18
A veces, pequeñas experiencias nos hacen entender grandes cosas. La historia de las eras es una repetición imprecisa de la historia de las horas. Lo que un alma registra es la multiplicación de un instante. El ángel que toma nota de las acciones de los hombres, no lo hace con medias tintas sino con luz y oscuridad. El ojo de Dios no necesita de matices. Todos los pensamientos, todas las emociones, las dudas, las esperanzas, todos los temores e intenciones se resuelven, a pesar de sus múltiples elementos, en un juego de opuestos.
Todas las experiencias de los hijos de Adán podrían resumirse en lo que yo viviría en las próximas cuarenta y ocho horas, Y el ángel podría escribir, como siempre, empleando luz y tinieblas, que representaban la expresión final del Cielo y el Infierno. La de aquél es la Fe; la de éste, la duda.
Por supuesto, había momentos de luz, momentos en que el amor y la dulzura de Margaret disipaban todas las dudas, del mismo modo que el sol disipa las brumas del amanecer. Pero el conjunto pendía sobre mí como un paño mortuorio. Se acercaba la hora fatal y su proximidad me agobiaba. Quizás el resultado fuese la vida o la muerte para cualquiera de nosotros, pero todos estábamos preparados. Margaret y yo correríamos el riesgo como si de una sola persona se tratase. El aspecto moral de asunto, que incluía la creencia religiosa en que yo había sido educado, no me preocupaba demasiado, ya que las causas y las consecuencias que había detrás escapaban a mi voluntad y a mi comprensión. La duda acerca del éxito del experimento era la que se siente ante cualquier empresa que se encara, y en mi caso suponía más un estímulo que un impedimento. ¿Qué era, pues, eso que me turbaba y me sumía en una angustia tan insoportable?
¡Empezaba a dudar de Margaret!
El motivo, lo ignoraba. No se refería a su amor, a su honor, a su sinceridad o a su bondad. ¿Qué era, entonces?
Sencillamente, que Margaret estaba cambiando. En ocasiones me costaba reconocer a la misma muchacha con la que había navegado por el río y cuyas vigilias había compartido en la habitación de su padre convaleciente. Incluso en los momentos de gran pesar, miedo o ansiedad, nunca había perdido su bondad y su calidez extraordinarias. Ahora, en cambio, a menudo la veía distraída como si su mente, su verdadero ser, no estuviera presente. En tales momentos, sin embargo, conservaba intactas sus facultades de memoria y observación. Se daba perfecta cuenta de las cosas, recordaba lo que sucedía alrededor de ella. Pero cuando recobraba nuevamente su verdadera personalidad, me producía la sensación de que me hallaba ante una persona distinta. Hasta el día en que abandonamos Londres, su compañía me llenaba de felicidad, pues tenía la certeza de que nuestro amor era mutuo. Pero ahora la duda se había apoderado de mí. Nunca sabía si quien se encontraba a mi lado era la Margaret de quien me había enamorado desde el momento en que la vi por primera vez, o la otra, a quien no lograba comprender y cuyo aislamiento intelectual levantaba entre ambos una barrera infranqueable. A veces, parecía despertar de repente. Entonces, me decía cosas dulces y agradables, pero eso sólo hacía que pareciese aún más distinta. Daba la sensación de que hablaba de un modo mecánico o como si alguien le dictara las palabras, con lo cual sus verdaderos pensamientos permanecían ocultos. Después de un par de situaciones así, mis propias dudas empezaron a erigir otra barrera, porque no podía hablar con ella con la facilidad y libertad que eran usuales en nosotros. De esa manera, hora tras hora nos separábamos cada vez más. Si de vez en cuando no hubiera recobrado a la Margaret que había conocido, no sé qué habría podido suceder. Por otra parte, cada uno de esos momentos contribuía a tranquilizarme y a conservar mi amor intacto.
Habría dado un mundo a cambio de un confidente, pero pretenderlo era imposible. ¿Cómo podía hablar con nadie acerca de mis dudas respecto a Margaret y, mucho menos, con su padre? ¿Cómo podía hablar con la propia Margaret del tema, cuando ella misma era el problema? No tenía más remedio que sufrir y aguardar.
Creo que ella se dio cuenta, al menos en algunos momentos, de que una especie de nube nos separaba, porque al atardecer del primer día comenzó a evitarme un poco, o tal vez, se mostró más esquiva que de costumbre. Hasta entonces, había aprovechado cualquier oportunidad que se presentaba para estar conmigo, tal como yo había hecho para permanecer a su lado. Aquella tendencia a evitarnos produjo en nosotros un nuevo dolor.
Aquel día reinó en la casa la mayor tranquilidad. Cada cual se ocupaba de su trabajo o permanecía sumido en sus pensamientos. Sólo nos reuníamos a la hora de comer y, aunque conversábamos, todos parecíamos más o menos preocupados. En la casa no había siquiera la rutina del servicio. La precaución del señor Trelawny de disponer tres habitaciones para cada uno de nosotros hacía que la presencia de los criados fuese innecesaria. El comedor estaba bien abastecido de comida guisada para varios días. Poco antes del anochecer salí a dar un paseo. Antes, busqué a Margaret para proponerle que me acompañara. Cuando la encontré vi que estaba en uno de sus momentos de apatía, lo cual hizo que su presencia perdiese para mí todo encanto. Enfadado conmigo mismo, pero incapaz de expresar mis sentimientos, me alejé solo por el promontorio rocoso.
En el acantilado, y ante el mar, sin oír otra cosa que el rumor de las olas a mis pies y los gritos de las gaviotas que revoloteaban en lo alto, dejé fluir libremente mis pensamientos. No obstante, siempre volvían, de manera inevitable, a un único asunto: cómo resolver la duda que me agobiaba. Allí, solo y rodeado de las fuerzas en perpetua lucha de la naturaleza, mi cerebro empezó a trabajar. Inconscientemente, me hacía una y otra vez preguntas cuya respuesta desconocía. Al fin, me encontré cara a cara con mi duda, y comencé a analizar las evidencias.
Era todo tan asombroso que tuve que hacer un esfuerzo para ceñirme a la lógica. Mi punto de partida era éste: Margaret había cambiado. ¿Cómo y por qué? ¿Se había producido ese cambio en su carácter, en su mente o en su personalidad? Su aspecto físico era el mismo de siempre. Traté de recordar todo cuanto había oído acerca de ella, empezando por las circunstancias de su nacimiento.
Todo era muy extraño desde el principio mismo. Según las declaraciones de Corbeck, su madre había muerto al dar a luz, mientras su padre y él estaban en la tumba de la reina Tera, sumidos en un estado de trance. Éste fue provocado, sin duda, por una mujer que, aunque momificada, poseía un cuerpo astral animado por una voluntad libre y una inteligencia activa. Para aquel cuerpo astral, el espacio dejaba de existir. La enorme distancia entre Londres y Aswan desaparecía, y tanto la madre muerta como la hija, también posiblemente muerta, se hallaban a merced de las facultades nigrománticas de aquella verdadera hechicera.
Pero, ¿era acaso posible que la niña estuviese muerta y que más tarde hubiese resucitado? ¿De dónde procedía, pues, el espíritu, el alma que debía animar aquel cuerpo? La lógica señalaba un camino, al final del cual se hallaba la venganza.
Si las creencias egipcias estaban en lo cierto, el Ka y el Khu de la reina muerta podían animar a cualquier ser que hubiese elegido. En tal caso, Margaret no sería en realidad una persona, sino, sencillamente una parte de la reina Tera, un cuerpo astral que obedecía a la voluntad de ésta.
Al llegar a este punto, me rebelé contra la lógica. Cada fibra de mi ser se resistía a aceptar como buena semejante conclusión. ¿Cómo era posible que yo creyese en la nueva existencia de Margaret y, al mismo tiempo, aceptara la posibilidad de que fuese una imagen animada utilizada por el doble de una mujer, muerta hacía cuatro mil años, para llevar a cabo sus propósitos? A pesar de aquellas nuevas dudas, las perspectivas eran más esperanzadoras, ya que al menos yo tenía a Margaret.
El péndulo de la lógica retrocedió de nuevo. La niña, pues, no había muerto. En tal caso, ¿había tenido la magia alguna intervención en su nacimiento? Según me aseguró Corbeck, no podía negarse que entre Margaret y la reina Tera existía un extraño parecido. ¿Cómo explicarlo? Era del todo imposible que en este hecho hubiera una proyección de alguna imagen de la mente maternal, porque la señora Trelawny nunca había visto aquellos retratos. Ni siquiera el padre había tenido ocasión de contemplar el rostro de la reina Tera hasta que entró en la tumba de ésta, pocos días antes de que la niña naciese. Pero la mente humana es tan insondable, que no acabé de convencerme y el horror de la duda permaneció, tomando una imagen concreta: una niebla vasta e impenetrable en la que, a veces, flotaban unos pocos puntos luminosos, espasmódicos y fugitivos, que servían para acentuar aún más la existencia de aquella oscuridad.
Quedaba la posibilidad de que existiera alguna clase de relación entre Margaret y la reina momificada, en el caso de que la magia tuviera la facultad de transmutarse en otra mujer. Esta teoría no podía rechazarse fácilmente. La existencia de demasiadas circunstancias sospechosas parecía confirmarla. Reparé de pronto en algunos hechos incomprensibles que habían rodeado nuestras vidas durante los últimos días. Eso me produjo cierto consuelo, pues trataba ya con hechos evidentes, aunque desagradables, pues tal vez perjudicaran a Margaret. Deseaba luchar por ella, pero sentía que lo hacía a ciegas. Mi mejor arma en su defensa era la verdad. Debía, pues, saber y entender, para estar en condiciones de actuar. Para ello debía considerar los hechos.
El primero era el extraño parecido de la reina Tera con Margaret, quien nació en otro país situado a miles de kilómetros de distancia, donde su madre no tenía posibilidad alguna de conocer el aspecto de aquella reina.
Segundo: la desaparición del libro de Van Huyn, del que sólo pude leer hasta llegar a la descripción de la gema.
Tercero: el hallazgo de las lámparas en el armario del saloncito. Tal vez la reina Tera, valiéndose de su cuerpo astral, hubiera sido capaz de abrir la puerta de la habitación de Corbeck en el hotel y cerrarla tras apoderarse de las lámparas. De la misma manera, quizás hubiese abierto la ventana para ponerlas en el armario. En ese caso, era posible que Margaret no hubiera tenido nada que ver en el robo, lo cual no impedía que el hecho fuera sumamente extraño.
Cuarto: las sospechas del detective y del doctor, que en este momento comprendí en toda su dimensión.
Quinto: en ciertas ocasiones Margaret había llegado a pronosticar, con exactitud asombrosa, los momentos en que reinaría la tranquilidad, como si conociese previamente las intenciones del cuerpo astral de Tera.
Sexto: su indicación de que el rubí que su padre había perdido acabaría siendo encontrado. Al reflexionar sobre este episodio a la luz de las sospechas sobre sus poderes, la reina Tera, valiéndose de su cuerpo astral (siempre en el supuesto de que la teoría respecto a éste fuese correcta), y temerosa de que la joya se extraviase, se la sacó al señor Trelawny de la cartera y la trasladó de Londres a Kyllion, donde de algún modo misterioso se encargó de comunicarle a Margaret su paradero.
Séptimo y último: la extraña y doble existencia que Margaret parecía llevar los últimos días y que, en cierto modo, semejaba una especie de corolario de lo ocurrido anteriormente.
¡Una doble existencia! Ésa era la conclusión que vencía las dificultades y reconciliaba las contradicciones. Si Margaret no era una personalidad libre sino que se veía compelida a hablar y actuar como si recibiese instrucciones; o si todo su ser podía ser cambiado por otro sin que nadie fuera capaz de advertirlo, entonces cualquier cosa era posible y todo dependería de las intenciones del espíritu que la obligase a actuar. Si éstas resultaban ser nobles, todo marcharía bien. Pero, en caso contrario… Aquella suposición era demasiado espantosa para expresarla en palabras. Apreté los dientes presa de la rabia fútil que producían en mí ideas tan horribles.
Hasta aquella mañana las alteraciones en la personalidad de Margaret fueron poco notables. A excepción de una o dos veces, su actitud hacia mí se manifestó de manera clara. Pero ahora ocurría lo contrario. Aquel cambio era un mal presagio. Tal vez la otra entidad perteneciese a una categoría inferior. Al pensar en ello, sentí temor. En la historia de la momia, desde que Van Huyn entrara en la tumba, la lista de muertes que conocíamos, y que probablemente se habían debido a su voluntad e intervención, era asombrosa y terrible. El árabe que robó la mano separándola de su cuerpo; el jeque que quiso robar la joya de Van Huyn y en cuya garganta aparecieron las marcas rojizas de siete dedos. Cuando Trelawny procedía a llevarse el sarcófago, dos hombres murieron, y otros tres al entrar de nuevo en la tumba. También le ocurrió lo mismo al árabe que abrió el serdab secreto. Esto hacía nueve muertos, uno de ellos asesinado, sin duda, por la mano de la reina. Aparte de eso, era preciso recordar las distintas agresiones de que había sido objeto el señor Trelawny en su propia habitación, cuando Tera, ayudada por su espíritu familiar, el gato, trató de abrir la caja fuerte para sacar la joya. La precaución de sujetar la llave a una pulsera de acero tuvo, finalmente, los resultados esperados, pero estuvo a punto de costarle la vida al señor Trelawny.
Si la reina, deseosa de resucitar en las condiciones que había escogido no dudó en derramar sangre, ¿qué no sería capaz de hacer en caso de que sus propósitos se viesen frustrados? ¿Qué terrible decisión podría tomar para la consecución de sus deseos? ¿Cuál sería su propósito definido? Todo cuanto sabíamos con certeza era que se proponía resucitar y que quería hacerlo en el norte. También era evidente que aquella resurrección debía haberse producido en la solitaria tumba del valle del Hechicero. Para ello, Tera hizo todos los preparativos necesarios, e incluso dispuso la manera de abandonar el sepulcro cuando hubiese vuelto a la vida. La tapa del sarcófago no estaba fija. Las jarras de aceite, aunque herméticamente cerradas para que el contenido no mermase con el paso del tiempo, podían abrirse con facilidad. Hasta había previsto que para producir la llama hubiese allí eslabón y pedernal. Violando la tradición, el pozo de la momia quedó abierto y, además, junto a la puerta de la roca había una cadena de hierro que le permitiría descender hasta el suelo del valle. Pero ignorábamos por completo cuáles podían ser sus intenciones posteriores. Y, en el caso de que deseara empezar la nueva vida como una persona humilde, había en ello tanta nobleza que no pude por menos de sentir simpatía hacia la reina y desearle que sus esfuerzos se viesen coronados por el éxito.
La idea parecía confirmar el magnífico tributo de Margaret a su propósito, y eso hizo que mi espíritu atribulado hallase cierta calma.
Convencido de que al fin había encontrado la verdad, decidí poner al corriente a Margaret y a su padre de tan temibles posibilidades. Después, puesto que en mi ignorancia no podía alterar el curso de los acontecimientos, me limitaría a aguardar a que sucediese algo.
Ya más tranquilo, volví a la casa, donde quedé sorprendido al hallar a Margaret, la auténtica Margaret, esperándome.
Tras la cena, estuve a solas un rato con ella y su padre, y, entonces, no sin vacilar, decidí tratar aquel asunto.
—¿No sería conveniente tomar todas las precauciones posibles en el caso de que los deseos de la reina fueran contrarios a los nuestros en lo que al experimento se refiere?
Margaret replicó de inmediato, con demasiada rapidez, incluso, como si ya tuviese preparada aquella respuesta:
—¡Pero si ella lo aprueba! Estoy segura de que no puede ser de otra manera. Mi padre, con su inteligencia, su energía y su valor, hace, precisamente, lo que la reina había dispuesto.
—Pues no creo que sea así —objeté—. Ella lo había arreglado todo para resucitar en la tumba, en soledad, aislada del mundo por todos los medios a su alcance. Al parecer estaba convencida de que ese aislamiento, en lo alto de la roca, la protegería de posibles agresiones. Si despertara en otro país y otra época, en condiciones absolutamente distintas, existe la posibilidad de que, en su inquietud, nos tome por lo que no somos y nos ataque como ya hizo con otros intrusos en época anterior. No debemos olvidar que nueve hombres murieron en sus manos o por inspiración suya. En mi opinión, esa mujer no sabe lo que son el remordimiento y la compasión.
No me di cuenta hasta más tarde, mientras reflexionaba sobre mis palabras, hasta qué punto había aceptado como un hecho el que la reina Tera tenía conciencia y podía volver a la vida.
Temí por un instante que mi comentario hubiese ofendido al señor Trelawny, pero éste me miró y con una amable sonrisa contestó:
—En cierto modo, querido amigo, tiene usted razón. No hay duda de que la reina deseaba el aislamiento y tal vez fuese más conveniente llevar a cabo el experimento tal y como ella lo había dispuesto. Pero debe usted comprender que una vez que el explorador holandés entró en su tumba, eso resulta del todo imposible. No fue culpa mía. Soy inocente de ello, aunque gracias a esas investigaciones logré dar de nuevo con el sepulcro. Observe usted que yo no he dicho que no fuera capaz de obrar del modo que lo hizo Van Huyn. Fue la curiosidad lo que me hizo ir a esa tumba, y me llevé de ella cuanto pude, obedeciendo al ansia de posesión que anima al coleccionista. Recuerde que, en aquella época, ignoraba por completo que esta reina deseaba resucitar; no tenía ni idea de la minuciosidad de sus preparativos. Todo eso lo averigüé más tarde, y cuando lo supe me apresuré a hacer todo lo posible para que sus deseos se vieran cumplidos. Mi único temor es haber interpretado incorrectamente algunas de las instrucciones crípticas o haber omitido u olvidado algo. Tengo la certeza de que he hecho todo cuanto me ha parecido útil, y de que, al menos conscientemente, no he contrariado en nada los deseos de la reina Tera. Tengo el mayor interés en que el experimento resulte exitoso, y para ello no he escatimado trabajo, tiempo, dinero… ni esfuerzo personal. He sufrido penalidades y desafiado peligros. He empleado toda mi inteligencia, todos mis conocimientos, y estoy dispuesto a seguir haciendo todo lo posible para culminar esta gran obra.
—¿Se refiere usted a devolver la vida a esa mujer —pregunté—, o bien a probar que la resurrección es posible por medio de la magia, de conocimientos científicos o mediante el empleo de alguna fuerza que en la actualidad desconocemos?
El señor Trelawny habló entonces de las esperanzas que hasta entonces más bien había insinuado que expresado. En un par de ocasiones yo había oído hablar a Corbeck de la intensa energía que poseía aquel hombre en su juventud, pero a excepción de las nobles palabras pronunciadas por Margaret al hablar de los sueños de la reina Tera —y que daban a entender que era posible que el poder de ésta fuese, de algún modo, transmisible—, no vi signo alguno de ello. Ahora sus palabras me dieron una nueva idea de él.
—¡La vida de una mujer! —exclamó el señor Trelawny—. ¿Qué importancia tiene eso comparado con lo que esperamos? En este experimento, precisamente, la arriesgamos, y eso que mi afecto hacia esa vida crece por momentos. Ya arriesgamos la vida de cuatro hombres, la suya y la mía, así como las de nuestros confidentes. ¿La prueba de que la resurrección puede realizarse? Eso es pedir demasiado. Resulta inconcebible en esta época de ciencia y escepticismo derivado de la gran cantidad de conocimientos que manejamos. La vida y la resurrección no son más que resultados secundarios de lo que podemos obtener gracias a este experimento. Imagine lo que supondrá para el mundo de las ideas (el auténtico mundo del progreso humano), el camino verdadero hacia las estrellas, el itur ad astra de los antiguos, si desde el pasado ignoto puede volver a nuestro lado un ser humano capaz de revelarnos la sabiduría contenida en la gran biblioteca de Alejandría, consumida por el fuego. No sólo sería posible rectificar la historia de la ciencia desde sus comienzos, sino que podremos conocer las artes, las ciencias y los conocimientos perdidos, hasta lograr una recuperación completa y definitiva. Esa mujer podría explicarnos cómo era el mundo antes de lo que llamamos Diluvio; podría revelarnos el origen de ese mito asombroso, hacer que comprendiésemos cosas que ahora se nos antojan fabulosas, pero que en realidad eran historias muy antiguas, anteriores a los días de los patriarcas. Sin embargo, ése tampoco es nuestro objetivo. Si la historia de esa mujer es lo que creemos, si sus poderes son lo que esperamos, porque creemos firmemente en ellos, podremos alcanzar unos conocimientos que nuestros contemporáneos no han sospechado siquiera y que hoy incluso nos parecen absurdos. Si esta resurrección puede llevarse a cabo, ¿cómo seguiremos dudando de los antiguos conocimientos de la vieja magia y de las creencias ancestrales? El Ka de esa reina extraordinaria y sabia ha traído de las estrellas secretos de un valor incalculable para cualquier mortal. Esa mujer descendió por voluntad propia a la tumba para regresar de nuevo, decidió morir siendo aún joven con la intención de resucitar en otra época tras un sueño larguísimo, emergiendo de la tumba con todo el esplendor y magnificencia de su juventud y su poder. Ahora ya tenemos pruebas de que, si bien su cuerpo durmió pacientemente durante siglos, su inteligencia nunca murió; sabemos que su resolución no flaqueó ni su voluntad se debilitó, y, lo más importante, que no perdió la memoria. ¡Oh, cuántas facultades se nos ofrecen ante la posibilidad de que renazca entre nosotros! Su historia personal comenzó antes de que se enseñase nuestra Biblia; su existencia es anterior a los dioses de Grecia. Puede poner un eslabón entre la Antigüedad y nuestra era, entre las Tierra y el Cielo, y aclarar los misterios de lo desconocido, del mundo en que vivió y de otros mundos que escapan a nuestra imaginación.
Guardó silencio y Margaret, acercándose a él, le estrechó cálida y fuertemente la mano. De pronto, en el rostro de ella apareció aquella expresión que tantas veces había advertido en los últimos días, aquel misterioso velo sobre su personalidad que parecía separarme de mi amada. El señor Trelawny no dio muestras de reparar en ello, pero cuando dejó de hablar Margaret recobró súbitamente su verdadera personalidad. Sus hermosos ojos se llenaron de lágrimas y, en su gesto de amor y admiración, se inclinó para besar la mano de su padre. Luego, se volvió hacia mí y dijo:
—Has hablado, Malcolm, de las muertes que causó la infortunada reina, o, mejor dicho, de las que se derivaron de la intromisión en sus preparativos y del deseo de arruinar sus proyectos. ¿No comprendes cuán injusto has sido? ¿Quién no habría hecho lo mismo que ella? ¡Recuerda que luchaba por su propia vida! Y por mucho más que eso, pues defendía la vida, el amor y todas las gloriosas posibilidades de su futuro, incierto todavía, en el desconocido mundo del norte que tan encantadoras esperanzas le ofrecía. ¿No crees que ella, con toda la sabiduría de su tiempo y con la fuerza enorme de su poderosa naturaleza, deseaba proyectar de un modo aún más sublime las elevadas aspiraciones de su alma? Si tus deseos estuvieran a punto de verse frustrados por la horrible mano de un asesino o un ladrón, ¿no habrías luchado denodadamente para alcanzar la vida y la esperanza, cuyas posibilidades crecían a medida que pasaban los años? Imagina esa mente, aguardando a que llegase el momento definitivo mientras su cuerpo mortal permanecía protegido por todo lo que ordenaban la ciencia y la religión de su tiempo, y, entretanto, su espíritu, libre, recorría un mundo tras otro en las vastas regiones que se extienden entre las estrellas. ¿No tenían acaso esas estrellas, en su vida múltiple e infinita, lecciones que darle, del mismo modo que nos las dieron a nosotros cuando seguimos el glorioso sendero que ella y su gente nos señalaron al enviar su imaginación volando en círculos entre las lámparas de la noche?
Hizo una pausa, y las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas. Me sentí profundamente conmovido e incapaz de pronunciar palabra. Aquélla era mi verdadera Margaret, y la conciencia de ello me llenó de felicidad. Me decidí entonces a confesar lo que había temido por imposible, para llamar la atención del señor Trelawny sobre lo que yo había considerado la doble existencia de su hija. Tomé la mano de Margaret entre las mías, la besé, y, dirigiéndome a su padre, dije:
—Lo cierto, señor, es que ella no hablaría de modo más elocuente si el espíritu de la reina Tera la animase e inspirara sus ideas.
La respuesta del señor Trelawny me dejó atónito, pues comprendí que había advertido lo mismo que yo.
—Creo, sinceramente, que es así —dijo—. Sé muy bien que en mi hija mora el espíritu de su madre. Si, además, la anima el alma de esa maravillosa reina, será doblemente querida. No tema por ella, Malcolm Ross, o, por lo menos, recuerde que no corre más peligros que el resto de nosotros.
Entonces, Margaret continuó hablando de aquel asunto, y tan rápidamente que sus palabras no parecían una interrupción de lo que su padre había dicho sino una continuación.
—No temas por mí, Malcolm. La reina Tera lo ve todo y no quiere hacernos daño alguno. ¡Losé! Estoy tan segura de eso como de que te amo.
Su voz sonaba tan extraña, que la miré rápidamente a los ojos. Centelleaban como siempre, pero aun así me ocultaban el pensamiento que había tras ellos, como si fuesen los ojos de un león enjaulado.
En ese instante entraron nuestros dos compañeros y cambiamos de conversación.