8

El hallazgo de las lámparas

Al principio el sargento se mostró renuente, pero al fin aceptó encargarse particularmente del asunto. Añadió que sólo actuaría como informante, y que si se requería que entrase en acción, pondría al corriente a sus superiores. Una vez hecho el arreglo, lo conduje en presencia de la señorita Trelawny y del señor Corbeck.

No pude por menos de admirar la cautela y la fría precisión con que el viajero expuso el caso. No parecía ocultar nada, y aun así se las arregló para dar la descripción menos detallada posible de los objetos desaparecidos. No hizo hincapié en lo misterioso que resultaba todo aquel asunto, sino que dio muestras de considerarlo un robo más de los que suelen producirse en los hoteles. Sabiendo, como sabía, que su intención era recobrar los objetos antes de que fuesen destruidos, observé el modo en que informaba de algunas características al tiempo que ocultaba otras, sin que pareciese que lo hacía. Sin duda, pensé, aquel hombre había aprendido muy bien la lección en los bazares de Oriente, y con su ingenio occidental incluso había superado a sus maestros.

—Me pregunto qué clase de ladrón habrá sido el autor del robo —dijo al fin el detective.

—¿A qué se refiere? —inquirió el señor Corbeck.

—Verá usted, cuando un ladrón de poca monta quiere deshacerse de objetos de metal, suele acudir a las fundiciones, donde, por cierto, los compran por unas pocas monedas a cambio de no averiguar su procedencia. Cuando el metal es noble, se pesa antes en una balanza, y el precio aumenta. Comprenderá usted que cuando el metal, sea de la calidad que sea, va a parar al crisol, es imposible saber a qué objeto pertenecía, por así decirlo. Claro que todo depende de cuán bueno sea el ladrón…, me refiero a cuán bien sepa hacer su trabajo. Un verdadero profesional, uno de primera clase, sabe cuándo lo que ha robado vale más de lo que puede obtener por el metal en sí. En ese caso, se pone en contacto con alguien en condiciones de ubicar el objeto en cuestión, pongamos en Francia, o incluso en América. Señor Corbeck, ¿sabe de alguien aparte de usted, que pueda identificar esas lámparas?

—Sólo yo podría hacerlo.

—¿Existen otras parecidas?

—No que yo sepa —respondió el señor Corbeck—, aunque es posible que las haya.

Daw hizo una pausa y dijo:

—Y una persona avezada, del Museo Británico, por ejemplo, un tratante o un coleccionista como el señor Trelawny, ¿podrían conocer el valor artístico de estas lámparas?

—Sin duda. Cualquiera que tuviese cinco dedos de frente se daría cuenta de que son objetos valiosísimos.

—En ese caso —observó el policía—, aún existe una posibilidad. Si la puerta y la ventana de su habitación estaban cerradas, el ladrón no pudo ser una sirvienta o un criado, sino alguien que buscaba algo muy especial, y que no lo vendería hasta que obtuviese por ello un buen precio. Avisaremos a todos los prestamistas y no habrá necesidad de comunicar el caso a Scotland Yard, a menos, claro está, que usted lo desee. Así, podremos mantener todo en secreto.

—¿Se le ocurre a usted o tiene alguna idea de cómo pudo producirse el robo? —preguntó el señor Corbeck.

—Estoy seguro de que el ladrón se valió de un medio muy sencillo, señor. Es lo que suele ocurrir en los robos misteriosos. El delincuente conoce su oficio y todos sus trucos. Sabe por experiencia cuáles son sus posibilidades de éxito, y actúa en consecuencia. El dueño de los objetos desconoce esos ardides y, muchas veces, se muestra descuidado. Cuando salgan a la luz los pormenores de este asunto, le sorprenderá no haberse dado cuenta antes del medio que se utilizó para efectuar el robo.

—Debe considerar usted, mi querido amigo —replicó el señor Corbeck algo molesto—, que este problema no tiene nada de sencillo. La ventana estaba cerrada, la chimenea tapada y la habitación no tiene más que una puerta, a la que yo mismo eché el cerrojo. Durante la noche no abandoné ni por un instante la habitación y, antes de acostarme, me cercioré de que esos objetos estuviesen en la maleta. Al despertar, fui a asegurarme de que seguían ahí, pero ya no estaban. Si encuentra usted una explicación para este robo, no tendré inconveniente en admitir que es usted un hombre lo bastante listo como para recuperar esas lámparas.

La señorita Trelawny apoyó una mano tranquilizadora en su hombro, y, en voz baja, dijo:

—No se preocupe usted innecesariamente. Estoy segura de que esas lámparas aparecerán.

Daw se volvió rápidamente hacia ella y recordé las sospechas que abrigaba al oírlo preguntar:

—¿Puedo preguntarle, señorita, en qué basa usted semejante opinión?

—No puedo decirle cómo lo sé. Pero estoy convencida de ello.

El detective la contempló por un instante y luego me dirigió una mirada significativa. A continuación pidió al señor Corbeck que describí era el hotel y la habitación que ocupaba y el modo de identificar sus pertenencias. El viajero volvió a reiterar que era imprescindible que todo se mantuviese en el mayor secreto pues temía que en caso contrario las lámparas pudieran ser destruidas. Luego explicó que debía marcharse para atender ciertos asuntos y prometió que regresaría por la tarde temprano, y que se quedaría en la casa.

Durante todo aquel día la señorita Trelawny se mostró más animada, a pesar de la desagradable noticia de la desaparición de las lámparas, que habría disgustado mucho a su padre, si hubiese estado en condiciones de enterarse. Pasamos la mayor parte del tiempo examinando los curiosos tesoros reunidos por el señor Trelawny. Gracias a lo que me dijo el señor Corbeck, comencé a hacerme una idea de la magnitud de las investigaciones que había llevado a cabo en Egipto, de manera que todo cuanto me rodeaba tuvo desde entonces un nuevo interés para mí, que aumentaba por momentos. Aquella casa me parecía un verdadero almacén de maravillas del arte antiguo. La habitación misma del señor Trelawny, con su gran sarcófago y su colección de escarabajos, así como el vestíbulo, la biblioteca y aun el tocador estaban llenos de piezas que habrían hecho las delicias del cualquier coleccionista.

La señorita Trelawny me acompañó en aquel examen y, tras haber observado algunas vitrinas en las que había unos hermosos amuletos, me dijo con la mayor ingenuidad:

—Tal vez no me crea, pero hasta hace muy poco apenas si daba importancia a estos objetos, pues sólo cuando mi padre fue víctima de esa extraña agresión empezaron a despertar mi curiosidad. Ahora, en cambio, me interesan enormemente, cada vez más. Quizá la sangre de coleccionista que corre por mis venas haya comenzado a manifestarse. Me sorprende que no haya sentido antes ese impulso. Por supuesto, conozco la mayor parte de los objetos reunidos aquí y en alguna ocasión los he examinado, pero, en los demás, apenas me he fijado. Lo mismo me ha ocurrido con los retratos de mis antepasados que hay en la casa. Antes apenas si reparaba en ello, y ahora los encuentro magníficos.

Me alegraba oírla hablar de aquella manera. Recorrimos las distintas estancias y pasillos admirando los objetos que había en ellos. En el vestíbulo nos detuvimos ante un enorme armazón de acero labrado que, según me dijo Margaret, su padre utilizaba para levantar la tapa de piedra de los sarcófagos. No era demasiado pesado y podía manejarse con cierta facilidad. Con ayuda de aquel objeto, levantamos los tapas, una a una, y contemplamos los interminables jeroglíficos que había grabados en ellas. A pesar de su pretendida ignorancia, Margaret poseía grandes conocimientos acerca de ellos, pues durante el año que pasó con su padre había aprendido más cosas de las que imaginaba. Era una muchacha muy inteligente y con una memoria prodigiosa, hasta el punto de que más de un erudito habría envidiado sus conocimientos.

Y aun así se mostraba tan ingenua, tan simple e infantil. Eran tan tiernas sus ideas y tan puros sus pensamientos, que a su lado olvidé todos los misterios y problemas en que estaba sumida aquella casa. Me sentí, nuevamente, como un niño…

Los sarcófagos más interesantes eran los tres que se encontraban en el dormitorio del señor Trelawny. Dos de ellos eran de piedra oscura, uno de pórfido y el otro de una especie de porcelana. Ambos tenían grabados en su superficie gran cantidad de jeroglíficos. Pero el tercero era completamente distinto. Estaba hecho de materia pardoamarillenta, semejante al ónice mexicano salvo en el diseño natural de las capas, que resultaba menos marcado. En varios lugares mostraba manchas casi transparentes o, al menos, translúcidas. El cuerpo del sarcófago y la tapa estaban cubiertos de cientos, quizá miles de diminutos jeroglíficos; en todos sus lados mostraba una serie de extraños dibujos azules que resaltaban sobre la piedra amarilla. Se trataba de un sarcófago muy largo, pues medía algo más de dos metros y medio, y su anchura era de poco menos de un metro. Los lados eran ondulados, y las esquinas tan perfectamente curvas que constituía un placer contemplarlo.

—Este sarcófago —dije—, debió de ser hecho para un gigante.

—O para una giganta —observó Margaret.

Aquella urna se hallaba cerca de una de las ventanas y era mucho más ornamental que las demás. La superficie interior de algunos de los sarcófagos era completamente plana, mientras que en otros aparecía cubierta en su totalidad con jeroglíficos. Pero ninguno tenía la menor protuberancia. Eran absolutamente lisos. Podrían haber sido utilizados como bañeras, y, de hecho, se parecían a las bañeras romanas de piedra o mármol que yo había tenido ocasión de ver. En su interior, sin embargo, había un espacio más elevado cuyo contorno tenía la forma de una figura humana. Rogué a Margaret que me explicase el motivo de aquello.

—Mi padre nunca quería hablar de éste —respondió—. Desde el principio me llamó la atención. Pero cuando le pregunté por él, contestó: «Algún día te lo diré… si aún vivo. Todavía no es el momento. La historia nunca ha sido contada como yo pienso hacerlo. Algún día, quizá muy pronto, lo sabré todo, y entonces tú y yo nos ocuparemos de ello. Ya verás qué interesante lo encuentras». En otra ocasión quise saber si ya podía contarme la historia del sarcófago, pero sacudió la cabeza, me miró gravemente y dijo: «Aún no, niña…, pero si vivo… si vivo…». Al oír esta frase me asusté tanto que ya no volví a pedirle que me hablase de él.

Aquello me impresionó, ignoro el motivo exacto, pero en sus palabras creí ver un rayo de luz. Hay momentos en la vida en que nuestra mente acepta ciertas cosas como verdaderas. En ocasiones, la conexión entre los pensamientos es más importante que los pensamientos mismos. Nuestra incertidumbre acerca del señor Trelawny y el extraño visitante que lo había agredido era tal, que nada que ofreciese una clave, por fantástica que fuese, resultaba satisfactorio. Sin embargo, yo ya contaba con un par de datos de enorme valor. Primero, el hecho de que el señor Trelawny asociase con aquel objeto un secreto de su propia vida. Segundo, que tenía algún propósito o expectativa con respecto a él, y que ni siquiera a su hija había querido revelárselo. Asimismo, era preciso tener en cuenta que el interior de aquel sarcófago era diferente del de los demás. ¿Qué significaría aquel lugar elevado? No mencioné nada de esto a la señorita Trelawny, pues no deseaba intranquilizarla o alimentar en ella excesivas esperanzas. Pero decidí aprovechar cada oportunidad que se presentase para proseguir con mis investigaciones.

Muy cerca del sarcófago había una mesita de piedra verde con vetas rojas, semejante a la sanguinaria. Sus patas tenían la forma de las de un chacal, y en torno a ella aparecía enroscada una serpiente de oro bellamente esculpida. Sobre la mesa se veía un extraño y hermoso cofre de piedra. Parecía un pequeño ataúd con los lados más largos redondeados. Desconocía con qué clase de piedra había sido hecho. La base era verde como una esmeralda, aunque sin el brillo de ésta. La superficie, extraordinariamente suave, recordaba una gema. El color se volvía más claro hacia arriba, hasta resultar casi imperceptible, y luego viraba al amarillo. Imaginé que debía de tratarse de un objeto único en el mundo; nunca había visto nada igual. Estaba finamente tallado, cubierto de jeroglíficos pintados con el mismo pigmento azul verdoso del sarcófago. Las dimensiones de aquella arquilla eran, aproximadamente, de poco menos de un metro de largo por unos cuarenta centímetros de anchura y tal vez treinta de alto. Había algunos puntos completamente lisos, irregularmente distribuidos y menos opacos que el resto de la piedra. Intenté levantar la tapa para comprobar si era translúcida, pero no lo conseguí. Encajaba tan bien que todo el cofre parecía una única pieza de piedra misteriosamente ahuecada desde fuera. En los lados y en los bordes se observaban unas extrañas protuberancias, cada una de las cuales tenía agujeros o huecos de forma extraña. También estaban cubiertas de jeroglíficos azul verdosos.

Al otro lado del gran sarcófago vi otra mesita, ésta de alabastro, en la que aparecían grabados los signos del Zodíaco y unas abigarradas figuras que simbolizaban dioses. Sobre la mesa había otro cofrecillo, cuadrado, de unos treinta centímetros cuadrados, hecho con cristal de roca sujeto por un armazón de oro, igualmente cubierto de jeroglíficos. Aquel objeto tenía un aspecto moderno.

Pero si el cofrecillo parecía moderno, su contenido no lo era. Dentro, y sobre una almohadilla de tisú de oro, tan fina como la seda y con la suavidad propia del oro viejo, descansaba la mano de una momia, tan bien embalsamada que parecía viva. Era una mano de mujer, fina y larga, de dedos esbeltos y casi tan intactos como el día en que fue entregada al embalsamador, hacía ya miles de años. En el proceso no había perdido un ápice de su belleza, e incluso la muñeca aún parecía capaz de doblarse. La piel era marfileña, pero con cierto matiz que le confería la apariencia de vida. La gran peculiaridad de aquella mano era que tenía siete dedos, incluidos dos medios y dos índices. La parte superior de la muñeca estaba rota, como si hubiera sido arrancada, y en sus bordes era posible observar algunas manchas de color rojo parduzco. En otra almohadilla que había al lado de la mano se veía un pequeño escarabajo hermosamente tallado en una esmeralda.

—Éste es otro de los misterios de mi padre. Siempre que le pregunté por él respondió que, a excepción de una cosa, no tenía nada más valioso. Y cuando quise saber qué era, se negó a explicármelo y me prohibió que insistiera. «Te lo diré cuando llegue el momento oportuno —contestó—. Si vivo hasta entonces…».

Me intrigaron profundamente estas últimas palabras: «Si vivo hasta entonces». Aquellas tres cosas, el sarcófago, el cofre y la mano, parecían constituir una trinidad arcana y misteriosa.

En ese instante solicitaron la presencia de la señorita Trelawny para que se ocupara de cierto asunto doméstico. Entretanto, me dediqué a examinar otras curiosidades que había en la estancia, pero ninguna me pareció tan interesante como aquéllas. Más tarde, ese mismo día, me dirigí hacia el saloncito donde Margaret se encontraba conversando con el ama de llaves sobre el alojamiento del señor Corbeck. Dudaban entre ubicarlo en una habitación cercana a la del señor Trelawny o en otra muy alejada, y quisieron conocer mi opinión. Les aconsejé que le adjudicasen esta última y, en caso de que fuese necesario, que lo trasladasen a la más próxima. Cuando la señora Grant se hubo marchado, pregunté a la joven cómo se explicaba que los muebles de aquella salita fuesen tan distintos de los que había en las restantes habitaciones de la casa.

—¡Ocurrencias de mi padre! —respondió—. Cuando vine a vivir aquí, pensó, acertadamente, que ver tantos objetos funerarios me causaría una mala impresión, e hizo instalar en esta estancia y en las contiguas muebles modernos. Observe y verá que son muy hermosos. Ese armario, por ejemplo, perteneció al gran Napoleón.

—De modo, pues, que aquí no hay ningún objeto egipcio —dije—. ¡Qué hermoso mueble! ¿Puedo examinarlo?

—Por supuesto —respondió la joven, con una sonrisa—. En palabras de mi padre, su acabado por dentro y por fuera es excepcional.

Me acerqué al armario y lo contemplé detenidamente. Era de madera de tulipán, con incrustaciones de bronce. Abrí uno de los cajones, que era muy profundo, y al hacerlo percibí un sonido metálico en su interior.

—¡Caray! —exclamé—. Aquí hay algo. Quizá sea mejor que no lo abra del todo.

—Que yo sepa, no contiene nada importante —repuso la joven—. Tal vez alguna de las criadas guardó algo en él y lo olvidó. Ábralo, por favor.

Así lo hice, y cuando al fin estuvo abierto, tanto la señorita Trelawny como yo retrocedimos, azorados.

Ante nuestros ojos aparecieron varias lámparas egipcias de formas y tamaños diversos.

Nos inclinamos para observarlas de cerca. El corazón me latía con fuerza, y advertí que Margaret también estaba muy impresionada.

Mientras mirábamos sin atrevernos a tocarlas o a pensar siquiera, alguien llamó a la puerta de la casa; inmediatamente después entró en el vestíbulo el señor Corbeck, seguido del sargento Daw. Al cabo de unos instantes se abrió la puerta del saloncito y, cuando nos vieron, se acercaron a nosotros a toda prisa.

—Felicíteme, querida señorita Trelawny —dijo el señor Corbeck con una expresión de alegría en el rostro—. Mi equipaje ha llegado y no falta nada. —Hizo una pausa y añadió, desalentado—: A excepción de las lámparas, claro. Y lo lamento, porque valían mil veces más que el resto.

Guardó silencio al reparar en la extraña palidez de la joven y luego, siguiendo con los ojos la dirección de nuestras miradas, descubrió las lámparas que había en el cajón. Soltó un grito de sorpresa y alegría, se inclinó y, mientras las tocaba, exclamó:

—¡Mis lámparas! ¡Mis lámparas! ¡Están a salvo, a salvo! Pero, por todos los dioses, ¿cómo han llegado hasta aquí?

Nadie contestó. El detective hizo una profunda aspiración. Nuestras miradas se encontraron y volvió imperceptiblemente la cabeza hacia la señorita Trelawny, que se hallaba de espaldas a él.

Advertí que la observaba con la misma expresión de recelo que había en su rostro cuando me habló por primera vez de su comportamiento ante los ataques perpetrados contra su padre.