter Stannard.
Zermah fue recibida con gran amabilidad por la joven. Alicia habló, antes que de nada, de la carta de Gilbert, y Zermah pudo decirle los términos casi exactos en que estaba redactada.
—¡Oh, sí! No está lejos ahora —dijo Alicia—. Pero ¿en qué condiciones va a venir a Florida? ¡Y qué de peligros pueden todavía amenazarle hasta el fin de esta expedición!
—¡Peligros, Alicia! —replicó Stannard—; tranquilízate. Gilbert ha afrontado ya tantos y tan grandes durante la travesía por las costas de Georgia y principalmente en el hecho de Port-Royal, que imagino que la resistencia de los floridianos no será tan terrible ni de tan larga duración. ¿Qué pueden hacer estando delante el San Juan, que permite a los cañoneros subir hasta el corazón de los condados? Toda defensa me parece que será en extremo difícil, si no imposible.
—¡Ojalá fuera verdad, padre mío! —respondió Alicia—; y haga el cielo que esta sangrienta guerra llegue pronto a su fin.
—Esta guerra no puede terminarse más que por el anonadamiento del Sur —respondió Stannard—. Pero esto será largo, sin duda; y temo mucho que Jefferson Davis, sus generales, los Lee, los Johnston, los Beauregard y otros resistan largo tiempo todavía en los Estados del Centro. No; las tropas federales no darán cuenta fácilmente de los confederados. En cuanto a Florida, no les será difícil apoderarse de ella. Desgraciadamente, no es su posesión la que ha de asegurarles la victoria definitiva.
—¡Con tal de que Gilbert no cometa imprudencias! —dijo Alicia cruzando las manos—. Si no pudiera resistir al deseo de ver a su familia durante algunos días, puesto que está tan cerca de ella…
—De ella y de vos, Miss Alicia —respondió Zermah—; ¿pues no sois vos ya de la familia Burbank?
—Sí, Zermah, por el corazón.
—No, Alicia, no temas nada —respondió Stannard—, Gilbert es demasiado razonable para exponerse así, sobre todo cuando bastarán algunos días al comodoro Dupont para ocupar Florida. Sería una temeridad sin excusa aventurarse en este país, tan exaltado a favor de las ideas esclavistas, en tanto que las tropas federales no se crean por completo dueñas de él.
—Sobre todo ahora que los espíritus están más excitados y más prontos que nunca a la violencia —dijo Zermah.
—En efecto, desde esta mañana, la ciudad está en efervescencia —respondió Stannard—. He visto y he oído a los agitadores. Texar no les deja un momento; desde hace unos ocho o diez días les empuja, les excita, y estos malhechores acabarán por sublevar a todo el populacho, no solamente contra los magistrados de la ciudad, sino también contra aquellos habitantes que no participen de su manera de ver y de pensar.
—¿No creéis, Mr. Stannard —dijo entonces Zermah—, que haríais bien en abandonar a Jacksonville, al menos durante algún tiempo? Sería prudente no volver aquí hasta después de la llegada de las tropas federales a Florida. Mr. Burbank me ha encargado que os lo repita, diciéndome que estaría muy honrado y contento en ver a Miss Alicia y a vos en Castle-House.
—Sí, ya lo sé —respondió Stannard—. No he olvidado el ofrecimiento de Burbank. Pero en realidad, ¿se está en Castle-House más seguro que en Jacksonville? Si estos aventureros, vagabundos sin profesión, estos furiosos llegan a conseguir el ser aquí los dueños, ¿no se esparcirán también por la campiña? ¿Estarán las plantaciones al abrigo de sus ataques y de sus destrozos?
—Mr. Stannard —replicó Zermah, con viveza—, en caso de peligro, me parece preferible estar reunidos.
—Zermah tiene razón, padre mío —añadió Alicia—. Vale más y es mucho mejor estar todos juntos.
—Sin duda ninguna, hija mía —respondió Stannard—; así es que no rehúso la proposición de Burbank. Pero no creo que el peligro esté tan próximo. Zermah prevendrá a nuestros amigos de que tengo aún necesidad de algunos días para poner en orden mis negocios, y que, transcurridos estos, iremos a pedir hospitalidad a Castle-House.
—Así, cuando Mr. Gilbert llegue a casa, encontrará allí reunidas todas las personas que desea —dijo la esclava.
Zermah se despidió de Walter Stannard y de su hija. Después, atravesando por medio de los sitios en que más ardiente se manifestaba la agitación popular, que no dejaba de crecer, llegó hasta el barrio del puerto y a los muelles, donde ya la esperaba el capataz. Los dos se embarcaron para atravesar el río. Después Perry volvió a emprender su conversación habitual en el punto preciso en que la había dejado al desembarcar.
Al decir que el peligro no era inminente, acaso se engañaba Walter Stannard. En efecto, los sucesos iban a precipitarse, y en Jacksonville debían sentirse muy pronto las consecuencias de ellos.
Jacksonville
Sin embargo, el Gobierno federal procedía siempre con gran circunspección, con el objeto de lesionar lo menos posible los intereses del Sur. No quería proceder sino por medidas ordenadas y sucesivas. Así es que, dos años después del comienzo de las hostilidades, el presidente Abraham Lincoln no había decretado la abolición de la esclavitud en todo el territorio de los Estados Unidos. Más de dos meses debían transcurrir todavía antes de que un mensaje del presidente propusiera resolver la cuestión por el rescate y la emancipación gradual de los negros, antes de que la abolición fuese proclamada, antes de que fuese votada la concesión de un crédito de cinco millones de francos, con la autorización de conceder, a título de indemnización, mil quinientos francos por cada esclavo emancipado. Si algunos generales del Norte se habían creído autorizados para abolir la servidumbre en los territorios invadidos por sus ejércitos, habían sido desautorizados hasta entonces. Es que la opinión en esta época no era unánime acerca de este punto, y aún se citaban ciertos jefes militares de los unionistas que no encontraban ni lógica ni oportunidad en esta medida.
Entretanto, los hechos de armas continuaban repitiéndose, y muy particularmente en perjuicio de los confederados. El general Price, el día 12 de febrero de aquel año, se había visto obligado a evacuar Arkansas con todo el contingente de las milicias misurianas. Se ha visto que el fuerte Henry había sido tomado y ocupado por los federales. Ahora estos atacaban el fuerte Donelson, defendido por una artillería poderosa y cubierto por cuatro kilómetros de obras exteriores, que comprendían la pequeña ciudad de Dover. Sin embargo, a pesar del frío y de la nieve, doblemente amenazado por la parte de tierra por los 15 000 hombres del general Grant, y por la parte del río por las cañoneras del comodoro Foote, el fuerte caía el 14 de febrero, en poder de los federales, con toda una división sudista, así los hombres como el material de guerra.
Este era un espantoso fracaso para los confederados. El efecto producido por esta derrota fue inmenso. Como consecuencia inmediata iba a traer la retirada del general Johnston, que se vio obligado inevitablemente a abandonar la importante ciudad de Nashville, sobre el río Cumberland. Los habitantes, aterrorizados, presa de horrible pánico, la abandonaron detrás de él, y algunos días más tarde corría la misma suerte la ciudad de Columbus. Todo el estado de Kentucky había sido ya sometido, como consecuencia de esta victoria, a la dominación del Gobierno federal.
Fácilmente puede imaginarse con qué sentimientos de cólera y con qué ideas de venganza serían acogidos estos acontecimientos en Florida. Las autoridades eran impotentes para calmar el movimiento, que se propagó de ciudad en ciudad, hasta las chozas más lejanas de los condados. El peligro aumentaba, puede decirse, de hora en hora, para cualquiera que no compartiese las opiniones de los del Sur y no se asociase a sus proyectos de resistencia contra los ejércitos federales. En Tallahassee, en San Agustín y en otras ciudades de Florida hubo varios tumultos cuya represión no dejó de ser difícil. Pero donde principalmente el populacho amenazó y estuvo a punto de cometer actos de la más incalificable barbarie fue en Jacksonville.
En tales circunstancias ya se comprende que la situación de Camdless-Bay era de día en día más inquietante. Sin embargo, con su personal, que le era muy afecto. James Burbank acaso pudiera resistir, al menos, los primeros ataques y acometidas que se dirigiesen contra la plantación, no obstante ser muy difícil en esta época procurarse municiones y armas en cantidad suficiente. Pero en Jacksonville, Walter Stannard, directamente amenazado, tenía motivos para temer por la seguridad de su vivienda, por su hija, por él mismo, por todos los suyos.
James Burbank, conociendo los peligros de esta situación, le escribía carta sobre carta. Le envió, además, varios mensajeros para rogarle que fuera sin tardanza a reunirse con él en Castle-House. Allí estaría relativamente en seguridad; y si era preciso buscar otro retiro, si era necesario ocultarse en lo más interior del país hasta el momento en que los federales hubiesen asegurado la tranquilidad moral y material con su presencia, les sería más fácil hacerlo.
Así solicitado, Walter Stannard resolvió abandonar momentáneamente a Jacksonville y refugiarse en Camdless-Bay. Partió, pues, en la mañana del día 23 tan secretamente como le fue posible y sin haber dejado traslucir nada acerca de sus proyectos.
Una embarcación les esperaba en el fondo de una pequeña bahía del San Juan, más arriba del puerto. Alicia y él se embarcaron en ella, atravesaron rápidamente el río y llegaron al pequeño puerto, donde les aguardaba la familia Burbank.
Es fácil imaginar la grata acogida que les fue dispensada. ¿No era ya Alicia una hija para la señora Burbank? Todos se encontraban ya reunidos. Los malos días, las actuales zozobras, se pasarían en compañía unos de otros con más seguridad, y, sobre todo, con menos angustias.
En suma, no se dispuso más que del tiempo preciso para abandonar a Jacksonville. Al día siguiente la casa de Stannard fue atacada por una banda de malhechores, que amparaban sus violencias bajo la bandera de un pretendido y falso patriotismo local.
Costó gran trabajo a las autoridades impedir el pillaje, así como preservar de iguales ataques las casas de otros honrados conciudadanos, opuestos a las ideas separatistas. Pero, evidentemente, se veía claro que se aproximaba la hora en que estas autoridades serían depuestas y remplazadas por los jefes del tumulto. Estos, lejos de reprimir las violencias, serían los primeros en provocarlas.
Y, en efecto, tal como Stannard había dicho a Zermah, Texar se había decidido desde hacía algunos días a dejar su misteriosa y desconocida vivienda para ir a Jacksonville. Allí había encontrado a sus compañeros habituales, reclutados entre los más detestables sectarios de la población floridiana, venidos de las diversas plantaciones de las dos orillas del río.
Estos envilecidos sicarios pretendían imponer su voluntad, así en las ciudades como en las campiñas, y estaban en correspondencia con la mayor parte de sus adeptos y semejantes de los diversos condados de Florida. Poniendo siempre como bandera la cuestión de la esclavitud y declarándose partidarios de su existencia, no necesitaban más para ganar terreno. Algunos días más y tanto en Jacksonville como en San Agustín, adonde afluían ya todos los nómadas y aventureros y todos los explotadores de bosques, tan numerosos en el país; algunos días más tarde, repetimos, y ellos serían los dueños, ellos dispondrían de la autoridad y concentrarían en sus manos todos los poderes civiles y militares. Las milicias y las tropas regulares no tardarían en hacer causa común con estos desalmados, lo que sucede fatalmente en estas épocas de turbación en que la violencia y las malas pasiones se sobreponen a los buenos deseos de las personas honradas.
James Burbank no ignoraba nada de lo que pasaba en el exterior. Varios de sus criados, en los cuales tenía confianza, le pusieron al corriente de todos los movimientos que se preparaban en Jacksonville. Sabía que Texar había reaparecido por allí, que su detestable influencia se extendía sobre el pueblo bajo, como él, de origen español.
Un hombre semejante al frente de la ciudad era una amenaza directa contra Camdless-Bay.
Así, pues, James Burbank se preparaba a todo evento, ya fuese para una resistencia, si era posible hacerla, ya para una retirada si se veía obligado a abandonar Castle-House al incendio y al pillaje.
Ante todo, atender a la seguridad de su familia y la de su amigo era su primera, su constante preocupación.
Durante estos días Zermah mostró un afecto y una buena voluntad sin límites. A todas horas se la veía vigilando los alrededores de la plantación, principalmente del lado del río. Algunos esclavos, escogidos por ella entre los más inteligentes y los más fieles, permanecían día y noche en los puestos que se les habían señalado. Toda tentativa contra la plantación hubiese sido indicada en el acto. La familia Burbank no podía ser sorprendida de improviso sin tener el tiempo suficiente para refugiarse en Castle-House.
Pero no era por un ataque directo y a mano armada por lo que James Burbank debía ser molestado más o menos pronto. En tanto que la autoridad no estuviera en manos de Texar y de los suyos, se debía guardar algo las formas. Así fue que, bajo la presión de la opinión pública, los magistrados se vieron obligados a tomar una medida que iba a dar una especie de satisfacción a los partidarios de la esclavitud, encarnizados contra las gentes del Norte.
James Burbank era el más importante de los colonos de Florida; el más rico, además, entre todos ellos, y cuyas opiniones antiesclavistas eran demasiado conocidas. Contra él fue, por consiguiente, contra quien se dirigieron los primeros tiros, haciéndole pasar por el trance de explicar sus ideas personales de emancipación y de abolición de la esclavitud en medio de un territorio de esclavos, y ante gente que era manifiestamente hostil a ellas.
El día 26 por la noche, un comisionado expedido en Jacksonville llegó a Camdless-Bay y entregó un pliego cerrado a James Burbank.
El pliego contenía lo siguiente:
«Se ordena a Mr. James Burbank que se presente en persona mañana, día 27 de febrero, a las once de la mañana en el Palacio de la Justicia ante las autoridades de Jacksonville».
Nada más.