IV

LA FAMILIA BURBANK

Eran las siete y algunos minutos cuando James Burbank y Edward Carrol subieron las gradas de la escalinata sobre la cual se abría la puerta principal de Castle-House, hacia el lado del San Juan. Zermah, llevando a la niña de la mano, subió detrás de ellos. Todos se encontraron entonces en el atrio, especie de gran vestíbulo, cuyo fondo circular, a manera de cúpula, contenía la gran escalera de doble tramo que conducía a los pisos superiores.

La señora Burbank estaba allí, en compañía de Perry, el capataz general de la plantación.

—¿No hay nada nuevo en Jacksonville?

—Nada, amigo mío.

—¿Y no hay noticias de Gilbert?

—Sí; una carta.

—¡Gracias a Dios!

Tales fueron las primeras preguntas y respuestas cambiadas entre la señora Burbank y su marido.

James Burbank, después de haber abrazado a su mujer y dado un beso a la pequeña Dy, abrió, impaciente, la carta que acababa de serle entregada.

Esta carta no había querido abrirla la señora Burbank durante la ausencia de su esposo. Dada la situación de quien la escribía y de su familia en Florida, la señora Burbank había querido que su marido fuese el primero en conocer lo que contenía.

—Esta carta no ha venido por el correo, ¿es cierto? —preguntó James Burbank.

—¡Ah, no, Mr. James! —respondió Perry—. Eso hubiera sido una gran imprudencia por parte de Mr. Gilbert.

—¿Y quién se ha encargado de traerla? —preguntó James.

—Un hombre de Georgia, con cuya lealtad ha podido contar nuestro joven teniente —repuso Perry.

—¿Qué día ha llegado esta carta?

—Ayer.

—¿Y el hombre?

—Ha partido en la misma noche.

—¿Bien pagado por su servicio?

—Sí, amigo mío, bien pagado —respondió la señora Burbank—; pero pagado por Gilbert, pues el portador de ella no ha querido tomar nada de nosotros.

El vestíbulo estaba iluminado por dos lámparas, colocadas sobre una mesa de mármol, delante de un ancho diván. James Burbank fue a sentarse delante de la mesa. Su mujer y su hija se colocaron cerca de él. Edward Carrol, después de haber estrechado la mano de su hermana, se había tendido en una butaca. Zermah y Perry estaban en pie, cerca de la escalera. Los dos eran bastante apreciados de la familia Burbank para que la carta pudiera ser leída en su presencia.

James Burbank rompió el sobre.

—Es del día tres de febrero —dijo.

—¡Ya cuatro días de fecha! —respondió Edward Carrol—. Esto es mucho en las circunstancias en que nos hallamos.

—Lee pronto, padre —dijo la niña, con la impaciencia natural de su edad.

La carta decía lo siguiente:

«A bordo del Wabash, anclado en Edisto.

3 de febrero de 1862.

»Querido padre: Comienzo por abrazar a mi madre, a mi hermana y a ti. No olvido tampoco a mi tío Carrol, y para no olvidar nada, envió a la buena Zermah todas las ternuras de su marido, mi bravo y cariñoso Mars. Los dos estamos todo lo bien posible, y tenemos un grandísimo deseo de estar cerca de vosotros. Esto no tardara, aunque nos maldiga Mr. Perry, que debe de estar furioso viendo los progresos del Norte, como testarudo esclavista que es el digno capataz».

—También hay para vos, Perry —dijo Edward.

—Cada uno tiene sus ideas acerca de este punto —respondió Perry con la firmeza de un hombre que no entiende que deba sacrificar las suyas.

James Burbank continuó:

«Esta carta llegará a vuestras manos por conducto de un hombre del cual estoy seguro. No tengáis, en este sentido, temor ni recelo alguno. Ha debido llegar a vuestro conocimiento que la escuadra del comodoro Dupont se ha apoderado de la bahía de Port-Royal y de las islas vecinas. El Norte, pues, avanza poco a poco sobre el Sur. En vista de esto, es muy probable que el Gobierno federal trate de apoderarse de los puertos principales de Florida. Se habla de una expedición que Dupont y Sherman harán combinadamente hacia fines de este mes. Si esto es así, muy verosímilmente iremos nosotros a ocupar la bahía de Saint-Andrews. Desde allí nos será fácil penetrar en el Estado floridiano.

»¡Qué prisa tengo de estar allí, querido padre, y, sobre todo, con nuestra flotilla victoriosa! La situación de mi familia en medio de esa población esclavista me inquieta indeciblemente. Pero ya se aproxima el momento en que podremos hacer triunfar altamente las ideas que han predominado siempre en la plantación de Camdless-Bay.

»¡Ah! Si pudiese escapar, aunque no fuese más que durante veinticuatro horas, ¡con qué placer iría a veros! Pero esto sería demasiado imprudente, tanto para vosotros como para mí, y vale más tener paciencia, Algunas semanas todavía, y luego todos nos encontraremos reunidos en Castle-House.

»Y ahora termino preguntándome si no he olvidado a nadie al repartir mis abrazos. ¡Sí, verdaderamente! He olvidado a Mr. Stannard y a mi encantadora Alicia, a quien tengo tantos deseos de ver. Todos mis afectos a su padre, y a ella…, más que a mis amistades.

»Respetuosamente y de todo corazón, —Gilbert Burbank».

James Burbank había dejado sobre la mesa la carta, que la señora Burbank cogió y llevó a sus labios. Después la pequeña Dy depositó francamente un fuerte y sonoro beso sobre la firma de su hermano.

—¡Bravo mozo! —dijo Edward Carrol al acabarse la lectura.

—¡Y bravo Mars! —añadió la señora Burbank, mirando a Zermah, que apretaba entre sus brazos a la pequeña Dy.

—Será preciso avisar a Alicia —añadió la señora Burbank—, de que hemos recibido una carta de Gilbert.

—¡Oh, yo se lo escribiré! —respondió James Burbank—. Además, dentro de algunos días tengo que ir a Jacksonville, y veré a Stannard. Desde que Gilbert ha escrito esta carta han podido surgir otros sucesos y otras noticias con respecto a la expedición proyectada. ¡Ah! ¡Dios quiera que lleguen pronto nuestros amigos del Norte, y que Florida entre bajo la bandera de la Unión! Nuestra situación aquí acabará por ser insostenible.

En efecto, desde que la guerra se iba aproximando hacia el Sur, una modificación manifiesta se operaba en Florida con motivo de la cuestión que tenía en armas a los Estados Unidos, Hasta esta época la esclavitud no se había desenvuelto considerablemente en medio de esta antigua colonia española; así es que no se había lanzado al movimiento y a la lucha con el mismo ardor que Virginia o ambas Carolinas.

Sin embargo, algunos perturbadores de Florida se habían puesto a la cabeza de los partidarios de la esclavitud. Estas gentes, siempre dispuestas al motín, pudiendo ganarlo todo y no perdiendo nada en las revueltas, dominaban a las autoridades en San Agustín, y, sobre todo, en Jacksonville, donde encontraban apoyo en el más vil populacho. Por esta causa la situación de James Burbank, cuyo origen e ideas todos conocían, podía llegar, en cierto momento, a ser comprometida y peligrosa.

Hacía ya cerca de veinte años que James Burbank, después de haber dejado Nueva Jersey, donde aún poseía algunos bienes, había venido a establecerse en Camdless-Bay con su mujer y su hijo, que entonces tenía cuatro años. Ya se sabe cuánto había prosperado la plantación gracias a su inteligente actividad y al concurso de Edward Carrol, su cuñado. Así es que tenía por este establecimiento, heredado de sus antepasados, una afición y un cariño verdaderamente inquebrantables. Allí era donde había nacido su segundo hijo, la pequeña Dy, trece años después de su instalación en el dominio.

James Burbank tenía entonces cuarenta y seis años. Era un hombre robusto y fuertemente constituido, habituado al trabajo, que nunca rehuía. Se le conocía por ser de un carácter enérgico, muy apegado a sus opiniones, que no se molestaba en ocultar a nadie, sino que, por el contrario, las exponía deliberadamente. Alto, apenas canoso, y su rostro, un poco severo, pero franco y animado, inspiraba confianza.

Con la sotabarba de los americanos del Norte, sin bigote ni patillas, era verdaderamente el tipo del legítimo yanqui de Nueva Inglaterra. En toda la plantación se le amaba porque era bueno y se le obedecía porque era justo. Sus negros le eran profundamente adictos, y esperaba no sin impaciencia que las circunstancias le permitiesen manumitirlos. Su cuñado, poco más o menos de la misma edad, se ocupaba más especialmente de la contabilidad en Camdless-Bay. Edward Carrol se entendía perfectamente con él en todos los asuntos, y participaba de su manera de pensar en la cuestión de la esclavitud.

No había, pues, más que el capataz Perry, entonces de cincuenta años, que fuese en este asunto de opinión contraria a la de todos los habitantes de Camdless-Bay. No hay que creer, sin embargo, por esto, que maltrataba a los esclavos; muy al contrario, el buen capataz, en flagrante oposición con sus teorías esclavistas, procuraba hacerles su situación todo lo feliz que le era posible.

Pero decía: «Hay territorios en los países cálidos en donde los trabajos de la tierra no pueden ser confiados más que a negros, luego los negros que no sean esclavos no pueden ser negros, y si son negros, por fuerza han de ser esclavos».

Tal era su extraña teoría, que defendía con ardor cuantas veces se presentaba ocasión de hacerlo. Se le permitía de buena voluntad sostenerla, pero sin hacer caso de ella. Mas al ver cómo la suerte de las armas favorecía a los antiesclavistas, Perry no desarrugaba el ceño. «¡Bravas cosas van a pasar aquí en Camdless-Bay, decía, cuando Mr. Burbank dé libertad a sus negros! ¡Cuántas desgracias van a acaecer!».

Lo repetimos: era un excelente hombre, también muy animoso, y cuando James Burbank y Edward Carrol habían formado parte del destacamento de la milicia llamada de los minutemen, «los hombres-minuto», porque debían estar dispuestos a partir en todo momento, él se había unido valientemente a ellos para combatir las últimas hordas de los semínolas.

La señora Burbank en esta época no llegaba a los treinta y nueve años de edad. Todavía se conservaba muy hermosa; y la niña, la pequeña Dy, había de parecérsele mucho. James Burbank había encontrado en ella una compañera amante y afectuosa a la cual debía, en gran parte, la felicidad y el bienestar de su vida. La generosa mujer no existía más que para su marido y para sus hijos, a quienes adoraba, y acerca de los cuales experimentaba los más vivos y crueles temores cuando pensaba que las circunstancias iban a llevar hasta Florida la guerra civil.

Estos temores habían empezado a tener fundamento, pues si Dy, la pequeñuela de siete años, alegre, cariñosa, llena de felicidad y de vida, permanecía en Castle-House cerca de su madre, Gilbert no estaba ya en la mansión paterna. De aquí las incesantes angustias que la señora Burbank sufría, sin que pudiera siempre disimularlas.

Bien conocida de todos es la costumbre que tienen los anglosajones de abreviar cuanto les es posible el nombre de pila de sus hijos; así, en casa de Burbank, Gilbert no era más que Gib, como Diana, Dy. Era Gilbert un joven animoso, que tenía entonces veinticuatro años, en el cual se reunían las cualidades morales de su padre, con un poco más de franqueza, y las cualidades físicas, con un poco más de gracia y encanto. Era, además, un buen compañero, muy dado a los ejercicios corporales, y muy hábil, tanto en equitación como en navegación y en caza.

Con gran terror y angustia de su madre, los inmensos bosques y pantanos del condado de Duval habían sido demasiado a menudo teatro de sus triunfos de cazador, no menos que las ensenadas y los estrechos del San Juan, hasta la extremidad de la boca llamada de Pablo. Por consiguiente, Gib se hallaba natural y completamente adiestrado y hecho a todas las fatigas cuando se dispararon los primeros tiros de la Guerra de Secesión. Comprendió al punto que su deber le llamaba entre las tropas federales, y pidió permiso a sus padres para incorporarse a ellas.

Por grande, por intensa y cruel que fuera la pena que esta resolución debía causar a su madre, cualquiera que fuese el peligro que pudiera correr en esta situación. James Burbank no pensó un instante en contrariar los deseos de su hijo. Creyó, como él, que esto era un deber, y el deber está por encima de todo.

Gilbert, pues, partió para el Norte, pero se guardó acerca de su partida todo el secreto posible. Si se hubiera sabido en Jacksonville que el hijo de James Burbank se había puesto al servicio del ejército nordista para combatir al Sur, seguramente hubiera tenido esto fatales consecuencias para los habitantes de Camdless-Bay. El joven había ido muy recomendado a varios amigos que aún conservaba su padre en el Estado de Nueva Jersey. Había mostrado siempre afición y gusto por las cosas del mar, y se le procuró fácilmente un puesto en la marina federal. Se ascendía rápidamente en este tiempo de luchas y combates, y como Gilbert no era de los que se quedan atrás, hizo carrera rápidamente.

El Gobierno central, por su parte, había fijado su atención en este joven que, no obstante la posición especial en que se hallaba su familia, no había dudado en ofrecer sus servicios al Norte en contra de la causa de la esclavitud. Gilbert se distinguió en el ataque del fuerte de Sumter. El valeroso hijo de James Burbank estaba sobre cubierta en el Richmond cuando este buque fue abordado por el Manassas, en la desembocadura del Mississippi, y contribuyó en gran manera a la destrucción del buque enemigo.

Después de este hecho fue nombrado abanderado, no obstante no haber salido de la escuela naval de Annapolis, como no habían salido tampoco todos aquellos oficiales improvisados que fueron sacados de la marina mercante. Entonces pasó nuestro joven a formar parte de la escuadra del comodoro Dupont, y asistió a los brillantes hechos del fuerte Hatteras, y después a la toma de Seas-Islands. Desde hacía algunas semanas, era el tercer teniente a bordo del Wabash, que arbolaba la enseña del comodoro Dupont, bajo las órdenes del cual se iban a forzar bien pronto los pasos del San Juan.

Este joven tenía también gran deseo de que se acabase aquella guerra sangrienta. Amaba y era amado. Terminado su servicio, volvería regocijado y ansioso a Camdless-Bay, donde debía dar su mano de esposo a la hija de uno de los mejores amigos de su padre.

Stannard no se contaba entre los colonos de Florida. Había quedado viudo con alguna fortuna y quiso consagrarse enteramente a la educación de su hija. Habitaba en Jacksonville desde cuyo punto no tenía más que tres o cuatro millas que remontar por el tío para estar en Camdless-Bay, así es que, desde bacía quince años, no pasaba semana sin que fuese a hacer una visita a la familia Burbank. Se puede, por consiguiente, decir que Gilbert y Alicia Stannard se criaron juntos, y su matrimonio, proyectado a larga fecha, debía asegurar la felicidad de ambos jóvenes.

Aunque Walter Stannard fuese originario del Sur, era antiesclavista, lo mismo que otros muchos de sus conciudadanos en Florida; pero estos no eran, desgraciadamente, en bastante número para hacer frente a la mayoría de los colonos y de los habitantes de Jacksonville, cuyas opiniones se manifestaban cada día más decisivas y terminantes a favor del movimiento separatista. Por tales razones, estas honradas gentes comenzaban a ser muy mal vistas por los agitadores del condado, sobre todo, de los blancos pobres y del populacho presto a seguirles en sus excesos.

Walter Stannard era un americano de Nueva Orleans. La señora Stannard, de origen francés, muerta muy joven, había legado a su hija todas las buenas cualidades que son particulares a la raza francesa. Con estas condiciones, Alicia había dado pruebas de una gran energía en el momento de la partida de Gilbert, consolando y dando seguridad acerca de la vuelta del joven, a la señora Burbank. Aunque es verdad que amaba a Gilbert del mismo modo que este le amaba a ella, no cesaba de repetir a su madre que tal partida era un deber; que batirse por esta causa era batirse por la liberación de una raza humana, en suma, por la libertad.

Alicia tenía entonces diecinueve años. Era una joven rubia, con ojos casi negros, la tez sonrosada, de talle elegante y de fisonomía distinguida; tal vez resultaba un poco seria, pero era tan viva de expresión que la menor sonrisa transformaba su bonito y juvenil rostro.

Verdaderamente, la familia Burbank no sería conocida completamente en todos sus miembros más fieles si se omitiese describir con algunos rasgos a sus dos servidores, Mars y Zermah.

Como se ha visto por la carta de Gilbert, este no había marchado solo; Mars, el marido de Zermah, le había acompañado. El joven no habría encontrado un compañero más afectuoso y más consagrado a su persona que este esclavo de Camdless-Bay, convertido en hombre libre desde el momento que ponía el pie en el territorio dominado por los antiesclavistas. Pero para Mars, Gilbert era siempre su joven señor, y no había querido dejarle aunque el Gobierno central formó batallones negros, donde hubiera encontrado un buen puesto entre los de su propia raza.

Mars y Zermah no eran de raza negra por su nacimiento; eran mestizos. Zermah tenía por hermano a aquel heroico esclavo, Robert Small, que cuatro meses más tarde había de arrebatar a los confederados, en la misma bahía de Charlestown, un vaporcito armado de dos cañones, para hacer con él un regalo a la flota federal, como testimonio de gratitud y afecto a su causa. Zermah tenía, pues, a quién parecerse. Mars también. Era un feliz matrimonio que, durante los primeros años, el odioso tráfico de negros había amenazado más de una vez romper. En el momento mismo en que Mars y Zermah iban a ser separados uno de otro por los azares de una venta, entraron en Camdless-Bay en el personal de la plantación.

Veamos en qué circunstancias.

Zermah tenía entonces treinta y un años; Mars, treinta y cinco. Nueve años antes se habían casado, perteneciendo a un colono llamado Tickborn, cuyo establecimiento se encontraba a una veintena de millas más arriba de Camdless-Bay. Este colono durante algunos años, había tenido relaciones bastante frecuentes con Texar, pues este iba muy a menudo a la plantación, donde encontraba excelente acogida.

No había nada de extraño en esto, pues Tickborn tampoco disfrutaba de buena opinión ni de ninguna estima en el condado. Además, sólo poseía una inteligencia muy mediana; así es que sus negocios no habían prosperado ni mucho ni poco, y se vio obligado a poner en venta, aún a su pesar, un lote de esclavos.

Precisamente en esta época, Zermah, muy maltratada, como todo el personal de la plantación de Tickborn, acababa de dar a luz un nuevo y ya desgraciado ser, del cual fue en seguida separada. Mientras que expiaba en la prisión una falta de la que no era tampoco culpable, su hijo murió.

Puede comprenderse cuál sería el dolor de Zermah y la cólera de Mars. Pero ¿qué podían estos desgraciados contra un dueño al cual pertenecía su carne, muerta o viva, puesto que la había comprado?

Además, a esta pena había de unirse otra no menos terrible. En efecto, al día siguiente de aquel en que su hijo había muerto, Mars y Zermah, puestos a la venta, estaban expuestos a ser separados.

Este consuelo de encontrarse juntos bajo un mismo dueño, iba a desaparecer también, tal vez para siempre. Un hombre se había presentado que deseaba comprar a Zermah, pero a Zermah solamente, a pesar de que él no tenía plantación alguna. ¡Un capricho, sin duda! Este hombre era Texar. Su amigo Tickborn iba a formalizar el contrato con él, cuando, ya en los últimos momentos, otro comprador pujó más alto, y aumentó el precio.

Este era James Burbank, venido expresamente para asistir a la venta pública que se verificaba en la plantación de Tickborn. Una vez allí lo habían conmovido profundamente las lamentaciones y súplicas de la desgraciada mestiza, que pedía en vano que no la separasen de su marido.

Precisamente James Burbank tenía necesidad de una nodriza para su hija, que acababa de nacer. Habiendo sabido que una de las esclavas de Tickborn, cuyo hijo acababa de morir, se encontraba en las condiciones deseadas, no pensaba más que en comprar la nodriza; pero conmovido por el llanto y las súplicas de la infeliz Zermah, no dudó en ofrecer por su marido y por ella un precio superior a todos los que habían ofrecido hasta entonces por sólo Zermah.

Texar quiso luchar. Conocía a James Burbank, que le había arrojado varias veces de su dominio, como a un hombre de reputación sospechosa. Precisamente de esto procedía el odio que Texar profesaba a toda la familia de Camdless-Bay, y señaladamente a su noble jefe.

Texar quiso luchar contra su rico concurrente, pero fue en vano. Se encaprichó, hizo subir al doble el precio que Tickborn pedía por la mestiza y por su marido. Esto no sirvió sino para hacérselos pagar más caros a James Burbank, pero finalmente la puja fue adjudicada a este, porque Burbank hizo cuestión de amor propio lo que al principio fue sólo impulso de compasión.

No solamente Mars y Zermah no serían separados uno de otro, sino que iban a estar al servicio del más generoso de los colonos de toda Florida. ¡Qué bálsamo tan dulce fue este para su dolor! ¡Con qué tranquilidad podían mirar ya el porvenir!

Zermah, seis años después, estaba todavía en toda la plenitud de su belleza mestiza. Naturalmente enérgica, corazón agradecido y consagrado a sus benéficos dueños, había ya tenido más de una vez ocasión, y habría de tenerla todavía, de probarles su afecto y su sacrificio.

Mars era digno de la mujer a la cual el acto de caridad de James Burbank le había unido para siempre. Era un tipo notable de estos africanos con cuya sangre se ha mezclado abundantemente la sangre criolla. Alto, robusto, de un valor a toda prueba, estaba destinado a prestar verdaderos servicios a su nuevo y querido señor, al joven Gilbert.

Por otra parte, estos dos esclavos que acababan de ser unidos al personal de la plantación, no fueron tratados como tales. Habían sido pronto apreciados por su bondad y por su inteligencia; Mars fue dedicado especialmente al servicio del joven Gilbert. Zermah fue la nodriza de Diana. Esta situación no podía menos de introducirlos más profundamente en la intimidad de la familia.

Zermah sintió a su vez por la niña un amor de verdadera madre; aquel amor que la infeliz no había podido consagrar al niño que había perdido. Dy se lo pagaba bien. Desde hacía seis años, la afección filial de la una había siempre respondido a los cuidados maternales de la otra, por cuya causa la señora Burbank experimentaba por Zermah tanta amistad como reconocimiento.

Los mismos sentimientos existían entre Gilbert y Mars. Ágil y vigoroso, Mars había contribuido mucho a hacer a su joven señor hábil en todos los ejercicios del cuerpo. James Burbank no tuvo nunca motivo para arrepentirse de la determinación que tomó al ponerle al servicio de su hijo.

Así, pues, nunca la situación de Zermah y de Mars había sido tan lisonjera; al salir de las manos de un Tickborn y después de haber corrido el peligro de caer en las de un Texar, no podían olvidar lo que debían a Burbank y ocasiones tuvieron para demostrarle que no eran unos ingratos.