12
—Al recobrarnos de nuestro asombro —prosiguió el señor Corbeck—, lo cual nos llevó un largo rato, sacamos la momia y la izamos por el pozo. Yo subí primero para sujetarla por la parte superior y, al mirar hacia abajo, vi que el señor Trelawny levantaba la mano cortada y se la guardaba debajo de la chaqueta, sin duda para que no se extraviase o bien para evitar que sufriese daño alguno. Dejamos los cadáveres de los árabes donde estaban. Ayudándonos con las cuerdas, bajamos hasta el suelo nuestra preciosa carga y, a continuación, la llevamos a la entrada del valle, donde debían aguardarnos el jeque y sus hombres, pero, con gran asombro, los encontramos disponiéndolo todo para emprender la marcha. Cuando recriminamos al jeque por su actitud, replicó que había cumplido su promesa al pie de la letra, ya que, según lo convenido, había esperado tres días. Yo imaginaba que mentía y que su verdadera intención había sido abandonarnos; más tarde, al comparar mis notas con las de Trelawny, comprobé que él había sospechado lo mismo. Pero al llegar a El Cairo tuvimos que aceptar, muy a nuestro pesar, que aquel hombre tenía razón. Entramos por segunda vez en el pozo de la momia el 3 de noviembre de 1844; teníamos buenas razones para recordar aquella fecha.
»La exploración del lugar nos había llevado tres días enteros, que literalmente desaparecieron de nuestra vida mientras permanecimos maravillados en aquella cámara mortuoria. ¿Era, pues, de extrañar que tuviésemos ciertos temores supersticiosos con respecto al cadáver de la reina Tera y todo cuanto a ella pertenecía?
»De El Cairo fuimos a Alejandría, donde debíamos abordar un barco de la Messagerie con rumbo a Marsella. Desde allí, cogeríamos el expreso a Londres. Pero como ha escrito el poeta: “Los mejores planes de los hombres y de los ratones se frustran a veces”. En Alejandría, un cable esperaba a Trelawny informándole de que su esposa había fallecido al dar a luz a una niña.
»El apenado viudo partió de inmediato en el Expreso de Oriente, y yo tuve que encargarme de llevar, sin compañía de nadie, los tesoros a una casa desolada. Llegué a Londres sin novedad, pues la buena fortuna pareció acompañarnos en el viaje. Cuando me presenté en la casa de mi amigo, el funeral había tenido lugar hacía ya mucho tiempo. La niña fue confiada al cuidado de una nodriza y el señor Trelawny consiguió dominar su pena hasta el punto de reanudar su vida y su trabajo. Pese a todo, aquella muerte le había causado un inmenso dolor, como lo demostraban las canas que cubrían sus sienes y el gesto aún más severo de sus facciones. A partir del momento en que recibió el cable en Alejandría, nunca más volví a verlo sonreír.
»En tales casos, lo mejor es refugiarse en el trabajo, y eso fue lo que hizo. La extraña tragedia de su pérdida y ganancia, ya que la niña había nacido con la muerte de la madre, ocurrió precisamente mientras nosotros caíamos en aquel estado de trance dentro del pozo de la momia. De un modo u otro todo parecía relacionado con los estudios de egiptología del señor Trelawny y, especialmente, con los misterios referentes a la reina. Me habló muy poco de su hija, pero era evidente que en su alma pugnaban dos sentimientos contrapuestos. Por un lado, idolatraba a la niña, pero, por otro, jamás podría olvidar que su nacimiento había supuesto la muerte de su propia esposa. Había también otra cosa que llenaba de dolor el corazón de aquel padre, aunque nunca quiso decirme de qué se trataba. Sin embargo, una vez, en un momento de descuido, me dijo: “Se parece muy poco a su madre, pero tanto en sus facciones como en el color de su tez guarda una semejanza asombrosa con las imágenes de la reina Tera”. Añadió que la había confiado a unas personas capaces de darle los cuidados que él no podría dedicarle, y que hasta que fuese una mujer adulta sólo gozaría de los placeres sencillos propios de una muchacha. Cada vez que yo quería hablar de ella, el señor Trelawny se encerraba en un mutismo absoluto. En cierta ocasión me advirtió: “Existen razones de peso para que no hable de mi hija más de lo necesario. Algún día sabrá usted el motivo, y entonces lo comprenderá todo”. Respeté su reticencia y, salvo preguntar por ella al regresar de algún viaje, nunca volví a mencionarla. Hasta que la conocí en presencia de usted, señor Ross, nunca la había visto.
»Cuando los tesoros que sacamos de la tumba estuvieron aquí, el señor Trelawny tomó sus disposiciones. Colocó la momia, a excepción de la mano cortada, en el gran sarcófago que hay en el vestíbulo. El féretro había sido labrado por el sumo sacerdote tebano Uni, y, como usted habrá observado, está cubierto de inscripciones en las que se hacen maravillosas invocaciones a los antiguos dioses de Egipto. Los demás objetos hallados en la tumba los guardó en su propia habitación. Entre ellos, y por razones que él debía de conocer, incluyó la mano de la momia. Creo que la considera el más preciado de sus tesoros, a excepción, tal vez, del rubí tallado al que él llama la Joya de las Siete Estrellas; lo guarda en esa caja de caudales, cerrado y protegido por varios mecanismos, como ya ha comprobado usted.
»Es posible, señor Ross, que este relato le parezca aburrido, pero para que comprendiera usted la situación actual era imprescindible que se lo contase.
»Mucho después de que yo trajera la momia de la reina Tera, el señor Trelawny volvió a hablar conmigo del asunto. Regresó varias veces a Egipto, algunas en mi compañía y otras solo. Yo también había realizado varios viajes, por mi propia cuenta o por indicación de mi amigo, pero en todo ese tiempo, es decir, durante cerca de dieciséis años, jamás volvió a mencionar el caso a menos que lo exigiesen las circunstancias.
»Una mañana temprano me hizo llamar con urgencia. Yo estaba estudiando en el Museo Británico y había alquilado unas habitaciones en la calle Hart Street. Cuando me presenté en la casa lo encontré muy excitado, tal vez tanto como cuando se enteró de la muerte de su esposa. Me condujo de inmediato a su dormitorio. Las ventanas estaban cerradas, impidiendo la entrada de la luz diurna. La estancia se hallaba iluminada por unas cuantas lámparas eléctricas muy potentes, de cien bujías cada una, por lo menos, dispuestas contra una de las paredes. La mesita en que estaba el cofre heptagonal había sido ubicada en el centro de la habitación, y bajo la luz éste tenía un aspecto maravilloso, como si dentro de él resplandeciera algo.
»—¿Qué le parece? —me preguntó.
»—Tiene aspecto de joya —respondí—. Por algo lo llama usted el Cofre Mágico, ya que a menudo lo parece. Incluso podría creerse que está vivo.
»—¿Imagina usted por qué?
»—Supongo que a causa del resplandor de la luz.
»—Por supuesto —dijo—. Pero en realidad se debe al modo en que la luz está dispuesta.
»Mientras hablaba, apagó las lámparas y encendió las luces habituales de la estancia. El efecto sobre el cofre fue sorprendente. Aunque seguía siendo un objeto muy hermoso, parecía de piedra, y nada más.
»—¿No ha observado usted nada en la disposición de las lámparas? —me preguntó mi amigo.
»—No —contesté.
»—Están ubicadas como las estrellas de la Osa Mayor, es decir, ¡igual que las estrellas grabadas en el rubí!
»Me impresionó sobremanera la misteriosa relación que parecía existir entre aquel fenómeno y la momia de la reina Tera.
»—Durante dieciséis años —prosiguió el señor Trelawny— nunca he dejado de pensar en aquella aventura ni de buscar alguna pista que nos ayudase a aclarar los misterios de que somos testigos, pero sólo anoche encontré algo semejante a una solución. Tal vez la he soñado, porque surgió en mi mente de manera súbita. Me levanté al instante de la cama decidido a hacer algo, aun cuando no sabía exactamente qué. La idea se me ocurrió al instante. En las escrituras de las paredes del sepulcro se hacía alusión a las siete estrellas de la Osa Mayor, que constituyen el Carro; también se citaba con frecuencia el norte, así como la caja que nosotros llamamos el Cofre Mágico. Ya habíamos observado esos espacios translúcidos peculiares en la piedra de la caja, y recordará usted que, según los jeroglíficos, la joya procedía del corazón de un aerolito, y que el cofre también había sido tallado en el mismo material. Me dije que si la luz de las siete estrellas brillaba en la dirección debida, era probable que ejerciese algún efecto sobre la caja o su contenido. Levanté la persiana y miré fuera. El Carro se veía muy alto en el cielo, y tanto sus estrellas como la Polar estaban frente a la ventana. Acerqué la mesa con el cofre y orienté éste de manera que los puntos translúcidos coincidieran con la posición de las estrellas. Instantáneamente el cofre empezó a resplandecer tal como acaba de ver usted a la luz de las lámparas, aunque en esa ocasión de manera más suave. Aguardé por un largo rato, pero el cielo se nubló y la luz murió al fin. A continuación encendí unas cuantas lámparas y probé su efecto. Me llevó unos minutos disponerlas de forma que correspondiesen con las partes translúcidas de la piedra, pero en cuanto lo hube logrado el cofre volvió a resplandecer. Sin embargo, eso no fue todo lo que conseguí. Evidentemente, faltaba algo. Se me ocurrió que si la luz ejercía algún efecto, en la tumba debía de haber un medio de producirla, ya que allí era imposible contar con el brillo de las estrellas. De pronto, todo se hizo claro para mí. Puse el Cofre Mágico sobre la mesa y advertí que ésta tenía algunas protuberancias que correspondían a la forma de aquél, así como a las estrellas de la constelación. Por consiguiente, era en esos puntos donde había que disponer algunas luces. Sólo nos restaba hallar las lámparas apropiadas. Intenté colocar las eléctricas, pero su resplandor no se transmitía a la piedra. Deduje de ello que sin duda tenían que existir lámparas especiales para ese fin, y que si lograba encontrarlas daría un paso definitivo en la resolución del misterio.
»—¿Dónde están esas lámparas? —pregunté—. ¿Dónde podríamos hallarlas? Y ¿cómo las reconoceríamos en el caso de que las encontrásemos?
»—Cada cosa a su tiempo —me dijo el señor Trelawny con tono tranquilizador—. Su primera pregunta contiene todas las demás. ¿Que dónde están esas lámparas? Pues se lo diré: en la tumba.
»—¿En la tumba? —exclamé sorprendido—. ¿No recuerda acaso que nos llevamos todo lo que allí había? Y no vi ninguna lámpara, ni señal de ella.
»Él procedió entonces a desenrollar unas grandes hojas de papel que trajo de su habitación y las extendió sobre la mesa, asegurando sus bordes con unos libros. Reconocí de inmediato las copias que habíamos hecho de los jeroglíficos del sepulcro, y, entonces, él dijo lentamente:
»—¿Recuerda usted que cuando examinamos la tumba nos extrañó no hallar una cosa que es muy habitual en ellas?
»—¡Claro! No había serdab.
»El serdab —añadió el señor Corbeck volviéndose hacia mí— es una especie de nicho excavado en la pared de la tumba. Los estudiados hasta ahora carecen de inscripciones y sólo contienen las efigies de los muertos que allí descansan. —Hizo una pausa y prosiguió—: Cuando Trelawny notó que había comprendido su idea, agregó con el entusiasmo propio de otros tiempos:
»—He llegado a la conclusión de que debe de haber un serdab secreto. Fue una tontería por nuestra parte no pensar antes en ello, porque cabía suponer que quien había mandado construir esa tumba, en este caso una mujer que demostró poseer un gran sentido de la belleza y la minuciosidad, no habría pasado por alto semejante característica arquitectónica. Por consiguiente, ha de existir un serdab, y bastará descubrirlo para dar con las lámparas. Le ruego a usted que parta nuevamente rumbo a Egipto, busque la tumba, halle el serdab y traiga las lámparas.
»—¿Y si no existe tal serdab o las lámparas no están dentro de él?
»Lo vi sonreír por primera vez en muchos años, y respondió:
»—En ese caso tendrá que buscarlas hasta dar con ellas. —Señaló una de las hojas de papel y agregó—: Aquí está la transcripción de los jeroglíficos de la capilla que cubren sus lados este y sur. La he consultado de nuevo y he advertido que en siete puntos, alrededor de esta esquina, se encuentran los símbolos de las constelaciones que nosotros llamamos el Carro y que presidían el nacimiento y el destino de la reina Tera, según ella creía. Las he examinado y he llegado a la conclusión de que todas estas representaciones de estrellas son correctas desde el punto de vista astronómico, y así como en el cielo algunas de estas estrellas señalan la Polar, todas las representadas en el sepulcro señalan el lugar de la pared donde sin duda encontrará el serdab.
»—¡Bravo! —exclamé, admirado ante la lógica de su razonamiento.
»—Cuando esté usted de nuevo en la tumba —prosiguió, evidentemente complacido—, observe detenidamente este punto. Probablemente exista alguna clase de mecanismo para abrir el receptáculo. Ya verá que cuando esté allí no le costará descubrirlo.
»A la semana siguiente emprendí viaje a Egipto y no descansé hasta llegar nuevamente al sepulcro. En el camino encontré a algunos de nuestros antiguos porteadores. Pero, además, contraté a otros. Las condiciones en el país era muy distintas que dieciséis años atrás, y no fue necesario que tomase a mi servicio gente armada.
»Subí a lo alto de la roca yo solo. No tuve ninguna dificultad, ya que en aquel clima excelente la escala que habíamos utilizado hacía ya tanto tiempo, se conservaba en perfecto estado. Pronto advertí que en los años transcurridos otros habían estado en la tumba, y sentí que me daba un vuelco el corazón al pensar en la posibilidad de que alguien hubiese descubierto el serdab secreto. Habría sido una tragedia el que se me hubiesen anticipado, ya que, entre otras cosas, de nada habría servido mi viaje.
»Sin poder controlar mi ansiedad, levanté la antorcha y orienté su luz entre las columnas heptagonales de la capilla.
»Allí, en el lugar en que había esperado encontrarla, se hallaba la abertura del serdab. Estaba vacío.
»Pero no le ocurría lo mismo a la capilla; cerca de la entrada descubrí el cadáver, ya descompuesto, de un árabe. Estudié las paredes para comprobar si Trelawny había estado en lo cierto, y observé que, en efecto, las estrellas de la constelación del Carro señalaban un punto ubicado a la izquierda, en el lado sur de la abertura del serdab, donde brillaba una sola estrella de oro.
»Hice presión sobre ella y advertí que cedía. La piedra que constituía la parte frontal del serdab se movió ligeramente. Al examinar con mayor detenimiento el lado opuesto de la abertura di con un punto similar indicado por otra representación de la constelación; concretamente, se trataba de una figura de siete estrellas, cada una de las cuales era de oro bruñido. Las oprimí una a una, sin obtener resultado. Al instante se me ocurrió que el muelle que abría el serdab debía de estar a la izquierda, y que el de la derecha tal vez estuviese concebido para que una mano de siete dedos pulsase al mismo tiempo todas las estrellas. Utilizando ambas manos, conseguí el efecto deseado.
»Oí un fuerte chasquido y de pronto apareció ante mí una figura metálica; la piedra volvió lentamente a su lugar, cerrando el serdab. Aquella figura, de la que sólo tuve una vislumbre, se parecía al temible guardián que, según el historiador árabe Ibn Abd Alhokin, constructor de las pirámides, el rey Saurid ibn Salhouk, había mandado colocar en la pirámide occidental a fin de que defendiese su tesoro. Era una figura de mármol que empuñaba una lanza y sobre cuya cabeza había una serpiente enroscada. Cuando alguien se acercaba, la serpiente lo mordía en un lado, se enroscaba en su cuello, lo mataba y, rápidamente, volvía a su lugar.
»Me di cuenta al instante de que aquella figura no había sido colocada allí por nada, y que desafiarla no era un juego de niños. El cadáver del árabe era una buena prueba de ello. Examiné nuevamente la pared y detecté unas huellas pequeñas, como si alguien la hubiese golpeado con un martillo pesado. Sin duda, el ladrón de tumbas había sido más astuto que nosotros, pues sospechó que debía de existir un serdab oculto en alguna parte y decidió dar con él. La casualidad quiso que pusiese en funcionamiento un resorte secreto que liberó el Guardián del Tesoro, que así es como lo designaba el escritor árabe. La escena hablaba por sí sola. Encontré un pedazo de madera y, situándome a una distancia prudencial, hice presión sobre la estrella.
»La piedra retrocedió en el acto y la figura oculta se asomó y dio una lanzada. Luego levantó el arma y desapareció. Pensé que ya podía presionar sin peligro las siete estrellas, y así lo hice. Una vez más la piedra retrocedió y el Guardián del Tesoro volvió a ocultarse.
»Repetí la operación, siempre con el mismo resultado. Me habría gustado examinar el mecanismo de aquella figura mortífera, pero no contaba con las herramientas necesarias. Espero poder regresar algún día para aclarar este punto, y esa vez bien equipado.
»Tal vez ignore usted que la entrada de un serdab suele ser muy estrecha, de modo que en ocasiones apenas si es posible introducir la mano. Al ver aquel serdab dos cosas acudieron a mi mente. La primera, que las lámparas, si en efecto habían estado allí, no podían ser de gran tamaño; y, la segunda, que en cierto modo debían de estar relacionadas con Hathor, cuyo símbolo, el halcón, aparecía tallado en relieve en la pared interior, pintado con el mismo color bermellón que ya habíamos visto en la estela. En la mitología egipcia Hathor es la diosa que corresponde a la Afrodita de los griegos, pues también preside la belleza y los placeres. Pero ocurre que en la mitología egipcia los dioses asumen, cada uno de ellos, muchas formas, y en algunos aspectos Hathor también guarda cierta relación con la idea de la resurrección. La diosa posee siete formas o variantes. ¿Por qué no habrían de corresponder con las siete lámparas? Yo ya estaba convencido de que éstas existían. El primer ladrón de la tumba había encontrado la muerte, pero el segundo había conseguido apoderarse de lo que encerraba el serdab. El primer intento se llevó a cabo muchos años atrás, como lo demostraba el estado del cadáver. En cambio, en lo que a la segunda tentativa se refería, no contaba con indicio alguno. Podía haber ocurrido hacía mucho tiempo o recientemente. Pero lo más probable era que si otros habían visitado ya la tumba, las lámparas hubiesen sido robadas en una época relativamente antigua. En definitiva, encontrarlas sería aún más difícil.
»Lo que acabo de referirle ocurrió hace aproximadamente tres años, y desde entonces me he convertido en un personaje de las Mil y una noches, pues iba por ahí buscando lámparas viejas, no para cambiarlas por otras nuevas, sino por dinero. No me atrevía a explicar qué estaba buscando, y mucho menos a describirlo, pues eso habría echado por tierra todos mis planes. Pero desde el principio tuve una vaga idea de qué debía hallar. A medida que el tiempo transcurría, se me hacía cada vez más claro, hasta que por último ya no tuve ninguna duda al respecto.
»Los engaños de que fui víctima y las búsquedas infructuosas que llevé a cabo ocuparían todo un libro. Pero no me di por vencido. Al final, hace menos de dos meses, un anticuario, en Mossul, me mostró una de las lámparas que andaba buscando. Hacía ya más de un año que estaba siguiéndole la pista, sin perder las esperanzas ni por un instante.
»No sé cómo hice para contenerme al ver que me encontraba tan cerca de alcanzar el éxito. Pero ya estaba acostumbrado a las argucias de los mercaderes orientales, de modo que aquel anticuario, mezcla de árabe, judío y portugués, topó con un duro contrincante. Antes de comprar lo que tenía para ofrecerme, le pedí que me mostrase todas sus mercancías. Así lo hizo, y de un montón de cachivaches sacó siete lámparas distintas. Cada una de ellas tenía una marca característica, aunque en todas se veía algún símbolo de la diosa Hathor. Creo que conseguí vencer la imperturbabilidad de aquel hombre gracias a la magnitud de mis compras, ya que, a fin de que no adivinase qué andaba buscando, prácticamente arramblé con todo. Al final a punto estuvo de echarse a llorar, diciendo que casi lo había dejado en la ruina, pues ya no le quedaba nada que vender. Y se habría arrancado los cabellos si hubiese sabido el precio que yo estaba dispuesto a pagar por algunos de los artículos que él malbarataba.
»Antes de emprender el viaje de regreso me deshice de la mayor parte de mis compras a un precio normal. No me atrevía a regalar nada por miedo a despertar sospechas. No podía correr ningún riesgo ni cometer ninguna tontería. Viajé todo lo rápido que se puede en aquellos países y llegué a Londres trayendo conmigo únicamente las lámparas, algunos objetos pequeños y curiosos y papiros que había recogido en mis viajes.
»Ahora, señor Ross, sabe usted tanto como yo, y confío en que su prudencia le indique qué de todo ello conviene poner en conocimiento de la señorita Trelawny.
—¿Por qué nombra usted a la señorita Trelawny? —preguntó una voz clara y joven detrás de él—. Está aquí.
Nos volvimos sobresaltados, lanzándonos una mirada interrogadora. La señorita Trelawny estaba en el vano de la puerta. Ignorábamos cuánto tiempo llevaba ahí y si habría oído parte del relato del señor Corbeck.