V

LA BAHÍA NEGRA

Al día siguiente, a las primeras luces del alba, un hombre se paseaba por la orilla de uno de los islotes perdidos en el fondo de la sombría guarida de la Bahía Negra. Era Texar. A algunos pasos de él, un indio, sentado en el esquife que había abordado la víspera al Shannon, acababa de colocarse cerca de la ribera. El indio era Squambo.

Después de algunas idas y venidas, Texar se paró delante de un arbusto lleno de magnolias, atrajo hasta sí una de las ramas bajas, y arrancó una hoja con su tallo. Después sacó de su cartera una pequeña hoja de papel que no contenía más que tres o cuatro palabras escritas con tinta. Luego de haber enrollado bien el papel lo introdujo en la nervadura inferior de la hoja. Esto fue hecho lo bastante hábilmente para que la hoja del arbusto no perdiera absolutamente nada de su aspecto natural.

—¿Squambo? —dijo entonces Texar.

—Señor… —respondió el indio.

—Ve a donde tú sabes.

Squambo tomó la hoja y la colocó en la proa del esquife, se sentó en la popa, maniobró con viveza, rodeó la punta extrema del islote, y se hundió a través de un paso tortuoso, confusamente disimulado bajo la sombría bóveda de los árboles.

Esta laguna estaba surcada por un laberinto de canales, como un tejido de estrechos brazos llenos de agua negruzca, comparables a los que se entrecruzan en ciertos puntos de Europa. Nadie, a menos de conocer perfectamente los pasos de este profundo depósito en donde se perdían las derivaciones del San Juan, nadie, repetimos, hubiera sido capaz de aventurarse a entrar por allí.

Sin embargo, Squambo no dudaba. Allí por donde no se hubiera creído posible encontrar una salida, él empujaba atrevidamente su esquife. Las ramas bajas que separaba a su paso, se cerraban detrás de él. ¿Quién hubiera podido decir que por allí acababa de pasar una embarcación, si no se veía ningún sitio hábil para efectuarlo?

El indio se hundió de esta manera a lo largo de una especie de tubos sinuosos, menos anchos algunas veces que esas regueras o sangrías hechas a los ríos para asegurar el verdor y el frescor de las praderas. Todo un mundo de pájaros acuáticos huían volando a su aproximación. Escurridizas anguilas de cabeza sospechosa, se entremetían bajo las raíces que sobresalían de las aguas. Squambo no se inquietaba a la vista de estos venenosos reptiles, ni tampoco a la de los caimanes dormidos, que podía despertar tropezándolos bajo las capas de limo en que yacían. Adelantaba siempre, y cuando le faltaba espacio para moverse, empujaba, apoyándose en la extremidad de un doble remo, sirviéndose de él como de un garfio.

Bajo la bóveda impenetrable de verdura que formaban los árboles, no se adivinaba si las nieblas de la noche iban desapareciendo ante los rayos del sol, o si el día estaba adelantando en su carrera. Aun en lo más brillante del día no hubiera podido penetrar allí ni un rayo de luz. Por otra parte, este fondo pantanoso no necesitaba más que una semioscuridad, tanto para los seres chirriantes que pululaban en su líquido negruzco, como para las mil y mil plantas acuáticas que sobrenadaban en la superficie.

Durante media hora Squambo anduvo así de un islote a otro, y cuando se paró, era que su esquife acababa de tocar uno de los sitios más extremos de la bahía.

En este sitio, en el cual terminaba la parte pantanosa de esta extraña laguna, los árboles, menos espesos y menos frondosos, dejaban pasar a través de sus ramas la luz del día. Al lado opuesto se extendía una vasta pradera rodeada de bosques, y un poco más elevada que el nivel del San Juan. En aquella pradera, apenas si se elevaban cinco o seis árboles aislados. El pie, al apoyarse sobre aquel suelo fangoso, experimentaba la sensación que hubiese sentido si se apoyara sobre un colchón de muelles. Algunas matas de sasafrás, de amarillentas hojas, mezcladas con una pequeña flor violeta, trazaban sobre aquel suelo árido caprichosos zigzags.

Squambo, después de haber amarrado su esquife a uno de los árboles de la orilla, saltó a tierra.

Los vapores de la noche comenzaban a disiparse, y la pradera, absolutamente desierta, parecía salir poco a poco de entre la bruma. Entre los cinco o seis árboles cuya silueta se destacaba confusamente a alguna distancia, descollaba un magnolio de altura mediana.

El indio se dirigió derechamente hacia este árbol. En algunos minutos llegó hasta él. Inclinó una de las ramas bajas, a la extremidad de la cual fijó la hoja que Texar le había entregado. Después, la rama, una vez abandonada a sí misma, se elevó, y la hoja fue a perderse entre el follaje del magnolio.

Squambo volvió entonces hada su esquife, y entrando en él, tomó de nuevo la dirección del islote en que le esperaba su amo.

Esta «Bahía Negra», llamada así por el sombrío color de sus aguas, podía cubrir una extensión de quinientos a seiscientos acres aproximadamente.

Alimentada por el San Juan, era, como ya se ha visto, una especie de archipiélago absolutamente impenetrable para el que no conociese sus infinitas vueltas y revueltas. Un centenar de islotes ocupaban su superficie. Ni puente ni arrecife alguno los unía entre sí. Largos cordones de bejucos se tendían de unos a otros. Algunas ramas altas se entrelazaban por encima de los millares de brazos que los separaban. Nada más. Esto no era bastante para establecer una comunicación fácil entre los diversos puntos de esta laguna.

Uno de los islotes, situado poco más o menos hacia el centro del sistema, era el más importante en su extensión (una veintena de acres) y por su elevación, que era de cinco o seis pies por encima del nivel medio del San Juan, entre las más altas y más bajas mareas.

En época lejana, este islote, por sus condiciones especiales, había servido de emplazamiento a un fortín, especie de reducto; al presente estaba abandonado, al menos bajo el punto de vista militar. Sus empalizadas, ya medio destruidas por la humedad y la podredumbre, se levantaban todavía bajo los grandes árboles, magnolios, cipreses, encinas verdes, rajales negros, pinos australes, enlazados por grandes guirnaldas de cobéas y otra infinidad de especies de bejucos y otras trepadoras.

En el interior de este recinto, la vista descubría, bajo un macizo de verdura, las líneas geométricas del pequeño fortín, o mejor dicho, de este puesto de observación, que no había servido jamás para otra cosa que la de alojar un destacamento de veinte o treinta hombres.

Estrechas troneras se veían aún a través de sus muros de madera. Techos formados por el césped le cubrían, como un verdadero caparazón de tierra. En el interior, algunos departamentos habitables en medio del reducto central hacían las veces de almacén, destinado a las provisiones de boca y guerra. Para penetrar en el fortín era preciso primero franquear el recinto por una estrecha poterna, después atravesar el patio plantado de algunos árboles; subir, en fin, una docena de escalones de tierra y maderos. Se encontraba entonces la única puerta que daba acceso al interior, y aún esta, en verdad, no era sino una antigua tronera modificada para hacerla servir de puerta.

Tal era el retiro habitual de Texar, retiro o guarida que nadie conocía. Allí vivía oculto a todas las miradas, con Squambo, fiel en extremo a la persona de su amo, pero que no valía mucho más que él, y cinco o seis esclavos que no valían mucho más que el indio, y cuidaban del islote.

Como se ve, había gran diferencia de este islote perdido en los pantanos de la «Bahía Negra», a los ricos establecimientos creados sobre las dos riberas del río. La existencia misma no estaba allí asegurada para Texar y sus compañeros, poco exigentes, sin embargo. Algunos animales domésticos, una media docena de acres plantados de patatas y batatas; una veintena de árboles frutales casi en estado salvaje; esto era todo. Es verdad que había caza en los bosques vecinos y pesca en los estanques de la laguna, cuyos productos no podían faltar en ninguna ocasión. Pero sin duda los huéspedes de la «Bahía Negra» poseían otros recursos, de los cuales solamente Texar y Squambo tenían el secreto.

En cuanto a la seguridad de la vivienda, ¿no estaba prevista por su situación misma, casi desconocida en el centro de aquel inaccesible antro? Por otra parte, ¿quién había de pensar en atacarle? ¿Por qué y para qué? En todo caso, cualquiera aproximación sospechosa hubiera sido inmediatamente señalada por los aullidos de los perros del islote, dos de aquellos mastines feroces importados de las Caribes, y que fueron en otro tiempo empleados por los españoles en la caza de los negros.

Tal era la vivienda de Texar; una vivienda verdaderamente digna de él.

Veamos ahora lo que era el hombre.

Texar tenía entonces treinta y cinco años. Era de estatura mediana, de una constitución vigorosa, robustecida en una vida de aventuras y de aire libre como había sido siempre la suya. Español de nacimiento, no desmentía su origen; su cabellera era negra y fuerte, sus cejas y pestañas espesas, sus ojos verdosos, su boca ancha, con labios delgados y contraídos, como si hubiese sido hecha de un sablazo; su nariz con las ventanas anchas como de fiera. Toda su fisonomía indicaba al hombre astuto y violento. Anteriormente usaba toda la barba, pero desde hacía dos años, que se la quemaron con el fogonazo de un tiro, no se sabe en qué negocio, se había afeitado, y la dureza de sus rasgos resultaba así más patente.

Una docena de años antes, este aventurero había ido a fijarse en Florida, en aquel reducto abandonado, del cual nadie pensó en disputarle la posesión. ¿De dónde venía? Se ignoraba por completo, y él no decía a nadie una palabra. ¿Cuál había sido su existencia anterior? Tampoco se sabía mucho más. Se decía, y esta era la verdad, que había hecho el oficio de negrero, y vendido cargamentos de negros en los puertos de Georgia y de las Carolinas. ¿Se había enriquecido en este odioso tráfico? No lo parecía mucho. En suma, no gozaba de ninguna estima, ni aun en aquel país, donde no faltaban, sin embargo, gentes de esa especie.

Pero si Texar era muy conocido, aunque no fuese en beneficio suyo, esto no le impedía ejercer cierta influencia en el condado, y particularmente en Jacksonville. Allí, es verdad, esta influencia la ejercía sobre la parte menos recomendable de la población. Iba allá con frecuencia para ciertos asuntos, de los cuales no hablaba jamás. Había buscado cierto número de amigos entre los más perdidos y detestables individuos de la ciudad. Esto se ha visto bien cuando volvía de San Agustín en compañía de una media docena de amigos, individuos todos de trazas y aire sospechosos. Su influencia se extendía también hasta los pequeños colonos de San Juan. Los visitaba algunas veces, y aunque nadie le devolvía las visitas, porque su retiro de la «Bahía Negra» era ignorado de todos, se le recibía en varias plantaciones de ambas orillas.

La caza era un pretexto natural para esas relaciones, que se establecen siempre fácilmente entre personas de las mismas costumbres y los mismos gustos.

Por otra parte, esta influencia se había aumentado desde hacía algunos años, gracias a las opiniones de las cuales Texar había querido hacerse decidido y ardiente partidario y defensor. Apenas la cuestión de la esclavitud había producido la división entre las dos mitades de los Estados Unidos, el español se manifestó el más tenaz y resuelto de los esclavistas. Oyéndole a él, ningún interés podía guiarle, puesto que no poseía más que una media docena de negros. Era el principio mismo lo que pretendía defender. ¿Por qué medios? Haciendo un llamamiento a las más detestables pasiones, excitando la avaricia del populacho y arrojándoles al pillaje, al incendio y aún al asesinato contra los habitantes o colonos que compartían las ideas del Norte. Y ahora, en esta ocasión, este peligroso aventurero no tendía nada menos que a derribar las autoridades civiles de Jacksonville, a remplazar los magistrados de opiniones sensatas, estimados por su carácter, con los más furiosos de sus partidarios; a apoderarse él mismo del mando para dar rienda suelta a sus malas pasiones.

Constituido en dueño del condado, gracias a una revuelta popular, entonces tendría el campo libre para ejercer sus venganzas personales.

Se comprende que desde entonces James Burbank y algunos otros propietarios de plantaciones no hubiesen descuidado vigilar los pasos de semejante hombre, ya muy temible por sus malos instintos. De aquí procedía este odio por un lado, y esta desconfianza por otro, que los próximos acontecimientos habían de aumentar.

Por otra parte, en lo que se creía saber del pasado de Texar, desde que había dejado de hacer la trata, había hechos extremadamente sospechosos. Cuando la última invasión de los semínolas, todo parecía probar que él tenía inteligencias secretas con ellos. ¿Les había indicado acaso los golpes que era preciso dar a las plantaciones que habían de atacar? ¿Les había ayudado en sus espionajes y emboscadas? Esto no pudo ser puesto en duda en algunas ocasiones. Así fue que a continuación de una de las últimas invasiones de los indios, los magistrados se vieron en la necesidad de perseguir al español, detenerle y conducirle ante los tribunales.

Pero Texar invocó una coartada, sistema de defensa que más tarde debía de darle buenos resultados, y probó que él no había podido tomar parte de ninguna manera en el ataque de una plantación situada en el condado de Duval, puesto que en aquel momento se encontraba en Savannah (Estado de Georgia), a unas cuarenta millas hacia el Norte.

Durante los años siguientes, varios robos importantes se cometieron ya en las plantaciones, ya en perjuicio de los viajeros, que se vieron atacados en medio de los caminos de Florida. Texar, ¿era autor o cómplice de estos crímenes? Esta vez también se sospechó de él, pero, faltos de pruebas, tampoco se le pudo castigar.

En fin, llegó una ocasión en que se creyó haber cogido in fraganti al malhechor, hasta entonces inaccesible. Era precisamente el asunto por el cual había sido llevado la víspera ante el juez de San Agustín.

Ocho días antes, James Burbank, Edward Carrol y Walter Stannard volvían de visitar una plantación próxima a Camdless-Bay, cuando a eso de las siete de la tarde, a la caída de la noche, llegaron hasta ellos gritos de espanto y de terror.

Se apresuraron a correr hacia el lado de donde partían los gritos, y se encontraron ante las construcciones de un cortijo aislado. Estas construcciones estaban ardiendo. El cortijo había sido primeramente saqueado por media docena de hombres que acababan de dispersarse; pero los autores del crimen no debían estar lejos, pues se veían todavía dos de dichos bribones que huían apresuradamente a través del bosque.

James Burbank y sus amigos, sin titubear, se lanzaron en su persecución, y precisamente en la dirección de Camdless-Bay. Todo fue en vano; los dos incendiarios lograron escapar. Sin embargo, Burbank, Carrol y Stannard habían reconocido perfectamente a uno de ellos. Era el habitante de la «Bahía Negra».

Además, había otro dato más innegable, y era que en el momento en que el fugitivo desaparecía dando la vuelta a una esquina de la cerca de Camdless-Bay, Zermah, que pasaba por aquel sitio estuvo expuesta a ser derribada por él; y para Zermah era también indudable que el individuo que corría de tal manera era Texar.

Como es fácil de imaginar, este asunto hizo mucho ruido en el condado. Un robo, seguido de incendio, es el crimen que debe ser más temido de todos los colonos, aislados como se hallan generalmente en medio de una vasta extensión de territorio. James Burbank no dudó, pues, en establecer una acusación formal, y ante su acusación, las autoridades resolvieron proceder contra Texar.

El español fue conducido a San Agustín ante el tribunal, a fin de ser confrontado con los testigos; James Burbank, Walter Stannard, Edward Carrol, y últimamente Zermah, estuvieron unánimes en declarar que habían reconocido a Texar en el individuo que huía del cortijo incendiado. Para ellos no había error posible: Texar era uno de los autores del crimen y así lo declararon.

Pero, por su parte, el español había hecho comparecer cierto número de testigos en San Agustín, y estos dijeron bajo juramento que aquella tarde se encontraban en Jacksonville, en la tienda de Torillo, especie de posada mal reputada, pero muy concurrida. Texar no les había dejado en toda la noche. Además, detalle más afirmativo todavía, a la hora en que se cometía el crimen, el español había tenido precisamente una disputa con uno de los bebedores de la taberna de Torillo, disputa que había dado lugar a golpes y amenazas, por lo cual, sin duda, se depositaría una queja contra él.

Ante una afirmación que no se podía desmentir, afirmación que por otra parte fue corroborada por personas absolutamente extrañas a Texar, el magistrado de San Agustín no tuvo más remedio que sobreseer el proceso comenzado y dejar libre al perseguido por aquel hecho.

La coartada había sido plena y hábilmente establecida una vez más a favor del extraño huésped de la «Bahía Negra».

En estas condiciones, y en compañía de sus testigos, volvía Texar de San Agustín en la noche del 7 de febrero. Se ha visto cuál había sido su actitud a bordo del Shannon, mientras que el steamer descendía lentamente a lo largo del río.

Después, en el esquife que había venido a buscarle, conducido por el indio Squambo, se dirigió al fortín abandonado, donde hubiera sido difícil y peligroso seguirle. En cuanto a Squambo, semínola inteligente, astuto, que había llegado a ser el confidente de Texar, este le había tomado a su servicio precisamente después de la última invasión de indios, en la cual fue mezclado el nombre del español con sobrada justicia.

Texar, en la disposición de espíritu en que se encontraba con relación a James Burbank, no debía pensar más que en el modo de vengarse de él por todos los medios posibles. Por consiguiente, en medio de las conjeturas que pudiese acarrear cotidianamente la guerra, si Texar llegaba a conseguir el cambiar en provecho suyo las autoridades de Jacksonville, llegaría a ser verdaderamente temible para los habitantes de Camdless-Bay. Que el carácter enérgico y resuelto de James Burbank no le permitiese temblar, sea; pero la señora Burbank no tenía sino razones de sobra para temer por su marido y por todos los suyos.

Y aún esta honrada familia hubiera ciertamente vivido entre angustias incesantes si hubiese podido adivinar lo siguiente: que Texar sospechaba que Gilbert Burbank había ido a formar parte del ejército del Norte. ¿Cómo lo había sabido, siendo así que esta partida se había verificado secretamente? Por el espionaje, sin duda. Ya se verá más de una vez que el espía se apresuraba a servirle.

Y, en efecto, puesto que Texar tenía conocimiento de que el hijo de James Burbank servía en las filas de los federales y aun a las órdenes de Dupont, ¿no había motivo para temer que tratase de tender algún lazo al joven teniente? Sí y si lograba atraerle al territorio floridiano y apoderarse de su persona, o denunciarle, puede adivinarse cuál sería la suerte de Gilbert entre las manos de los sudistas exasperados por los progresos del ejército del Norte.

Tal era, pues, el estado de las cosas en el momento en que comienza esta historia. Tales eran la situación de los federales, llegados casi a las fronteras marítimas de Florida; la posición de la familia Burbank en medio del condado de Duval; la de Texar, no solamente en Jacksonville, sino en toda la extensión del territorio esclavista. Si el español llegaba a lograr sus fines, si las autoridades eran derribadas por sus partidarios, le sería muy fácil lanzar sobre Camdless-Bay un populacho fanatizado contra los antiesclavistas de Florida.

Aproximadamente una hora después de haberse separado de Texar, Squambo estaba de vuelta en el islote central. Sacó su esquife a la orilla y franqueó el recinto exterior, y subió la escalera del reducto.

—¿Está ya hecho? —le preguntó Texar.

—Ya está hecho, señor.

—Y… ¿nada?

—Nada.