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La tumba de una reina

—El señor Trelawny —prosiguió el señor Corbeck— estaba, por lo menos, tan ilusionado como yo. No tiene mi versatilidad ni se deja llevar alternativamente por la esperanza y la desesperación, sino que se fija objetivos claros, lo cual convierte el anhelo en seguridad. En ocasiones yo temía que existiesen dos piedras preciosas iguales, o que las aventuras de Van Huyn fueran embustes propios de viajeros pergeñados en base a un objeto vulgar adquirido en cualquier tienda de antigüedades de Alejandría, El Cairo o incluso Londres o Amsterdam. Pero el señor Trelawny, por su parte, nunca titubeó. Había muchas cosas que impedían fijar nuestra mente en la fe o el desengaño. Poco después de Arabi Pachá Egipto no era un lugar seguro para los viajeros, sobre todo si eran ingleses. Pero mi amigo es un hombre que no conoce el miedo, y debo admitir que yo no soy ningún cobarde. Entre los dos contratamos a unos árabes a quienes, uno u otro, habíamos conocido en viajes anteriores y en los que podíamos confiar, o al menos eso creíamos. Éramos un grupo lo bastante numeroso como para hacer frente a posibles bandoleros, y llevamos con nosotros un gran equipaje. Habíamos obtenido el consentimiento y la pasividad, que en este caso significaba cooperación, de cuantos oficiales guardaban aún sentimientos cordiales hacia Inglaterra. Por supuesto, la riqueza del señor Trelawny tuvo mucho que ver en ello. Nos dirigimos hacia Aswan, donde el jeque nos cedió a varios árabes. Después de dar nuestra habitual propina, emprendimos el viaje a través del desierto.

»Tras mucho tiempo de ir de un lado a otro explorando cada uno de los pasos entre montañas, una tarde llegamos a un valle que respondía a la descripción del mencionado por Van Huyn. Estaba flanqueado por montañas altas y escarpadas, se estrechaba en el centro y se ensanchaba en los extremos oriental y occidental. Al despuntar el alba nos hallábamos ante la roca, y pronto descubrí la abertura y los jeroglíficos que servían para ocultarla.

»Pero los signos que engañaron a Van Huyn y sus contemporáneos, e incluso a los eruditos posteriores, ya no suponían un enigma para nosotros. Los estudiosos que dedicaron sus esfuerzos a la egiptología habían aclarado el misterioso lenguaje de los jeroglíficos. En la cara de la roca leímos lo que los sacerdotes tebanos mandaron inscribir cerca de quinientos años antes.

»En efecto, la inscripción exterior era obra de los sacerdotes, y de unos sacerdotes hostiles, sin duda. La inscripción rezaba así: “Aquí los dioses no acuden a pesar de todas las llamadas. La ‘sin nombre’ los ha insultado y estará eternamente sola. No te acerques, viajero, pues de lo contrario la venganza de los dioses caerá sobre ti”.

»En la época en que fue hecho aquel aviso debió de resultar terrible y poderoso, y aún durante algunos siglos después. Y poco importaba que el lenguaje en que estaba escrito se hubiera convertido en un arcano para quienes poblaban aquella tierra. La tradición de tal terror perdura mucho más que su causa. Además, los símbolos utilizados contribuían a acentuar el significado de la advertencia, ya que en lenguaje jeroglífico “eternamente” se expresa con la frase “millones de años”, y este símbolo estaba repetido nueve veces, en tres grupos de tres. A continuación de cada grupo había un símbolo del Mundo Superior, del Mundo Inferior y del Cielo. Y todo eso para que aquella Solitaria no pudiese, gracias a la venganza de los dioses, resucitar en el Mundo del Sol ni en el Mundo de los Muertos, y para que tampoco su alma lo hiciese en la región de los Dioses.

»Ni el señor Trelawny ni yo nos atrevimos a traducir a los árabes que nos acompañaban el significado de aquella inscripción, porque aunque ellos no creían en la religión que había lanzado semejante maldición ni en los dioses con cuya venganza se amenazaba, eran tan supersticiosos que, de haberlo conocido, sin duda habrían salido huyendo.

»Pero su ignorancia y nuestra discreción nos resultaron de gran utilidad. Acampamos cerca de la roca, al amparo de otra menor que se elevaba no lejos de allí, de modo que la inscripción no podía ser vista por nuestros acompañantes. Es preciso recordar que el nombre tradicional de aquel lugar, el valle del Hechicero, era temible para ellos y, en consecuencia, también para nosotros. Con la madera que llevábamos hicimos una escalera a fin de alcanzar la tumba. Suspendimos una polea de una viga en lo alto de la roca. Encontramos la gran losa de piedra que, encajada con ayuda de algunos guijarros, tapaba torpemente la entrada. Su propio peso la mantenía en la posición debida. Para entrar tuvimos que empujarla hacia dentro y pasar por encima de ella. Vimos la gran cadena que Van Huyn había descrito. Sin embargo, entre los restos de la puerta de piedra descubrimos numerosas pruebas de que en otro tiempo ésta había girado sobre unos goznes de hierro y que era posible cerrarla y abrirla desde dentro.

»Por fin, el señor Trelawny y yo entramos en la tumba. Íbamos provistos de muchas lámparas, que dispusimos en el suelo a intervalos regulares mientras avanzábamos, pues nuestra idea era efectuar una inspección general y a continuación un reconocimiento minucioso. A medida que nos internábamos en aquel lugar, nuestra sorpresa y entusiasmo aumentaban. La tumba era una de las más bellas y magníficas que habíamos visto jamás. A juzgar por la perfección de las esculturas, las pinturas y demás elementos decorativos, la persona que iba a reposar allí lo había dispuesto todo en vida. El dibujo de los jeroglíficos era primoroso, y el colorido, soberbio. En aquella elevada caverna, muy alejada de la humedad producida por las inundaciones del Nilo, todo estaba tan fresco como cuando los artistas habían acabado su obra. Advertimos que, si bien el corte de la roca exterior era obra de los sacerdotes, el pulimento de la cara de la misma debía de formar parte del proyecto original del responsable de la construcción del sepulcro. El simbolismo de las pinturas y de las hendiduras de las piedras de la parte inferior así lo sugerían. La caverna exterior, en parte natural y en parte excavada, debía considerarse, desde el punto de vista arquitectónico, una antecámara. En su extremo, orientado hacia el este, había un pórtico, con muchos pilares, excavado en la roca viva. Los pilares tenían siete caras, característica que nunca habíamos observado en ninguna otra tumba. Tallada en el arquitrabe se veía la Barca de la Luna, en la que iban Hathor, con cabeza de vaca, el disco y las plumas, y el dios Hapi, con cabeza de perro. Este último guiaba la barca Harpócrates hacia el norte, representado por la Estrella Polar rodeada por el Dragón y la Osa Mayor. En esta última, las estrellas que forman el Carro eran mayores que las otras y estaban tan llenas de oro que a la luz de las antorchas parecían fulgurar con un significado especial. Tras franquear el pórtico hallamos dos características arquitectónicas propias de los sepulcros excavados en la roca: la cámara, o capilla, y el pozo, ambos completos, como había observado Van Huyn; en los tiempos de éste se desconocía qué nombres daban los egipcios a estos detalles.

»La estela que ocupaba la pared occidental era tan notable que la examinamos atentamente antes de proseguir con la búsqueda de la momia. Se trataba de una gran losa de lapislázuli, cubierta de gran número de figuras jeroglíficas pequeñas y muy bellas. Los huecos estaban rellenos de un cemento muy fino, de color bermellón. La inscripción comenzaba rezando: “Tera, reina de los dos Egiptos, hija de Antef, monarca del Norte y del Sur, Hija del Sol, reina de las Diademas”.

»Luego, detallaba la historia de su vida y su reinado.

»Los signos de la soberanía se consignaban con profusión de adornos sumamente femeninos. Las coronas unidas de los Egiptos Alto y Bajo estaban esculpidas con exquisita precisión. Era la primera vez que encontrábamos el Hejet y el Desher, las coronas blanca y roja, en la estela de una reina; y es que en el antiguo Egipto sólo las ceñía un rey, sin excepción, aunque, eso sí, también podían verse en las cabezas de las diosas. Más adelante, hallamos la explicación de ello.

»Esa inscripción era algo asombroso, capaz de atraer el interés de cualquiera, pero no puede usted ni imaginar el efecto que produjo en nosotros. Aunque no éramos los primeros que la veían, sí fuimos los primeros en comprender que aquel mensaje, fijado en la roca cinco mil años atrás, provenía de los muertos. Refería la vida de quien había guerreado contra los dioses antiguos y reivindicaba para sí el haberlos dominado, en un tiempo en que la jerarquía pretendía ser el único medio de excitar sus temores o merecer su buena voluntad.

»Las paredes de la cámara superior del pozo y la cámara del sarcófago estaban cubiertas de inscripciones. Todas ellas, a excepción de la correspondiente a la estela, habían sido coloreadas con un pigmento verde azulado. El efecto, cuando se las miraba de lado, era similar al de una turquesa india, antigua y descolorida.

»Valiéndonos de un aparejo que llevamos con nosotros, bajamos al pozo. Trelawny fue el primero en hacerlo. Tenía una profundidad que superaba los veinte metros. El pasadizo que había en el fondo subía hasta la cámara y era mucho más largo de lo habitual. Tampoco había sido tapiado.

»Dentro, encontramos un gran sarcófago de piedra amarilla. Es innecesario que lo describa, pues ya lo ha visto usted en la habitación del señor Trelawny. Hallamos la tapa en el suelo. No había sido sellada y era tal y como la había descrito Van Huyn.

»Como imaginará, mi amigo y yo estábamos muy excitados cuando miramos el interior. En cierto modo, nos sentimos desencantados al pensar en lo diferente que debió de haber sido el espectáculo que había contemplado el holandés cuando vio la mano, blanca y en apariencia llena de vida, asomando por encima de los vendajes de la momia. Allí estaba todavía una parte del brazo, de color marfileño.

»Pero sufrimos una conmoción que nuestro antecesor no había experimentado.

»El borde de la muñeca estaba cubierto de sangre seca, como si después de morir hubiera sangrado. El contorno era desigual debido a la sangre coagulada, y el hueso blanco que asomaba parecía la matriz de un ópalo. Las manchas que observamos en las vendas parecían de óxido. Aquello era la confirmación del relato de Van Huyn. Con esta evidencia, ya no podíamos dudar de otros detalles, como el de la sangre en la mano de la momia o las marcas de los siete dedos en el cuello del estrangulado jeque.

»No lo agobiaré a usted refiriéndole todo lo que vimos o el modo en que lo que ya sabíamos se vio corroborado. En parte se debía a nuestro estudio; el resto lo leímos en la estela de la tumba, en las esculturas y en los jeroglíficos que cubrían las paredes.

»La reina Tera pertenecía a la undécima dinastía tebana de los reyes egipcios, que dominó entre los siglos XXIX y XXV antes de Jesucristo. Como hija única, sucedió a su padre Antef. Debió de ser una muchacha de carácter extraordinario, así como de gran inteligencia, puesto que cuando su padre murió ella era muy joven. Su edad y su sexo alentaron a los ambiciosos sacerdotes, que desde hacía tiempo deseaban ver aumentado su poder. Gracias a sus riquezas, su número y sus conocimientos, dominaban en todo el reino, sobre todo en el Alto Egipto. Se disponían, secretamente, a llevar a cabo un levantamiento a fin de alcanzar sus atrevidos y bien meditados proyectos, los cuales consistían en que el poder del rey fuese transferido a una jerarquía. Pero Antef sospechaba que los sacerdotes algo se traerían entre manos y tomó la precaución de obtener para su hija el apoyo del ejército. También le había enseñado el arte de gobernar, y procuró instruirla en la misma ciencia de los sacerdotes. Había utilizado a los de un cuerpo contra los de otro, y cada uno de ellos confiaba en alcanzar algún beneficio merced a la intervención del rey o, tal vez, por el poder e influencia que pudiesen ejercer sobre su hija. Así, la princesa creció entre escribas y llegó a ser una artista de mérito considerable. Muchas de estas cosas se referían en las paredes en forma de imágenes o jeroglíficos de gran belleza, y llegamos a la conclusión de que muchos de ellos debían de ser obra de la misma princesa. De modo, pues, que existía una razón para que en la estela se hablase de ella como de la “protectora de las artes”.

»Pero el monarca había ido más allá, pues decidió enseñar magia a la muchacha, quien alcanzó gran poder sobre el sueño y la voluntad. No se trataba de la magia de los templos, inofensiva y generalmente llamada “blanca”, que era más impresionante que efectiva, sino de magia verdadera, “negra”. Fue muy buena discípula e incluso superó a sus maestros. Sus recursos y poderes le dieron grandes oportunidades, de las que supo aprovecharse plenamente. Mediante extraños procedimientos supo arrancar secretos a la naturaleza, incluso llegó al extremo de meterse en su propia tumba y yacer, envuelta y encerrada, en el sarcófago. Durante un mes todos la dieron por muerta. Los sacerdotes trataron de convencer a la gente de que la verdadera princesa Tera había perecido en el transcurso del experimento y que había sido erróneamente sustituida por otra joven, pero ella demostró que estaban en un error. Todo esto estaba contado mediante unos dibujos de gran mérito. Es probable que en su época se hubiera impulsado la grandeza artística de la Cuarta Dinastía, que alcanzó su perfección durante el reinado de Chufu.

»En la cámara del sarcófago existían imágenes y escritos que demostraban que la princesa había logrado vencer el sueño. En realidad, aquí y allá se veían numerosos símbolos que sorprendían aun cuando procediesen de una tierra y una época en las que predominaban. Se daba mucha importancia al hecho de que, pese a ser mujer, ella se adjudicaba todos los privilegios de la realeza y la virilidad. En un lugar aparecía representada vistiendo trajes masculinos y ciñendo las coronas blanca y roja. En otra imagen se la representaba con traje de mujer, pero también con las del Alto y Bajo Egipto y unas vestiduras masculinas a sus pies. Entre todos los símbolos en que se expresaba la esperanza o el propósito de la resurrección, se incluía también el signo del Norte y, en muchos lugares, siempre representando importantes acontecimientos del pasado, el presente y el futuro, se veía el grupo de estrellas que daban forma al Carro. Estaba claro que aquella reina consideraba que esa constelación guardaba con ella una relación especial.

»Tal vez la afirmación más notable, tanto en la estela como en las pinturas murales, era la de que la reina Tera tenía el poder de exigir y obligar a los dioses. Eso, por cierto, no constituía una creencia aislada en la historia de Egipto, pero sí difería su causa. La reina había grabado en un rubí con forma de escarabajo, adornado con siete estrellas de siete puntas, palabras enérgicas cuya intención era obligar a todos los dioses de los mundos Superior e Inferior.

»En aquella afirmación expresaba que, según sabía, le estaba reservado el odio de los sacerdotes y que una vez que hubiese muerto éstos harían todo lo posible por suprimir su nombre. En la mitología egipcia eso constituía una venganza terrible, ya que si alguien carece de nombre, una vez que ha muerto no puede ser presentado ante los dioses, ni tampoco es posible rezar por él. Por lo tanto, la reina Tera planeó que su resurrección tuviese lugar después de que pasase mucho tiempo, en una región que se extendía más al norte, bajo la constelación cuyas siete estrellas habían presidido su nacimiento. Para que ello fuese posible, su mano debía quedar sin envolver, en contacto con el aire y guardando la joya de las siete estrellas, para que de ese modo pudiera moverse cuando su Ka se desplazara. El señor Trelawny y yo llegamos a la conclusión de que eso significaba que su cuerpo podría convertirse en astral, trasladarse de un lado a otro en partículas y unificarse de nuevo cuando ella lo creyese oportuno. Además, en uno de los párrafos se mencionaba un cofre que contenía a todos los dioses, así como el sueño y la voluntad. Estos dos últimos estaban personificados mediante símbolos. Se añadía que la caja tenía siete lados. Debido a esta información no nos sorprendió hallar debajo de los pies de la momia el cofre de siete lados que usted ha tenido ocasión de contemplar en la habitación de mi amigo. Bajo los vendajes del pie izquierdo estaba pintado, también en color bermellón, como en la estela, el símbolo jeroglífico para designar “gran cantidad de agua”: = y debajo del derecho el símbolo de la tierra: II. Gracias a este simbolismo adivinamos que, por ser su cuerpo inmortal y transferible a voluntad, reinaba a la vez sobre la tierra y el agua, sobre el aire y el fuego; esto último estaba ejemplificado por la luz que despedía la joya y el pedernal y el hierro que encontramos junto a los vendajes que envolvían la momia.

»Al levantar el cofre, detectamos en sus lados las extrañas protuberancias que usted ya ha podido ver. Pero en ese momento no hallamos una explicación. Aunque en el sarcófago había unos cuantos amuletos, ninguno poseía un valor o un significado especial. Supusimos que tal vez hubiese otros cubiertos por las vendas, o, lo que era más probable, en el cofre situado a los pies de la momia. No conseguimos abrirlo. Advertimos señales de que existía una tapa, pero tanto la parte superior como la inferior eran de una sola pieza. La fina línea que corre cerca de aquélla parecía señalar el punto de unión de la tapa, pero estaba tan firmemente ajustada que era imposible notar dónde comenzaba la tapa. Intentamos abrirla nuevamente, pero fue imposible. Dedujimos de ello que estaría cerrada por dentro, y le digo todo esto para que comprenda otras cosas que más adelante observará. Por el momento será conveniente que se abstenga de emitir juicio alguno. Han sucedido tantas cosas incomprensibles en todo lo relacionado con esta momia y los objetos que la rodean, que es preciso creer en algo extraordinario, pues resulta del todo imposible reconciliar determinados detalles de lo ocurrido con el discurrir ordinario de la vida o los conocimientos.

»Permanecimos en el valle del Hechicero hasta que copiamos todos los dibujos y jeroglíficos que había en las paredes, el techo y los suelos. Nos llevamos el sarcófago y la momia, así como el lapislázuli, el cofre de piedra, los aros, las mesas de alabastro rojizo, de ónice y cornalina, y también la almohadilla de marfil cuyo arco se apoyaba en unas hebillas decoradas con unos uraeus de oro finamente tallados. Tampoco nos olvidamos de los objetos que había en la capilla y en el pozo, las barcas de madera, sus tripulaciones, las figuras ushaptiu y los amuletos simbólicos.

»Al marcharnos recogimos las escalas, que enterramos cerca de allí, al pie de una roca de cuya ubicación tomamos nota por si más adelante teníamos que recurrir a este dato. Nos procuramos un tosco carro y los hombres necesarios para tirar de él, pero la marcha era demasiado lenta, y eso nos ponía muy nerviosos; estábamos ansiosos por depositar nuestros tesoros en un lugar seguro. Por la noche, nuestra inquietud aumentaba, ya que temíamos que alguna pandilla de bandoleros cayese sobre nosotros. Pero nuestros acompañantes nos intranquilizaban aún más; eran hombres rudos, carentes de escrúpulos, y debe usted recordar que los objetos que llevábamos eran valiosísimos. Ellos, o al menos los más peligrosos, ignoraban en qué residía su valor, pero imaginaban, desde luego, que transportábamos grandes tesoros. Sacamos la momia del sarcófago y, para mayor seguridad, la metimos en una caja. Durante la primera noche intentaron por dos veces robarnos cosas del carro, y a la mañana siguiente encontramos a dos hombres muertos.

»La segunda noche se desató una tempestad terrible, una de esas típicas del desierto, de las que no hay prácticamente forma de protegerse. La arena nos cegaba. Algunos de nuestros beduinos huyeron apenas el viento se tornó demasiado fuerte, con la esperanza de encontrar algún abrigo. Los demás, envueltos en nuestros albornoces, nos armamos de paciencia e hicimos frente a la tempestad. Por la mañana, ya pasada ésta, nos libramos de la arena que nos cubría y a continuación sacamos los bultos. Encontramos rota la caja donde habíamos metido la momia, la cual ya no estaba allí. Buscamos por todas partes, excavamos la arena que se había amontonado alrededor de nosotros. Todo fue en vano. No sabíamos qué hacer, porque el señor Trelawny estaba empeñado en llevarse aquella momia. Esperamos un día entero en la esperanza de que los beduinos que se habían dado a la fuga regresasen. Creíamos que si eran ellos quienes se habían llevado la momia tal vez la devolviesen. Aquella última noche, poco antes de amanecer, mi amigo me despertó y me susurró al oído:

»—Hemos de volver al sepulcro del valle del Hechicero. Cuando por la mañana yo comience a impartir órdenes, no se muestre vacilante. Si pregunta adónde vamos, despertará las sospechas de los porteadores, y nuestro plan fracasará.

»—De acuerdo —contesté—. Pero, ¿por qué hemos de regresar?

»Su respuesta me impresionó:

»—¡Porque allí encontraremos la momia! Estoy seguro de ello. —Y anticipándose a cualquier duda o réplica, añadió—: Aguarde y lo comprobará.

»Y, de nuevo, se envolvió en su manta.

»Cuando volvimos sobre nuestros pasos los árabes se mostraron muy sorprendidos, y más de uno muy poco satisfecho. Algunos discutieron nuestra decisión, otros desertaron, de modo que al reemprender nuestro viaje hacia el este nuestra partida estaba muy mermada. Al principio, el jeque no manifestó curiosidad alguna acerca de nuestro destino, pero cuando cayó en la cuenta de que regresábamos al valle del Hechicero, se mostró preocupado. A medida que nos aproximábamos, su desasosiego era mayor, y cuando ya estábamos en la entrada del sepulcro, se detuvo y se negó a proseguir. Dijo que, si nos parecía bien ir solos, aguardaría a que regresásemos. Permanecería allí por tres días, y si al término de ellos no estábamos de regreso, se marcharía. Le ofrecimos dinero para que cambiase de idea, pero fue inútil. Sólo accedió, y eso después de muchos ruegos, a ir por las escalas y llevarlas al pie de la roca. Luego, él y sus hombres retrocedieron hasta la entrada del valle.

»El señor Trelawny y yo cogimos antorchas y cuerdas, volvimos a subir y penetramos en el sepulcro. Pronto se nos hizo evidente que durante nuestra ausencia alguien había estado allí, porque la losa de piedra que protegía la entrada se encontraba en el suelo y de la cima de la roca colgaba una cuerda. Dentro, vimos otra cuerda suspendida en el borde del pozo por el que se accedía al pasadizo. El señor Trelawny y yo nos miramos sin pronunciar palabra; a continuación, él descendió en primer lugar, valiéndose de la soga que habíamos llevado. Lo seguí de inmediato. Cuando nos reunimos al pie del pozo, se me ocurrió que tal vez hubiésemos caído en una trampa, pues alguien podía cortar la cuerda, dejándonos atrapados para siempre en aquel lugar. Era una idea escalofriante, pero ya no existía modo de remediarlo. En consecuencia, guardé silencio. Llevábamos antorchas, de modo que contábamos con luz suficiente para entrar en la cámara donde había estado el sarcófago. Lo primero que vimos fue que estaba completamente vacía. El hueco que había dejado el sarcófago en el suelo hacía aún más marcado el aspecto de desolación. También faltaban los jarros de alabastro y, de las mesas que contenían los objetos, la comida para uso del muerto y las figuras ushaptiu. En medio de aquella estancia yacía la vendada figura de la momia. A su lado, en una postura extraña, contorsionados como quien ha sufrido una muerte violenta, vimos a tres de los árabes que habían desertado de nuestro grupo. Sus rostros estaban negros, y sus manos y cuellos sucios a causa de la sangre que había brotado de sus bocas, narices y oídos.

»En el cuello de cada uno observamos unas huellas, ya ennegrecidas, de una mano de siete dedos.

»Trelawny y yo nos acercamos, temerosos y azorados. Lo más prodigioso era que, sobre el pecho de la embalsamada reina, se veía una mano de siete dedos blanca como el marfil; la muñeca sólo mostraba una cicatriz roja y sinuosa de la que aún parecían brotar gotas de sangre.