14

La marca de nacimiento

Mientras aguardaba a que el señor Trelawny me llamase, el tiempo pareció transcurrir muy lentamente. Después de los primeros instantes, en que la alegría de Margaret me llenó de felicidad, no pude evitar sentirme solo y aparte. Por un segundo, el egoísmo propio de los enamorados se apoderó de mí. Pero pronto pasó; el que Margaret fuese feliz constituía un motivo de dicha inmensa. Las últimas palabras que había pronunciado antes de cerrar la puerta me dieron la clave de la situación. Aquellas dos personas, aquel padre y aquella hija, hacía muy poco que se conocían, y Margaret era de la clase de personas que maduran rápidamente.

Al principio, el orgullo y el vigor de ambos, así como la reticencia, que era su corolario, había supuesto una barrera. Aunque se respetaban mutuamente, esa especie de desencuentro acabó por convertirse en un hábito, impidiéndoles expresar el amor que sentían el uno por el otro. Pero ahora todo había cambiado, y Margaret era la más feliz de las mujeres.

Mientras me hallaba sumido en estos pensamientos, la puerta de la habitación se abrió y el señor Trelawny, del modo más cordial, si bien con un tono de solemnidad que me impresionó, dijo:

—Adelante, señor Ross.

Entré y él cerró nuevamente la puerta. Tendió la mano para coger la mía y no la soltó hasta que me llevó donde estaba su hija. Margaret nos miraba alternativamente, y cuando estuve muy cerca, el señor Trelawny me soltó y, volviéndose hacia su hija, observó:

—Si la situación es como imagino, entre vosotros no debe haber secretos. Malcolm Ross ya sabe tantas cosas acerca de mis asuntos que, o bien se marcha en el acto de esta casa, o bien debe conocer todavía más. Ahora, Margaret, ¿le mostrarás tu muñeca al señor Ross?

Ella dudó por un instante, pero finalmente accedió a hacerlo. Levantó la mano derecha para que el brazalete que ceñía su muñeca dejase ésta al descubierto. Entonces sentí un escalofrío.

En la muñeca vi una línea rojiza y desigual de la que parecían surgir unas manchas rojas semejantes a gotas de sangre.

Margaret, de pie frente a mí, era la imagen misma de la paciencia y el orgullo. A pesar de toda la dulzura, a pesar de toda su dignidad y de lo mucho que debía de negarse a sí misma lo que ya conocía, a pesar del resplandor de sus ojos oscuros. Era el orgullo que nace de la fe, de la pureza que ninguna marca puede mancillar. El orgullo, en definitiva, de una verdadera reina de la Antigüedad, cuando reinar significaba ser el primero, el más grande, el más valiente entre los hombres. De pronto, la voz de su padre resonó en mis oídos.

—¿Qué dice usted ahora? —preguntó.

No contesté con palabras. Tomé la mano derecha de Margaret entre las mías, la levanté para que el brazalete de oro en forma de alas dejara visible la marca, y deposité un beso en la muñeca. Cuando la miré a los ojos, sin soltar su mano ni por un segundo, vi en éstos una expresión de felicidad inmensa. Me volví entonces hacia su padre y afirmé:

—Aquí tiene usted mi respuesta.

El ceño del señor Trelawny se suavizó. Puso su mano sobre las nuestras, que seguían entrelazadas, se inclinó y besó la de su hija, y sólo pronunció una palabra:

—Bien.

Nos interrumpió una llamada a la puerta y una vez que el señor Trelawny dijo a quien fuera que entrase apareció el señor Corbeck. Al vernos reunidos hizo ademán de retirarse, pero su amigo lo cogió del brazo y se lo impidió. Mientras se estrechaban la mano el padre de Margaret pareció transformarse en otro hombre, como si hubiese recobrado la juventud y el entusiasmo de antaño.

—¡De modo que ha conseguido las lámparas! —exclamó, eufórico—. Eso significa que yo estaba en lo cierto. Ahora acompáñeme a la biblioteca, donde podremos charlar a solas, y me lo explicará todo. Mientras tanto, Ross, hágame el favor de ir en busca de la llave que está en la caja de seguridad del banco para que pueda examinar esos objetos.

Luego, los tres se dirigieron hacia la biblioteca, mientras yo partía rumbo al banco.

Cuando regresé con la llave, los encontré conversando todavía, aunque ahora se les había unido el doctor Winchester, quien llegó poco después de que yo me fuera. El señor Trelawny, enterado de los cuidados de que había sido objeto por parte de este último, así como de su disposición a colaborar en el cumplimiento de los deseos expresados en la carta, le rogó que se quedara a escuchar.

—Estoy seguro de que le interesará conocer el final de la historia —le dijo.

Cenamos temprano y, tras un rato de charla intrascendente, el señor Trelawny comentó:

—Creo que será mejor que nos retiremos a descansar cuanto antes. Mañana tendremos mucho de que hablar y esta noche deseo reflexionar.

El doctor Winchester se marchó, seguido del señor Corbeck. En cuanto hubieron salido, el señor Trelawny se volvió hacia mí.

—También creo preferible que esta noche la pase usted en su casa —dijo—. Deseo estar solo con mi hija, pues he de tratar con ella de varios asuntos. Mañana tal vez pueda comunicárselos, Ross.

Comprendí perfectamente sus sentimientos, pero los sucesos de los últimos días aún me parecían muy extraños, por lo que, algo intranquilo, objeté:

—Pero ¿no será peligroso? Si supiera usted, como nosotros…

—No habrá ningún peligro, Malcolm —me interrumpió Margaret—. Yo estaré con mi padre.

Lo cogió del brazo en actitud protectora y él añadió:

—Venga usted tan temprano como desee, Ross. Puede incluso desayunar con nosotros. Después mantendremos una larga conversación.

Salió de la habitación, dejándonos solos. Me incliné y besé las manos de Margaret, que se acercó a mí. Nuestros labios se unieron por primera vez.

Aquella noche apenas si conseguí dormir. La felicidad y la ansiedad me lo impedían. Antes de las nueve de la mañana estaba de nuevo en casa del señor Trelawny. Todos mis temores se esfumaron como una nube al ver a Margaret. Sonreía y el color había vuelto a sus mejillas. Me explicó que su padre había dormido bien y que pronto se reuniría con nosotros.

—Creo —me susurró al oído— que papá se retrasa adrede, para que pueda recibirte a solas.

Después del desayuno, el señor Trelawny nos llevó al estudio y dijo al entrar:

—También he rogado a Margaret que viniese. —Una vez que estuvimos sentados, añadió con tono grave—: Anoche le dije a usted que hablaríamos largo y tendido. Supongo que habrá imaginado que sería sobre usted y mi hija, ¿no es así?

—En efecto.

—Pues ha acertado, querido muchacho. Margaret ya me ha transmitido sus propios deseos.

Me tendió la mano, que yo estreché, y luego besé a Margaret, que se había acercado a mí. Con cierta excitación, aunque en modo alguno nervioso, me dispuse a escuchar cuanto tenía que decirme.

—Ya conoce usted bastantes detalles sobre mis expediciones para conseguir esta momia y todos los objetos que le pertenecían. Imagino que, asimismo, habrá adivinado gran parte de mis teorías. Ahora deseo consultarlo sobre un punto en que mi hija y yo no nos ponemos de acuerdo. Me dispongo a llevar a cabo un experimento que coronará veinte años de investigaciones, peligros y trabajo. Gracias a él, podremos averiguar cosas que durante muchos siglos han permanecido ocultas a los ojos de los hombres. No quiero que Margaret esté presente, porque tal vez haya que correr algún peligro considerable y desconocido. Yo he afrontado grandes peligros, y lo mismo puedo decir de los valientes estudiosos con cuya ayuda he tenido el honor de contar. No temo volver a exponerme, pues lo hago en beneficio de la ciencia, de la historia y de la filosofía; pero, en cambio, me opongo a que mi hija corra los mismos riesgos. Su vida es demasiado preciosa, y más ahora, que se halla en el umbral de una nueva felicidad. No quiero que entregue su vida como le ocurrió a su pobre madre…

Su voz se quebró por un instante, y Margaret se acercó para darle un beso, y consolarlo con palabras cariñosas.

—Recuerda, papá —le dijo—, que mi madre no consintió que permanecieses a su lado cuando supo de tu deseo de emprender aquel viaje a Egipto, aun cuando era sumamente peligroso por encontrarse aquel país en guerra. Tú mismo me explicaste que te dejó libertad para ir a donde quisieras y la prueba de que temía por ti está aquí. —Se señaló la marca de nacimiento—. Y ahora, yo, hija de tu esposa, he de actuar tal como lo habría hecho ella. —Se volvió hacia mí y agregó—: Ya sabes que te amo, Malcolm, pero el amor es confianza y debes confiar en mí, tanto en el peligro como en la felicidad. Tú y yo hemos de estar al lado de mi padre ante este peligro desconocido. Los tres saldremos con bien de él, o pereceremos juntos en el intento. Éste es el primer deseo que expreso al que se convertirá en mi esposo. ¿No crees que, como hija, estoy en lo cierto? Dile a mi padre cuál es tu decisión.

La contemplé y me pareció una reina. Me acerqué a ella y, tomándola de la mano, manifesté con tono enérgico:

—Señor Trelawny, en este asunto Margaret y yo somos una sola persona.

Él tomó las manos de ambos en las suyas, las estrechó y, emocionado, exclamó:

—¡Así es como habría obrado su madre!

El doctor Winchester y el señor Corbeck llegaron exactamente a la hora fijada y se reunieron con nosotros en la biblioteca. A pesar de la felicidad que me embargaba, comprendí que aquella reunión era muy solemne. Yo nunca había sido testigo de acontecimientos tan extraños, y el misterio que los envolvía se cernía como una nube sobre nosotros. Por la expresión de gravedad de mis compañeros, comprendí que un solo pensamiento ocupaba sus mentes.

Instintivamente, nos sentamos en círculo. El señor Trelawny, que ocupaba el gran sillón junto a la ventana, tenía a la derecha a Margaret y a la izquierda al señor Corbeck, a cuyo lado estaba el doctor Winchester. Después de unos instantes de silencio, el padre de mi amada dijo al señor Corbeck:

—¿Lo ha comunicado todo al doctor Winchester, tal como acordamos?

—Sí, señor.

—Pues yo he puesto al corriente a Margaret —dijo el señor Trelawny—, de modo que todos estamos enterados. —A continuación, dirigiéndose al doctor, le preguntó—: ¿Debo entender que, después de todo lo que ya sabe, todavía desea participar en el experimento que espero poder realizar?

—En efecto. Ya me había ofrecido, sin reservas, antes de que supiese de qué se trataba, de modo que ahora por nada del mundo perdería una ocasión semejante. No se preocupe por mí, señor Trelawny. Soy hombre de ciencia e investigador de fenómenos. No tengo parientes y soy libre de hacer lo que quiera, aun cuando ello suponga poner mi vida en peligro.

El señor Trelawny asintió gravemente con la cabeza y, volviéndose hacia el señor Corbeck, le dijo:

—Hace ya muchos años, mi querido amigo, que conozco sus ideas y su modo de pensar, por lo que no necesito preguntárselo. En cuanto a Margaret y Malcolm Ross, me han comunicado sus deseos sin la menor sombra de duda. —Hizo una pausa, como si quisiera poner en orden sus pensamientos y procedió a explicar sus ideas e intenciones. Hablaba pausadamente, como si lo hiciera ante una audiencia que ignoraba por completo la verdadera naturaleza de aquel asunto—. El experimento que me propongo realizar consiste en averiguar si en efecto existe alguna fuerza en la antigua magia. Las condiciones en que nos hallamos no pueden ser más favorables. Por mi parte, creo firmemente en la existencia de esa energía. En nuestra época sería imposible crear, disponer u organizar algo semejante, pero estoy convencido de que en la Antigüedad tal fuerza existía, y que goza de una supervivencia excepcional. En resumen, la Biblia no es un mito, y allí hemos leído que el Sol se detuvo porque un hombre así lo ordenó y que un asno fue capaz de hablar. Y si la hechicera de Endor pudo conjurar para Saúl el espíritu de Samuel, ¿por qué no podrían existir otras personas con iguales facultades y por qué algunas de ellas no habrían podido sobrevivir? En el Libro de Samuel se dice que la hechicera de Endor era una entre muchas, y que si Saúl fue a consultarla se debió a mera casualidad. Él buscaba, sencillamente, a una de las muchas que mandó expulsar de Israel «por mantener relaciones con brujas y espíritus». Esa reina egipcia, Tera, que vivió hace casi dos mil años antes de Saúl, mantenía relaciones con los espíritus y era una bruja. Vean ustedes cómo los sacerdotes de su época, y otros muchos después de ellos, intentaron borrar su nombre de la faz de la tierra lanzando una maldición sobre la puerta de su tumba para que nadie pudiera descubrir su identidad. Y lo consiguieron de tal manera que incluso Manetho, el historiador de los reyes egipcios, que escribía en el siglo X antes de Jesucristo, con toda la sabiduría de cuatro mil años a sus espaldas y la posibilidad de acceder a cuantas crónicas existían, fue incapaz de dar con su nombre. ¿Y no han adivinado ustedes, al pensar en los últimos sucesos, quién o qué era ese espíritu que los sacerdotes denominaban «familiar»?

—¡El gato! —exclamó el doctor Winchester—. El gato momificado. Ya me lo figuraba.

—Exacto —corroboró el señor Trelawny con una sonrisa—. Hay toda clase de indicios que apuntan a que el espíritu familiar de la reina hechicera era ese gato, que fue momificado al mismo tiempo que ella. Y no sólo lo metieron en la tumba de la reina, sino en su sarcófago. Ése fue el que me mordió la muñeca y me arañó con sus afiladas garras.

—En tal caso, mi pobre Silvio no es culpable de nada —intervino Margaret—. Me alegro mucho de saberlo.

El señor Trelawny acarició la mano de su hija y prosiguió:

—Esa mujer era extraordinariamente previsora. Al parecer, pudo ver claro a través de la debilidad de su propia religión y se preparó para renacer en un mundo diferente. Todas sus aspiraciones tendían hacia el norte. Sus ojos debieron de sentirse atraídos desde el primer instante por las siete estrellas del Carro. Tal vez, según rezaban los jeroglíficos de su tumba, porque en el instante de su nacimiento cayó un gran aerolito de cuyo interior se extrajo la Joya de las Siete Estrellas, que ella consideraba su talismán. Al parecer, rigió de tal manera su destino que todos sus pensamientos y cuidados giraban en torno a ella. El Cofre Mágico heptagonal, tan maravillosamente tallado, también procedía del aerolito. Su número mágico era el siete, lo cual no debe extrañarnos. Tenía siete dedos en una mano, y otros tantos en uno de los pies. Poseía ese talismán hecho con un rubí, en el cual había siete estrellas en la misma posición que la constelación que regía su nacimiento y, además, cada una de esas sietes estrellas tenía siete puntas, lo cual constituye una verdadera maravilla geológica. No es raro que se sintiera atraída por tales coincidencias. Además, según vimos en la estela del sepulcro, nació en el séptimo mes del año, aquel en que comienza la inundación del Nilo. La diosa que presidía ese mes era Hathor, la divinidad de la casa de los Antef, de la dinastía tebana, y que, en sus varias formas, simboliza la belleza, el placer y la resurrección. También es este séptimo mes, que de acuerdo con la astronomía egipcia empezaba en nuestro veintiocho de octubre y terminaba el veintisiete de noviembre, la estrella más lejana del Carro aparece, en el séptimo día, por encima del horizonte de Tebas.

»Por consiguiente, en la vida de esta mujer se dieron cita, de manera prodigiosa, estas circunstancias diversas: el número siete; la Estrella Polar con la constelación de siete estrellas y la diosa del mes, Hathor, que era su deidad particular y la de su familia, los Antef de la dinastía tebana. Asimismo, era el símbolo del rey, y sus siete formas presidían el amor, los placeres de la vida y la resurrección. En todo eso había mucha base para la magia.

»Tengan presente también que esta mujer tenía vastos conocimientos sobre las ciencias de su tiempo. Su padre, prudente y sabio, se ocupó de que, por medio de la sabiduría, fuese capaz de hacer frente a las intrigas de los jerarcas. No olviden ustedes que la ciencia de la astronomía comenzó en el antiguo Egipto, donde alcanzó un desarrollo extraordinario, y que a ella la siguió la astrología. Es probable que el futuro desarrollo de la ciencia en lo que a los rayos lumínicos se refiere nos permita llegar a la conclusión de que la astrología posee base científica. Creo que estoy en condiciones de decirles algo al respecto. Piensen que los egipcios conocían ciencias que en la actualidad, y a pesar de nuestros adelantos, ignoramos por completo. Tomemos la acústica, por ejemplo; era una ciencia exacta conocida por los constructores de los templos de Karnak y Luxor, así como de la Pirámides, y aún hoy constituye un misterio para investigadores como Bell, Kelvin, Edison y Marconi. Aquellos sabios milagrosos conocían también, con toda probabilidad, la manera de utilizar otras fuerzas, entre ellas las de la luz, en las cuales nosotros ni siquiera soñamos. Pero de eso hablaré más tarde. Ese Cofre Mágico de la reina Tera tiene muchas y muy extrañas propiedades. Es posible que contenga fuerzas que ni siquiera sospechamos. Abrirlo es imposible, de modo que cabe suponer que está cerrado por dentro. ¿Cómo? Es un cofre de piedra sólida, de una dureza sorprendente, más parecido a una joya que al mármol corriente, y con una tapa igualmente sólida; y, sin embargo, está tan delicadamente trabajado, que la herramienta de mayor precisión de la actualidad no podría insertarse por debajo de la tapa. ¿Cómo se consiguió hacer algo tan perfecto? ¿De acuerdo con qué criterios se escogió la piedra a fin de que esos puntos translúcidos concuerden con la posición de las siete estrellas de la constelación? Y, ¿cómo se explica que cuando estas siete estrellas brillan surja un resplandor interior que se repite apenas ubico siete lámparas eléctricas encendidas en la misma posición que aquéllas? Bajo otra clase de iluminación, no se advierte cambio alguno en el cofre, por mínimo que sea. Repito que esta caja encierra algún misterio de carácter científico. Descubriremos que la luz lo abrirá de una manera u otra, bien impresionando cierta sustancia sensible a sus efectos, bien liberando alguna fuerza mayor. Sólo confío en que nuestra ignorancia no nos haga cometer una torpeza que eche a perder el mecanismo, privándonos así de la posibilidad de aprender una lección extraordinaria, pues sería casi un milagro que consiguiéramos dilucidarla después de cinco mil años.

»Por otra parte, es posible que este cofre esconda secretos que, para bien o para mal, sirvan para arrojar luz sobre nuestro mundo. Por las crónicas de la época, y también porque lo hemos deducido, sabemos que los egipcios estudiaron las propiedades mágicas de las hierbas y minerales, es decir, que se dedicaban a la magia, tanto blanca como negra. Sabemos, asimismo, que algunos hechiceros de la Antigüedad podían inducir toda clase de sueños, y no me cabe duda de que para ello utilizaban el hipnotismo, que era otra de las ciencias conocidas en las márgenes del Nilo. Su maestría en el uso de las drogas era muy superior al conocimiento que de ellas se tiene en la actualidad. Gracias a nuestra farmacopea podemos, en cierta medida, inducir ensueños. Estamos incluso en condiciones de diferenciarlos entre buenos y malos, placenteros o perturbadores, y aun terroríficos. Pero los antiguos magos parecían capaces de gobernar a voluntad cualquier forma o color de ensueño; sabían inducir cualquier idea y de la manera que fuese. En este cofre, por lo que hemos visto, tal vez exista un verdadero depósito de sueños. Quizás algunas de las fuerzas que encierra ya hayan sido usadas en esta casa.

—Pero si en su caso, señor Trelawny, se emplearon, como asegura, algunas de esas fuerzas —lo interrumpió el doctor Winchester—, ¿quién o qué las puso en libertad en el momento oportuno? Cuando usted y el señor Corbeck visitaron por segunda vez la tumba de la reina, cayeron en una especie de estado de trance que duró tres días. Y entonces, según me contó el señor Corbeck, el cofre no se encontraba allí, aunque sí la momia. En ambos casos ha obrado, estoy persuadido de ello, una inteligencia activa poseedora, probablemente, de alguna otra fuerza.

—Sí, había una inteligencia activa —contestó el señor Trelawny—. Y disponía de una fuerza que nunca falla. En las dos ocasiones se trató del hipnotismo.

—¿Y dónde reside esa fuerza, ese poder? —inquirió el doctor en tono de ansiedad.

—En la momia de la reina Tera —respondió el señor Trelawny—. Pero permítame que se lo aclare. Mi idea es que el cofre fue hecho para una ocasión especial; como lo fueron todos los objetos que hallamos en la tumba. La reina Tera no se molestó en protegerse de las serpientes y los escorpiones en aquel sepulcro excavado en la roca o treinta metros del suelo y quince de la cima, sino de las perturbaciones originadas por manos humanas, de los celos y el odio de los sacerdotes que, conocedores de sus verdaderos fines, tratarían de frustrarlos. Lo dispuso todo para la resurrección, cuando quiera que ésta se produjese. A juzgar por las pinturas simbólicas de la tumba, su punto de vista era tan diferente del de sus contemporáneos, que esperaba una resurrección de la carne. Eso, sin duda, le granjeó el odio de los sacerdotes, a quienes dio una excelente excusa para que intentasen borrar su nombre para siempre, pues había ultrajado sus creencias y a sus dioses. Todo cuanto ella podía necesitar para la resurrección estaba en aquel sepulcro hermético. En el gran sarcófago, de dimensiones mucho mayores que las habituales, estaba su espíritu familiar, el gato, que por su tamaño debía de ser alguna clase de ocelote, o pariente de éste. También en la tumba, y en un receptáculo seguro, se encontraban las jarras que suelen contener las vísceras y los órganos internos embalsamados, por separado. Pero en esta ocasión estaban vacíos. Consideré que en este caso el proceso de embalsamamiento había sido modificado, y que los órganos habían sido restituidos al cuerpo, eso en el supuesto de que se los hubieran extraído. Si esta conjetura era correcta, encontraríamos que el cerebro de la reina o bien no había sido extirpado, al menos de la manera corriente, o bien había sido debidamente repuesto. Finalmente, en el sarcófago hallamos el Cofre Mágico, sobre el que descansaban los pies de la momia. Reparen también en el cuidado con que protegía su facultad de controlar los elementos. De acuerdo con su creencia, la mano abierta fuera de los vendajes regía el aire y la extraña joya de piedra de las brillantes estrellas, el fuego. El simbolismo inscrito en las suelas de sus sandalias le confería ascendiente sobre el agua y la tierra. Luego les hablaré de la piedra de la estrella, pero por el momento prosigamos con el sarcófago. Observen el modo en que guardó su secreto por si se daba el caso de que entrara algún intruso. Nadie podía abrir el Cofre Mágico a menos que recurriese a las lámparas, pues, como ahora sabemos, la luz normal no surtía ningún efecto. La gran tapa del sarcófago tampoco estaba sellada de la manera habitual, porque la reina deseaba, como ya he dicho, regir el aire, pero ocultó las lámparas, que por su estructura pertenecen al Cofre Mágico, en un sitio donde nadie pudiese dar con ellas si no seguía la indicación secreta, que sólo podían interpretar los eruditos. Y aun se protegía de un posible hallazgo disponiendo las cosas de forma que el imprudente descubridor encontrase la muerte. Para eso aplicó la lección del «guardián» de la pirámide construida por su antecesor de la Cuarta Dinastía en el trono de Egipto.

»Habrán advertido, imagino, que su sepulcro era, en varios aspectos, distinto de los corrientes. El pozo de la momia, por ejemplo, que por lo general está lleno de piedras, permanecía abierto. ¿Por qué? Supongo que para poder salir de la tumba una vez que hubiera resucitado bajo una personalidad nueva y menos acostumbrada a las penalidades que había sufrido en su existencia anterior. A juzgar por su intento, había pensado en todo aquello que pudiese permitirle salir al mundo, pues incluso ubicó una cadena de hierro cerca de la entrada, con la finalidad de descender por ella hasta el suelo. Esto nos indica que debió de suponer que transcurriría bastante tiempo, porque una cuerda ordinaria no resistiría el paso de los años, e imaginó que, tal vez, con el hierro no ocurriría lo mismo.

»Ignoramos cuáles eran sus intenciones una vez que volviese a pisar la Tierra, y nunca las conoceremos, a menos, claro está, que sus labios recuperen la vida y el don de la palabra.