9
El que hubiese recuperado sus lámparas casi trastornó al señor Corbeck. Las cogió una a una y las contempló arrobado, como si las amase. Estaba tan excitado y satisfecho que más que respirar parecía ronronear como un gato.
—¿Está usted seguro de que son las mismas que perdió? —preguntó el sargento Daw.
—¡Claro que sí! —respondió el señor Corbeck con tono de indignación—. En todo el mundo no hay otras lámparas como éstas.
—Al menos, hasta donde usted sabe —replicó el policía sin poder disimular cierta exasperación, cuyo motivo creí adivinar—. Es probable que en el Museo Británico haya otras semejantes, o que el señor Trelawny posea unas parecidas. Como bien sabe usted, señor Corbeck, nunca hay nada nuevo bajo el sol, ni siquiera en Egipto. Estas lámparas pueden ser tanto las originales como una copia de ellas. ¿Existe algún detalle que le permita identificarlas con seguridad?
El señor Corbeck, furioso, exclamó:
—¡Copias! ¡Identificar! ¡Museo Británico! ¿Acaso en Scotland Yard le han dado clases de egiptología? Las he llevado conmigo por el desierto durante tres meses, y me he pasado muchas noches en vela para vigilarlas. Las he estudiado con lupa hora tras hora, hasta que me dolían los ojos, de modo que me las conozco de memoria. Fíjese en esto —añadió, poniendo las lámparas sobre el armario—. ¿Ha visto alguna vez algo semejante? Observe, éstas son las siete formas de Hathor. Y esta figura representa a Ka, una princesa de los dos Egiptos, de pie entre Ra y Osiris, en la Barca de los Muertos, con el Ojo del Sueño, sobre unas piernas que se inclinan ante ella, y Harmachis, que se levanta en el norte. ¿Cree que encontrará cosa igual en el Museo Británico o en el cuartel general de Scotland Yard? ¿O tal vez es usted capaz de descifrar jeroglíficos? ¿Acaso puede decirme qué significa la figura Ftahsekerausar que sostiene el tet envuelto en el cetro de papiro? Repito, ¿ha visto alguna vez algo parecido en Scotland Yard, en el Museo Británico o en Gizeh? —Se interrumpió de repente y prosiguió con tono más calmo—: Le ruego que me perdone por mi rudeza. Creo que al poner usted en duda que conociese las lámparas, perdí la cabeza por un instante.
—No se preocupe, señor Corbeck —contestó el detective—. Me gusta ver a la gente enfadada, porque cuando lo está suele decir la verdad. ¡Ése es mi sistema! Y le aseguro que en dos minutos me ha revelado más acerca de esas lámparas que cuando me explicó detalladamente cómo identificarlas.
El señor Corbeck dejó escapar un gruñido; el que se hubiera puesto en evidencia no le complacía, pero se volvió hacia mí y, con su tono más natural, dijo:
—Ahora, explíqueme cómo han recuperado estas lámparas.
Me tomó tan de sorpresa, que sin pensarlo respondí:
—No las hemos recuperado.
—¿Qué significa eso? —preguntó estupefacto—. ¿Que no las han recuperado? ¡Pero si las tiene usted ante sus ojos! Y cuando entramos estaba examinándolas.
—¡Precisamente! —contesté—. Las encontramos por casualidad, un momento antes de que ustedes llegasen.
El señor Corbeck se volvió con expresión de extrañeza hacia la señorita Trelawny, luego me miró otra vez, e inquirió:
—¿Pretende usted decirme que ninguno de los dos ha traído estas lámparas y que las hallaron casualmente dentro del cajón? ¿Debo entender, entonces, que nadie las ha devuelto?
—Supongo que alguien las habrá traído; por sí solas no creo que pudiesen llegar aquí, pero ni la señorita ni yo sabemos quién lo hizo ni cómo ni cuándo. Preguntaremos a los criados, para ver si alguno sabe algo acerca de esto.
Guardamos silencio por unos segundos, al cabo de los cuales Daw exclamó:
—¡Qué me aspen! ¡Oh!, perdone usted señorita. —Y cerró la boca.
Llamamos a los criados, uno por uno, para preguntarles si sabían algo acerca de los objetos hallados en el cajón de la salita. Pero ninguno respondió nada que arrojase luz sobre aquel nuevo misterio. No les dijimos de qué objetos se trataba, ni tampoco se los mostramos.
El señor Corbeck envolvió las lámparas con algodón en rama y las metió en una caja de hojalata. Después, la llevamos a la habitación de los detectives, donde uno de ellos la vigilaría durante toda la noche, revólver en mano. Al día siguiente, la guardamos en una pequeña caja de caudales que tenía dos llaves; yo me quedé con una, mientras la otra fue depositada en una gaveta de mi propiedad en la caja de seguridad de un banco. Estábamos decididos a que aquellas lámparas no volviesen a desaparecer.
Una hora después de haberlas hallado, llegó el doctor Winchester. Traía consigo un gran paquete que contenía la momia de un gato. Tras pedir permiso a la señorita Trelawny, la llevó al saloncito, y de inmediato situó a Silvio delante de ella. Con gran sorpresa para todos, exceptuando, quizás, al propio doctor Winchester, el animal no manifestó el menor disgusto; ni siquiera hizo caso del gato embalsamado. Estaba en una mesa, muy cerca de éste, y roncaba con gran satisfacción. Siguiendo con su plan, el doctor Winchester cogió el gato y fue con él a la habitación donde yacía el paciente. Todos lo seguimos, muy ansiosos, en especial la señorita Trelawny, e interesados. El detective se mostraba frío y tranquilo, pero el señor Corbeck no podía ocultar su curiosidad.
Apenas el doctor Winchester entró en la estancia Silvio empezó a maullar y a resistirse. Saltó de los brazos del médico y corrió hacia la momia del gato, que comenzó a arañar furiosamente. La señorita Trelawny lo sacó de la habitación, no sin dificultad, y en cuanto estuvo fuera el animal volvió a tranquilizarse. Al regresar la joven a nuestro lado, el doctor Winchester exclamó:
—¡Ya me lo figuraba!
—¿Qué podrá significar? —preguntó la señorita Trelawny.
—Es un caso ciertamente extraño —intervino el señor Corbeck.
—Sí, lo es; pero no prueba nada —dijo Daw.
Yo consideré oportuno no dar mi opinión. Luego, convinimos en que sería mejor dejar aquel asunto para mejor ocasión.
Por la tarde me hallaba en mi cuarto tomando unas notas de lo ocurrido, cuando oí que llamaban a la puerta. Dije a quien fuese que entrara y al instante apareció el sargento Daw.
—¿Qué lo trae por aquí, sargento? —pregunté.
—Deseo hablar con usted acerca de esas lámparas, señor. ¿Sabía usted que la habitación en que fueron encontradas comunica con el dormitorio que anoche ocupó la señorita Trelawny?
—Sí, lo sabía.
—Pues anoche alguien abrió y cerró una ventana en esa parte de la casa. Lo oí y fui a investigar, pero no descubrí nada.
—Tiene usted razón —contesté—. Yo también me di cuenta.
—¿Y no le parece muy raro todo eso?
—En realidad, más que raro es para volverse loco. Nunca he vivido nada igual. Es tan extraño que uno teme lo que vaya a ocurrir a continuación. Pero ¿qué quiere usted decir?
—Como comprenderá, yo no creo en magia y cosas por el estilo. Para mí, sólo los hechos cuentan, y en todos los casos en que he intervenido, al final siempre había una razón y una causa para todo. Ese caballero afirma que las lámparas le fueron robadas, y según me ha parecido entender, pertenecen al señor Trelawny. Anoche, la hija de éste no durmió en la habitación que suele ocupar sino en otra de la planta baja. Tanto usted como yo oímos que alguien abría y cerraba una ventana. Y cuando nosotros intentábamos encontrar una pista del robo, descubrimos que las lámparas sustraídas se hallaban en una habitación que comunica con aquella que la señorita usó para dormir.
Guardó silencio. Nuevamente se apoderó de mí la misma sensación de intranquilidad que había experimentado cuando mantuvimos nuestra primera charla. Pero era preciso afrontar el asunto. Mis relaciones con la señorita Trelawny y los sentimientos de amor y devoción que me inspiraba así lo exigían. Traté de calmarme, pues sabía que Daw me miraba atentamente, y contesté:
—¿Y qué se deduce de ello?
—Pues que el robo no ha existido, sencillamente. Alguien trajo las lámparas a esta casa y las introdujo por una ventana de la planta baja. Luego las dejó en el armario, a fin de que fueran descubiertas en el momento oportuno.
Aquellas palabras produjeron en mí un intenso alivio, pues la suposición era decididamente increíble. Con la mayor gravedad posible, pregunté:
—Y ¿quién puede haberlas traído, según sus sospechas?
—Por el momento no tengo ni idea. Tal vez el mismo señor Corbeck, porque se trataba de un asunto demasiado peligroso como para confiarlo a otra persona.
—De lo que usted dice infiero que el señor Corbeck es un embustero y un farsante. Además, para engañar a alguien respecto de esas lámparas, debería estar en connivencia con la señorita Trelawny.
—Esas palabras son muy duras, señor Ross, pero comprenda que debo seguir el camino que me señala la razón. Es probable que exista otro interesado, aparte de la señorita Trelawny. En realidad, si no hubiera sido por el otro asunto que me obligó a reflexionar y a abrigar dudas sobre ella, no se me habría ocurrido siquiera sospechar que pudiese estar complicada en este otro. En cuanto al señor Corbeck, mi certeza es absoluta. Resulta del todo imposible que le hayan quitado las lámparas sin su anuencia, en el caso de que sea cierto lo que afirma. Y si no es así…, en fin, de un modo u otro creo que miente. Y aunque no me parece bien que permanezca en esta casa, rodeado de tantos objetos valiosos, me alegro, porque de esa manera tengo la oportunidad de vigilarlo de cerca. Y le aseguro que no le quitaré el ojo de encima. Ahora está en mi habitación, guardando esas lámparas; pero Johnny Wright, mi compañero, también se encuentra allí. Lo relevaré antes de que se marche, así que no será fácil que se produzca otro robo en la casa. Desde luego, señor Ross, todo lo que acabo de decirle ha de quedar entre usted y yo.
—Naturalmente. Puede usted contar con mi silencio —contesté.
Él abandonó la habitación, dispuesto a seguirle los pasos al egiptólogo.
Todas mis experiencias preocupantes parecían producirse a pares, pues poco después se presentó el doctor Winchester, que ya había visitado al paciente y se disponía a regresar a su casa. Lo invité a tomar asiento y de inmediato empezó a decir:
—Estamos ante un asunto verdaderamente asombroso. La señorita Trelawny acaba de comunicarme el robo de las lámparas y su posterior hallazgo en el armario que perteneciera a Napoleón. Según parece, el misterio se complica, pero aun así este hecho me ha alegrado. He revisado minuciosamente todas las posibilidades humanas y naturales del caso y empiezo a creer en algunas circunstancias sobrehumanas o sobrenaturales. Aquí ocurren cosas tan extrañas que, si no me equivoco, pronto encontraremos la solución. Tal vez sería conveniente que interrogase al respecto al señor Corbeck. Puesto que posee vastos conocimientos sobre la cultura egipcia y todo lo relacionado con ella, imagino que no tendrá inconveniente en traducir unos jeroglíficos. Para él será muy fácil. ¿Qué le parece, señor Ross?
Antes de contestar, reflexioné por un instante. Todos queríamos ayudar a resolver aquel enigma. Por mi parte, tenía una confianza total tanto en el doctor Winchester como en el señor Corbeck, y el que cooperaran mutuamente me pareció una buena idea. En cualquier caso, las cosas difícilmente podían complicarse más.
—Yo, en su lugar, se lo pediría —dije al fin—. Parece un hombre extraordinariamente entendido en egiptología; además, lo considero entusiasta y muy buena persona. Pero permítame aconsejarle que no le transmita a nadie lo que él pueda decirle.
—¡Por supuesto! —exclamó—. No era mi intención decir nada a nadie, exceptuándolo a usted, claro. Recuerde que cuando el señor Trelawny recobre el conocimiento no le gustará saber que nos hemos inmiscuido en sus asuntos.
—¿Por qué no se queda usted un rato? —le propuse—. Si le parece bien, le pediré al señor Corbeck que venga a fumar una pipa con nosotros. De ese modo podremos hablar.
El doctor estuvo de acuerdo, y salí en busca del señor Corbeck. Mientras nos dirigíamos hacia mi habitación, me dijo:
—No me gusta nada dejar las lámparas aquí, sin otra guardia que la de esos hombres. ¡Son demasiado valiosas para confiarlas al cuidado de la policía!
Evidentemente, el sargento Daw no era el único en tener sospechas.
El señor Corbeck y el doctor Winchester, después de estudiarse por unos instantes, parecieron congeniar. El primero se mostró dispuesto a hacer lo que se le pidiera, siempre y cuando se hallase en libertad de hablar, lo cual no era muy promisorio. Aun así, el doctor dijo:
—Quisiera que tradujese usted unos jeroglíficos.
—¡Lo haré encantado! Si es que lo consigo, pues ha de saber usted que no todos los caracteres jeroglíficos se han podido descifrar. Pero, en fin, ¿cuál es esa inscripción?
—Son dos —respondió el médico—. Y una de ellas la traeré ahora mismo.
Salió y, un minuto después, regresó con el gato momificado que había mostrado a Silvio. El señor Corbeck lo miró y tras un breve examen, explicó:
—No tiene nada de particular. Es una invocación a Bast, la Señora de Bubastia, expresando el deseo de que en los Campos Elíseos le den pan y leche. Es probable que dentro haya algo más y, si tiene usted a bien desenvolverla, haré cuanto pueda. Sin embargo, no creo que encuentre nada especial. A juzgar por el sistema de envoltura, esta momia debe de proceder del Delta, y, además, de un período relativamente reciente, cuando la tarea de embalsamar ya era corriente y poco costosa. ¿Qué otra inscripción quiere usted que traduzca?
—La que hay en el gato momificado de la habitación del señor Trelawny.
—¡No! —exclamó el señor Corbeck—. ¡No puedo hacerlo! En todo lo referente a cuanto haya en esa habitación debo guardar un silencio absoluto.
—¿Se considera usted obligado a hacerlo?
—Entiéndame bien —dijo el señor Corbeck—. No me veo atado por promesa alguna, pero por mi honor debo respetar la confianza que el señor Trelawny depositó en mí sin reservas. Sobre muchos de los objetos que hay en ese dormitorio, él tenía propósitos muy precisos, y, puesto que soy su amigo, no puedo hacer nada que impida su realización. Es probable que no sepan ustedes que el señor Trelawny es un gran erudito. Durante muchos años ha trabajado denodadamente impulsado por el deseo de obtener un fin, y para ello no ha escatimado esfuerzos, dinero ni peligro. Está a punto de realizar un descubrimiento que lo situará en la vanguardia de los investigadores de su tiempo, y ahora, precisamente, cuando el éxito sólo es cuestión de horas, se encuentra incapacitado. —Se detuvo, al parecer vencido por la emoción. Tras sobreponerse, prosiguió—: Además, quiero dejar un punto bien claro. Ya le he dicho que el señor Trelawny me ha hecho muchas confidencias, pero no por ello deben figurarse que estoy al corriente de sus planes. Sé qué período ha estudiado y la vida de qué personaje histórico ha estado investigando. Pero acerca del resto, lo ignoro todo. Sin embargo, tengo la convicción de que se ha propuesto completar esos conocimientos. Creo adivinar de qué se trata, pero no puedo decir nada al respecto. Recuerden ustedes, caballeros, que he aceptado voluntariamente las confidencias del señor Trelawny, y no sólo debo respetarlas, sino solicitar a todos mis amigos que también lo hagan. —Hablaba con gran dignidad, y tanto el doctor Winchester como yo no podíamos por menos de admirarlo—. Tal vez me haya excedido en mis comentarios, pero estoy convencido de que ustedes desean ayudarlo en todo lo posible, y también a su hija. El estado en que se encuentra el señor Trelawny es, a mi juicio, resultado de su propia obra, y tengo la certeza de que lo había previsto. Estoy dispuesto a hacer por él cuanto pueda. Llegué a Inglaterra entusiasmado por el éxito de la misión que me había sido confiada, y estaba persuadido de que al fin podría dar comienzo el experimento cuyas características muchas veces me había explicado de manera vaga. Por lo tanto, considero una calamidad el que haya sido víctima de esas agresiones. Usted, señor Winchester, es médico, y su aspecto me indica que es también un hombre inteligente y valiente. ¿No existe ningún medio de sacar al señor Trelawny de ese extraño sopor?
—No que yo conozca —respondió Winchester tras una pausa deliberada—. Quizás haya alguno extraordinario, pero sólo podría emplearse con una condición.
—¿Cuál?
—La de estar enterados. Ignoro por completo todo lo referente a Egipto, su lengua, su escritura, su historia, sus secretos, sus medicinas y pociones, sus poderes ocultos; cualquier cosa, en fin, que tenga que ver con esa tierra misteriosa. Esta enfermedad, o estado, o como quiera llamarlo, de que es víctima el señor Trelawny está, de un modo u otro, relacionada con Egipto. Lo sospeché de inmediato, aunque carecía de pruebas. Lo que usted me ha dicho confirma mis conjeturas, y me hace creer con mayor firmeza en la necesidad de obtener una pista siquiera. Supongo que usted no está enterado de todo lo que ha ocurrido en esta casa desde la noche en que encontramos por primera vez al señor Trelawny inconsciente en el suelo. Ahora confiamos en usted. El señor Ross se encargará de decírselo, porque sabe exponer los hechos mejor que yo. Además, es un testigo directo de los hechos, así como un espectador privilegiado del modo en que han actuado o reaccionado quienes están involucrados en ellos. Cuando se haya enterado usted de todo, estará en situación, espero, de considerar si puede servir de ayuda al señor Trelawny, y de contribuir a sus secretos deseos, bien con su silencio, bien hablando.
Asentí con la cabeza. El señor Corbeck se puso de pie de un salto y tendió una mano hacia su interlocutor.
—De acuerdo —dijo—. Le agradezco que me honre con su confianza y prometo que haré cuanto pueda por complacerlos y, al mismo tiempo, hacer que mi amigo vea cumplidos sus deseos.
A continuación, como habíamos convenido, le referí los hechos, con la mayor exactitud posible, desde el momento en que el lacayo llamó a la puerta de mi casa. Sólo omití mencionar mis sentimientos hacia Margaret, pues para el caso no lo consideraba importante, y la conversación que había mantenido con el sargento Daw, pues había dado a éste mi palabra de que guardaría silencio al respecto. El señor Corbeck me escuchaba con creciente interés. En ocasiones se ponía a andar por la estancia, presa de una incontrolable excitación, para detenerse en seco y volver a sentarse. Parecía querer interrumpirme a cada instante, pero se contenía con un esfuerzo evidente. Aquella narración me servía para ordenar mis ideas; a medida que hablaba, todo parecía más claro. Grandes o pequeñas, las cosas encontraban la medida de su importancia con respecto al caso. La historia se mostraba cada vez más coherente, excepto en aquellos aspectos en que seguía siendo un misterio. Ésta es la ventaja de las narraciones exhaustivas; los hechos aislados, las dudas, las conjeturas, las sospechas, dan paso a una visión de conjunto, homogénea, mucho más convincente.
No cabía duda de que había logrado convencer al señor Corbeck, quien, apenas hube acabado, exclamó:
—¡No hay más que decir! En todo esto está actuando alguna fuerza que conviene tratar con especial cuidado. Si todos empezamos a trabajar a ciegas, lo más probable es que nos molestemos mutuamente y frustremos cualquier posibilidad individual de éxito. Lo primero, en mi opinión, es conseguir que el señor Trelawny salga de su estado de trance. Con la enfermera ya se ha logrado, de modo que es posible, pero no existe una urgencia desesperada. Aquello que lo ha afectado, sigue ahí, y esto debemos considerarlo un hecho. Un día más o menos no cambiará las cosas. Ya es tarde, y mañana necesitaremos de todas nuestras energías. Usted, doctor Winchester, será mejor que vaya a acostarse. Y en cuanto a usted, señor Ross, tengo entendido que permanecerá de guardia esta noche. Le daré un libro que lo ayudará a que el tiempo pase más rápido. Sé que está en la biblioteca, e incluso en qué estante; no creo que el señor Trelawny lo haya cambiado de lugar. Le ayudará a usted a entender ciertas cosas que más tarde le explicaré. Tendrá que ser capaz de transmitírselas al doctor Winchester, ya que le serán muy útiles. Por supuesto, no es necesario que lea todo el libro, aunque es una obra por demás interesante, sino el prefacio y dos o tres capítulos que le indicaré.
Dicho esto, estrechó cálidamente la mano del médico, que; se había puesto de pie para marcharse.
Una vez que ambos hubieron salido de mi habitación, me senté a reflexionar. El mundo que me rodeaba parecía ser enormemente vasto. Sin embargo, de él sólo me interesaba un aspecto, tan pequeño como una mota de polvo en una tormenta. En torno a él, todo era negrura y peligros desconocidos, al acecho. Y la figura central de aquel pequeño oasis era todo belleza y dulzura. Alguien a quien amar, por quien hacer todos los sacrificios posibles, por quien morir incluso…
Al cabo de unos minutos regresó el señor Corbeck trayendo el libro que me había prometido. En efecto, lo encontró en el mismo lugar donde lo dejara hacía ya tres años. Tras insertar unas tiras de papel para señalarme dónde debía leer, me lo entregó y dijo:
—Esto es lo que indujo al señor Trelawny a obrar, y lo que produjo en mí el mismo efecto, que aún perdura. No dudo de que para usted será un buen modo de comenzar un estudio especial, cualquiera que sea el fin. Eso, si alguno de nosotros puede verlo. —Ya en la puerta se volvió para añadir—: Deseo hacer una observación. Ese detective es un buen chico. Después de hablar con usted he cambiado de opinión respecto a él. Y la prueba de ello es que me iré a dormir tranquilamente dejando las lámparas a su cuidado.
En cuanto se marchó, cogí el libro, me puse la mascarilla de oxígeno y me dirigí hacia la habitación del enfermo.