10
Puse el libro sobre la mesita donde se encontraba la lámpara y volví la pantalla hacia un lado; de ese modo iluminaría el libro y, al mismo tiempo, me permitiría ver la cama, la enfermera y la puerta. No era la situación ideal para concentrarse en la lectura, pero aun así trataría de arreglármelas. El libro, por su aspecto, ya era notable. Se trataba de un infolio en holandés, impreso en Amsterdam en 1650. Alguien había efectuado una traducción literal, prácticamente palabra por palabra, y había escrito las voces inglesas debajo de las holandesas, de modo que las diferencias gramaticales entre ambas lenguas dificultaban la lectura. Eso, añadido al esfuerzo que suponía descifrar la intrincada caligrafía, hacía aún más ardua aquella tarea. Sin embargo, tras conseguir adaptar de algún modo la estructura de un idioma a la del otro, pude leer con bastante rapidez.
Al principio, la atmósfera de la habitación y el temor de que Margaret apareciese inesperadamente y me sorprendiera con aquel libro en las manos, me perturbaron un poco. Según habíamos convenido con el doctor Winchester antes de que éste se marchara a su casa, ella no debía estar al corriente de esa fase de la investigación. Consideramos que podía afectarla negativamente, sobre todo porque el que fuese la hija del señor Trelawny podía ponerle en una situación difícil, ya que no haría nada que perjudicase los deseos de éste. Pero cuando recordé que ella no relevaría a la enfermera hasta las dos de la madrugada, el temor a que me interrumpiese desapareció. La señorita Kennedy estaba sentada junto al lecho del paciente, alerta. Hasta mí llegó el tictac del reloj del pasillo, así como el de otros relojes de la casa. También percibí el sordo rumor de la ciudad. Aun así, todo parecía sumido en el silencio. La luz que iluminaba las páginas de mi libro y el resplandor verdoso de la lámpara intensificaban la penumbra que me rodeaba. A medida que leía, ésta parecía ser cada vez más oscura, hasta el punto que cuando volví a posar la mirada en las palabras impresas, por un instante me sentí deslumbrado. Me concentré, no obstante, en mi trabajo, y a medida que avanzaba la obra me parecía más interesante.
El autor del libro era un tal Nicholas van Huyn, de Hoorn. En el prefacio explicaba cómo, atraído por la Pyramidographia de John Greaves, del Merton College, había viajado a Egipto, cuyas maravillas encontró tan sobrecogedoras, que dedicó varios años de su vida a recorrer extraños lugares y explorar las ruinas de gran número de templos. Oyó muchas variantes del relato de la construcción de las pirámides, según el historiador árabe Ibn Abd Alhokin, varias de las cuales incluyó en su libro, pero no me detuve a leerlas, sino que seguí adelante para fijar mi atención en las páginas que el señor Corbeck me había señalado.
Mientras leía, comencé a tener la sensación de una presencia perturbadora. Me volví hacia la enfermera, pues me pareció que había alguien muy cerca de mí, pero ella seguía en su lugar, despierta y observando al paciente. De modo que seguí con el libro.
Se narraba que, luego de cruzar las montañas que se alzaban al este de Aswan, lo cual le llevó varios días, el explorador llegó a determinado lugar. A partir de aquí citaré sus propias palabras, aunque traduciéndolas al inglés moderno:
Al atardecer llegamos a la entrada de un valle estrecho y profundo que iba de este a oeste. Expresé mi propósito de continuar la marcha, porque el sol, ya cercano al horizonte, mostraba una amplia abertura donde el paso se estrechaba. Pero los porteadores se negaron a entrar en el valle a aquellas horas, argumentando que antes de salir por el otro extremo podía sorprenderlos la noche. Al principio, no quisieron explicar el motivo de su temor. Hasta entonces siempre habían ido adonde yo deseaba, a cualquier hora, y sin que nadie discutiese mis órdenes. Cuando los apremié, dijeron que aquel lugar era el valle del Hechicero, que nadie podía andar de noche por él. Cuando les pedí que me hablasen de aquel hechicero, se negaron, alegando que no tenía ningún nombre y que, por otra parte, ellos no sabían nada. A la mañana siguiente, sin embargo, en cuanto el sol estuvo alto en el cielo, sus temores habían desaparecido en parte. Entonces me dijeron que un gran hechicero de una época muy antigua —«hace millones de millones de años», tal fue la frase que utilizaron—, un rey, o tal vez una reina, no estaban seguros, fue enterrado en aquel lugar. Tampoco pudieron citar el nombre, pues insistieron en que no lo tenía, y que quien lo nombrase perdería la vida de inmediato, hasta el punto de que no quedaría nada de su ser para resucitar en el otro mundo. Al cruzar el valle procuraban ir muy juntos los unos de los otros, y caminaban presurosos delante de mí, como si temiesen quedar rezagados. Cuando les pedí que me explicaran el porqué de su conducta, respondieron que los brazos del hechicero eran muy largos y que quien fuese en último lugar corría peligro. Me desagradó escuchar esas palabras, puesto que, necesariamente, tenía que ocupar aquel honroso puesto. En el punto más estrecho del valle, hacia su extremo sur, se levantaba una enorme roca cortada a pico, cuya superficie era sorprendentemente lisa. En ella había grabados ciertos signos cabalísticos y muchas figuras que representaban hombres, animales, peces, reptiles y pájaros; soles y estrellas, así como otros símbolos curiosos. Algunos de estos últimos eran miembros aislados y partes de rostro humano, tales como brazos y piernas, dedos, ojos, narices, orejas y labios. Se trataba de unos símbolos misteriosos que el día del Juicio Final seguramente pondrían en apuros al ángel que tuviese que interpretarlos. La roca estaba orientada exactamente hacia el norte. Había en ella algo tan extraño y diferente de cualquier otra roca labrada que yo hubiese visto, que ordené hacer un alto para pasar el día examinándola lo más minuciosamente que pudiera con mi telescopio. Los egipcios que venían conmigo se mostraron aterrorizados y trataron de disuadirme de todas las maneras. Me quedé atrás hasta bastante avanzada la tarde, pero no logré descubrir la entrada de tumba alguna, pues tal imaginé que debía de ser la naturaleza y el significado de aquellas inscripciones. Por entonces, mis hombres se habían rebelado y tuve que alejarme del valle para no verme abandonado. Pero, en secreto, regresé decidido a encontrar aquella tumba y estudiarla. A este fin seguí recorriendo las montañas hasta dar con un jeque árabe que se mostró dispuesto a ponerse a mi servicio. Los árabes no tenían los temores supersticiosos de los egipcios, y el jeque Abu Soma y sus hombres accedieron a formar parte de mi expedición.
Al regresar al valle con aquellos beduinos, hice un esfuerzo por escalar la roca, pero su superficie era tan lisa y carente de asideros que no lo conseguí. La piedra, ya roma y suave por naturaleza, había sido pulida de tal forma que resultaba resbaladiza. Era evidente que en un tiempo tuvo que haber en aquella roca escalones excavados, pues aún se advertían las señales de la sierra, el cincel y el martillo que se habían empleado con ese fin.
Al comprender que no podía acceder a la tumba desde abajo y, como no estaba provisto de escalas para alcanzar la cumbre, finalmente encontré la forma de llegar a ésta tras dar un largo rodeo. Desde allí, ordené que me bajasen, por medio de cuerdas, hasta que estudié el espacio de la roca donde esperaba hallar la abertura. Observé que, en efecto, ésta existía, aunque herméticamente cerrada mediante una enorme losa. Se encontraba a unos treinta metros del suelo, y aproximadamente a las dos terceras partes de la altura total de la roca. Los jeroglíficos y símbolos cabalísticos grabados en ella contribuían a disimular aquella cavidad. Los relieves eran muy profundos y cubrían por entero la losa y los contornos de la entrada. Aquella puerta de roca estaba encajada en su lugar con una precisión asombrosa, de modo tal que ninguno de los instrumentos cortantes de que disponía pudo penetrar en los intersticios. Empleé todas mis fuerzas y, tras numerosos intentos, logré al fin entrar en la tumba. La losa cayó hacia dentro, y apenas hube penetrado reparé en una larga cadena de hierro que colgaba de un soporte cercano al portal.
Comprobé que la tumba estaba completa, de acuerdo con el esquema de las más importantes halladas en Egipto. Contaba con una cámara y un pozo que conducía al pasadizo, el cual conectaba con el recinto destinado a la momia. También tenía una mesa cubierta de dibujos; supuse que debía de tratarse de alguna clase de registro —cuyo significado se ha perdido para siempre—, grabado con un color maravilloso y en una piedra no menos prodigiosa.
Las paredes de la cámara y del pasadizo estaban cubiertas de símbolos tan extraños como enigmáticos, y otro tanto ocurría con el enorme sarcófago ubicado en la cámara más profunda. El jeque y otros dos árabes que se animaron a entrar en la tumba conmigo, y que tal vez estuviesen acostumbrados a esa clase de exploraciones, consiguieron levantar la tapa del sarcófago sin romperla. Quedaron maravillados, porque, según me confesaron, pocas veces sus esfuerzos se habían visto recompensados con el éxito. Debo decir que no se mostraron muy cuidadosos, y que manipularon los diversos objetos de la tumba con tal rudeza que sólo la solidez y el espesor de aquélla impidieron que se rompiera. Eso me preocupó bastante, porque el sarcófago estaba hecho con una piedra desconocida para mí, exquisitamente labrada. Lamenté que nos fuese del todo imposible llevarnos aquel sarcófago; el tiempo y el viaje por el desierto lo impedían. Sólo me quedé con algunos objetos que, por ser pequeños, podían transportarse fácilmente.
Dentro del sarcófago había un cadáver, sin duda de mujer, envuelto en tiras de lienzo, como es corriente en las momias. Al observar el diseño de los bordados de aquel lienzo comprendí que el cadáver había pertenecido a una persona de alto rango. Sobre el pecho se veía una mano descubierta. En las momias que había estudiado hasta entonces los brazos y las manos se hallaban dentro de las envolturas, y su forma, así como la de los brazos, estaba sugerida mediante adornos de madera.
Pero aquella mano era real y pertenecía al cuerpo embalsamado. El brazo que asomaba entre las tiras de tela era de carne, aunque semejaba de mármol, y su color, así como el de la mano, me recordó al del marfil que ha permanecido mucho tiempo a la intemperie. La piel y las uñas se conservaban en perfecto estado, como si el cadáver hubiese sido depositado allí la noche anterior. Toqué la mano y la moví. El brazo poseía la flexibilidad propia de un miembro vivo, aunque envarado por años de inmovilidad, como suele ocurrir con los miembros de los faquires hindúes. Sin embargo, lo más asombroso de aquella mano era que tenía siete dedos, finos, largos y sumamente bellos. No pude evitar estremecerme ante el contacto de una mano que, a pesar de haber permanecido encerrada en aquel lugar durante miles de años, parecía viva. Debajo de la mano, y como si ésta la tapase, descubrí una gema enorme. Era roja como la sangre, y muy brillante. Pero lo más extraordinario no era su tamaño ni en el color, sino la luz que reflejaba de siete estrellas, cada una de siete puntas, tan clara e intensa que parecían encerradas dentro de la piedra. Cuando levanté la mano de la momia y vi aquella gema maravillosa, di un respingo y quedé paralizado. Permanecí un rato contemplándola, y lo mismo hicieron los árabes que me acompañaban, como si nos hallásemos ante la mismísima cabeza de la Gorgona cubierta de serpientes, que convertía en piedra a quien la miraba a los ojos. Tan intensa fue la sensación, que experimenté la urgente necesidad de alejarme de aquel lugar. Otro tanto le ocurrió a los tres hombres que estaban a mi lado, y así, tras coger aquella roja joya y algunos amuletos cuya extraña belleza convertía en verdaderas alhajas las piedras en que estaban labrados, me apresuré a abandonar el lugar. Me habría quedado más tiempo estudiando los lienzos que envolvían la momia, pero temí hacerlo, porque de pronto recordé que me hallaba en un lugar desierto y en compañía de unos hombres de cuyos escrúpulos desconfiaba. Me dije, también, que estaba en una caverna solitaria, a treinta metros por encima del valle, donde nadie podría encontrarme si me hacían algún daño, y eso en caso de que me buscasen. Pero decidí que más adelante regresaría, en compañía de gente fiable. Además, sentí la tentación de continuar con las investigaciones porque, al examinar las envolturas, vi en aquel sepulcro maravilloso otras cosas de enorme valor, como un cofre cuya forma era tan rara como la piedra con que estaba hecho, y que me pareció destinado a contener otras joyas. También había otro cofrecillo, cubierto de extraños adornos, si bien de forma más convencional. Era de una especie de porcelana extremadamente dura y muy gruesa, y su tapa estaba bien sellada, como si quienes lo habían dejado allí hubieran tomado las mayores precauciones contra intrusos y curiosos. Los tres árabes insistieron en que lo abriese, pues por su grosor sospechaban que dentro tal vez hubiera grandes tesoros. Consentí en hacerlo, pero sus esperanzas fueron vanas. Todo lo que allí había eran cuatro jarrones delicadamente tallados con numerosos adornos. De éstos, uno representaba la cabeza de un hombre, otro, la de un perro, otro, la de un chacal y el último la de un halcón. Yo conocía aquellas urnas sepulcrales que, por lo general, guardaban las vísceras y otros órganos de los cadáveres embalsamados. Pero al abrir una descubrimos que sólo contenía aceite. Los beduinos derramaron gran parte de éste e introdujeron las manos en los jarrones, pero no hallaron tesoro alguno. En sus miradas creí advertir el brillo de la codicia, y para evitar verme en peligro, apresuré la marcha apelando a la superchería característica de aquella gente. El jeque indicó a los que estaban arriba que nos izasen; lo seguí de inmediato, porque no quería permanecer con los otros hombres. Éstos demoraron en salir, y temí que estuviesen saqueando el sepulcro. Sin embargo, me abstuve de insinuarlo, pues temí que si lo hacía pudiese ocurrir algo peor.
Por fin, llegaron. Uno de ellos subió en primer lugar y, en cuanto llegó al borde de la roca, resbaló y cayó, muriendo en el acto. Lo siguió el otro, aunque sin sufrir ningún daño. Luego, ascendimos el jefe y yo. Antes de marcharnos, coloqué lo mejor que pude la losa exterior para cubrir la entrada de la tumba, pues deseaba, en la medida de lo posible, preservarla para cuando regresase a fin de someterla a un examen detenido.
Cuando todos estuvimos en la cima de la colina, por encima de la roca, nos sentimos felices de ver nuevamente la luz del sol. Yo habría ido en búsqueda del cadáver del árabe despeñado, para darle sepultura, pero el jeque no lo consintió, y acto seguido ordenó a dos de sus hombres que se encargasen de ello.
Aquella noche, cuando acampamos, sólo regresó uno de los hombres. Según contó, tras hallar el cadáver, enterrarlo y cubrir la tumba con grandes rocas para evitar que fuese devorado por los chacales, un león los atacó, dando muerte a su compañero.
Más tarde, sentados en torno a la hoguera, vi que mostraba un objeto blanco a los otros árabes y que éstos lo observaban con asombro y reverencia. Me acerqué en silencio y comprobé que se trataba de la mano momificada que había estado protegiendo la joya del sarcófago. Oí que el beduino aseguraba haberla encontrado sobre el cadáver del despeñado. Los siete dedos de aquella mano hacían que fuese inconfundible. Sin duda, el árabe que había muerto se la había arrancado a la momia cuando el jeque y yo no estábamos ahí para verlo. A juzgar por el respeto que mostraban los demás, debían de considerar que era un amuleto prodigioso. Pero cualesquiera que fuesen sus propiedades, el que la arrancó nunca pudo gozar de ellas, porque murió poco después de perpetrar el robo. No creía que sus compañeros, después de esto, tuviesen la intención de utilizarlo. Cualquiera que fuese su poder, no había impedido que aquel hombre cayese al vacío. Aquel amuleto había tenido un funesto bautismo, porque la muñeca de la mano muerta estaba teñida de rojo, como si la hubiesen sumergido en sangre fresca.
Aquella noche la pasé temiendo ser víctima de algún acto de violencia, pues si aquella mano muerta tenía tanto valor para esa gente, ¡cuánto más concederían a la joya que yo había guardado! A pesar de que únicamente el jeque estaba enterado de ello, mis dudas eran, quizá, mayores, pues estaba en condiciones de hacer conmigo lo que quisiera. De modo, pues, que permanecí despierto el mayor tiempo posible, decidido a aprovechar la primera ocasión que se me presentase de abandonar aquel campamento y emprender el viaje de regreso, primero, hacia las orillas del Nilo, y luego, siguiendo su curso, hasta Alejandría, solicitando los servicios de otros guías que ignoraran lo que llevaba conmigo.
Finalmente, no pude evitar que el sueño me venciera. Temeroso de que me atacaran o intentasen robarme mientras dormía, saqué la joya de su escondite y la guardé en mi puño. Noté que resplandecía de manera extraordinaria, y, también, que en su reverso tenía grabados unos signos semejantes a los que había visto en el sepulcro.
La luz del sol en mi rostro me despertó. Me senté y miré alrededor. La hoguera ya estaba apagada y el campamento se hallaba desierto. No vi más que una figura humana tendida cerca de mí. Era la del jeque, que estaba de cara al suelo, muerto. Su rostro era casi negro y tenía los ojos abiertos y en ellos había una expresión de espanto, como si contemplase algo horrendo. Era evidente que había sido estrangulado, porque observé en su cuello las marcas rojas de unos dedos. De pronto, me llamó la atención su número, y las conté. Eran siete. Todas paralelas, exceptuando la que correspondía al pulgar, como si hubiesen sido hechas con una sola mano.
Aquello me dejó azorado, pues sólo podía ser obra de la mano de la momia, que poseía siete dedos. Al parecer en el desierto ocurrían cosas verdaderamente extraordinarias.
Al inclinarme sobre el cadáver, abrí sin reparar en ello la mano derecha, y la piedra preciosa fue a caer dentro de la boca del muerto. Mirabile dictu! De su boca surgió un gran chorro de sangre que cubrió por completo la gema. Contemplé aquel cuerpo inerte y observé que había caído sobre su mano doblada, en la que empuñaba un cuchillo de enormes dimensiones, sumamente afilado, como los que suelen utilizar los árabes. Tal vez se disponía a asesinarme en el momento en que la venganza, procediese ésta de un hombre, de Dios o de los dioses antiguos, cayó sobre él. Sólo diré que al recobrar mi piedra preciosa, a la que la sangre hacía brillar como si de una estrella se tratase, no pensé en nada más y, sin pérdida de tiempo, me marché por piernas de allí. Viajé solo a través del ardiente desierto hasta que, por la gracia de Dios, encontré una tribu árabe que acampaba junto a un pozo de agua, y me proporcionó sal. Permanecí con aquellas gentes hasta que emprendieron nuevamente su camino.
Desconozco qué sucedió con la mano de la momia o con quienes se habían apoderado de ella, así como qué infortunios cayeron sobre ellos, pero algo debió de ocurrirles, al igual que a todos aquellos que la habían tenido en su poder. Ahora es probable que alguna tribu del desierto la utilice como poderoso amuleto.
En la primera oportunidad que se presentó, hice un examen minucioso de la gema, ansioso por comprender qué habían grabado en ella. Los símbolos, cualquiera que fuese su significado, y que yo ignoraba por completo, eran los siguientes…
Por dos veces, mientras leía aquel apasionante relato, una sombra cruzó la página; sugestionado sin duda por el contenido de la lectura, me pareció que tenía la forma de una mano. En la primera ocasión lo atribuí a un efecto óptico producido por el resplandor verdoso de la lámpara, pero en la segunda levanté la mirada y mis ojos se posaron en la mano de la momia, al otro lado de la estancia, donde el brillo de las estrellas apenas conseguía penetrar las sombras. Relacioné aquella visión con lo que acababa de leer, pues de lo contrario lo que tenía ante mí era la mano que el explorador Van Huyn describía en su libro. Volví la cabeza hacia el lecho y me reconfortó comprobar que la enfermera seguía allí, y se mostraba tranquila. En circunstancias como ésa es un verdadero alivio tener la seguridad de que cerca de nosotros hay alguna persona viva.
Me quedé contemplando el libro, que había depositado sobre la mesa, delante de mí, y una serie de extrañas ideas comenzó a invadir mi mente. La cabeza comenzó a darme vueltas, como si la luz que emanaba de aquellos dedos blancos tuviese un poder hipnótico. De pronto, mis pensamientos, así como el tiempo y todo cuanto me rodeaba, parecieron detenerse.
¡Apoyada sobre el libro había una mano verdadera! La reconocí de inmediato. Amaba aquella mano, la de Margaret Trelawny; era una joya que deseaba contemplar, acariciar. Y entonces, ejerció sobre mí un efecto tan extraño como maravilloso, a pesar de haber creído, por un instante, estar en presencia de la otra.
—¿Qué le ocurre? —me preguntó Margaret—. Creí que se había quedado dormido.
Di un respingo y respondí:
—Estaba leyendo un libro muy antiguo de la biblioteca de su padre. —Mientras decía esto, lo cerré y me lo puse bajo el brazo—. Voy a devolverlo, porque sé que al señor Trelawny le gusta que todo esté en su lugar.
Dije aquello porque deseaba ocultarle lo que había estado leyendo, a fin de no despertar su curiosidad. Me alejé, pero no hacia la biblioteca, sino hacia mi habitación, donde guardé el libro con la intención de seguir leyéndolo una vez que hubiera dormido algunas horas. Al regresar al dormitorio del paciente, encontré a la señorita Kennedy a punto de marcharse para acostarse. Margaret continuó la guardia conmigo. Permanecimos sentados el uno al lado del otro, charlando en voz baja. El tiempo transcurrió rápidamente, y sorprendido observé que la luz que se filtraba a través de las cortinas cambiaba del gris al amarillo. Nuestra conversación no había estado relacionada con el enfermo. Pero, desde luego, tampoco hablamos de Egipto ni de nada relacionado con el tema, como momias, tumbas, jeques o muertos. En la claridad del amanecer, tomé buena nota de que la mano de Margaret Trelawny no tenía siete dedos sino cinco, ya que reposaba en la mía.
Por la mañana llegó el doctor Winchester y fue a ver cómo se encontraba el paciente. Luego, nos reunimos en el comedor, donde yo tomé un refrigerio que tanto podía ser desayuno como cena, pues seguidamente tenía la intención de acostarme. El señor Corbeck apareció poco después y los tres continuamos nuestra conversación en el punto en que la habíamos interrumpido la noche anterior. Comuniqué al señor Corbeck que había leído el capítulo en que se hablaba del hallazgo de la tumba y añadí que, en mi opinión, el doctor Winchester también debía leerlo. Éste aceptó la sugerencia y me pidió que se lo prestara. Esa mañana tenía que hacer un viaje en tren hasta Ipswich y aprovecharía para echarle un vistazo. Prometió devolvérmelo cuando regresara por la tarde. Fui a mi habitación a buscarlo, pero no lo encontré por ninguna parte. Recordaba muy bien que lo había dejado sobre la mesita de noche. Aquello resultaba muy extraño, pues era imposible que lo hubiera tomado un criado. Regresé al comedor y me vi obligado a explicar a mis compañeros que no conseguía dar con él.
Una vez que el doctor se hubo marchado, el señor Corbeck, que al parecer se sabía de memoria aquel libro del holandés, se quedó para hablar conmigo. Le dije que el cambio de guardia había interrumpido mi lectura en el momento en que se describía la gema. Él sonrió y dijo:
—No se preocupe por no haber podido leer esa descripción, porque la inscripción sólo fue descifrada doscientos años después de la muerte de Van Huyn. Fue gracias a los trabajos de Young, Champollion, Birch, Lepsius, Rosellini, Salvolini, Mariette Bey, Wallis Budge, Flinders Petrie y otros eruditos e investigadores.
»Más adelante, si el señor Trelawny no lo hace por sí mismo, le explicaré el significado de esos signos. Por el momento considero preferible contarle qué le ocurrió a Van Huyn, porque el libro concluye con la descripción de la piedra y el relato de su llegada a Holanda. Lo más notable acerca de esta obra es que ha inducido a otras personas a interesarse por el asunto, entre ellas el señor Trelawny y yo mismo. El señor Trelawny conoce bien las lenguas orientales, pero no así las del norte. Yo poseo un don natural para aprender idiomas y, cuando realizaba mis estudios en Leyden, aprendí el holandés. Así, cuando el señor Trelawny adquirió este volumen a través de un catálogo especializado en egiptología, hice la traducción al inglés en otro ejemplar que conseguí en Leyden. Tanto a él como a mí nos impresionó la descripción del solitario sepulcro abierto en la roca, a una altura tal que a cualquier investigador corriente le resultase prácticamente imposible acceder a él, ya que todos los accesos habían sido destruidos. También nos llamó la atención el que ese lugar, cuya construcción debió de ser extraordinariamente costosa, no tuviese indicación alguna acerca de la identidad del personaje allí enterrado. Además, el mismo nombre del lugar, el valle del Hechicero, era sumamente sugestivo. Cuando nos conocimos, gracias a nuestra relación con ciertos egiptólogos, hablamos de eso y de otras muchas cosas, y decidimos ir en busca de aquel valle misterioso. Mientras aguardábamos para emprender el viaje, fui a Holanda con el objeto de verificar algunos aspectos del relato de Van Huyn. Me dirigí hacia Hoorn y empecé a trabajar pacientemente para encontrar la casa de aquel viajero o de sus descendientes, si los había. No lo aburriré con los pormenores de mi búsqueda y de los resultados que obtuve. Hoorn es un lugar que apenas ha cambiado desde los tiempos de Van Huyn, aunque ha perdido la importancia comercial que antes tenía. Se trata de una ciudad somnolienta a la que el transcurso de uno o dos siglos poco importa. Di con la casa y descubrí que no vivía ninguno de los descendientes del viajero. Consulté los registros, sólo para comprobar que todos habían muerto. Entonces, quise averiguar qué había sido de sus tesoros, pues un gran viajero como él sin duda debía de tenerlos. Encontré muchos en los museos de Leyden, Utrecht y Amsterdam, y así como en las casas de algunos coleccionistas ricos. Finalmente, en la tienda de un anciano joyero y relojero de Hoorn, hallé el tesoro principal, es decir, un gran rubí, pues tal era la piedra, esculpido en forma de escarabajo, con siete estrellas y numerosos jeroglíficos. El pobre hombre no tenía ni idea de la importancia de aquel objeto y mucho menos de los recientes descubrimientos filológicos relacionados con Egipto. Tampoco había oído hablar de Van Huyn, aunque sabía que había vivido en la ciudad y que se lo consideraba un gran explorador. Creía que aquella piedra era, sencillamente, rara, y que el tallador la había echado a perder. Y aun cuando al principio no parecía dispuesto a desprenderse de ella, conseguí que me la vendiese, eso sí, a un precio muy elevado. Como yo cumplía un encargo del señor Trelawny, que es inmensamente rico, iba bien provisto de dinero. De inmediato emprendí el regreso a Londres, llevando conmigo la joya.
»Imaginará usted mi entusiasmo; ya contábamos con la prueba de la maravillosa historia de Van Huyn. El señor Trelawny guardó la preciosa gema en su caja de caudales e iniciamos nuestro viaje de exploración llenos de esperanza.
»En los últimos momentos el señor Trelawny se mostraba pesaroso de dejar a su joven esposa, a quien amaba locamente. Pero ella, que correspondía a su amor, sabía muy bien lo mucho que deseaba él realizar aquella investigación. Se resignó, como hacen las mujeres buenas, guardando para sí todas sus ansiedades y temores, y le recomendó que hiciera lo que considerase su deber.