20
Si se necesitara alguna prueba de que todos habíamos llegado a creer en la existencia espiritual de la reina egipcia, ninguna habría sido más elocuente que el cambio que produjo en nosotros la renuncia voluntaria efectuada por intermediación de Margaret.
Cada uno reaccionó de diferente manera, de acuerdo con su personalidad. Margaret estaba triste. El doctor Winchester parecía muy animado y conversador; su mente racional le había servido como antídoto contra el miedo. El señor Corbeck se encontraba de un humor más melancólico que especulativo. En cuanto a mí, el que Margaret estuviese menos ansiosa me había devuelto, si no la alegría, sí el optimismo.
Pero en quien menos cambios se habían operado era, sin duda, el señor Trelawny. Durante años, todo cuanto no guardase relación con el experimento había tenido para él una importancia secundaria. Incluso ahora, que se mostraba más relajado, era evidente que no cejaba ni por un instante en su propósito. Nos rogó que lo acompañásemos al vestíbulo, donde había, contra una de las paredes, una mesa de roble, bastante larga y no muy ancha, que trasladamos a la cueva, en cuyo centro la ubicamos, debajo de las lámparas eléctricas. Margaret nos miró, palideció y, con voz temblorosa, dijo:
—¿Qué vais a hacer, padre?
—Vamos a quitar los vendajes del gato embalsamado. Esta noche la reina Tera no necesitará a su espíritu familiar. Si lo precisara, podría ser peligroso para nosotros, de modo que tomaremos precauciones. ¿Estás alarmada, querida?
—¡Oh, no! —se apresuró a responder ella—. Pero pensaba en Silvio, y en el dolor que me produciría si fuese su momia la que os dispusierais a descubrir.
El señor Trelawny tenía a punto unos cuantos cuchillos y otros instrumentos cortantes y colocó el gato sobre la mesa.
Comenzamos a trabajar. El corazón me dio un vuelco cuando me puse a pensar en lo que podía llegar a ocurrir en aquella casa solitaria. El susurro del viento, que soplaba ominoso, incrementaba la sensación de aislamiento, así como el rumor de las olas, que rompían contra las rocas, más abajo. Pero me sobrepuse, pues teníamos una tarea que cumplir.
Había una cantidad increíble de vendajes. El ruido de la tela al ser rasgada, y el polvillo acre y rojizo que despedía a causa del betún, la goma y las especias con que había sido empapada, afectó de algún modo nuestros sentidos. En cuanto quitamos los últimos vendajes, contemplamos al animal, sentado delante de nosotros. El pelo, los dientes y las garras estaban completos; tenía los ojos cerrados, pero los párpados no presentaban el aspecto feroz que había imaginado. Los bigotes estaban apretados contra el hocico a causa de las vendas, pero apenas éstas dejaron de ejercer presión se erizaron como si el animal estuviese vivo. Era un magnífico ejemplar de ocelote de tamaño descomunal para su especie, pero la admiración que nos causó en el primer instante se transformó en miedo, porque los temores que habíamos intuido se vieron confirmados.
La boca y las garras presentaban manchas de sangre seca, que por su vivo color rojo parecían recientes.
El doctor Winchester fue el primero en reponerse, porque era hombre acostumbrado a ver sangre. Cogió una lupa y examinó las manchas en la boca del felino. El señor Trelawny dejó escapar un profundo suspiro y dijo:
—Ya me lo figuraba. Este experimento promete.
Mientras miraba las garras, igualmente ensangrentadas, el doctor Winchester exclamó:
—¡Lo imaginaba! También tiene siete dedos.
A continuación abrió su cartera y sacó el pedazo de papel secante en el que aparecían las señales dejadas por las garras de Silvio, que parecieron corresponder con los cortes en la muñeca del señor Trelawny. Puso el pedazo de papel bajo la garra del gato momificado y todos pudimos ver que aquellas huellas coincidían de manera exacta.
Tras examinar el gato cuidadosamente sin hallar en él nada extraordinario excepto su asombroso estado de conservación, el señor Trelawny lo levantó de la mesa, mientras Margaret exclamaba:
—¡Ten cuidado, padre! Podría hacerte daño.
—Ahora no, querida —replicó él al tiempo que se dirigía hacia la escalera.
—¿Adónde vas? —preguntó ella con voz a punto de quebrarse.
—A la cocina —contestó su padre—. El fuego acabará con cualquier peligro futuro, porque ni siquiera el cuerpo astral puede surgir de las cenizas.
Nos hizo una seña de que lo siguiéramos, y en ese momento Margaret se volvió y comenzó a sollozar. Me acerqué a ella, pero me rechazó murmurando:
—¡No, no! Ve con ellos. ¡Oh, me parece un crimen espantoso! Era la mascota de la pobre reina…
En la cocina ya había leña preparada. El señor Trelawny encendió una cerilla y al cabo de pocos segundos el gato embalsamado fue arrojado al fuego. Enseguida percibimos el desagradable olor del pelo quemado y, al rato, las llamas devoraron la momia por completo. Unos minutos después respiramos tranquilos al comprobar que el espíritu familiar de la reina Tera ya no existía.
Al regresar a la cueva, encontramos a Margaret sentada en la oscuridad. Había apagado las luces eléctricas y sólo la tenue luz del crepúsculo se abría paso entre las sombras. Su padre se acercó a ella y la rodeó con sus brazos en ademán protector. Mi amada apoyó la cabeza en su hombro, en busca de consuelo.
—Enciende la luz, Malcolm —oí que me decía poco después con tono perentorio.
Me apresuré a obedecer.
—Ahora, preparémonos para nuestra gran obra —anunció entonces el señor Trelawny—. ¡No hay un minuto que perder!
Margaret debió de sospechar lo que iba a ocurrir, pues con voz temblorosa, preguntó:
—¿Qué vais a hacer ahora?
—Quitaremos los vendajes a la momia de la reina Tera.
—Pero, ¿la dejaréis al descubierto, padre? En presencia de hombres, y con tanta luz…
—¿Por qué no, hija?
—¡Se trata de una mujer, padre! ¡Y de ese modo, en este lugar! ¡Es algo cruel, cruel!
Era evidente que Margaret estaba desconsolada; tenía las mejillas encendidas y lágrimas de indignación nublaban sus ojos. El señor Trelawny se dio cuenta de sus sentimientos y quiso calmarla. Yo hice ademán de alejarme, pero me indicó con un gesto que me acercase. Comprendí que quería mi ayuda. No obstante, antes apeló a la razón.
—No se trata de una mujer, querida sino de una momia. Lleva muerta más de cinco mil años.
—¿Y eso qué importa? El sexo no es una cuestión de años. Una mujer sigue siéndolo por muchos siglos que hayan transcurrido. ¿Y os proponéis despertarla de su largo sueño? Si ha de resucitar, es posible que en realidad no esté muerta. Entre todos me habéis hecho creer que cuando se abra el cofre volverá a la vida.
—Así lo creo, hija mía. Pero, durante todo este tiempo no ha estado muerta, sino sumida en algo parecido a la muerte. Debes tener en cuenta, asimismo, que fueron unos hombres quienes embalsamaron a la reina, ya que en el antiguo Egipto no había sacerdotisas que se encargaran de esas cosas. Además, los hombres ya estamos acostumbrados a esta clase de situaciones. Corbeck y yo hemos quitado los vendajes a un centenar de momias, y muchas de ellas eran de mujeres. El doctor Winchester está habituado a curar tanto a hombres como a mujeres, y el mismo Ross, en su calidad de abogado…
—¿De modo que tú también vas a ayudarlos? —exclamó con tono de irritación.
No contesté, porque me pareció mejor permanecer en silencio.
—Hija mía —prosiguió el señor Trelawny—. Tú misma presenciarás cómo lo hacemos. ¿Nos crees capaces de herirte u ofenderte? Sé razonable, por favor. No estamos en una fiesta. Todos nosotros somos personas serias, dispuestas a realizar un experimento que tal vez nos permita acceder a la sabiduría de una época remota, a conocimientos infinitos para el ser humano capaces de trazar nuevos rumbos en el pensamiento. —Hizo una pausa y con voz grave prosiguió—: Recuerda también que de eso puede resultar la muerte para cualquiera de nosotros, o incluso para todos. Sabemos muy bien que nos exponemos a peligros desconocidos. Debes comprender, querida, que no obramos a la ligera, sino con todo el rigor de que somos capaces. Por otra parte, cualesquiera que sean los sentimientos de quienes aquí nos encontramos, es imprescindible, para que el experimento sea un éxito, quitar los vendajes a esa momia. Creo que bajo ninguna circunstancia sería necesario si en lugar de convertirse en un cadáver espiritualizado con un cuerpo astral lo hiciese en un ser humano viviente. Si su proyecto original se cumple, y accede a una nueva vida envuelta en esos vendajes, te aseguro que todo lo que habrá conseguido será cambiar una tumba por otra. ¡Sufrirá la muerte de un sepultado en vida!
—Bien, padre —dijo ella al fin y le dio un beso—. Pero aun así lo considero una indignidad horrible para una mujer, sea reina o no.
Mientras me dirigía hacia la escalera, Margaret me llamó:
—¿Adónde vas?
Volví a su lado, la tomé de la mano y, acariciándosela, expliqué:
—Regresaré cuando hayan terminado de quitar los vendajes.
—Será mejor que te quedes —dijo—. Esto te será de gran utilidad en tu carrera de abogado. —Me miró a los ojos y sonrió, pero al instante se puso seria y añadió—: Mi padre tiene razón; es una ocasión solemne que debemos considerar con toda seriedad. Sin embargo… Da igual. Insisto en que te quedes, Malcolm. Estoy segura de que más tarde te alegrarás de ello.
Entretanto, el señor Trelawny, con la ayuda de Corbeck, levantó la tapa del sarcófago donde yacía la momia de la reina. Ésta era de anchura y longitud considerables, y pesaba tanto que, a pesar de que éramos cuatro, nos costó trabajo levantarla. Bajo la dirección del señor Trelawny, la tendimos sobre la mesa dispuesta al efecto.
Entonces fui consciente del horrible acto que nos disponíamos a realizar. Allí, bajo el brillo intenso de la luz eléctrica, el aspecto sórdido y tangible de la muerte se me hizo extrañamente real. Empezamos a quitar los vendajes. Los exteriores eran ásperos al tacto y aparecían oscurecidos por el polvo o desgastados por el roce, como si hubiesen sido tratados rudamente. Los bordes eran desiguales y estaban deshilachados; la tela se encontraba cubierta de manchas, y el barniz, resquebrajado. Aunque las vendas eran numerosas, no lograban ocultar la forma de un cuerpo humano, lo cual hacía que todo aquello resultase todavía más estremecedor. Ante nosotros sólo teníamos un cadáver, y nada más. Cualquier aspecto fantástico de aquella operación había desaparecido por completo. Los dos hombres mayores, que habían realizado aquella misma tarea a menudo, no manifestaban el menor desconcierto, y el doctor Winchester se comportaba como si se hallase ante la mesa de operaciones. Yo me sentía deprimido y algo avergonzado y, además, me apenaba y alarmaba la palidez cadavérica de Margaret.
Continuamos con nuestro trabajo. El vendaje que envolvía a la reina era mucho más largo que el empleado con el gato embalsamado, e infinitamente más elaborado. Una vez que quitamos las capas exteriores, comprobamos que la disposición de las interiores revelaba una tarea exquisitamente delicada. Sin embargo, hallamos el mismo polvo acre y rojizo, lo que indicaba la presencia de betún. El número de vendas era enorme, y a medida que íbamos quitándolas mi excitación aumentaba. No tomé parte en el proceso, por lo que Margaret me recompensó con una mirada de gratitud. A medida que iban quitando aquella cubierta de tela, ésta era más suave y el olor, aunque más acre, correspondía menos al del betún. El trabajo prosiguió ininterrumpidamente. En algunas de las vendas interiores observamos símbolos o dibujos. A veces eran de color verde pálido y otras de varios colores, pero siempre prevalecía el verde.
De vez en cuando, el señor Trelawny o el señor Corbeck señalaban un dibujo en particular antes de quitar el vendaje que, detrás de ellos, formaba ya una pila enorme.
Los vendajes se acababan y las proporciones eran ya las de una figura normal, aun cuando estaba claro que la estatura de la reina había sido superior a la corriente en su tiempo. A medida que el trabajo se acercaba a su fin, Margaret estaba cada vez más pálida y parecía tan agitaba que no pude evitar inquietarme.
En el instante en que el señor Trelawny quitaba la última tira de tela, miró a su hija y descubrió en sus ojos una expresión de pena. Interrumpió la tarea, imaginando que aquello se debía a un sentimiento de pudor ofendido, y dijo con tono conciliador:
—No te inquietes, querida. Mira, no hay nada que pueda molestarte. La reina lleva una túnica, y nunca he visto nada tan magnífico.
El cuerpo estaba cubierto por un ancho trozo de tela, debajo del cual apareció una túnica de lino blanco que tapaba el cadáver del cuello a los pies.
El maravilloso aspecto de aquel tejido hizo que todos nos inclináramos a contemplarlo.
Margaret, impulsada por un interés naturalmente femenino, se acercó para examinar aquella tela nunca vista en nuestro tiempo. Era tan fina como la seda de mejor calidad, pero ni siquiera ésta habría poseído aquellos graciosos pliegues que el transcurso del tiempo había endurecido.
En torno al cuello había un delicado encaje hecho con hilo de oro y ramitas de sicomoro, y alrededor de los pies, con un trabajo igualmente minucioso, se veía una hilera interminable de pequeñas flores de loto que lucían tan gráciles como naturales.
Cruzando el cuerpo, pero sin rodearlo, según pudimos observar, había un cinturón ricamente enjoyado con gemas de un brillo y una variedad de colores maravillosos.
Hacía las veces de hebilla una gran piedra dorada y de forma redonda que presentaba una depresión, como si se hubiese oprimido un globo elástico. Centelleaba y en su interior parecía contener un verdadero sol cuya luz alumbrase toda la cueva. Lo flanqueaban dos piedras de menor tamaño que a juzgar por su tono plateado y su brillo semejante al de la luna debían de ser labradoritas.
A los lados de éstas, unidas por unos broches de oro de exquisito diseño, una fila de centelleantes piedras resplandecía con todos los matices imaginables. Cada una de aquellas gemas semejaba una estrella viva que reaccionase con su fulgor al menor cambio de luz.
Margaret, extasiada, levantó las manos. Se acercó para examinar las joyas pero, de pronto, se irguió y, con tono firme, declaró:
—Esto no es un sudario, no ha sido vestida para la muerte. Se trata de una túnica nupcial.
El señor Trelawny se apresuró a inclinarse sobre la momia y, al cabo de un instante, se volvió hacia nosotros y dijo:
—Mi hija tiene razón. Estas vestiduras no están destinadas a un cadáver. Además, observen que no se las han puesto, sino que, sencillamente, descansan sobre el cuerpo.
Levantó el cinturón de piedras preciosas y se lo entregó a Margaret. A continuación, cogió con ambas manos la amplia túnica y la colocó sobre los brazos extendidos de su hija.
Quedamos asombrados ante la belleza de la figura que, a excepción del paño que le cubría la cara, yacía completamente desnuda delante de nosotros. El señor Trelawny volvió a agacharse y con manos temblorosas levantó el paño de lino, tan fino y delicado como la túnica, y cuando retrocedió contemplamos boquiabiertos la gloriosa hermosura de la reina. Me sentí avergonzado, pues consideré irreverente, e incluso sacrílega, nuestra actitud ante aquella belleza despojada de sus ropas. No parecía una muerta sino una escultura tallada en marfil por Praxíteles. No se advertía la ruina que la muerte es capaz de realizar en apenas un instante. Todos los poros del cuerpo aparecían maravillosamente conservados. La carne se revelaba tan turgente como la de una persona viva, y la piel poseía la suavidad del satén. Sólo el color era insólito, pues se asemejaba al del marfil nuevo, a excepción del brazo derecho, cuya muñeca estaba rota y cubierta de sangre.
Ruborizada y con un brillo de furia en los ojos, Margaret cubrió el cuerpo con la hermosa túnica que sostenía en el brazo. Sólo quedó visible el rostro, más extraordinario aún que el cuerpo, pues no parecía muerto sino lleno de vida. Los párpados estaban cerrados, pero las pestañas, negras y rizadas, sombreaban algo las mejillas. Las aletas de la nariz se hallaban en reposo y los entreabiertos labios, rojos y carnosos, nos permitieron admirar una fila de dientes como perlas. Su abundante cabellera, negra y lustrosa, estaba recogida sobre la blanca frente. Unos rizos, semejantes a tiernas raicillas, se habían separado del peinado.
Pese a que Corbeck me lo había advertido, no pude evitar sorprenderme al comprobar cuán parecidas eran la reina y Margaret. Aquella mujer, porque me resistía a pensar en ella como momia o cadáver, era la imagen de mi amada tal y como la había visto por vez primera. Y la semejanza se acentuaba aún más merced al adorno de oro, piedras preciosas y plumas que llevaba en el cabello, muy semejante al que Margaret había lucido en aquel baile.
El señor Trelawny también se mostró sorprendido, al borde del colapso, incluso, y cuando Margaret se acercó a él y lo abrazó, lo oí murmurar:
—¡Es como si tú estuvieses muerta, hija mía!
Se produjo un largo silencio. Percibí el rugido del viento en el exterior, pues había estallado una tempestad y las olas se agitaban turbulentas en el mar. La voz del señor Trelawny me devolvió a la realidad de cuanto me rodeaba.
—Más adelante intentaremos averiguar qué proceso se siguió para embalsamarla —dijo—. No se parece a nada de lo que conozco. No se advierten cortes por los que extraer las vísceras y los órganos internos, por lo que deduzco que éstos deben de continuar dentro del cuerpo. Tampoco noto humedad alguna en la carne, lo cual indica que tal vez, mediante un método que desconocemos, inocularon cera o parafina en las venas, donde se endureció.
Margaret nos rogó, tras cubrir el cuerpo de la reina con una sábana, que lo llevásemos a su habitación y lo pusiéramos sobre la cama. En cuanto lo hubimos hecho, nos despidió diciendo:
—Déjenme sola con ella. Todavía han de pasar algunas horas y no quiero que se vea expuesta a la intensa luz de la cueva. Ésta es la boda para la que se preparó, la boda de la muerte, y al menos debe lucir sus mejores ropas.
Cuando Margaret me llevó de nuevo a su habitación, la reina vestía la túnica de lino bordado en oro. Además, le había puesto todas sus alhajas. Alrededor del cuerpo vi varias velas encendidas, así como un ramillete de flores blancas sobre su pecho.
Cogidos de la mano, la contemplamos por unos minutos. Margaret dejó escapar un suspiro y la cubrió nuevamente con una sábana. Se volvió al instante y, después de cerrar la puerta de su cuarto, volvió conmigo junto a los demás, que se hallaban en el comedor. Empezamos a hablar sobre lo que había sucedido y lo que estaba por suceder.
De vez en cuando, uno u otro de los allí reunidos se obligaba a sí mismo a iniciar una conversación. Era como si no creyésemos en nuestras posibilidades o la larga espera comenzase a afectar nuestros nervios. Advertí que el señor Trelawny había sufrido mucho más de lo que nos figurábamos o de lo que él estaba dispuesto a demostrar. Su voluntad y determinación eran tan firmes como siempre, pero su aspecto físico había desmejorado. Dadas las circunstancias, resultaba lógico. Ningún hombre puede pasar un período de cuatro días en contacto permanente con la muerte sin sufrir las consecuencias.
El tiempo transcurría cada vez con mayor lentitud. Mis compañeros se mostraban somnolientos y me pregunté si no estarían bajo el influjo de algún poder hipnótico, al menos en el caso del señor Trelawny y de Corbeck, que ya habían pasado por esa experiencia en la tumba de la reina. En cuanto al doctor Winchester, sus períodos de distracción aumentaban con el paso de las horas.
Margaret palidecía por momentos, tanto que a medianoche empecé a alarmarme. Le rogué que me acompañase a la biblioteca e intenté convencerla de que se echara en el sofá y descansase por un rato. Como el señor Trelawny había fijado el experimento para la séptima hora después del ocaso, debíamos aguardar hasta las tres de la madrugada. Aun concediendo toda una hora a los preparativos finales, nos quedaban dos de impaciente vigilia, de modo que prometí a mi amada que la despertaría cuando el instante llegase. Pero ella no aceptó mis consejos. Me dio las gracias con una sonrisa y me aseguró que no tenía sueño y que se sentía con fuerzas suficientes para esperar. No pude por menos de resignarme, pero procuré retenerla en la biblioteca durante una hora, hablando de varias cosas, y, cuando por fin insistió en regresar a la habitación de su padre, pensé que al menos había hecho algo para ayudarla a pasar al tiempo.
Encontramos a los tres hombres sentados en el comedor, en silencio. Margaret y yo nos unimos a ellos.
Cuando sonaron las dos, todos parecimos recobrar en parte nuestro ánimo.
Las sombras que se habían cernido sobre nosotros en el transcurso de las largas horas anteriores parecieron disiparse de repente y todos nos dirigimos presurosos a nuestras respectivas tareas, rebosantes de entusiasmo. Primero examinamos las ventanas para comprobar que estuvieran cerradas, pues ahora la tormenta arreciaba con tal fuerza que temíamos que desbaratara nuestros planes, los cuales se basaban, precisamente, en un silencio absoluto. Después preparamos nuestras mascarillas para ponérnoslas cuando se acercara el momento. Habíamos decidido utilizarlas ya desde un principio, pues no sabíamos si surgiría algún vapor perjudicial cuando abriéramos el Cofre Mágico. Por lo visto, a ninguno de nosotros se le había ocurrido pensar que la cuestión de la apertura del cofre no estaba en modo alguno resuelta.
Después, bajo la guía de Margaret, trasladamos el cuerpo de la reina Tera, que se hallaba vestida todavía con sus ropajes nupciales, desde su habitación a la cueva.
Fue un extraño espectáculo en extrañas circunstancias. Un grupo de hombres silenciosos apartando de las velas encendidas y de las blancas flores aquella blanca e inmóvil figura cuyo aspecto, cuando a causa de nuestros movimientos, la túnica cayó hacia atrás, me hizo evocar de inmediato el de una estatua de mármol.
La depositamos en el sarcófago y colocamos sobre el pecho la mano cortada, pues era ahí donde debía estar. Debajo de ella pusimos la Joya de las Siete Estrellas que el señor Trelawny había sacado de la caja fuerte. Cuando la colocó en su sitio, la gema pareció despedir destellos deslumbradores. La intensa luz de las bombillas eléctricas iluminaba fríamente el gran sarcófago preparado para el experimento final, basado en las investigaciones de toda la vida de aquellos dos estudiosos que tanto habían viajado. Una vez más, el sorprendente parecido entre Margaret y la momia, intensificado por su inquietante palidez, acrecentó el extraño carácter de la situación.
Cuando finalmente todo estuvo preparado, habían transcurrido tres cuartos de hora, pues habíamos actuado con deliberada lentitud. Margaret me indicó con un gesto que me acercara, y ambos nos retiramos a su habitación. Allí hizo algo que me produjo una extraña emoción y me hizo comprender profundamente el desesperado carácter de la empresa en que nos habíamos embarcado. Una a una fue apagando cuidadosamente las velas y volvió a colocarlas en sus lugares acostumbrados. Al terminar, me dijo:
—¡Ya no sirven para nada! No importa lo que ocurra, la vida o la muerte, ahora de nada servirá que las utilicemos.
Regresamos a la cueva con una extraña sensación de irrevocabilidad. ¡Retroceder ya era imposible!
Nos colocamos las mascarillas y ocupamos los lugares previamente acordados. Yo debería permanecer al lado de los interruptores de la luz eléctrica, preparado para accionarlos en cuanto el señor Trelawny me lo indicara. Su última advertencia en el sentido de que cumpliera sus instrucciones con toda la precisión fue casi una amenaza, pues dijo que cualquier error o descuido por mi parte podría entrañar la muerte de alguno de nosotros o de todos. Margaret y el doctor Winchester deberían situarse entre el sarcófago y la pared para no interponerse entre la momia y el Cofre Mágico. Deberían observar cuidadosamente cualquier cosa que le ocurriera a la reina.
El señor Trelawny y Corbeck se encargarían de encender las lámparas, tras lo cual ocuparían sus puestos correspondientes, el primero a los pies del sarcófago y el segundo en la cabecera del mismo.
Cuando las manecillas del reloj se acercaron a la hora, permanecieron de pie con las velitas encendidas como los artilleros de antaño con sus botafuegos a punto.
El paso del tiempo durante los minutos que siguieron fue un horror prolongado. El señor Trelawny estaba inmóvil, con su reloj de bolsillo en la mano, listo para dar la señal.
El momento se acercaba con inconcebible lentitud; pero, al final, se oyó el chirrido de las ruedas que anunciaban la inminencia de la hora. El sonido de la campanilla de plata del reloj de pared pareció golpear nuestros corazones como un anuncio de condenación eterna. ¡Una! ¡Dos! ¡Tres!
La llama prendió en los pabilos de las lámparas y yo encendí la luz eléctrica. Bajo el débil parpadeo de aquéllas y el claro brillo de ésta, la estancia y lo que contenía adquirió una extraña forma, como si todo hubiese cambiado de golpe. Esperamos, con el corazón en un puño. Fuera seguía arreciando la tormenta; las persianas que cubrían los estrechos agujeros abiertos en las paredes vibraban y crujían como si algo pugnara por entrar.
Los segundos parecieron transcurrir con alas de plomo; fue como si todo el mundo se hubiera detenido. Las figuras de los demás apenas destacaban y, en medio de las sombras, sólo se veía con toda claridad el blanco vestido de Margaret. Las voluminosas mascarillas que llevábamos puestas contribuían a intensificar nuestro extraño aspecto. La mortecina luz de las lámparas cuando el señor Trelawny y Corbeck se inclinaron sobre el cofre iluminó la cuadrada mandíbula y la firme boca del primero y el moreno y arrugado rostro del segundo. Los ojos de ambos parecían despedir destellos bajo la luz. Al otro lado de la estancia, los del doctor Winchester centelleaban como estrellas y los de Margaret relucían igual que negros soles.
¿Acaso aquellas lámparas no acabarían de encenderse jamás?
En cuestión de segundos, sus llamas cobraron fuerza. Una lenta y regular llama cada vez más brillante empezó a cambiar de color desde el azul al blanco cristalino. Los dos hombres permanecieron inmóviles por un par de minutos, sin que se observara el mínimo cambio en el cofre. Al fin, empezó a envolverlo un suave resplandor, que fue intensificándose hasta convertirse en una joya fulgurante, y después en algo que semejaba un ser viviente cuya esencia fuera la luz. El señor Trelawny y el señor Corbeck se desplazaron en silencio a sus puestos junto al sarcófago.
Mientras seguíamos esperando, nos pareció que nuestros corazones dejaban de latir.
De repente, se oyó un sonido semejante al de una minúscula explosión amortiguada y la tapa del cofre se levantó unos milímetros en sentido horizontal. Todo se veía ya con claridad absoluta, pues la cueva se había inundado de luz. A continuación, sin moverse por un lado, la tapa empezó a levantarse lentamente por el otro como si cediera a la presión del equilibrio. Yo no podía ver lo que había dentro, pues me lo impedía la tapa levantada. El cofre seguía brillando; de su interior empezó a surgir un ligero vapor verdoso que flotó en dirección al sarcófago como si algo lo empujase o atrajera hacia él. Yo no podía aspirar por entero sus efluvios a causa de la mascarilla, pero, aun así, percibí un extraño olor acre. Al cabo de pocos segundos el vapor se condensó un poco y empezó a penetrar directamente en el sarcófago abierto. Estaba claro que el cuerpo momificado ejercía cierta atracción en él, como también lo estaba que el vapor ejercía cierto efecto en el cuerpo, pues poco a poco el sarcófago empezó a iluminarse como si éste hubiera empezado a despedir luz. Desde el lugar donde me encontraba no podía ver qué ocurría dentro, pero por la expresión de quienes observaban aquel fenómeno deduje que algo inusual estaba sucediendo.
Ansiaba acercarme para echar un vistazo, pero, recordando la solemne advertencia del señor Trelawny, me quedé donde estaba.
La tormenta seguía rugiendo alrededor de la casa y yo sentía temblar la roca sobre la que se alzaba. Las persianas parecían tensarse como si el viento del exterior quisiera penetrar a la fuerza en medio de furiosos aullidos de cólera. En aquella hora temible y expectante en que las fuerzas de la vida y de la muerte luchaban por alzarse con el triunfo, imaginé por un instante que la tormenta era un ser viviente, animado por una furia sobrehumana.
De repente, los ansiosos rostros que rodeaban el sarcófago se inclinaron hacia delante. La expresión de mudo asombro de sus ojos, iluminados por la luz sobrenatural del interior del sarcófago, poseía un fulgor que superaba lo mortal.
Mis ojos habían quedado casi ciegos a causa de aquella luz terrible y paralizadora, de forma tal que apenas podía dar crédito a lo que veía. Algo de color blanco surgía del interior del sarcófago abierto. Algo que a mis torturados ojos les pareció una especie de bruma tenue y blanca. En el centro de aquella bruma, tan borrosa y opaca como un ópalo, algo que parecía una mano sostenía una joya fulgurante de la cual escapaban múltiples haces luminosas. Cuando él violento fulgor del cofre se unió a aquel resplandor nuevo y viviente, el verde vapor que flotaba entre ellos se convirtió en una cascada de brillantes puntos… ¡un milagro de luz!
Justo en aquel instante se produjo un cambio. La violenta tormenta que azotaba las gruesas persianas se alzó con la victoria. Con un sonido semejante al de un disparo de pistola, el pestillo de una de ellas se rompió y la persiana golpeó contra la pared, girando sobre sus goznes. De inmediato penetró en la cueva una terrible ráfaga de viento que hizo oscilar las llamas de las lámparas y desvió el curso del vapor verdoso.
Entonces la bruma que surgía del cofre sufrió un nuevo cambio. Por un segundo brotó una breve llamarada y se oyó una explosión amortiguada. Después empezó a salir una negra humareda que fue espesándose con asombrosa rapidez al tiempo que su volumen aumentaba hasta que toda la cueva empezó a quedar a oscuras y sus perfiles se desvanecieron. El viento seguía entrando con furia en la estancia. Obedeciendo a una señal del señor Trelawny, Corbeck fue a cerrar la persiana y la aseguró con una cuña.
Sentí el deseo de ayudarlo, pero tenía que esperar las instrucciones del señor Trelawny, quien permanecía inflexiblemente en su sitio de la cabecera del sarcófago. Le hice señas con la mano, pero él me indicó con un ademán que no me moviera. Poco a poco las figuras que rodeaban el sarcófago fueron desdibujándose en medio de las densa humareda que las envolvía. Al final, dejé de distinguirlas. Quería desesperadamente acercarme a Margaret, pero reprimí una vez más mi impulso. En caso de que aquella lobreguez se prolongara, la luz sería imprescindible para nuestra salvación; ¡y yo era su guardián! Mientras permanecía inmóvil en mi sitio, sentí que la angustia de mi inquietud era casi insoportable.
El cofre había adquirido un color apagado y la llama de las lámparas era cada vez más débil, como si el espeso humo estuviera a punto de ganar la partida. Muy pronto la oscuridad absoluta caería sobre nosotros.
Esperé, confiando en que de un momento a otro oiría la orden de encender la luz. Pero ésta no llegó. Seguí aguardando mientras contemplaba con dolorosa intensidad las nubes de humo que brotaban del cofre, cuyo resplandor se desvanecía progresivamente. Las llamas de las lámparas se apagaron una a una.
Al final, sólo quedó una lámpara encendida, en la que ardía una vacilante llama azulada. Yo mantenía los ojos clavados en Margaret, en la esperanza de verla cuando se disipara un poco la oscuridad. Mi inquietud se centraba ahora sólo en ella; distinguía vagamente su blanca túnica más allá del borroso perfil del sarcófago.
La negra bruma era cada vez más densa y su aspereza empezaba a irritarme los ojos. De pronto me pareció que la cantidad de humo que brotaba del cofre disminuía y que el humo era menos espeso. Me pareció entonces que al otro lado de la cueva, donde se encontraba el sarcófago, algo blanco se movía. Después vi varios movimientos parecidos. A través de la densa humareda alcancé a vislumbrar fugazmente un brillo de blancura, pues la última lámpara estaba empezando a parpadear antes de apagarse por completo.
El último resplandor desapareció al fin, y consideré que había llegado el momento de hablar. Me quité la mascarilla y pregunté al señor Trelawny:
—¿Quiere que encienda la luz?
Nadie contestó. Antes de que el espeso humo me asfixiara, volví a preguntar, levantando un poco más la voz:
—Señor Trelawny, ¿quiere que encienda la luz? ¡Contésteme! ¡Si usted no me lo impide, la encenderé!
Al no obtener respuesta, pulsé el interruptor. Para mi horror, éste no obedeció. ¡Se había producido algún fallo en la corriente eléctrica! Me moví con la intención de subir corriendo por la escalera para tratar de averiguar la causa, pero no podía ver nada, pues me rodeaba la oscuridad más absoluta.
Crucé a tientas la estancia hacia el lugar donde yo creía que se encontraba Margaret. Al hacerlo, tropecé con un cuerpo. Noté por la ropa que era el de una mujer. El corazón me dio un vuelco; Margaret había perdido el conocimiento, o tal vez hubiese muerto. Tomé en brazos el cuerpo y seguí caminando hasta llegar a una pared. Siguiéndola, llegué a la escalera y subí los peldaños con la mayor rapidez que pude, aun con la dificultad del peso de la adorada carga que sostenía en los brazos. Quizá la esperanza alivió mi tarea, ya que, mientras subía y me alejaba de la cueva, me pareció que el cuerpo era cada vez más ligero.
Deposité el cuerpo en el descansillo y me abrí paso a tientas hacia la habitación de Margaret, donde sabía que estaban las cerillas y las velas que ella había colocado al lado de la reina. Encendí una cerilla y me alegré de ver luz. Prendí dos velas y, tomando una en cada mano, regresé corriendo al descansillo, donde había dejado a la que yo creía Margaret.
Su cuerpo no estaba allí. Pero en el lugar donde lo había depositado se encontraban los ropajes nupciales de la reina Tera, rodeados por un cerco de espléndidas piedras preciosas. A la altura del corazón descansaba la Joya de las Siete Estrellas.
Mareado y presa del pánico, bajé a la cueva. Las dos velas que llevaba eran nuevos puntos de luz en medio del humo negro e impenetrable. Volví a ponerme la mascarilla y busqué a mis compañeros. Ninguno se había movido de su sitio. Habían caído al suelo y miraban hacia arriba con una expresión de inefable terror. Margaret se había cubierto el rostro con las manos, pero la apagada mirada de sus ojos produjo en mí una impresión terrible.
Abrí las persianas para que entrara todo el aire posible. La tormenta estaba amainando con la misma rapidez con que se había desencadenado y ahora sólo soplaban algunas rachas irregulares. ¡Bien podía calmarse después de todo el daño que había causado!
Traté de ayudar a mis compañeros, pero todo fue inútil. Allí, en aquella casa solitaria, lejos del auxilio de los hombres, todo sería inútil.
Tuve suerte de que se me evitara el dolor de la esperanza.