7

La pérdida del viajero

Aquella noche transcurrió sin incidentes. La señorita Trelawny no estaba de guardia, de modo que el doctor y yo redoblamos nuestra vigilancia. Las enfermeras y la señora Grant también velaban, y los detectives entraban en la habitación cada quince minutos, tal como estaba convenido. El paciente continuó en su estado de trance. Se lo veía saludable, y su respiración era tan regular como la de un niño. Pero permanecía tan inmóvil, que si no hubiese sido porque respiraba, habría parecido una estatua de mármol. El doctor Winchester y yo llevábamos puestas las mascarillas de oxígeno, y, aunque a causa del calor resultaban molestas, no nos atrevimos a quitárnoslas. Entre la medianoche y las tres de la madrugada experimenté una vez más aquella extraña sensación a la que ya empezaba a acostumbrarme. Pero la luz gris del amanecer, que entraba por los resquicios de los postigos, trajo el alivio a la casa. Ya más tranquilo, volví a respirar libremente. Durante la noche agucé el oído, atento a cada sonido, por leve que fuera. Todos mis sentidos estaban alerta, y seguramente lo mismo le ocurría a los demás. Pero con la llegada del alba aquella inquietud cesó y la casa entera se dedicó al descanso. El doctor Winchester marchó a su casa cuando la hermana Doris vino a relevar a la señora Grant. El que durante la guardia nocturna no hubiese ocurrido nada extraordinario parecía desilusionarla.

A las ocho de la mañana la señorita Trelawny se reunió con nosotros. Me asombró comprobar lo bien que le había sentado el sueño. Estaba radiante como la primera vez que la vi. Aunque la negrura de sus ojos y su pelo hacía que pareciese aún más pálida, había un leve indicio de color en sus mejillas. El descanso era sin duda la causa de que se mostrase más tierna que la noche anterior en el cuidado de su padre, cuya frente acarició suavemente. Yo estaba cansado después de una larga noche de vigilia y, puesto que ella se encontraba allí, me dirigí hacia mi dormitorio, parpadeando ante la luz deslumbradora.

Dormí profundamente y, después del almuerzo, me disponía a ir a mi casa cuando advertí que en la puerta del vestíbulo había un hombre a quien no conocía. El criado de servicio se llamaba Morris, y aunque antes era un sirviente más, tras la partida de la mayor parte de la servidumbre había ascendido al puesto de mayordomo interino. El visitante hablaba en voz bastante alta, de modo que era muy fácil oír sus quejas. El criado se mostraba respetuoso, tanto en su actitud como en sus palabras, pero se mantenía firme en el vano de la puerta impidiendo entrar a aquel extraño. La explicación que oí de parte de éste aclaraba muy bien la situación:

—De acuerdo, de acuerdo, pero le aseguro que necesito ver urgentemente al señor Trelawny. Es inútil que me diga que no es posible, porque debo hacerlo de todos modos. Cada vez que me presento en esta casa, me piden que regrese en otro momento. Vine a las nueve y me dijo que aún no se había levantado y que, como no se encontraba bien, no convenía despertarlo. Volví a las doce y me dijo que todavía estaba en cama. Le pedí entonces que me dejase ver a algún miembro de la familia, y me contestó usted que la señorita Trelawny también dormía. Y ahora, regreso a las tres, y resulta que el señor Trelawny aún no ha despertado. ¿Dónde está la señorita? Pues resulta que muy ocupada, y que ha pedido que no la molesten. Lo lamento, pero deberá molestarla. Si me encuentro aquí es por petición especial del señor Trelawny, y vengo de un lugar donde los criados tienen la costumbre de empezar diciendo que no. Pero en esta ocasión no me contento con una negativa. Llevo tres años recibiéndolas, tres años de aguardar ante numerosas puertas y tiendas de campaña, y le aseguro que entrar en ellas era más difícil que entrar en una tumba. Y cuando por fin me permitían hacerlo, resultaba que quienes estaban dentro más que hombres semejaban momias. Le digo a usted que ya estoy harto. Y cuando regreso a mi país, me encuentro con que el hombre para quien he trabajado también me cierra las puertas y que recibo las mismas respuestas. ¿Acaso el señor Trelawny ha ordenado que cuando yo llegase no quería recibirme?

Hizo una pausa y se enjugó la frente perlada de sudor, mientras el criado, con el mayor respeto, replicó:

—Lo lamento mucho, señor, si al cumplir con mi deber lo he importunado u ofendido. Pero he recibido órdenes estrictas y es mi obligación obedecerlas. Si desea usted dejar recado, se lo entregaré personalmente a la señorita Trelawny. Y, si me da usted sus señas, ella se pondrá en contacto con usted si así lo desea.

—Mi buen amigo, le aseguro que no lo culpo a usted de nada y no ha sido mi intención herir sus sentimientos. Estoy furioso, sí, pero eso no me impide ser justo. Sin embargo, comprenda usted mi situación. El asunto que me ha traído aquí es de la mayor urgencia, no puedo perder un solo minuto. Y aun así, aquí me ve, impaciente y sin poder hacer nada durante casi seis horas; sabiendo que su amo se enfurecerá cien veces más que yo cuando se entere del tiempo que he perdido. Le aseguro que él preferiría que lo despertasen de mil sueños con tal de verme ahora mismo…, antes de que sea demasiado tarde. ¡Dios mío, es sencillamente espantoso que, después de lo que he pasado, una orden estúpida haga que todo mi trabajo haya sido en balde! ¿No hay en la casa nadie con un mínimo de sentido común o que, al menos, posea alguna autoridad? Tengo la certeza de que pronto lo convencería de que es necesario despertar a su amo, aunque duerma como un tronco…

La sinceridad de aquel hombre estaba fuera de duda, así como la urgencia e importancia de su propósito. Avancé hacia la puerta y dije:

—Morris, creo que será mejor que avise a la señorita Trelawny que este caballero desea verla. Si está ocupada, pídale a la señora Grant que lo haga.

—Muy bien, señor —contestó el criado, y, tras soltar un suspiro de alivio, se marchó.

Yo hice pasar al desconocido al pequeño saloncito contiguo al vestíbulo.

—¿Es usted el secretario? —me preguntó.

—No. Soy un amigo de la señorita Trelawny. Mi nombre es Ross.

—Le estoy muy agradecido por su bondad, señor Ross —dijo—. Me llamo Corbeck. Le daría a usted mi tarjeta, pero en el país de donde procedo no se utilizan. Y, si hubiese llevado alguna, supongo que anoche también me la habrían robado.

Guardó silencio al advertir que se había ido de la lengua. Ambos permanecimos callados, y, mientras aguardábamos, me fijé en él. Se trataba de un hombre de baja estatura, grueso y fornido, moreno como un grano de café. Aunque por su constitución parecía propenso a la gordura, estaba muy delgado. Las profundas arrugas de su rostro y de su cuello no eran sólo efecto de los años y de vida al aire libre, sino que se advertía en ellas la señal inconfundible de la desaparición de la carne y la grasa, lo cual dejaba suelta la piel. El cuello, extremadamente ajado, parecía curtido por el sol del desierto. El lejano Oriente, el trópico y el desierto confieren, cada uno de ellos, un color especial, y un observador experimentado puede distinguirlo. En el primer caso, se trata de una palidez oscura; en los otros dos, es como si la piel estuviese quemada. El señor Corbeck tenía una cabeza grande y maciza, y su cabello, revuelto y de color castaño rojizo, mostraba canas en las sienes. Su frente era ancha y despejada, con un seno frontal muy marcado. Su aspecto demostraba que se trataba de hombre acostumbrado a razonar, y la prominencia que había sobre los ojos era señal de elocuencia. Tenía la nariz corta y ancha, reveladora de un temperamento enérgico, el mentón cuadrado y una mandíbula poderosa que evidenciaba tenacidad y resolución.

Aquel hombre estaba acostumbrado al desierto, pensé.

La señorita Trelawny se presentó al cabo de pocos minutos. En cuanto la vio, el señor Corbeck se mostró sorprendido. Comenzó a hablar sin quitarle los ojos de encima, y decidí que apenas se presentase la ocasión averiguaría el motivo de semejante actitud.

—Desde luego, si mi padre se encontrase bien, y pudiera abandonar su lecho de enfermo, usted no se habría visto obligado a esperar —dijo ella con tono de disculpa—. Ahora ¿tendrá a bien decirme en qué consiste este asunto tan urgente? —Al advertir que el señor Corbeck me miraba con expresión vacilante, añadió—: El señor Ross puede oír cuanto tenga que decirme, pues goza de toda mi confianza y está aquí para ayudarme. Sin duda, ignora usted cuán grave es el estado de salud de mi padre. Ha perdido la consciencia hace tres días, y por el momento no hay signos de que vaya a recuperarla, lo cual, como imaginará, me preocupa mucho. Desgraciadamente, sé muy pocas cosas acerca de mi padre y de su vida, ya que hace apenas un año que vivo con él. También desconozco sus asuntos, o quién es usted y cuál es su relación con él.

El recién llegado la miró fijamente por un instante; luego, como si hubiese llegado a la conclusión de que podía confiar en sus interlocutores, dijo:

—Me llamo Eugene Corbeck. Soy licenciado en arte, doctor en leyes y cirujano por la Universidad de Cambridge; doctor en letras por Oxford; doctor en ciencias y en filología por la Universidad de Londres; doctor en filosofía por Berlín; doctor en lenguas orientales por París. Poseo otros muchos títulos, incluidos los honoríficos, pero no quiero molestarla enumerándolos. Los que he citado bastan para demostrarle que estoy suficientemente acreditado para entrar incluso en la habitación de un enfermo. En mis años mozos, afortunadamente para mis intereses y placeres, aunque por desgracia para mi bolsillo, me dediqué a la egiptología. Debió de morderme algún poderoso escarabajo, porque se convirtió en una especie de manía para mí. Salí a buscar tumbas y, más o menos, me las arreglé para vivir y aprender algunas cosas que no se encuentran en los libros. Me hallaba en muy mala situación cuando conocí a su padre, que estaba realizando unas exploraciones por su cuenta. Desde entonces, todos mis ideales se han visto satisfechos. Es un buen patrón y un excelente protector de las artes. Ningún chiflado por la egiptología podría desear algo mejor.

Hablaba de manera vehemente, y me alegré de que la señorita Trelawny se ruborizara de placer al oír que elogiaban a su padre. Advertí también que el señor Corbeck ya no parecía tener tanta prisa. Tal vez quisiera estar seguro del terreno que pisaba, y es posible que tratase de decidir si, en efecto, debía confiar en dos desconocidos. Cuando prosiguió, comprendí que habíamos conquistado su confianza.

—He realizado varias expediciones a Egipto por encargo de su padre, y siempre ha sido un placer trabajar para él. Muchos de sus tesoros, y puedo asegurarle que tiene algunos muy raros, los ha obtenido gracias a mí, bien como consecuencia de mis exploraciones, bien comprándolos…, o… por otros medios. Su padre, señorita Trelawny, posee vastos conocimientos. En ocasiones resuelve que le gustaría tener tal o cual cosa, de cuya existencia está mejor o peor informado, y cuando eso ocurre es capaz de recorrer medio mundo para conseguirlo. Precisamente, ahora regreso de una de esas cacerías.

Guardó silencio súbitamente, como si alguien le hubiese tapado la boca. Aguardamos a que prosiguiera. En cuanto volvió a hablar, lo hizo con una cautela nueva en él, como si tratara de evitar que hiciésemos preguntas:

—No estoy autorizado a mencionar nada acerca de mi misión, ni indicar dónde la realicé, qué buscaba o cualquier otro detalle relacionado con ella. Todo eso será objeto de una conversación privada entre el señor Trelawny y yo, pues él me ha recomendando que guarde un silencio absoluto. —Hizo una pausa, al parecer muy turbado, y prosiguió—: ¿Está usted segura, señorita Trelawny, de que su padre no puede recibirme hoy?

Ella se mostró extrañada por un instante, y luego, con tono resuelto, contestó:

—Venga y compruébelo con sus propios ojos. —Y se dirigió hacia el dormitorio de su padre, seguida del señor Corbeck y de mí.

Corbeck entró en la habitación del enfermo como si ya la conociera. A pesar de su ansiedad por ver a su amigo, miró alrededor antes de fijar su atención en el lecho. Lo observé atentamente, pues creí adivinar que de aquel hombre dependía gran parte de la resolución del misterio.

Yo no dudaba de él. Era evidente de que se trataba de un hombre honesto, y era precisamente esta virtud lo que debíamos temer. Se trataba de una de esas personas capaces de guardar un secreto hasta el final. No obstante, nos hallábamos ante un caso excepcional, y como tal merecía que se hiciera una excepción. Permanecer en la ignorancia nos servía de muy poca ayuda. Si queríamos comprender qué había ocurrido, teníamos que hacernos alguna idea de los posibles motivos de tan misterioso ataque, y de ese modo hacer lo necesario para ayudar al paciente a recuperarse. Había demasiadas cosas extrañas en aquel caso… De pronto, noté que la cabeza me daba vueltas. Traté de tranquilizarme, y esperé. En el rostro del señor Corbeck apareció una mirada de infinita compasión al contemplar a su amigo. Aun cuando dormía, la expresión de severidad no había desaparecido de su semblante, y por algún motivo hacía que el aspecto de desamparo fuese aún más acusado. Dadas las circunstancias, no habría resultado sorprendente, pero en un hombre tan resuelto y autoritario como aquél, sumido en un sueño impenetrable, resultaba aún más patético. Un gesto adusto apareció en el rostro del señor Corbeck. Toda traza de piedad se esfumó, reemplazada por un gesto de determinación. Nos miró, y luego, al advertir la presencia de la señorita Kennedy, parpadeó imperceptiblemente. La enfermera, comprendiendo la insinuación, dirigió una mirada interrogativa a la señorita Trelawny, quien le indicó que se retirase. Una vez que la muchacha se hubo marchado, el señor Corbeck me miró, obedeciendo ese impulso natural que lleva a un hombre a comunicarse antes con un miembro de su propio sexo que con una mujer. Después se volvió hacia la señorita Trelawny y, con tono amable, dijo:

—Cuéntemelo todo. Cómo comenzó y cuándo.

La joven me miró de modo suplicante, y procedí, en respuesta, a relatar lo ocurrido hasta ese momento.

Me escuchó con expresión imperturbable. Cuando por fin le informé de la visita del señor Marvin, su rostro se iluminó. Cuando le di los detalles de la conversación que habíamos mantenido con él, exclamó:

—¡Ahora ya sé qué debo hacer!

El corazón me dio un vuelco; aquella frase, pronunciada en aquel momento, parecía cerrar las puertas a toda esperanza de desvelar el misterio.

—¿Qué quiere decir usted? —pregunté con voz débil.

—Trelawny sabe muy bien lo que hace. En cada uno de sus actos existe un propósito definido y no debemos interferir en ellos. Es indudable que temía algo y se protegió de todas las maneras posibles.

—En eso se equivoca —repliqué—. Algo debió de fallar, o de lo contrario no se encontraría como ahora.

La impasibilidad con que recibió mis palabras me sorprendió. Estaba seguro de que encontraría válido mi argumento, pero no fue así, al menos del modo que yo esperaba. Esbozó una sonrisa y exclamó:

—¡La cosa aún no ha terminado! Trelawny también debía de esperar esto, o, al menos, la posibilidad de que ocurriese.

—¿Sabe usted qué esperaba o temía y por qué motivo? —intervino la señorita Trelawny.

—No, no sé nada de eso —contestó Corbeck—. Pero me parece adivinar…

Guardó silencio repentinamente.

—¿Qué? —preguntó ella, con ansiedad.

—Créame que haría todo lo posible por tranquilizarla, pero el cumplimiento de mi promesa me lo impide.

—¿De qué clase de promesa se trata?

—¡Silencio! —Y tras pronunciar esta palabra el señor Corbeck cerró la boca.

Permanecimos largo rato callados. El silencio era tan intenso que pareció tomar forma. Los ruidos de la casa llegaban hasta nosotros como intrusos. La primera en hablar fue la señorita Trelawny, en cuya mente parecía haber surgido de pronto una idea esperanzadora.

—¿Y cuál era ese asunto tan urgente por el que quería verme al saber que mi padre no podía recibirlo?

El cambio que se produjo en el señor Corbeck fue tan instantáneo que casi resultó ridículo. Su expresión de sorpresa semejaba más una especie de pantomima. Pero cualquier idea de comicidad desapareció cuando, con gesto de seriedad, recordó su propósito original.

—¡Dios mío! —exclamó al tiempo que levantaba la mano, que tenía apoyada en el respaldo de una silla, para descargar un fuerte golpe sobre ésta—. He estado a punto de olvidarlo. ¡Qué pérdida! Y precisamente ahora, cuando el éxito está tan próximo. Él, tendido ahí, sin poder hacer nada, y yo, obligado a callar, e imposibilitado de levantar siquiera una mano o un pie en mi ignorancia de sus deseos.

—¿Qué ocurre? Díganoslo. No sabe usted cuán angustiada estoy por mi querido padre. ¿Ocurre algo nuevo? ¡Oh, espero que no! Pero me alarma oírlo hablar de ese modo. ¿Puede decir algo que me alivie de mi intranquilidad?

—No puedo, señorita. Es su secreto —respondió, señalando la cama—. He venido en busca de ayuda y consejo, pero lo encuentro inconsciente, y el tiempo se acaba. ¡Pronto será demasiado tarde!

—Pero ¿para qué? —preguntó la señorita Trelawny con extraordinaria impaciencia—. ¡Hable! ¡Diga algo! Tanta ansiedad, horror y misterio acabarán conmigo.

—No puedo darle ningún detalle —respondió el señor Corbeck, en un esfuerzo por serenarse—. La misión, en la cual empleé tres años, ha sido un éxito. Encontré todo lo que buscaba. Lo traje conmigo. Eran tesoros incalculables, sobre todo para él, pues fue por su deseo, y siguiendo sus instrucciones, que fui a buscarlo. Ayer llegué a Londres, y al despertar esta mañana descubrí que mis tesoros habían sido robados misteriosamente. Nadie en la capital sabía de mi llegada. Sólo yo conocía el contenido de mi desgastado maletín. Mi habitación tenía una sola puerta, y estaba cerrada y atrancada. Se hallaba en una planta alta de la casa, la quinta, de manera que entrar por la ventana era del todo imposible. Además, yo mismo la había cerrado perfectamente, y esta mañana comprobé que el pestillo no había sido tocado. Sin embargo, mi maletín estaba vacío. ¡Las lámparas habían desaparecido! Fui a Egipto en busca de una serie de lámparas antiguas que el señor Trelawny deseaba. Después de muchos esfuerzos e infinitos peligros conseguí hallar la pista de cada una y las traje aquí… Y ahora…

Volvió la cabeza, muy conmovido. La señorita Trelawny apoyó una mano en su brazo. Aquel ademán me sorprendió. Su pena y su dolor parecían haber tomado la forma de una firme resolución. Estaba muy derecha, le brillaban los ojos. El vigor se manifestaba en cada fibra de su ser. Cuando habló, hasta su voz sonó imbuida de un extraño poder. Tenía todo el aspecto de una mujer extraordinariamente enérgica.

—Es preciso actuar cuanto antes —exclamó—. Debemos llevar a cabo los deseos de mi padre, si eso nos es posible. Usted, señor Ross, es abogado. Tenemos en la casa a uno de los mejores detectives de Londres. Seguramente podremos hacer algo. Comencemos de inmediato.

—Muy bien —dijo el señor Corbeck con renovado entusiasmo—. ¡No hay duda de que es usted hija de su padre!

Me encaminé hacia la puerta con la intención de llamar al sargento Daw, tal como imaginé que Margaret deseaba que hiciese, pero el señor Corbeck me llamó.

—Un momento —dijo—, antes de introducir a una persona extraña en la escena. Es preciso que no sepa lo que usted ya conoce, es decir, que las lámparas fueron objeto de una búsqueda prolongada, difícil y peligrosa. Todo cuanto estoy en condiciones de informar a ese caballero es que me han robado unos objetos que me pertenecían. Le describiré alguna de las lámparas, especialmente una, porque es de oro. Mi mayor temor es que el ladrón, ignorando por completo su valor histórico, la haga fundir para ocultar su delito. Con gusto pagaría diez, cien, mil veces su valor con tal de no verla destruida. Sólo le diré lo imprescindible. Por consiguiente, deje que sea yo quien responda a sus preguntas, a menos que solicite su auxilio.

—Para guardar la debida discreción —observé— más valdría encarar este asunto como si se tratase de una investigación de carácter privado, pues si llega a oídos de Scotland Yard el secreto será imposible. Antes de pedirle al detective que venga, lo sondearé. Si no les digo nada a ustedes, significará que está dispuesto a encargarse particularmente del caso.

—El secreto es lo principal —contestó el señor Corbeck de inmediato—. Lo que más temo es que todas las lámparas, o algunas de ellas, hayan sido destruidas.

Entonces, para mi sorpresa, la señorita Trelawny intervino con tono enérgico.

—Ninguna de las lámparas será destruida.

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó el señor Corbeck, azorado.

—Ignoro cómo lo sé, pero lo sé. Lo intuyo, lo siento: ¡jamás en mi vida he estado tan segura de algo!