17
Por la noche el señor Trelawny acompañó de nuevo a todo el grupo al estudio, donde empezó a exponernos sus planes:
—He llegado a la conclusión de que, para poder llevar a la práctica nuestro experimento, tenemos que gozar de un aislamiento absoluto. No un simple aislamiento de uno o dos días sino de todo el tiempo que sea necesario. Aquí, tal cosa sería imposible; las necesidades y los hábitos de la gran ciudad podrían molestarnos e interrumpirnos, y sin duda lo harían. Bastarían los telegramas, las cartas certificadas o los envíos urgentes, y el gran ejército de aquellos que quieren algo de nosotros haría inevitable el desastre. Por si fuera poco, los acontecimientos de la semana pasada han atraído la atención de la policía sobre esta casa. Aunque ni Scotland Yard ni la comisaría del distrito hayan cursado instrucciones especiales de vigilancia, pueden ustedes estar seguros de que el policía que hace la ronda la someterá a una atenta observación. Además, los criados que se han marchado no tardarán en hablar. No tendrán más remedio que hacerlo, pues, en razón de su propia forma de ser, se verán obligados a explicar el motivo del término de un servicio que gozaba, si ustedes me permiten decirlo, de cierto prestigio en el barrio. Los sirvientes de los vecinos empezarán a hablar y puede que también lo hagan los propios vecinos. Después, la siempre activa e inteligente prensa, con su habitual afán de informar al público y aumentar las tiradas, se apoderará del asunto. Aunque nos encerráramos en la casa, no nos veríamos libres de interrupciones y, posiblemente, de intrusos. Cualquiera de ambas cosas daría al traste con nuestros planes; por consiguiente, debemos tomar medidas con vistas a una posible retirada, llevando con nosotros todos nuestros pertrechos. Ya estoy preparado para eso. Desde hace un tiempo tenía prevista semejante posibilidad y había tomado los recaudos necesarios. Como es lógico, no podía prever lo que ha ocurrido, pero sabía que ocurriría o que podía ocurrir. Desde hace más de dos años mi casa de Cornualles está acondicionada para recibir todos los objetos que aquí se conservan. Cuando Corbeck se fue para iniciar su búsqueda de las lámparas, mandé preparar la vieja casa de Kyllion, que incluso dispone ahora de todo lo necesario para producir luz eléctrica. Será mejor que les diga, pues ninguno de ustedes, ni siquiera Margaret, sabe nada de ello, que el acceso público e incluso la visión de la casa son absolutamente imposibles. Se levanta en lo alto de un promontorio rocoso detrás de una escarpada colina y sólo es posible divisarla desde el mar. Hace muchos años que está rodeada por un alto muro de piedra, pues la casa anterior había sido construida por un antepasado mío en los tiempos en que una gran vivienda alejada de un centro urbano tenía que estar preparada para defenderse. Disponemos, por lo tanto, de un lugar tan apropiado para nuestras necesidades que casi parece hecho a la medida. Cuando estemos allí me extenderé más sobre el asunto. No tardaremos mucho, pues el proceso ya se ha puesto en marcha. He mandado decir a Marvin que disponga todo lo necesario para el transporte. Deberá contar con un tren especial, el cual circulará de noche para evitar ser visto. Y también deberá agenciarse varias carretas y carros con suficientes hombres y medios para trasladar todo nuestro equipaje a Paddington. Nos iremos antes de que los ojos de Argo de los reporteros empiecen a montar guardia. Hoy empezaremos a hacer el equipaje. Calculo que mañana por la noche estaremos listos. En los edificios anexos tengo todas las cajas de embalaje que utilizaremos para traer las cosas desde Egipto, y creo que, puesto que fueron suficientes para un viaje a través del desierto, luego por las aguas del Nilo hasta Alejandría y desde allí hasta Londres, nos bastarán sin duda en nuestro viaje desde aquí hasta Kyllion. Los hombres, si Margaret nos va dando las cosas que le pidamos, podremos hacer las maletas para que luego las carguen en los carros.
»Hoy los criados se irán a Kyllion y la señora Grant se encargará de todo lo que haga falta. Llevará un buen surtido de artículos de primera necesidad a fin de no dejarnos ver por las tiendas y llamar la atención de las gentes del lugar; y nos mantendrá abastecidos de alimentos perecederos desde Londres. Gracias al prudente y generoso trato que Margaret ha dispensado a los criados que decidieron quedarse, contamos con una servidumbre fiel. Todos han sido advertidos ya de la necesidad de ser discretos y, por consiguiente, no hay que temer que se produzcan chismorreos desde dentro. De hecho, puesto que los criados volverán a Londres cuando hayan terminado los preparativos en Kyllion, no habrá demasiada ocasión para los chismorreos, por lo menos, en detalle.
»Pero, puesto que nos conviene empezar a hacer el equipaje cuanto antes, dejaremos todo lo demás para más tarde cuando dispongamos de más tiempo.
Por consiguiente, pusimos enseguida manos a la obra. Bajo la guía del señor Trelawny, y con la ayuda de los criados, sacamos de las dependencias anexas las grandes cajas de embalaje. Algunas pesaban mucho y estaban reforzadas con varias capas de madera, herrajes y barras metálicas con tornillos y tuercas. Las distribuimos por toda la casa, cada una de ellas cerca del objeto que iba a contener. Una vez terminadas las tareas preliminares, en cuyo transcurso se colocaron en cada habitación y en los pasillos grandes montones de paja, estopa de algodón y papel, mandamos retirarse a los criados. Entonces nos dispusimos a hacer el equipaje propiamente dicho.
Ninguno de nosotros estaba acostumbrado a hacer maletas y no teníamos la menor idea de la cantidad de trabajo que exigía semejante tarea. Por mi parte yo sabía que en la casa del señor Trelawny había una cantidad considerable de objetos egipcios, pero hasta que no me enfrenté con ellos uno a uno, no me di cuenta de su importancia, su número y el tamaño de algunos de ellos. Estuvimos trabajando hasta bien entrada la noche. A veces, reuníamos todas nuestras fuerzas para manejar un solo objeto; después volvíamos a trabajar por separado, pero siempre bajo las órdenes directas del señor Trelawny, quien, con la ayuda de Margaret, llevaba el recuento exacto de todas las piezas.
Sólo cuando finalmente nos sentamos a cenar, muertos de cansancio, empezamos a advertir que una buena parte del trabajo ya estaba hecha. Sin embargo, sólo se cerraron algunas de las cajas, pues aún nos quedaban muchas cosas por hacer. Habíamos terminado, únicamente, con las que contenían los grandes sarcófagos. Las demás cajas, en las que había varios objetos, no podían cerrarse hasta que todas hubieran sido debidamente diferenciadas y marcadas.
Aquella noche dormí sin apenas moverme y sin soñar y, cuando por la mañana comenté este hecho, resultó que todos habían tenido la misma experiencia que yo.
A la noche siguiente, antes de la hora de la cena, ya habíamos terminado el trabajo y todo estaba a punto para los transportistas, que se presentarían a medianoche. Un poco antes de la hora convenida oímos el rumor de los carros y enseguida fuimos invadidos por todo un ejército de obreros que, en razón de su considerable número, parecían mover sin el menor esfuerzo, en una interminable procesión, todos los embalajes que habíamos preparado. Les bastó algo más de una hora. Cuando los vehículos se alejaron ruidosamente, todos nos preparamos para seguirlos. Como es natural, Silvio vendría con nosotros.
Antes de salir, recorrimos todos juntos la casa, que presentaba un aspecto verdaderamente lastimoso. Puesto que todos los criados se habían ido a Cornualles, nadie se había encargado de poner un poco de orden; todas las habitaciones y los pasillos en que habíamos trabajado estaban llenos de papeles, desperdicios y huellas de zapatos sucios.
Lo último que hizo el señor Trelawny antes de salir fue sacar de la gran caja fuerte la Joya de las Siete Estrellas. Mientras la guardaba en su cartera, Margaret, que de repente parecía muy cansada y permanecía al lado de aquél con el rostro pálido y el cuerpo en tensión, se animó, como si la contemplación de aquella alhaja la hubiera llenado de inspiración. Después miró a su padre y, con una sonrisa de aprobación, le dijo:
—Tienes razón, padre. No habrá ningún problema esta noche. Ella no desbaratará tus planes por ningún motivo. Apostaría en ello mi vida.
—¡Ella, o algo, nos los desbarató en el desierto cuando regresábamos de la tumba del valle del Hechicero! —fue el ácido comentario del señor Corbeck, presente con nosotros en la estancia.
Margaret se apresuró a replicar:
—Bueno, eso fue porque se encontraba cerca de su tumba, de la cual su cuerpo no se había movido a lo largo de varios miles de años. Ahora sabe que las cosas han cambiado.
—¿Y cómo puede saberlo? —preguntó Corbeck con sincero interés.
—Si posee el cuerpo astral del que nos ha hablado mi padre, necesariamente tiene que saberlo. ¿Cómo podría ignorarlo, con su invisible presencia y con una inteligencia que puede volar incluso hasta las estrellas y los lejanos mundos situados más allá de nosotros?
Margaret hizo una pausa, y su padre dijo solemnemente:
—Actuamos sobre la base de unas suposiciones. ¡Tenemos que ser valientes, creer en nuestras convicciones y obrar en consecuencia… hasta el final!
Margaret tomó su mano y la sostuvo entre las suyas con gesto soñador mientras todos salíamos de la casa. Aún la sostenía cuando su padre cerró la puerta de la entrada y echamos a andar por el camino hasta llegar a la verja, donde tomamos un coche para trasladarnos a Paddington.
Cuando todas las cajas ya estaban en la estación, los obreros se acercaron al tren; tuvieron que echar mano de los carros utilizados para el transporte de las grandes cajas que contenían los sarcófagos. Encontraríamos carros normales y todos los caballos que quisiéramos en Westerton, que era nuestra estación de Kyllion.
El señor Trelawny había reservado un coche-cama para nuestro grupo; en cuanto el tren se puso en marcha, todos nos retiramos a nuestros compartimientos.
Aquella noche dormí como un tronco. Estaba absolutamente convencido de que nos encontrábamos a salvo. El firme anuncio de Margaret, según el cual aquella noche no habría ningún problema, me había tranquilizado. Ni yo ni nadie lo ponía en duda. Sólo después empecé a preguntarme cómo era posible que estuviera tan segura. El tren iba muy lento e hizo numerosas y largas paradas. Como el señor Trelawny no deseaba llegar a Westerton antes del anochecer, no teníamos ninguna prisa; ya se habían tomado disposiciones para que los trabajadores pudieran comer en determinados puntos del viaje. Nosotros teníamos nuestras cestas de comida en nuestro vagón privado.
Nos pasamos toda la tarde hablando del experimento, que en nuestro pensamiento parecía haberse convertido en una entidad con vida propia. Conforme pasaba el tiempo, el señor Trelawny se mostraba cada vez más entusiasmado. En él, la esperanza estaba convirtiéndose en certidumbre. El doctor Winchester parecía haberse contagiado en parte de su euforia, aunque de vez en cuando hacía algún comentario de carácter científico que provocaba una interrupción en los razonamientos de su interlocutor o bien causaba nuestra sorpresa. Por su parte, el señor Corbeck se mostraba aparentemente contrario a la teoría. Tal vez porque, mientras las opiniones de los demás seguían avanzando, la suya se había quedado atascada. En cualquier caso, ello daba lugar a una actitud un tanto negativa, por no decir claramente antagónica.
En cuanto a Margaret, parecía un poco abrumada. Tal vez porque estaba pasando por una nueva fase de sus sentimientos o porque se tomaba el asunto más en serio de lo que había hecho hasta entonces. Por regla general, solía mostrarse más o menos distraída, como si estuviese sumida en sus pensamientos y despertara de ellos con un repentino sobresalto. Solía ocurrirle cuando se producía alguna incidencia en el viaje, como, por ejemplo, una parada en una estación o los ecos que el atronador rugido del tren arrancaba de las colinas y los peñascos que nos rodeaban al cruzar un viaducto. En tales ocasiones, intervenía con gran entusiasmo en la conversación, como si quisiera demostrar que, a pesar de estar ocupada con sus propias reflexiones, sus sentidos habían captado por completo todo lo que estaba aconteciendo alrededor. Su actitud hacia mí era extraña. A veces parecía marcada por una frialdad que era, a la vez, timidez y arrogancia. En otras ocasiones, sus gestos, su mirada y su voz revelaban tal pasión que casi me provocaban un aturdimiento de placer. Sin embargo, apenas se produjeron acontecimientos dignos de mención durante el viaje. Sólo hubo un episodio susceptible de producir cierta alarma, pero, como en aquel momento todos dormíamos, no nos turbó. Nos enteramos de lo ocurrido a la mañana siguiente por boca de un guardia muy comunicativo. Mientras circulaba entre Dawlish y Teignmouth, el tren se había detenido a causa de una señal de alguien que movía una antorcha de un lado a otro en medio de la vía. El maquinista hizo detener el tren y averiguó que un poco más adelante se había producido un pequeño desprendimiento de tierra del escarpado terraplén. Sin embargo, la tierra no había llegado a las vías y el maquinista había reanudado el viaje, lamentando el retraso que ello iba a ocasionar. Para usar las palabras del propio guardia, «en aquella condenada línea se tomaban unas precauciones extraordinarias».
Llegamos a Westerton hacia las nueve de la noche. Había carros y caballos esperando e inmediatamente se iniciaron las tareas de descarga. Nuestro grupo no esperó a que el trabajo concluyera, pues todo estaba en manos de personas competentes. Subimos a un coche que aguardaba y cruzamos velozmente la oscuridad de la noche en dirección a Kyllion.
A todos nos impresionó el aspecto de la casa bajo la clara luz de la luna. Era una gran mansión de piedra gris de la época de Jacobo I; el enorme edificio se elevaba sobre el mar al borde de un alto acantilado. Cuando doblamos la curva del camino abierto en la roca y llegamos a la alta explanada en que se levantaba la casa, nos envolvió el murmullo de las olas que rompían contra las rocas de abajo y aspiramos una bocanada de la vigorizante y húmeda brisa marina. Comprendimos al instante lo aislados que íbamos a estar del mundo en aquel lugar.
Dentro de la casa todo estaba preparado. La señora Grant y los criados habían hecho un buen trabajo y todo estaba limpio y resplandeciente. Echamos un breve vistazo a las principales habitaciones de la casa y, a continuación, nos separamos para lavarnos y cambiarnos de ropa después de nuestro largo viaje de más de veinticuatro horas.
Cenamos en el gran comedor del ala sur, cuyas paredes colgaban prácticamente sobre el vacío. El murmullo del agua sonaba amortiguado pero incesante. Dado que el pequeño promontorio penetraba profundamente en el mar, el lado norte de la casa estaba abierto y la masa rocosa que se elevaba por encima de nosotros la aislaba del resto del mundo. Al otro lado de la bahía se veían las trémulas luces del castillo, y aquí y allá brillaban a lo largo de la orilla, el débil resplandor de la ventana de la choza de algún pescador. Por lo demás, el mar era una vasta extensión de color azul oscuro, iluminada de vez en cuando por un destello de luz cuando el fulgor de las estrellas caía sobre la cresta de alguna ola.
Una vez que terminamos de cenar, nos dirigimos a la estancia que el señor Trelawny había destinado a su estudio, muy cerca de su dormitorio. Al entrar, lo primero que vi fue una gran caja fuerte parecida en cierto modo a la que había en su habitación de Londres. El señor Trelawny se acercó a la mesa y, sacando la cartera, la depositó encima de ella. Al hacerlo, la comprimió con la palma de la mano. De pronto, palideció. Con dedos trémulos abrió la cartera.
—El bulto no parece el mismo —dijo—. ¡Espero que no haya ocurrido nada!
Los tres hombres nos acercamos. Sólo Margaret, inmóvil y silenciosa como una estatua, conservaba la calma. Sus ojos miraban con expresión ausente, como si no supiera ni le importara lo que ocurría en torno a ella.
Con gesto de abatimiento, el señor Trelawny abrió el bolsillo de la cartera en que había guardado la Joya de las Siete Estrellas. Desplomándose en la silla que tenía al lado, exclamó:
—¡Ha desaparecido! Sin ella es imposible realizar el experimento.
Aquellas palabras parecieron despertar a Margaret de su introspección. De pronto, una mueca de dolor desfiguró su rostro, pero casi al instante su expresión se suavizó y, esbozando una sonrisa dijo:
—Tal vez la hayas dejado en tu habitación, padre, o quizá se te haya caído de la cartera mientras te cambiabas de ropa.
Todos corrimos hacia la estancia contigua y allí nos tranquilizamos al comprobar que la Joya de las Siete Estrellas, bella y resplandeciente como nunca, se hallaba sobre la mesa.
Tímidamente, nos miramos los unos a los otros y luego nos volvimos. Margaret había perdido su hierática calma y permanecía tensa, con las manos cruzadas delante del cuerpo.
Sin pronunciar palabra, el señor Trelawny cogió la joya y todos regresamos a la habitación. Tratando de hacer el menor ruido posible, abrió la puerta de la caja fuerte con la llave que tenía sujeta a la muñeca y guardó la joya. En cuanto cerró la caja, dejó escapar un suspiro de alivio.
Los demás también nos sentimos más tranquilos. Habíamos dado un paso más en nuestra extraña empresa. El cambio, sin embargo, fue más acusado en Margaret que en cualquiera de los demás. Tal vez se debía a que ella era mujer, o más joven que nosotros, o quizás a ambas causas. En cualquier caso, el cambio se había producido, y eso me llenó de alegría. Su optimismo, su ternura parecían más intensos que antes, y su rostro se iluminó cuando su padre posó los ojos en ella.
Mientras esperábamos a que llegasen los carros, el señor Trelawny nos llevó por la casa explicándonos dónde debíamos ubicar los objetos que habíamos traído con nosotros. La posición que ocupaban todas aquellas cosas estaba íntimamente relacionada con el experimento, pero no nos dijo el motivo. Las cajas que los contenían debían permanecer en todo momento en el vestíbulo.
Cuando llegaron los carros, procedimos a la descarga y el transporte de los bultos, según las instrucciones que daba el señor Trelawny. El trabajo fue realizado en un tiempo asombrosamente corto, y los hombres que trajeron el cargamento fueron despedidos no sin antes recibir una generosa propina, que agradecieron con entusiasmo. Después, cada uno de nosotros se retiró a su habitación con la esperanza de que la noche transcurriera en calma, como en efecto sucedió.
Por la mañana, tras un sueño reparador, todos los objetos, a excepción de aquellos que serían necesarios para llevar a cabo el experimento, fueron colocados en el lugar señalado. Más tarde se dispuso que al día siguiente, temprano, todos los criados regresarían a Londres en compañía de la señora Grant.
En cuanto hubieron partido, el señor Trelawny nos hizo pasar al estudio, cerró la puerta, y dijo:
—Ahora debo revelarles un secreto, pero antes, obedeciendo a una antigua promesa, me veo obligado a rogarles que nunca lo revelen a nadie. Durante trescientos años esta promesa ha sido exigida a todos aquellos a quienes se comunicaba, y del cumplimiento de ella dependieron, más de una vez, la vida y la seguridad de esas personas. A pesar de ello romperé el espíritu de esa tradición pero sólo ante mis allegados más íntimos.
Nos apresuramos a darle nuestra palabra de que seríamos discretos, y él prosiguió:
—Debajo de esta casa existe un lugar secreto, una cueva natural agrandada por la mano del hombre. No me atrevería a asegurar que siempre haya sido utilizada de acuerdo con la ley. Muchos perseguidos por causas políticas hallaron refugio en ella. Por esta razón, y por otras que me incumben y no viene a cuento revelar, su existencia se ha guardado en el más absoluto secreto.
Se puso de pie y los demás lo imitamos. Nos dejó en el vestíbulo exterior y siguió andando por unos minutos. Regresó poco después y nos indicó que lo siguiéramos.
En el vestíbulo interior descubrimos que la sección de un ángulo formado por dos paredes se había abierto y que más allá nacía una escalera tallada en la roca. Tras descender cuarenta o cincuenta escalones, y en medio de una oscuridad casi absoluta, llegamos a una gran cueva cuyo extremo más lejano quedaba oculto en las tinieblas. Se trataba de un lugar muy espacioso, apenas iluminado por unas pequeñas aberturas de extraña forma, sin duda fisuras naturales de la roca que nadie se había ocupado en disimular. El ruido del oleaje llegaba claramente hasta nosotros.
—He escogido este lugar —comenzó el señor Trelawny— como el mejor de todos los que conozco para llevar a cabo nuestro experimento. Hay cientos de motivos para ello. Aquí estaremos tan aislados como lo estuvo la reina Tera en su sepulcro del valle del Hechicero. Para bien o para mal, aquí nos veremos librados a nuestra suerte y nos atendremos a las consecuencias. Si nuestros esfuerzos se ven recompensados con el éxito, podremos regresar al mundo de la ciencia moderna con conocimientos infinitos sobre la Antigüedad, capaces, quizá, de transformar profundamente las ideas de nuestra época así como el modo de llevar a cabo las investigaciones científicas. Si fracasamos, nadie sabrá siquiera que lo hemos intentado. Aun así, creo que todos estamos preparados para lo que pueda ocurrir. —Hizo una pausa y nos limitamos a asentir con un movimiento de la cabeza. Tras vacilar por un instante, añadió—: Todavía no es demasiado tarde. Si alguno de ustedes tiene alguna duda o temor, le ruego encarecidamente que lo diga cuanto antes, y podrá marcharse sin que nadie se lo impida o recrimine. ¡Los demás proseguiremos con nuestro trabajo!
Hizo otra pausa y nos miró uno a uno. Nadie pareció vacilar. Por mi parte, si hubiese tenido el menor deseo de marcharme, la expresión de Margaret me habría disuadido. Se la veía segura, incluso animada de una calma casi divina.
El señor Trelawny respiró hondo y, con tono más decidido, prosiguió:
—Bien; puesto que todos estamos de acuerdo, cuanto antes comencemos, mejor. Déjenme decirles que este lugar, como el resto de la casa, dispone de luz eléctrica. Para iluminar la cueva basta empalmar un cable con la instalación general.
A continuación se dirigió hacia la escalera y subió unos cuantos escalones. Cogió el extremo de un cable que insertó en un enchufe del vestíbulo, hizo girar un conmutador y el recinto de roca quedó inundado de luz. De inmediato observamos que del techo colgaban unos aparejos.
El señor Trelawny debió de interpretar mis pensamientos, pues, volviéndose hacia mí, dijo:
—Sí; antes no estaban aquí. Los he dispuesto adrede, pues sabía que deberíamos levantar grandes pesos. Como verá, he hecho todos los arreglos necesarios por si se daba el caso de que tuviera que hacer el trabajo yo solo.
Pusimos manos a la obra de inmediato, y antes del crepúsculo tanto el gran sarcófago como el resto de los objetos ocupaban el lugar señalado por el señor Trelawny.
Había algo de extraño en emplazar en aquella gran caverna monumentos del pasado. Pero a medida que transcurrían los minutos la elección de aquel lugar se revelaba como la más apropiada. De pronto di un respingo cuando Silvio, que iba en brazos de su dueña, saltó al suelo en el momento en que sacamos de su caja la momia del gato, y corrió hacia ella hecho una furia. Margaret no se inmutó; permaneció inmóvil en un costado de la cueva, levemente inclinada hacia el sarcófago, sumida meramente en un estado de abstracción. Pero entonces, al ver la actitud de Silvio, una suerte de extraña pasión pareció apoderarse de ella. Le brillaban los ojos, sus labios se tensaron en una mueca que yo nunca había visto en su rostro, y se interpuso en el camino del animal como si quisiera impedir su ataque. Me acerqué a ella instintivamente, y se detuvo. Me miró a los ojos, recobró la calma y cogió a Silvio con la misma ternura con que lo había hecho infinidad de veces.
Al presenciar aquella escena sentí un extraño temor. La Margaret que yo conocía parecía haber cambiado, y deseé profundamente que el motivo de ello acabara por fin, así como el experimento de que íbamos a ser testigos.
Una vez que todo estuvo en su lugar de acuerdo con los deseos del señor Trelawny, éste dijo:
—Ahora sólo resta esperar el momento más apropiado para dar comienzo al experimento.
—¿Y cuál es ese momento? —preguntó el doctor Winchester—. ¿Tiene algún modo de fijar el día?
—Tras mucho reflexionar —respondió el señor Trelawny— he llegado a la conclusión de que es el 31 de julio.
—¿Por qué? —volvió a preguntar el doctor.
—La reina Tera era una mujer profundamente mística, y existen tantas pruebas de que aguardaba la resurrección que, naturalmente, debió de elegir un período regido por un dios especializado en tales asuntos. El cuarto mes de la estación de la crecida del Nilo estaba presidido por Harmachis, que es el nombre con que se designa a Ra, el dios Sol, y, en consecuencia, el nuevo día, el nacimiento o el despertar. Como este mes empieza en nuestro 25 de julio, el séptimo día correspondería al 31 del mismo mes. Pueden estar seguros de que la mística reina sólo habría escogido el séptimo día o cualquier múltiplo de siete.
»Ésa es la razón de que nuestros preparativos sean tan exactos; debemos estar preparados para cuando el momento llegue.
Así, pues, esperamos el 31 de julio, para el cual faltaban dos días, a fin de llevar a cabo el gran experimento.