II

CAMDLESS-BAY

Este era el nombre de la plantación que pertenecía a James Burbank. Allí era donde el rico colono permanecía con toda su familia. Este nombre de Camdless venía de una de las ensenadas del San Juan que se abre un poco más arriba de Jacksonville, sobre la ribera opuesta del río. Gracias a esta proximidad, podía comunicarse fácilmente con la ciudad floridiana. Una buena embarcación, un viento del Norte o Sur, aprovechando el flujo para ir, o el reflujo para volver, y no era preciso más de una hora para franquear las tres millas que separan Camdless-Bay de dicha ciudad, capital del condado de Duval.

James Burbank poseía en este sitio una de las más hermosas propiedades del país. Por otra parte, rico por sí mismo y por su familia, su fortuna se completaba todavía con diversos inmuebles, situados en el Estado de Nueva Jersey, próximo al de Nueva York.

Esta plantación, situada en la ribera derecha del San Juan, había sido oportunamente escogida para fundar allí un establecimiento de considerable importancia.

A las felices disposiciones concedidas ya por la naturaleza, parece que no hubiera tenido nada que añadir la mano del hombre.

El terreno se prestaba por sí mismo a todas las necesidades de una vasta explotación.

Así, la plantación de Camdless-Bay, dirigida por un hombre inteligente, activo y en toda la fuerza de la edad, secundado admirablemente por su personal y al cual no faltaban los recursos, era natural que estuviese, y estaba, en buen estado de prosperidad.

Un perímetro de doce millas, una superficie de cuatro mil acres[1]; tal era el extenso terreno que ocupaba la plantación. Si existía alguna más grande que ella en los estados del Sur de la Unión, no había otra mejor cuidada y administrada. Casa-habitación, cuadras, establos, alojamientos para los esclavos, edificios para la explotación, almacenes destinados a contener los productos del suelo; obradores, talleres y fábricas; ferrocarriles convergentes desde la periferia del dominio hasta el pequeño puerto de embarque; caminos para los carros, todo estaba maravillosamente comprendido bajo el punto de vista práctico y de utilidad. Que era un americano del Norte el que había concebido, ordenado y ejecutado todos estos trabajos, se comprendía al primer golpe de vista.

Solamente los establecimientos de primer orden de Virginia o de ambas Carolinas, hubieran podido rivalizar con el dominio de Camdless-Bay. Además, el suelo de la plantación comprendía diferentes clases de terreno: high-hummoks, altas tierras, naturalmente apropiadas para el cultivo de los cereales; low-hummoks, tierras bajas que convienen más especialmente para el cultivo de los cafetales y del cacao; y marshes, especies de sabanas saladas donde prosperan los arrozales y las cañas de azúcar.

Sabido es que los algodones de Georgia y de Florida son muy apreciados en los diversos mercados de Europa y América, gracias a la longitud y a la buena calidad de sus hebras. También los campos de algodoneros, con sus plantas dibujadas en líneas regularmente espaciadas, sus flores amarillas en que se encuentra la palidez de las malvas, producían también uno de los más importantes ingresos de la plantación. En la época de la recolección, estos campos, de una superficie de un acre o acre y medio, se cubrían de chozas, donde se albergaban entonces los esclavos, mujeres y niños, encargados de recoger las cápsulas y sacar de ellas los copos; trabajo muy delicado, pues para ser impecable no deben destruirse ni alterarse las fibras. Después, este algodón secado al sol, purificado en una máquina, por medio de ruedas, dientes y rodillos; comprimido en la prensa hidráulica y colocado en balas o pacas sujetas con círculos de hierro, se almacenaba para la exportación. Los barcos de vela o de vapor podían llegar a tomar el cargamento de estas balas en el puerto mismo de Camdless-Bay.

A la vez que los algodoneros. James Burbank explotaba también vastos campos de cafetales y de cañas de azúcar.

Aquí estaban las reservas, de mil a mil doscientos arbustos, altos de quince a veinte pies, cuyos frutos, gruesos como una cereza pequeña, no había más que extraer y hacer secar al sol. Allí estaban las praderas, que podrían creerse pantanos, erizadas de millares de estas largas cañas, altas de nueve a dieciocho pies, cuyas panojas se balanceaban, siendo objeto de los cuidados más especiales de Camdless-Bay. Esta recolección de caña daba el azúcar, bajo la forma de un licor que la refinería adelantada en los Estados del Sur transformaba en azúcar de primera calidad; después, como productos derivados, los jarabes que sirven para la fabricación de la ratafía o del ron, y el vino de caña, mezcla del licor sacarino con el jugo de ananás y naranjas.

Aunque menos importante si se le compara con el de los algodones, el mencionado cultivo no dejaba de ser muy productivo. Algunos cercados de cacao, campos de maíz, de batatas, de patatas, de trigo de la India, de tabaco, doscientos o trescientos acres en arrozales, daban también pingüe beneficio al establecimiento de James Burbank.

Pero se hacía también otra explotación, que rendía ganancias considerables, por lo menos iguales a las de la industria algodonera. Era el desmonte de los bosques inagotables, de que la plantación estaba cubierta. Sin hablar del producto que daban los árboles de la canela y de la pimienta, de los naranjos, de los limoneros, de los olivos, de las higueras, ni del rendimiento de todos los árboles frutales que se conocen en Europa y muchos otros de América, cuya aclimatación es rápida y fácil en Florida, estos bosques eran objeto de una tala regular y constante. Qué de riquezas en campeche, gazumas u olmos de México, empleados ahora en tantos usos; en baobabs, en madera de coral, con tallos y flores de un rojo sanguíneo, en castaños de flores rojas, en nogales negros, en encinas verdes, en pinos australes, que proveen de admirables muestras de madera para las construcciones y mastelería de los buques; en paquirieros, cuyos frutos hace estallar el sol del mediodía, como si fuesen petardos; en pinos quitasoles, en tulipanes, pinos, cedros, y, sobre todo, cipreses, este árbol tan esparcido por toda la península, que forma en ella bosques cuya longitud varía de sesenta a cien millas. También James Burbank había establecido varias sierras mecánicas en distintos puntos de la plantación; grandes presas, construidas en algunos de los ríos tributarios del San Juan, convertían en caída su curso apacible, y estos rápidos daban con exceso la fuerza mecánica que se necesitaba para la construcción de postes, maderos y plantas, de los cuales cien buques hubieran podido llevar cada año cargamentos enteros.

Es preciso citar también vastas y verdes praderas que alimentaban infinidad de caballos, mulas y numerosos rebaños, cuyos productos subvenían a todas las necesidades agrícolas.

En cuanto a los volátiles de especies tan variadas que poblaban los bosques y corrían por los campos y llanuras, se imaginará difícilmente hasta qué punto pululaban en Camdless-Bay, como en toda la Florida, por supuesto. Por encima de los bosques se cernían las águilas de cabeza blanca y cuello largo, cuyo agudo grito se parece al ruido de una trompeta cascada, buitres de una ferocidad poco ordinaria, alcaravanes gigantes, de pico puntiagudo como una bayoneta. Sobre la ribera del río, entre las grandes cañas que en ella crecen, bajo el cruzamiento de gigantescos bambúes, vivían entre flores grandes ibis, completamente blancos, que se hubiera creído arrancados de cualquier monolito, pelícanos de talla colosal, millares de vencejos y golondrinas de mar de todas especies; de cangrejeras, vestidas con una hopa y una pelisa verde; de grullas con plumaje de púrpura y plumón oscuro manchado de puntos blanquecinos; de jacamares, especie de martín-pescadores, con reflejos dorados; todo un mundo de anfibios, gallinas de agua, patos de la especie de los sílvidos, cercetas, pardales, petreles o pájaros nadadores, pufines, picos de tijera, cuervos de mar, gaviotas, colas de paja, a las cuales un golpe de viento bastaba para arrojar hasta la superficie del San Juan, y algunas veces hasta exócetos, o peces voladores, que son rico bocado para los golosos. A través de las praderas pululaban las becadas y becatias, los chorlitos, las limosas, mamióseas, las gallinas sultanas, con plumaje a la vez azul, verde, amarillo y blanco, como una paleta volante, los gallos de fresa, las ardillas parduscas, las perdices o colins-onix, los pichones de cabeza blanca y patas rojas; después y respecto a cuadrúpedos comestibles, había conejos de cola larga, especie intermedia entre el conejo y la liebre de Europa, gamos y ciervos por manadas. En fin, ratones lavadores, tortugas ieneuinónidas, y también, por desgracia, muchas serpientes de especie venenosa.

Tales eran los representantes del reino animal en este magnífico dominio de Camdless-Bay, sin contar los negros, varones y hembras, sostenidos para las necesidades de la plantación. ¿Pues qué otra cosa hace de los seres humanos esta monstruosa costumbre de la esclavitud, si no es animales, comprados y vendidos como rebaños o bestias de carga?

¿Cómo James Burbank, partidario de las doctrinas antiesclavistas, un nordista, que no espera más que el triunfo del Norte, no había dado la libertad a los esclavos de su plantación? ¿Dudaría en llevarlo a cabo en el momento que las circunstancias se lo permitieran? No, ciertamente. Y esto no era ya más que cuestión de semanas, de días acaso, puesto que el ejército federal ocupaba ya algunos puntos próximos del Estado limítrofe, y se preparaba a operar en Florida.

Ya, por otra parte, y desde hacía largo tiempo, James Burbank había tomado todas las medidas que podían mejorar sensiblemente la suerte de los esclavos. Eran estos unos setecientos negros de ambos sexos, limpia y cómodamente alojados en anchas chozas, tratados con cariño, alimentados convenientemente, no trabajando más que lo que el límite de sus fuerzas consentía. El capataz general y los sub-capataces tenían orden de tratarlos con justicia y suavidad. Así, los diversos servicios se encontraban mejor desempeñados. Rara vez había que castigar a alguno, y desde hacía largo tiempo los castigos corporales estaban abolidos en Camdless-Bay; contraste notable con las costumbres seguidas en las otras plantaciones floridianas, y sistema que no era visto sin disgusto por los vecinos de James Burbank. De esto provenía, como puede comprenderse, que su situación fuera difícil en el país, sobre todo en esta época en que la suerte de las armas iba a resolver la grave y espinosa cuestión de la esclavitud. El numeroso personal de la plantación estaba albergado en chozas sanas y cómodas. Agrupadas de cincuenta en cincuenta, estas chozas formaban una docena de caseríos llamados barracones, aglomerados a lo largo de las orillas del río. Allí estos negros vivían con sus mujeres y sus hijos. Cada familia se hallaba, en todo cuanto era posible, destinada al mismo servicio de los campos, de los bosques o de las fábricas; de manera que los miembros de ella no tuvieran que dispersarse y estar separados durante el trabajo. A la cabeza de estos diversos grupos, un sub-capataz, haciendo las funciones de gerente, por no decir de alcalde, administraba su pequeña colonia, que dependía de la capital del cantón. Esta capital era el dominio privado de Camdless-Bay, encerrado en un perímetro de altas empalizadas, y cuyas estacas gruesas y puntiagudas, muy juntas unas con otras, se ocultaban a medias bajo la verdura de la exuberante vegetación floridiana. Allí se elevaba la habitación particular de la familia de James Burbank.

Mitad casa, mitad castillo, esta habitación había merecido y merecía el nombre de Castle-House.

Desde hacía largo tiempo, Camdless-Bay pertenecía a los antecesores de James Burbank. En una época en que las devastaciones de los indios eran muy de temer, sus poseedores creyeron debían fortificarla, sobre todo la vivienda principal. No estaba muy lejano el tiempo en que el general Jessup defendía aún Florida contra las invasiones de los indios semínolas. Durante un buen número de años los colonos habían tenido que sufrir horriblemente con los ataques de estos nómadas; no solamente eran despojados por medio del robo, sino que el asesinato ensangrentaba sus habitaciones, las cuales eran destruidas después por el incendio. No solamente las aldeas, sino las ciudades mismas, estuvieron más de una vez amenazadas por la invasión y el pillaje de los indios. En algún sitio se elevan todavía las ruinas que estos sanguinarios indígenas han dejado tras de su paso. A menos de quince millas de Camdless-Bay, cerca del caserío del Mandarín, se enseña todavía la «Casa de la sangre», en la cual un colono, M. Motte, su mujer y tres hijas jóvenes, habían sufrido el terrible martirio de que les arrancaran la piel del cráneo, siendo después degollados por estos salvajes. Pero la guerra de exterminio entre el hombre blanco y el hombre rojo ha quedado terminada. Los semínolas, vencidos definitivamente, se han visto obligados a refugiarse en puntos lejanos, hacia el oeste del Mississippi. Ya no se oye hablar de ellos, salvo algunas bandas que vagan errantes todavía en la porción pantanosa de la Florida meridional. El país no tiene, por consiguiente, nada que temer de estos feroces indígenas.

Con estos antecedentes, se comprende que las habitaciones de los colonos hubiesen sido construidas de manera que pudieran resistir un ataque repentino de los indios, y estar en seguridad hasta la llegada de los batallones voluntarios, formados entre los habitantes de las villas y demás poblaciones del contorno. De este modo y con estas condiciones había sido construida en la plantación de Camdless-Bay la habitación de Castle-House.

Castle-House estaba situada sobre una ligera elevación del suelo, en medio del parque reservado, en una superficie de tres acres, que se cerraba a algunos centenares de yardas de la ribera del San Juan. Una corriente de agua, especie de foso bastante profundo, rodeaba este parque, cuya defensa se completaba con una alta y sólida empalizada, sin otro acceso que un puentecillo suspendido sobre este río circular.

Detrás de esta muralla, multitud de magníficos árboles agrupados en racimos cubrían las vertientes del parque, al cual daban hermosura con su vegetación. Una fresca avenida de bambúes, cuyos tallos se cruzaban con nervaduras ojivales, formaba una larga nave, que se extendía desde el desembarcadero del pequeño puerto de Camdless-Bay hasta las primeras praderas de la plantación. En el interior, sobre todo el espacio que quedaba libre entre los grandes árboles, se extendían los verdes céspedes entre anchas avenidas de árboles, bordeadas con barreras blancas que terminaban en una explanada de arena delante de la fachada principal de Castle-House.

Este castillo, bastante bien construido, ofrecía mucha variedad y capricho en el conjunto de su construcción y no menos fantasía en sus detalles; pero para el caso en que los asaltantes hubieran forzado las empalizadas del parque, se hubiera podido, cosa importante sobre toda ponderación, defenderse por sí solo y sostener un sitio de algunas horas. Sus ventanas del piso bajo estaban defendidas por fuertes rejas de hierro; la puerta principal de la fachada anterior tenía la solidez de un rastrillo. En ciertos sitios, a manera de murallas construidas con una especie de piedra marmórea, se alzaban varias garitas con ángulos salientes, que hacían la defensa más fácil, puesto que permitían atacar por el flanco. En suma, con sus aberturas reducidas a lo estrictamente necesario, su torreón central, que le dominaba y sobre el cual se desplegaba el pabellón estrellado de América, sus líneas de almenas de que estaban provistos ciertos muros, la inclinación de estos sobre su base, sus techos elevados, el espesor de sus paredes, a través de las cuales se cruzaban acá y allá cierto número de cañoneras y troneras, hacían parecer la vivienda más un castillo fuerte que una quinta o casa de recreo.

Pero, como ya se ha dicho, había sido preciso construirla así para la seguridad de los que la habitaban en la época en que se hacían aquellas salvajes incursiones de los indios en el territorio de Florida. Existía además una especie de túnel subterráneo que, después de pasar bajo la empalizada y el río circular, ponía a Castle-House en comunicación con una pequeña bahía del San Juan, llamada «Bahía Marino». Este túnel serviría para alguna secreta evasión, en caso de necesidad y de grave peligro.

Castle-House

Ciertamente, en los tiempos actuales, los semínolas, rechazados fuera de la península, no eran ya de temer; pero ¿quién sabe lo que podía suceder en el porvenir? Y el peligro que James Burbank no tenía que temer por parte de los indios, ¿no podría temerlo de sus mismos compatriotas? ¿No era nordista aislado en el fondo de los Estados del Sur, expuesto a todos los golpes de una guerra civil, que había sido hasta entonces tan sangrienta y tan fecunda en represalias?

Sin embargo, esta necesidad de atender a la seguridad de Castle-House no había perjudicado a la comodidad en el interior. Las salas eran vastas, los departamentos suntuosamente amueblados. La familia Burbank encontraba allí, en aquella residencia admirable, todas las comodidades, todas las satisfacciones morales que puede dar la fortuna cuando va unida a un verdadero sentido artístico en los que la poseen.

En la parte posterior del edificio, o sea, en el parque reservado, magníficos jardines descendían hasta la empalizada, que desaparecía bajo la verdura exuberante de los arbustos y plantas trepadoras y los sarmientos de granadillas, donde los pájaros moscas revoloteaban a millares. Macizos de naranjos y grandes grupos de olivos, de higueras y granados; pontederías con sus bouquets azules; grupos de magnolias, cuyos cálices, del color del marfil antiguo, perfumaban el aire; infinidad de palmeras esbeltas agitaban al aire sus flexibles ramas, como abanicos que mueve la brisa; guirnaldas de cobéas con sus matices violáceos, grupos de tupeas con rosetas verdes, yucas que emiten ruidos como de sables acerados, rododendros rosas, infinito número de plantas de mirtos y pamplemusas, o naranjos agrios; en fin, todo cuanto puede producir la flora de una zona que toca en el trópico, estaba reunido en aquellos deliciosos parterres para los goces del olfato y el placer de los ojos.

En el límite del recinto, bajo la bóveda formada por altos cipreses y corpulentos baobabs, estaban situadas las cuadras, las cocheras, las habitaciones para los perros y los lugares destinados a la lechería y a la cría de aves de corral. Gracias al espeso ramaje de estos hermosos árboles, que hacía que el sol no pudiese penetrar jamás allí ni aun en esta latitud, los animales domésticos no tenían nada que temer de los calores del estío. Procedentes de los ríos vecinos, algunos arroyuelos mantenían allí un fresco sano y agradable.

Como se ve, este dominio privado, especial para los dueños de Camdless-Bay, era un refugio maravillosamente emplazado en medio del vasto establecimiento de James Burbank. Ni el estrépito que formaban las fábricas de algodón, ni los chirridos de las sierras mecánicas, ni los choques del hacha sobre los troncos de los árboles, ni ninguno de estos ruidos que lleva consigo una explotación tan extensa e importante, ninguno llegaba a traspasar la empalizada del recinto. Sólo los mil ejemplares de pájaros de todas clases en que es tan rica la ornitología floridiana, podían traspasarla revoloteando de árbol en árbol. Pero estos cantores alados, cuyo plumaje rivaliza con las brillantes flores de esta zona, no eran menos bien acogidos que los perfumes de que la brisa se impregnaba al acariciar las praderas y los bosques de la vecindad.

Tal era Camdless-Bay, la plantación de James Burbank, una de las más ricas, hermosas e importantes de Florida Oriental.