19
Aquella noche todos nos acostamos temprano, pues la siguiente estaría llena de ansiedad y el señor Trelawny creyó preferible que estuviésemos bien descansados. Por la mañana también nos aguardaba mucho trabajo. Todo lo que se relacionaba con el experimento sería objeto de una nueva revisión, para que ningún detalle, por mínimo que fuese, lo echara a perder. Por supuesto, hicimos los arreglos necesarios para pedir ayuda si se daba el caso, pero me parece que ninguno de nosotros temía peligro alguno o tenía la menor aprensión. Nadie creía que fuera preciso defenderse de posibles agresiones, al contrario de lo que había ocurrido en Londres, durante el largo trance en que había permanecido sumido el señor Trelawny.
Por mi parte, me sentía extrañamente tranquilo. Había aceptado el razonamiento del señor Trelawny, según el cual la reina era tal como suponíamos y no se opondría a nuestro experimento pues el sentido de éste no era otro que realizar sus anhelados proyectos. Así pues, estaba mucho menos inquieto de lo que me habría parecido posible; pero había otros motivos de preocupación que no podía borrar por completo de mi mente. El principal era el inquietante estado en que se encontraba Margaret. Si de verdad era cierto que poseía una existencia doble, ¿qué ocurriría cuando esas dos existencias se convirtiesen en una? Una y otra vez me hacía a mí mismo esta pregunta, y el ignorar la respuesta me llenaba de ansiedad. No me servía de consuelo el que Margaret se mostrara satisfecha y su padre complacido. El amor es, al fin y al cabo, un sentimiento egoísta, y proyecta oscuras sombras sobre cualquier cosa que impida el paso de la luz. Me parecía oír el tictac de un reloj; vi la penumbra caer sobre nosotros y, más adelante, transformarse en una luz grisácea, cuya intensidad aumentaba sin que trajese por ello consuelo alguno a mis sentimientos. Por último, cuando estaba seguro de que no perturbaría a los demás haciendo algún ruido, me puse de pie. Recorrí el pasillo para comprobar si a mis compañeros les había ocurrido algo, pues habíamos convenido en que dejaríamos abierta la puerta de cada habitación con la intención de que cualquier sonido fuese perfectamente percibido por los demás.
Todos dormían; oí la respiración regular de cada uno y me alegré de que hubiera pasado aquella noche tan desafortunada para mí. Una vez en mi dormitorio, di gracias a Dios por ello y comprendí cuán intenso era mi miedo. Al cabo de un rato salí de la casa y me dirigí hacia el mar, descendiendo por una larga escalera tallada en la roca. Decidí nadar un poco, y el contacto del agua fría templó mis nervios, devolviéndome la serenidad.
Al regresar, desde lo alto de la escalera observé el sol levantarse y teñir de rojo las rocas para adquirir, casi al instante, una tonalidad dorada. Sin embargo, cierta intranquilidad se apoderó de mí. Todo me parecía demasiado alegre y brillante, como suele ocurrir antes de que se desate una tormenta. Mientras me detenía para contemplar el espectáculo, noté que una mano se posaba suavemente en mi hombro y, al volverme, vi a Margaret a mi lado. Estaba tan alegre y radiante como aquella gloriosa mañana de sol. Una vez más era mi Margaret, la de siempre, sin mezcla alguna con ninguna otra; y me dije que aquel día fatal había comenzado bien.
Pero por desgracia la alegría no duró mucho. Al regresar a la casa tras un paseo por los acantilados, continuamos con la rutina del día anterior y, de nuevo, nos vimos sobrecogidos por la tristeza, la ansiedad, la depresión y, finalmente, la indiferencia y la apatía.
Sin embargo, teníamos mucho que hacer, de modo que cada uno se dedicó a su tarea con toda la energía de que fue capaz.
Después de desayunar bajamos a la cueva, donde el señor Trelawny hizo una detallada inspección de todos los objetos para ver si faltaba alguno y comprobar si ocupaban el lugar que les correspondía. Entretanto, nos explicó el motivo por el cual esto último era tan importante. Llevaba consigo los grandes rollos de papel con los planos a escala, y los dibujos y jeroglíficos que había trazado basándose en las notas y bosquejos facilitados por el señor Corbeck. Según nos había dicho, allí se encontraban todos los jeroglíficos que cubrían las paredes, el techo y los suelos de la tumba del valle del Hechicero, y, aunque no hubiesen estado consignadas las medidas a escala señalando el lugar preciso de cada objeto, habríamos podido situarlo debidamente estudiando las escrituras crípticas y los signos.
El señor Trelawny me explicó algunas otras cosas que no figuraban en la carta, como, por ejemplo, que la parte hueca de la mesa encajaba perfectamente con el fondo del Cofre Mágico, razón por la cual éste debía colocarse encima de aquélla. Las respectivas patas de la mesa estaban indicadas por unos uraeos señalados en el suelo, y la cabeza de cada una estaba extendida en la dirección del uraeo similar, que se enroscaba alrededor de la pata. También me dijo que la momia, una vez ubicada en la elevación del fondo del sarcófago —el cual, al parecer, se adaptaba a la forma del cuerpo—, debía yacer de modo que la cabeza mirase hacia el oeste y los pies hacia el este, a fin de recibir las corrientes naturales de la tierra.
—Es muy posible —aventuró— que esto guarde alguna relación con el magnetismo, la electricidad o ambas cosas. También puede ocurrir, desde luego, que influya otra fuerza, como la que emana del radio. He hecho algunos experimentos con éste, aunque sólo pude obtener una exigua cantidad. Aun así, creo que la piedra del cofre es absolutamente impermeable a tales emanaciones. Existen en la naturaleza sustancias apenas sensibles, y entre ellas se encuentra, precisamente, el radio. Tal vez haya que incluirlo en esa clase de elementos inertes descubiertos o aislados por sir William Ramsay. Es posible que este cofre, que ha sido hecho con el mineral de un aerolito y quizá contenga elementos desconocidos, de otro mundo, posea un poder que se libere al abrirlo.
Hizo una larga pausa y prosiguió:
—Sin embargo, debo conferir que hay algo que no entiendo. Es probable que no tenga demasiada importancia, pero, puesto que no lo sabemos, debemos dársela. Como han visto en el plano de la planta del sepulcro, el sarcófago estaba ubicado cerca de la pared norte, y el Cofre Mágico al sur de ésta. El espacio que los separa parece simbolizar algo, o tal vez sólo se deba a motivos de mera ornamentación. A primera vista, uno diría que los dibujos fueron hechos después de que el sarcófago fuera ubicado en el lugar que le correspondía. Pero un examen más minucioso de los elementos simbólicos que cubren el suelo revela que están concebidos para producir un efecto determinado. Si observan el espacio vacío, verán que los extremos este y oeste corresponden a la cabeza y los pies del sarcófago. En ambos aparecen los mismos signos, pero de forma que las partes de cada uno de ellos son porciones íntegras de otra escritura que los cruza. Esto se comprende cuando se reconocen los signos que simbolizan la cabeza y los pies del sarcófago, claro está. Miren, en ambos extremos aparecen triplicados, tanto en las esquinas como en el centro. En los dos casos aparece el Sol, cortado por la línea del sarcófago, como si ésta simbolizase el horizonte. Detrás y dependiente de ellos, se encuentra el jarrón con el jeroglífico que simboliza el Ab, que es como los egipcios designaban el corazón. Cerca, aparece nuevamente la figura con los brazos cruzados y las palmas apoyadas sobre los hombros; es el Ka, o doble. Pero su posición difiere en cada uno de los extremos. En la cabeza del sarcófago, la parte superior del Ka está dirigida hacia la boca del jarrón, pero en los pies los brazos señalan hacia afuera de éste.
»La simbología parece sugerir que durante la trayectoria del sol de oeste a este, del amanecer al ocaso, el corazón, que es material aun en la tumba y no puede abandonarla, sencillamente gira, de modo que siempre apunta hacia Ra, el dios-Sol, origen de todos los dioses. Pero el doble, que representa el principio activo, va allí donde su voluntad lo lleva, tanto de día como de noche, lo cual significa que la conciencia de la momia nunca descansa.
»Si convenimos en que la noche de la resurrección el Ka abandona el corazón por completo, debemos aceptar que la reina recupera su más pura y sublime existencia física. En tal caso, ¿permanecen vivas la memoria y las experiencias de su alma errante? La posibilidad de que se pierdan para el mundo no me alarma. Esto son meras conjeturas, por supuesto, y se contradicen con las creencias de la teología egipcia, para la cual el Ka constituye un elemento fundamental del espíritu humano.
Hizo una pausa, y el doctor Winchester preguntó:
—Pero ¿no implica lo que acaba de decir la posibilidad de que la reina temiese que la tumba fuera violada?
El señor Trelawny esbozó una sonrisa y respondió:
—Estimado señor, estaba preparada para semejante eventualidad. En la época en que vivió la reina también debían de existir ladrones de tumbas. Y no sólo estaba preparada sino que lo esperaba, de acuerdo con las evidencias. El que hubiese ocultado las lámparas es una prueba de ello. Sin embargo, existen indicios, profundamente crípticos, de que previo también el que alguien la ayudara a completar su trabajo cuando el momento llegase y de eso es, precisamente, de lo que he venido hablando. ¡La pista está ahí para quien quiera verla!
—Padre —intervino Margaret—, ¿puedes darme ese plano? Me gustaría estudiarlo.
—Desde luego, querida —contestó el señor Trelawny, y se lo entregó. A continuación procedió a impartir sus instrucciones, pero cambiando de tono, como si no se tratase de algo misterioso sino eminentemente práctico—: Será mejor que entiendan cómo funciona la luz eléctrica, por si se presenta un imprevisto. Habrán observado que toda la casa dispone de ella, pues es necesario que ni un solo rincón permanezca a oscuras. La fuente proviene de unas turbinas que funcionan gracias al flujo de las mareas, como ocurre con las turbinas del Niágara. Confío en que no sufran ningún desperfecto y que podamos utilizarlas en el momento oportuno. Acompáñenme y les enseñaré cómo funciona el sistema de circuitos.
Por lo que pude observar cuando nos llevó a recorrer la casa, ningún detalle se hallaba librado al azar. Pero a pesar de ello sentí miedo. ¡Detrás del experimento que nos disponíamos a llevar a cabo se encontraba el poder divino!
Una vez que regresamos a la cueva, el señor Trelawny prosiguió:
—Conviene fijar con exactitud la hora en que dará comienzo el experimento. Hasta donde llegan mis conocimientos científicos y mecánicos, creo haber terminado todos los preparativos necesarios, de modo que cualquier hora nos servirá. Pero, como hemos de tener en cuenta los proyectos realizados por una mujer de extraordinaria inteligencia que conocía a la perfección la magia y daba a todas las cosas un sentido oculto, antes de tomar una decisión procuraremos situarnos en su lugar. Es evidente que la puesta de sol tiene una importancia fundamental en cada uno de los detalles, como lo demuestran las imágenes del Sol cortadas matemáticamente por el borde del sarcófago. También hemos observado que el número siete es de la mayor trascendencia en cada fase del razonamiento de la reina. De esto resulta que el momento más oportuno es la séptima hora después del ocaso. Y puesto que esta noche el sol se pone en Cornualles a las ocho, la hora señalada será las tres de la madrugada.
Hablaba como si se tratase de hechos consumados, sin trazos de misterio en su tono o maneras. Pero todos estábamos muy impresionados. Observé que mis compañeros habían palidecido y que permanecían en silencio. Sólo Margaret no se mostraba intranquila; tal vez se encontrase sumida en uno de sus estados de abstracción. Su padre la miró fijamente y sonrió. Al parecer, el comportamiento de mi amada confirmaba su teoría.
Por mi parte, estaba totalmente decidido a seguir adelante. En el momento en que se fijó la hora creí oír la voz del hado. Cuando ahora pienso en ello, comprendo cómo debe de sentirse un condenado cuando se acerca el momento de enfrentarse al cadalso.
Ya no podíamos echarnos atrás. Estábamos en las manos de Dios.
¡En las manos de Dios! Y, sin embargo, ¿qué otras fuerzas se disponían a actuar? ¿Qué sería de nosotros, meras motas de polvo arrastradas por el viento? Pero en realidad no temía por mí, sino por Margaret.
La voz del señor Trelawny me devolvió a la realidad.
—Ahora convendrá ver si las lámparas están bien dispuestas y terminar nuestros preparativos.
Todos pusimos manos a la obra, y, bajo la dirección del señor Trelawny, llenamos las lámparas egipcias de aceite de cedro y colocamos las mechas una a una, para que no ocurriese ningún percance. Tras encenderlas y comprobar que funcionaban correctamente, las dejamos dispuestas para cuando llegase el momento decisivo. Procedimos a continuación a un examen general y vimos que todo estaba ya a punto para el trabajo de la noche.
Cuando salimos de la cueva, me sorprendió oír que el reloj daba las cuatro.
Comimos tarde, y después, siguiendo el consejo del señor Trelawny nos separamos para que cada uno se preparase en privado para afrontar la labor que le aguardaba. Al advertir que Margaret estaba algo pálida, le aconsejé que durmiese un poco. Me prometió que lo haría. Parecía nuevamente ella misma, y con toda la dulzura y delicadeza que yo tanto adoraba, se despidió de mí con un beso. Con el corazón henchido de felicidad, salí a dar un paseo por los acantilados. No quería pensar; todo lo que deseaba era que la frescura del aire y el brillo del sol me dieran fuerzas para soportar lo que pudiese venir.
A mi regreso, vi que todos se disponían a tomar el té. Los hombres tenían aspecto grave. En cambio, Margaret estaba alegre y de buen talante, aunque no observé en ella su natural espontaneidad. Se mostró un poco reservada conmigo, lo que reavivó mis temores. Una vez que hubimos tomado el té, ella abandonó la estancia y al cabo de unos minutos volvió con los dibujos que había estado examinando. Se acercó a su padre y dijo:
—He estado reflexionando acerca de lo que dijiste hoy sobre el significado oculto de esos cielos y corazones…
—¿Y con qué resultado, querida? —preguntó el señor Trelawny ásperamente.
—Creo que hay otra explicación posible.
—¿Cuál? —inquirió su padre con ansiedad.
—Pues que el Ka entre en el Ab cuando el sol se pone, y sólo puede abandonarlo al amanecer.
—¡Continúa! —la apremió el señor Trelawny.
—En mi opinión, eso indica que durante esta noche el doble de la reina, que habitualmente está libre, permanecerá en su corazón mortal y no podrá abandonar la cárcel que para él suponen los vendajes de la momia. Esto significa que cuando el sol se haya hundido en el mar, la reina Tera dejará de existir como poder consciente hasta el amanecer, a menos que el experimento consiga devolverla a la vida. En consecuencia, ni tú ni nadie ha de temer nada. Cualquier cambio que se produzca tendrá su origen en el experimento, no en esa pobre, indefensa y muerta mujer que ha esperado siglos a que llegue esta noche, con la esperanza de nacer a una existencia nueva, en un mundo nuevo.
Guardó silencio súbitamente. Su tono patético, de imploración, me había conmovido. Advertí que tenía los ojos arrasados en lágrimas.
Por una vez, el corazón del señor Trelawny no respondió a los sentimientos de su hija. Parecía exultante, pero algo en su rostro me recordó la expresión severa de éste cuando permanecía en estado de trance. Sin tratar de consolar a Margaret, se limitó a contestar:
—Cuando llegue el momento podremos comprobar si tu teoría es correcta.
A continuación se puso de pie y se dirigió hacia su habitación.
Una vez que se hubo marchado, reinó el silencio y el cabo de unos segundos Margaret se retiró también a su cuarto. Yo salí a la terraza que daba al mar. El aire fresco y la belleza del espectáculo me devolvieron la serenidad, y me alegré de que no existiera ninguno de los peligros que había temido anteriormente. Tenía una fe absoluta en la creencia de Margaret, y así, mucho más animado, regresé a mi habitación y me tendí en el sofá.
Me despertó Corbeck, quien, muy excitado, gritaba:
—¡Señor Ross, baje a la cueva de inmediato! Él señor Trelawny requiere nuestra presencia. ¡Dese prisa!
Bajé a toda prisa a la cueva, donde estaban todos reunidos, a excepción de Margaret, que no tardó en llegar llevando a Silvio en brazos. Cuando el gato vio a su antiguo enemigo, intentó bajar al suelo, pero su dueña lo retuvo acariciándolo. Consulté el reloj y advertí que eran casi las ocho.
Con un tono de insistencia que me sorprendió, el señor Trelawny preguntó a su hija:
—¿Crees que la reina Tera ha renunciado voluntariamente a su libertad por esta noche y se resigna a no ser otra cosa que una momia hasta que el experimento haya concluido?
—Sí —respondió ella en voz baja.
En la pausa que siguió, la apariencia, la expresión, la voz y los gestos de mi amada cambiaron. Incluso Silvio lo notó, y consiguió por fin escapar de sus brazos; ella no dio señales de advertirlo. Yo esperaba que el gato, una vez libre, atacase a la momia, pero en esta ocasión no lo hizo. Se mostraba, por una vez, intimidado. Se acercó corriendo a mí y comenzó a restregarse con mis piernas, mientas no paraba de maullar. Lo cogí en brazos, y eso pareció tranquilizarlo.
—¿Estás segura? ¿Lo crees de verdad?
—Lo sé —confirmó Margaret, cuyo rostro se iluminó—. No puedo decir cómo, pero estoy segura.
—Si fueses la reina Tera, ¿estarías dispuesta a probarlo?
—Sí —respondió ella con firmeza.
—¿Aun cuando eso supusiese exponer a tu espíritu familiar a la muerte y la aniquilación?
Margaret no contestó, y observé que era víctima de un sufrimiento terrible. La miré a los ojos, y lo que vi en ellos me lo confirmó. Yo estaba pasmado, y los demás parecían hallarse en la misma situación. Sin duda, iba a ocurrir algo que no comprendíamos.
El señor Trelawny se dirigió a grandes zancadas hacia la pared oeste de la cueva y abrió un postigo que ocultaba uno de los agujeros que hacían las veces de ventanas. Entró por éste una brisa gélida, y la luz del sol iluminó a padre e hija. El señor Trelawny señaló hacia donde el astro se hundía en el mar formando un halo de fuego dorado, y su rostro se endureció como el pedernal. Con un tono áspero, incluso cruel, que no olvidaré hasta que muera, exclamó:
—¡Escoge! ¡Habla de una vez! Cuando el sol se haya puesto será demasiado tarde.
—¡Acepto!
Entonces Margaret se acercó al gato momificado y puso la mano sobre él. Ahora el sol estaba a su espalda, y por encima de ella las sombras parecían más oscuras y profundas. Con voz alta y clara, dijo:
—Si yo fuese Tera os diría: «Tomad todo lo que tengo. Esta noche es sólo para los dioses».
Mientras hablaba, el sol se hundió en el horizonte y la oscuridad nos envolvió. Silvio saltó de mis brazos y corrió hacia su dueña, restregándose con su vestido como si así le pidiera que lo tomase en sus brazos. Ya no prestaba atención al gato momificado.
—¡El sol se ha puesto, padre! —exclamó Margaret—. ¿Volveremos a verlo? ¡Se acerca la noche de las noches!