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Poderes antiguos y nuevos

El tiempo fue pasando prodigiosamente despacio en algunos aspectos y sorprendentemente rápido en otros. Ahora, que estaba seguro de que mi amor al fin había regresado, deseaba tener a Margaret para mí solo. Pero aquel día no estaba destinado al amor ni a las relaciones amorosas. La sombra de una temerosa expectación se cernía sobre él. Cuanto más pensaba en el inminente experimento, tanto más extraño se me antojaba todo; y tanto más insensatos me parecían los que deliberadamente íbamos a participar en él. ¡Todo era tan extraordinario, tan misterioso e innecesario! Las cuestiones eran tan amplias y el peligro tan extraño y desconocido.

Aunque el experimento tuviera éxito, ¿qué nuevas dificultades se nos plantearían? ¿Qué cambios podrían producirse? ¿Sabían los hombres que las puertas de la casa de la Muerte no estaban en realidad eternamente cerradas y que los muertos podían salir de nuevo? ¿Nos percatábamos de veras de lo que significaba el hecho de que nosotros los mortales modernos nos enfrentáramos con los dioses antiguos, cuyos misteriosos poderes habían surgido de las fuerzas naturales o habían nacido de ellos mismos cuando el mundo era joven; cuando la tierra y el agua estaban formándose a partir del barro primigenio; cuando el mismísimo aire aún estaba purificándose de las impurezas elementales; cuando los «dragones de la alborada» cambiaban sus formas y sus características, hechas tan sólo para luchar contra las fuerzas geológicas, para crecer de acuerdo con la nueva vida vegetal que estaba surgiendo alrededor de ellos; cuando los animales e incluso el hombre y el anticipo del hombre eran unos entes tan naturales como los movimientos planetarios o el resplandor de las estrellas? ¡Ay, y más atrás todavía, cuando el Espíritu que moraba sobre la superficie de las aguas aún no había pronunciado las palabras que darían lugar a la existencia de la Luz y de la Vida que la siguió!

No, más allá de todo eso había una conjetura aún más abrumadora. Toda la posibilidad de que el experimento que nos habíamos comprometido a llevar a cabo estuviera basado en la realidad de la existencia de las antiguas fuerzas que, al parecer, estaban entrando en contacto con la nueva civilización. Que había, y sigue habiendo, semejantes fuerzas cósmicas, no podíamos dudarlo, como tampoco podíamos dudar que detrás de ellas existía, y sigue existiendo, una inteligencia superior. ¿Habían estado aquellas fuerzas elementales y primigenias controladas en algún momento por algo más que la Causa Final que el cristianismo considera la esencia misma de su ser?

En caso de ser ciertas las creencias del Antiguo Egipto, sus dioses forzosamente tenían que poseer una existencia, un poder y una fuerza reales. La divinidad no es una cualidad sujeta a los males de los mortales; puesto que en su esencia es creadora y recreadora, no puede morir. Creer lo contrario se opondría a la razón, pues supondría que una parte es más grande que el todo. Por consiguiente, si los antiguos dioses poseían verdadera fuerza, ¿dónde residía la supremacía del nuevo? Naturalmente, si los antiguos dioses hubieran perdido su poder, o si jamás lo hubieran tenido, el experimento no daría resultado. Pero si lo diera, o si hubiera alguna posibilidad de ello, nos encontraríamos cara a cara con una deducción tan abrumadora que difícilmente nos atreveríamos a llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Y éstas consistirían en que la lucha entre la vida y la muerte ya no sería una cuestión terrenal; y en que la guerra de las fuerzas supraelementales se desplazaría desde el mundo tangible de los hechos a la Región Intermedia en la que moran los dioses, dondequiera que se encontrara. Pero ¿existía semejante región? ¿Qué era lo que había visto Milton con sus ojos ciegos en los rayos de la poética luz que se derramaba entre su propia persona y el Cielo? ¿De dónde procedía aquella espléndida visión del Evangelista que desde hace dieciocho siglos mantiene hechizada la inteligencia del cristianismo? ¿Había espacio en el universo para dioses contrarios? O, en caso de que éstos existieran, ¿permitiría el más poderoso de ellos que se produjeran manifestaciones de poder por parte de la fuerza contraria, la cual tendería a debilitar sus propias enseñanzas y sus designios? No cabía duda de que si tales suposiciones fueran ciertas se produciría una situación extraña y terrible —algo inesperado e imprevisible— antes de que se llegara al final…

El tema era demasiado amplio y, dadas las circunstancias, daba pie a extrañas suposiciones. ¡No me atrevía a ahondar en él! Decidí esperar pacientemente a que llegara el momento.

Margaret se mantuvo divinamente serena. Creo que la envidiaba sin dejar por ello de admirarla y amarla.

El señor Trelawny estaba tan inquieto y nervioso como sus compañeros. En su caso, el nerviosismo se manifestaba a través del movimiento corporal y mental. Se mostraba inquieto, iba de un lado a otro con razón o sin ella, e incluso sin ningún pretexto, y cambiaba continuamente de tema. Una y otra vez dejaba entrever algún retazo de la dolorosa angustia que lo dominaba, tratando visiblemente de descubrir en mí un estado semejante al suyo. No paraba de explicar cosas. Y en sus explicaciones yo advertía que en su mente se agitaban todos los fenómenos, todas las posibles causas y todos los posibles resultados. Una vez, en medio de una docta disertación acerca del desarrollo de la astrología egipcia, pasó a un tema distinto, o más bien a un aspecto o corolario del mismo.

—¡No veo por qué razón la luz estelar no podría poseer una cualidad tan propia como sutil! Sabemos que otras clases de luz tienen propiedades especiales. El rayo X no es el único descubrimiento que se puede hacer en el campo de lo lumínico. La luz del Sol posee unas propiedades de las que otras luces están desprovistas. Calienta el vino, acelera el desarrollo de los hongos. A menudo los hombres sufren el influjo de la Luna. ¿Por qué razón no podría haber una fuerza más sutil, aunque menos activa y poderosa, en la luz de los astros? La luz que atravesara la inmensidad del espacio tendría que ser muy pura, y puede que tuviera las mismas propiedades que tal vez posea una luz diáfana y sosegada. Quizá no está lejos el momento en que la astrología sea aceptada sobre una base científica. En el florecimiento del arte se aplicarán muchas experiencias desconocidas hasta ahora; muchas de las nuevas fases de la antigua sabiduría emergerán a la luz de los nuevos descubrimientos y constituirán la base de nuevos razonamientos. Cabe la posibilidad de que los hombres descubran que lo que parecían deducciones empíricas son, en realidad, el resultado de una inteligencia más elevada y de una sabiduría superior a la nuestra.

»Ya sabemos que el mundo viviente está lleno de microbios con distintas propiedades y medios de actuación totalmente antagónicos. Aún no sabemos si pueden permanecer en estado latente hasta que un rayo de una luz todavía no identificada acelere su despertar hasta convertirlos en una fuerza independiente y original. Por el momento, ignoramos cómo se crea o se conjura la chispa activa de la vida. No conocemos los métodos de la concepción ni las leyes que gobiernan el desarrollo molecular o fetal y las influencias finales que intervienen en el parto. Año a año, día a día, hora a hora seguimos aprendiendo, pero el final está lejos, muy lejos. Me parece que en este momento nos encontramos en una fase del desarrollo intelectual en la que se está inventando la tosca maquinaria que hará posible el descubrimiento. Más adelante, dispondremos de unos principios elementales capaces de ayudarnos a desarrollar los equipos necesarios para el verdadero estudio de la interioridad de las cosas. Entonces, puede que lleguemos a perfeccionar los medios que nos permitan alcanzar el fin que los estudiosos del Antiguo Egipto alcanzaron en los tiempos en que Matusalén estaba comenzando a presumir de la cantidad de años que tenía, o en que quizá los bisnietos de Adán empezaban a considerar al anciano eso que nuestros amigos del otro lado del Atlántico llaman un “vejestorio”, una antigualla.

»Es posible, por ejemplo, que las personas que inventaron la astronomía no usaran en último extremo unos instrumentos de extraordinaria precisión; que la óptica aplicada no fuera un culto de algunos especialistas de los colegios del sacerdocio tebano. Los egipcios eran, esencialmente, unos especialistas. Es cierto que, por lo que podemos juzgar, sus estudios se limitaban a los temas relacionados con sus propósitos de gobierno en la tierra mediante el dominio de todo lo que tuviera que ver con la vida que lo seguiría. Pero ¿puede alguien imaginar que valiéndose sencillamente de los ojos, sin la ayuda de unas lentes de prodigiosa precisión, la astronomía lograra alcanzar los conocimientos necesarios para que la verdadera orientación de los templos, de las pirámides y de las tumbas pudiera seguir a lo largo de cuatro mil años los desplazamientos de los sistemas planetarios en el espacio? Si hace falta un ejemplo de los conocimientos que tenían acerca del microscopio, permítanme hacer una conjetura. ¿Cómo es posible que en sus escritos jeroglíficos tomaran como símbolo o adjetivo determinativo de la “carne” la forma exacta que la ciencia de hoy en día, gracias a las revelaciones de un microscopio de miles de aumentos, atribuye al protoplasma… esa unidad de organismos vivos que se conocen con el nombre específico de “flagelados”? Si pudieron hacer un análisis de este tipo, ¿por qué no imaginar que llegaron más lejos? En la maravillosa atmósfera en que vivían, donde la ardiente y clara luz del sol convivía perpetuamente con el día, donde la sequedad de la tierra y el aire ofrecía una refracción perfecta, ¿por qué no podrían haber aprendido los secretos de la luz que a nosotros se nos ocultan en la densidad de nuestras brumas norteñas? ¿Acaso no cabe la posibilidad de que aprendieran a almacenar la luz de la misma manera que nosotros hemos aprendido a almacenar la electricidad? Más aún, ¿no sería posible que lo hubieran hecho? Necesariamente tuvieron que disponer de alguna forma de luz artificial para poder construir y adornar aquellas enormes cuevas excavadas en la sólida roca que fueron los grandes cementerios de sus muertos. Algunas de aquellas cuevas, con sus laberínticos, tortuosos e interminables pasadizos y cámaras, todos ellos esculpidos, grabados y pintados con tal complejidad de detalles que ante ellos el espectador no puede por menos de quedar perplejo, debieron de tardar muchísimos años en terminarse. Y, sin embargo, no se observa en ellos la menor señal de humo como las que hubieran podido producir las lámparas o las antorchas. Si damos por sentado que sabían almacenar la luz, ¿no es posible que hubieran aprendido a comprender y separar los elementos que la componen? Y si aquellos hombres antiguos llegaron a este extremo, ¿por qué no podríamos nosotros alcanzarlo al llegar la plenitud de los tiempos? ¡Lo veremos! ¡Lo veremos!

»Hay, además, otra cuestión sobre la cual los recientes descubrimientos de la ciencia han arrojado una nueva luz. Por el momento no es más que un resplandor, pero basta para iluminar las probabilidades, más que las realidades o las simples posibilidades. Los descubrimientos de los Curie y Laborde, de sir William Crookes y Becquerel podrían llegar a tener resultados de largo alcance en las investigaciones relacionadas con el mundo egipcio.

»Es posible que este nuevo metal, el radio (o, mejor dicho, este viejo metal cuyo conocimiento es una novedad para nosotros) fuese conocido por los antiguos. Es más, puede que hace miles de años se utilizara en una medida muy superior a la que nos parece posible hoy en día. Aún no se ha dicho que Egipto sea un lugar en el que puede encontrarse la pecblenda, el único mineral, por lo que hasta ahora se sabe, que contiene radio. Y, sin embargo, es más que probable que haya radio en Egipto. Este país posee, posiblemente, las masas de granito más grandes del mundo; y la pecblenda se encuentra como veta en las rocas graníticas. En ningún lugar y momento se ha extraído granito en tan grandes proporciones como en Egipto durante las primeras dinastías. ¿Quién está en condiciones de asegurar que no se descubrieran grandes vetas de pecblenda en el transcurso de los gigantescos trabajos de labrar columnas para los templos o grandes piedras para las pirámides? Puede que aquellos antiguos canteros de Aswan, Turra, Mokattam o Elefantina descubrieran vetas de pecblenda de una riqueza desconocida en nuestras recientes minas de Cornualles, Bohemia, Sajonia, Hungría, Turquía o Colorado.

»Pero también es posible que aquí y allá aquellas enormes canteras de granito revelaran la existencia no sólo de vetas sino de auténticos bloques o yacimientos de pecblenda. En tal caso, el poder que tuvieron a su disposición aquellos que sabían cómo utilizarla debió de ser inmenso. En Egipto, la erudición estaba reservada a los miembros del clero, y en sus grandes escuelas debía de haber hombres de vastísimos conocimientos, hombres que debían de saber utilizar las fuerzas asombrosas que tenían en sus manos no sólo con el mayor provecho sino también en el sentido que ellos deseaban.

»Y, si había y sigue habiendo pecblenda en Egipto, ¿no creen ustedes que buena parte de ella debió de liberarse a través del gradual desgaste de las rocas graníticas? El paso del tiempo y las inclemencias meteorológicas convierten todas las rocas en polvo; las mismas arenas del desierto, que a lo largo de los siglos han enterrado en esta tierra algunos de los más grandes monumentos creados por el hombre, constituyen la prueba visible de este hecho. Por consiguiente, si el radio es divisible en unas partículas tan minúsculas como afirman los científicos, está claro que, con el tiempo, también debió de liberarse de su prisión granítica y ejercer su efecto en el aire.

»Podría aventurarse, incluso, la hipótesis de que la elección del escarabajo como símbolo de la vida se hizo con una base empírica. ¿Y si los coprófagos tuvieran la capacidad o el instinto de apoderarse de las minúsculas partículas de este radio capaz de dar calor y luz, y tal vez vida, y mezclarlas con sus óvulos en aquellas bolas de materia que tan asiduamente amasan y de las cuales procede su primitivo nombre de pilulariae? En los miles de millones de toneladas de la inmensidad del desierto tiene que haber sin duda cierta proporción de cada una de las tierras, rocas y metales de su región, y, tal como suele ocurrir, la naturaleza hace que sus seres vivientes florezcan en aquellas regiones que carecen de vida.

»Los viajeros nos cuentan que el vidrio que se deja en los desiertos tropicales cambia de color y se oscurece bajo lo radiante luz del sol tal como ocurre bajo la influencia del radio. ¿Acaso eso no implica una cierta similitud entre estas dos fuerzas todavía no identificadas?

Aquellas discusiones científicas o seudocientíficas me serenaban. Apartaban mi mente de las cavilaciones acerca de los misterios de lo oculto y la desviaban hacia las maravillas de la naturaleza.