13

El despertar

Cuando uno escucha palabras inesperadas, siempre se muestra sorprendido, pero una vez que pasa la primera impresión, reflexiona de inmediato en el modo en que han sido pronunciadas, y en el significado que encierran. Eso fue precisamente lo que sucedió en este caso. Nuevamente alerta, no dudé ni por un instante de la sinceridad con que Margaret preguntó a continuación:

—¿De qué estaban hablando en esta ocasión, señor Ross? Supongo que el señor Corbeck le ha relatado las aventuras que ha corrido para encontrar esas lámparas. Espero que algún día, señor Corbeck, también me lo cuente a mí, pero será mejor que lo dejemos para cuando mi padre esté repuesto. Tengo la certeza de que a él le gustaría referírmelo todo en persona o, por lo menos, estar presente cuando usted lo hiciese. —Hizo una pausa y, con una sonrisa, añadió—: ¿Era eso de lo que hablaba cuando llegué? De acuerdo, esperaré, pero confío en que no sea por mucho tiempo, pues me parece que el estado en que se encuentra mi padre pronto cambiará. Hace poco me sentía tan alterada que decidí salir a dar un paseo por el parque. Estoy segura de que le hará mucho bien a mis nervios, y, señor Ross, le ruego que durante mi ausencia vaya a hacer compañía a mi padre. De ese modo estaré más tranquila.

Me puse en pie de inmediato, alegrándome de que Margaret saliese a caminar pues parecía terriblemente cansada y abatida. Me dirigí hacia la habitación del enfermo y ocupé mi lugar acostumbrado. La señora Grant montaba guardia junto al lecho, y en cuanto me vio entrar salió a ocuparse de otras cosas. Las cortinas estaban descorridas pero gracias a la orientación de la ventana, que daba hacia el norte, la claridad no era excesiva.

Permanecí largo rato pensando en lo que el señor Corbeck acababa de contarme y en las cosas extrañas de que había sido testigo desde que me pidieron que me presentase en aquella casa. Había momentos en que dudaba de todo y de todos, aun de las evidencias. Volví a recordar las sospechas del detective, tanto las referidas al señor Corbeck como, sobre todo, las relacionadas con Margaret. En presencia de ésta, sin embargo, todas mis dudas se desvanecían. Cada vez que su nombre o su imagen acudían a mi mente, me sentía dispuesto a apostar mi alma a que no estaba implicada en todo aquello.

Mientras me hallaba sumido en estos pensamientos, oí una voz fuerte, profunda, autoritaria, procedente del lecho. Resonó en mis oídos como un clarín, y al levantar los ojos vi que el enfermo estaba despierto, ¡y me hablaba!

—¿Quién es usted? —preguntó—. ¿Qué hace aquí?

Nadie hubiese esperado encontrarlo despierto y dueño de sus actos, de eso estaba seguro, por eso quedé tan sorprendido que sólo pude contestar:

—Me llamo Ross y ahora estaba vigilándole a usted.

Me miró como si no diese crédito a mis palabras.

—¿Vigilándome? ¿Qué quiere usted decir? ¿Por qué? —Hizo una pausa y con tono agresivo, como si aceptase los hechos, añadió—: ¿Es usted médico?

—No, señor —respondí sin poder evitar una sonrisa.

—Entonces, ¿por qué motivo está aquí? Si no es médico, ¿quién es usted?

Su tono se volvió, una vez más, dictatorial. El pensamiento es un proceso extraordinariamente rápido. Antes de que las palabras surgiesen de mis labios, una única idea se formó en mi cerebro: ¡Margaret! ¡Debía pensar en ella! Aquel hombre era su padre y no sabía nada de mí, ni siquiera que existiese. Era lógico que se mostrase curioso, si no ansioso, por saber por qué entre todos los hombres su hija me hubiese elegido a mí para cuidar de él. Los padres suelen ser un poco celosos cuando de las elecciones de sus hijas se trata, y eso aun cuando todavía no le había dicho a Margaret que la amaba.

—Soy abogado —contesté—, pero no estoy aquí en mi calidad de tal, sino como amigo de su hija, sencillamente. Es probable que el que fuese abogado la decidiese a rogarme que viniera, pues al principio creyó que usted había sido asesinado. Más tarde, fue lo bastante bondadosa como para considerarme su amigo y permitirme que permaneciera aquí, de acuerdo con su expreso deseo, señor Trelawny, de que siempre hubiese alguien en su habitación para vigilarlo.

El padre de Margaret era, sin duda, un hombre de ideas rápidas y parco en palabras. Mientras yo hablaba, me miró fijamente, como si leyera mis pensamientos. Para mi tranquilidad, no replicó, como si aceptase lo que yo le decía. Parpadeó por un instante y sus labios esbozaron una sonrisa, casi imperceptible, de satisfacción. Parecía estar reflexionando, y de pronto dijo:

—¿Ella creyó que yo había sido asesinado? ¿Cuándo ocurrió? ¿Anoche?

—No, señor. Hace ya cuatro días.

Se mostró sorprendido. Hasta ese momento había permanecido sentado en la cama; hizo un movimiento, como si intentara levantarse, pero con un esfuerzo evidente, se contuvo y rogó:

—Póngame al corriente de todo, sin omitir ningún detalle. Pero asegúrese de que la puerta está cerrada. Deseo enterarme de la situación antes de ver a nadie.

Algo en esas últimas palabras hizo que el corazón me diera un vuelco. Estaba claro que me aceptaba como excepción. Dados mis sentimientos hacia su hija, me resultó consolador. Exultante, cerré la puerta con llave y, una vez que hube regresado junto al lecho, me dijo:

—Adelante.

Obedeciendo sus deseos, le di toda clase de detalles, incluidos los más banales, que conseguí recordar acerca de todo lo ocurrido a partir de mi llegaba a la casa. Por supuesto, no mencioné mis sentimientos con respecto a Margaret, y únicamente hablé de aquellas cosas que él sin duda ya debía de conocer. En lo que a Corbeck se refería, me limité a informar que había traído algunas lámparas que estuvo buscando. Añadí que más tarde las había perdido para, finalmente, encontrarlas en la casa.

El señor Trelawny me escuchaba dando muestras de un dominio sobre sí mismo que, considerando las circunstancias, me pareció sorprendente. Esto no suponía, en modo alguno, impasibilidad por su parte, ya que de vez en cuando, según advertí, sus ojos brillaban y los dedos de su mano sana se crispaban sobre la sábana. Esto fue aún más notorio cuando le hablé del regreso del señor Corbeck y del hallazgo de las lámparas en el armario. A medida que yo le refería lo ocurrido él pronunciaba unas pocas palabras por lo bajo, dirigidas a sí mismo, de manera inconsciente. El aspecto misterioso de todo aquel asunto, que tan en ascuas nos tenía a todos, parecía carecer de importancia para él. Cuando le conté que Daw había disparado, soltó un «¡Estúpido!», y miró hacia la vitrina que había resultado dañada. Al decirle lo mucho que sufría su hija a causa del estado en que él se encontraba, el amor y la devoción de que había dado pruebas, pareció muy conmovido, y susurró: «¡Margaret! ¡Margaret!».

En cuanto hube terminado mi narración, que interrumpí al referirme al momento en que la señorita Trelawny salió a dar un paseo (me cuidé muy bien de no nombrarla por su nombre de pila), mi interlocutor permaneció en silencio por espacio de dos o tres minutos, aunque a mí me pareció una eternidad. Al cabo, se volvió hacia mí y, con tono taxativo, exigió:

—Ahora, hábleme de usted.

Noté que me sonrojaba. El señor Trelawny me miraba fijamente, con expresión escrutadora. De pronto, una leve sonrisa se dibujó en sus labios, lo cual, a pesar de mi turbación, hizo que me sintiese un poco más animado. Sin duda, me hallaba en dificultades, pero debido a mi profesión estaba habituado a ello. Lo miré a los ojos y contesté:

—Mi nombre, como ya le he dicho, es Malcolm Ross; soy abogado del reino y he obtenido, como tal, algunos éxitos de importancia.

—Sí, lo sé. Ya había oído hablar bien de usted. ¿Cuándo y dónde conoció a Margaret?

—Nuestro primer encuentro tuvo lugar hace diez días, en un baile ofrecido en Belgrave Square. Luego, lady Strathconnell nos invitó a pasar un día en el campo. Fuimos de Windsor a Cookham. Mar… la señorita Trelawny iba en mi propia barca, ya que me gusta navegar. Conversamos largamente, por supuesto…

—¡Por supuesto! —exclamó él con cierto tono irónico; sin embargo no creo que tuviese la intención de intimidarme.

Comencé a pensar que, puesto que me hallaba en presencia de un hombre extraordinariamente enérgico, debía mostrarme, en lo posible, firme de carácter. Mis amigos, y en ocasiones mis adversarios, aseguran que yo también soy una persona enérgica y decidida, y, dada la situación en que me encontraba, debía echar mano de estas características. De modo pues que, aun cuando mis palabras podían afectar la felicidad de Margaret, proseguí:

—El lugar donde mantuvimos esa conversación y la soledad que nos rodeaba invitaban a las confidencias. Creí tener una vislumbre de su vida interior. Al menos hasta donde le es posible a un hombre de mi edad y experiencia respecto de una muchacha como ella.

Aunque la expresión de su rostro se tornó más grave, el señor Trelawny no dijo nada. Si bien las consecuencias de mi línea de argumentación podían ser nefastas, debía continuar con ella y esforzarme por hacerlo lo mejor posible.

—Me di cuenta —proseguí— de que era una muchacha acostumbrada a estar sola. La comprendí muy bien, pues en mi juventud yo también había sido un chico solitario. Traté de animarla a que se sincerase conmigo, que fue lo que, felizmente, ocurrió. Se estableció entre ambos una especie de relación de confianza. —El modo en que el señor Trelawny me miró hizo que aclarase de inmediato—: Nada impropio o incorrecto, desde luego. Ella sólo me dijo, del modo impulsivo característico de alguien que desea dar rienda suelta a pensamientos reprimidos durante largo tiempo, que aspiraba a vivir más cerca de su amado padre, a ganarse su simpatía y su franqueza. ¡Créame, señor, que ésa es la naturaleza de sus deseos! ¡Cualquier padre querría algo así de parte de sus hijos! ¡Qué muestra tan conmovedora de lealtad filial! Tal vez se sinceró conmigo de aquel modo porque yo era un extraño y no la ataba a mí ninguna clase de compromiso.

Hice una pausa. Me costaba proseguir, y por un instante temí haber hecho un flaco favor a Margaret. La pregunta que a continuación hizo el señor Trelawny me tranquilizó:

—¿Y respecto a usted?

—Tiene usted una hija dulce y hermosa, señor. Es joven, y su mente tan transparente como un cristal. También simpática y alegre. No soy un hombre tan mayor, y no estoy comprometido afectivamente. Al menos hasta ahora, que tanto lo deseo.

Bajé la mirada involuntariamente. Volví a levantarla al instante. El señor Trelawny tenía los ojos fijos en mí. De pronto, sonrió, me tendió una mano y dijo:

—Malcolm Ross, siempre he oído hablar bien de usted y me han dicho que es un hombre de honor. Me alegra que mi hija cuente con su amistad. Ahora, por favor, prosiga.

Me sentí enormemente feliz. El primer paso para ganarme el afecto del padre de Margaret había sido dado con éxito. Sin poder disimular mi alegría, añadí:

—Una cosa ganamos con los años, y es saber obrar prudentemente. En ese aspecto tengo mucha experiencia, pues me ha sido de gran utilidad en mi trabajo. En este caso se justificaba aún más, si cabe. Le aseguré a la señorita Trelawny que podía contar conmigo y le rogué que me permitiera ayudarla en cuanta ocasión se presentase. Me prometió que así lo haría, aunque entonces yo no tenía la menor idea de que fuese a ocurrir tan pronto y en tales circunstancias. Pero lo cierto es que aquella misma noche fue usted atacado, y en su desconsuelo y preocupación la señorita Trelawny me mandó a buscar. —Hice una pausa y agregué—: En cuanto encontró la carta con las instrucciones que usted había dejado, le ofrecí mis servicios, que, como usted bien sabe, aceptó de inmediato.

—¿Y cómo ha pasado usted estos días?

Aquella pregunta me sobresaltó; había en ella algo del tono y las maneras de Margaret, los mismos que me hacían vacilar en presencia de ésta, pero, sobreponiéndome, respondí.

—Estos días, señor, pese a la ansiedad que nos consumía y al dolor que embargaba a la pobre muchacha, de quien a medida que transcurrían las horas me sentía más enamorado, fueron los más felices de mi vida.

El señor Trelawny guardó silencio, y al fin, mientras yo me arrepentía de mi rapto de efusión, dijo:

—A su madre sin duda le habría gustado oír estas palabras; ¡habrían supuesto una alegría inmensa para ella! —De pronto, su rostro se ensombreció al preguntar—: Pero ¿está usted seguro de eso?

—Conozco mis sentimientos, o al menos eso creo.

—No —replicó él—. No me refiero a usted, sino al afecto de Margaret hacia mí. Lleva un año viviendo en esta casa, y sin embargo le ha hablado de su soledad, de su… aflicción. Aunque confieso, con dolor, que era verdad, jamás he advertido, en todo ese tiempo, señal alguna de afecto filial en ella.

—En ese caso, señor —contesté—, he tenido el privilegio de ver más en unos pocos días que usted en toda la vida de su hija.

Mis palabras, al parecer, lo hicieron reaccionar, pues con tono a la vez de sorpresa y satisfacción, dijo:

—No me lo imaginaba. Estaba seguro de que yo le era indiferente, y que así se vengaba del abandono en que la tuve durante su infancia y adolescencia. Supuse que tenía un corazón frío…, y no se figura usted lo feliz que me hace el saber que la hija de mi esposa me quiere. —Apoyó la cabeza en la almohada, sumido en los recuerdos del pasado.

¡Cuánto había amado aquel hombre a su mujer! Sin duda, le impresionaba más el amor de Margaret en cuanto hija de su esposa, que en cuanto hija de él. De pronto, comencé a entenderlo todo. Comencé a entender la pasión oculta en aquellas dos almas silenciosas, reservadas, y que, sin embargo, tanto se amaban. De modo pues que no me extrañó oírlo murmurar:

—¡Margaret, hija mía! Tierna, leal, valiente y fuerte como su madre… —Hizo una pausa y, al cabo, exclamó—. ¡Cuatro días! ¡El dieciséis! En tal caso, debemos de estar a veinte de julio. —Al ver que yo asentía con la cabeza, añadió—: Así que he permanecido en este estado de trance durante cuatro días… No es la primera vez que me ocurre. Ya en otra ocasión pasé inconsciente tres días enteros, si bien no lo sospeché siquiera hasta que me dijeron el tiempo transcurrido. Otro día le daré a usted más detalles al respecto.

Aquella promesa me hizo estremecer de satisfacción, ya que significaba que el señor Trelawny comenzaba a confiar en mí. Mientras tanto, volvió a la realidad y dijo:

—Mejor será que me levante. Cuando entre mi hija, dígale que estoy repuesto del todo, pues quiero evitarle cualquier sorpresa. También le pido, por favor, que le transmita al señor Corbeck mi deseo de verlo tan pronto como me sea posible. Además, quiero ver esas lámparas y oír cuanto tenga que decirme acerca de ellas.

Su actitud con respecto a mí me infundió una alegría inmensa. Y cuando ya me disponía a salir de la habitación para cumplir con sus deseos, susurró:

—Señor Ross…

No me gustó nada el que me llamase «señor». Tras enterarse de la amistad que me unía a su hija, yo había sido para él, sencillamente, Malcolm Ross. Esta vuelta a la formalidad no sólo me apenaba sino que me llenaba de aprensión. Algo similar, aunque de carácter opuesto, me ocurría con Margaret. Ahora que estaba en peligro de perderla, no podía pensar en ella como «señorita Trelawny». Y eso significaba que no estaba dispuesto a perderla, por nada del mundo. Me volví, tenso, hacia el señor Trelawny. Éste, que pareció adivinar mis pensamientos, dijo con tono relajado:

—Siéntese por un minuto. Será mucho mejor que hablemos ahora. Tanto usted como yo somos hombres experimentados. Lo que me ha dicho acerca de mi hija es una novedad para mí, y quiero estar seguro del terreno que piso. No estoy haciendo ninguna objeción, pero como padre debo cumplir ciertos deberes, quizá penosos. A juzgar por lo que me ha explicado, supongo que no tendré más remedio que resignarme, e imagino que su intención es pedir la mano de mi hija.

—Estoy firmemente decidido a ello —contesté—. Después de la conversación que mantuvimos en el río tuve la intención de buscarlo, después de dejar pasar un tiempo prudencial, para comunicarle mis deseos al respecto. Los acontecimientos me han permitido conocer a su hija mucho más rápido de lo que había esperado. Pero mi intención original no decayó; antes bien, se hizo más intensa por momentos.

Me miró fijamente y su expresión pareció suavizarse. Seguramente recordó los sentimientos que había experimentado en su juventud. Tras una pausa, observó con tono de familiaridad:

—Debo suponer, Malcolm Ross, que no ha hecho usted ninguna insinuación a Margaret.

—Por lo menos, no de palabra, señor.

—¿Que no le ha dicho nada? —replicó con tono sarcástico—. Eso es peligroso.

Me mesé los cabellos y expliqué:

—Tenga usted en cuenta que, en vista de la situación, debía obrar con mucha prudencia. El respeto hacia su padre así lo exigía. Además, ella estaba demasiado preocupada por su estado de salud, señor. ¡Le doy a usted mi palabra de honor que, hasta el momento, su hija y yo sólo somos amigos!

Una vez más tendió una mano hacia mí, que estreché cálidamente, y dijo con toda sinceridad:

—Eso me satisface, Malcolm Ross. Y, desde luego, supongo que hasta que yo esté en condiciones de hablar con mi hija y dé mi consentimiento, no le hará ninguna declaración. —Hizo una pausa y, con expresión grave, añadió—: Sin embargo, el tiempo y los hechos me obligan a actuar con rapidez. He de dedicar mi atención a algunos asuntos tan urgentes y extraños que no me atrevo a perder una hora siquiera. De lo contrario, no habría hablado con un nuevo amigo como usted de la posibilidad de casar a mi hija y de su felicidad futura.

La dignidad y la prudencia con que pronunció aquellas palabras me emocionaron.

—Le prometo que respetaré sus deseos, señor —concluí mientras abría la puerta y me marchaba.

De inmediato fui en busca del señor Corbeck para comunicarle que su amigo ya estaba completamente repuesto, lo cual le alegró hasta el punto de que empezó a bailar como un loco. De repente, sin embargo, se detuvo y me pidió encarecidamente que evitara mencionar el hallazgo de las lámparas o las visitas al sepulcro realizadas por él mismo y el señor Trelawny a menos que éste hablara del asunto.

—Como, sin duda, no tardará en hacer —agregó dirigiéndome una mirada significativa.

Aunque ignoraba el motivo de aquel comentario, asentí; sabía muy bien que el señor Trelawny era un hombre muy peculiar. En ningún caso mostrarse reticente constituye un error. La reticencia es una virtud que los hombres enérgicos siempre respetan.

La señora Grant recibió la buena nueva emocionada y, echándose a llorar, fue a ver si podía hacer algo para ayudar a su «señor», como solía llamarlo. La enfermera, por el contrario, se mostró desalentada, pues perdía un gran cliente. Pero no tardó en alegrarse de que el señor Trelawny hubiese recobrado la salud y prometió acudir al lado de éste en cuanto así lo solicitasen. Entretanto, se dispuso a hacer la maleta.

Llamé al sargento Daw al estudio, para conversar a solas. A pesar de que era un hombre acostumbrado a controlar sus emociones, se sorprendió al oír la noticia, y, tras reflexionar brevemente, me preguntó:

—¿Y cómo ha explicado el primer ataque? Cuando tuvo lugar el segundo, ya estaba inconsciente.

Hasta ese momento, y desde que estaba en aquella casa, nunca se me había ocurrido pensar en la naturaleza de aquellas agresiones, salvo en las ocasiones en que refería a alguien lo que le había sucedido al señor Trelawny.

—No se me ocurrió preguntárselo —contesté.

—Ésta es la razón de que algunos casos nunca lleguen a solucionarse. El detective aficionado que hay en usted nunca agota todas las posibilidades. Para la gente corriente las cosas de importancia comienzan a mejorar, la tensión que produce la incertidumbre se diluye y pierden lo que tenían entre manos. Es como una especie de mareo —agregó con tono filosófico—; cuando creen que han alcanzado la costa, la marea los lleva de acá para allá. Pero, en fin, me alegro de que este caso haya terminado bien. Supongo que el señor Trelawny sabe lo que hace y que ahora que ya está repuesto se ocupará de sus propios asuntos. Sin embargo, es posible que no haga nada. Y como todo indica que esperaba que ocurriese algo y aun así no solicitó la protección de la policía, deduzco que no desea nuestra intromisión. Y mucho menos que detengamos al culpable. Imagino que oficialmente se dirá que se ha tratado de un accidente, de una extraña enfermedad o de algo parecido, para acallar la conciencia de nuestro departamento. Por mi parte, le confieso a usted que me alegro, porque este caso empezaba a inquietarme. Para mi gusto existen demasiados puntos oscuros, y no hemos averiguado las causas de tanto misterio. Por mi parte, me reintegraré a mi ocupación habitual. Aun así, me interesaría estar al corriente de todo aquello que arroje luz sobre el caso. Le agradeceré, señor, si algún día se entera, que me haga saber cómo fue sacado el señor Trelawny de su cama, en qué circunstancias lo arañó el gato y quién lo hirió con el cuchillo cuando sufrió el segundo ataque. No creo que el bueno de Silvio haya sido capaz de todo eso. Pero, en fin, aunque éste es un caso que me interesa mucho, tengo otros asuntos en que ocuparme.

Cuando Margaret regresó de su paseo, salí a su encuentro en el vestíbulo. Yo confiaba en que hubiese recobrado en parte su color, pero continuaba pálida y triste. Al verme, sus ojos centellearon; me miró fijamente y preguntó:

—¿Tiene usted noticias para mí? ¿Está mejor mi padre?

—Sí. Pero ¿cómo lo ha adivinado?

—Lo he visto en su rostro. Iré ahora mismo a su lado.

Echó a correr, pero la detuve.

—Dijo que ya enviaría por usted en cuanto estuviese vestido.

—¿Que enviaría por mí? —exclamó asombrada—. ¿Significa eso que ha recobrado por completo el conocimiento? ¡Oh, Malcolm, no me imaginaba que las noticias fuesen tan buenas!

Tomó asiento en la silla más cercana que encontró y se echó a llorar. El que pronunciase mi nombre en aquel momento hizo que me sintiese emocionado. Ella lo advirtió y, al parecer, comprendió el motivo. Yo estaba absolutamente seguro de que la amaba, pero aunque confiaba en que ella también estuviese enamorada de mí, aún no había recibido ninguna prueba al respecto. Sin embargo, cuando observé que me permitía cogerle la mano y que devolvía la presión de la mía, sonrojándose al posar sus maravillosos ojos oscuros en los míos, ya no tuve dudas de sus sentimientos.

No pronunciamos una sola palabra; no era necesario. Cogidos de la mano, como dos niños, subimos por las escaleras y nos detuvimos en el rellano, donde aguardamos la llamada del señor Trelawny.

Susurrándole al oído, porque en tales circunstancias resultaba mucho más agradable que levantar la voz, le conté cómo había despertado su padre y lo que había dicho, pero nada mencioné de lo que habíamos hablado acerca de ella.

De pronto, sonó una campanilla, y Margaret se llevó un dedo a los labios indicándome que callara. Se encaminó de inmediato hacia la habitación de su padre y llamó suavemente a la puerta.

—¡Adelante! —exclamó él.

—Soy yo, papá —dijo Margaret con voz temblorosa, transida de amor y esperanza.

Unos pasos vigorosos y decididos se acercaron a la puerta, y, cuando ésta se abrió, mi amada se arrojó de inmediato a los brazos de su padre.

—¡Papá! —balbuceó ella—. ¡Querido papá!

—¡Mi pequeña Margaret! ¡Hija mía!

—¡Oh, papá! ¡Por fin, por fin!

Ambos entraron en la habitación y la puerta se cerró.