6
La primera persona en recobrar la serenidad fue la señorita Trelawny, quien, con tono de dignidad, dijo:
—Muy bien, señora Grant, que se vayan. Págueles lo que corresponda y agregue una mensualidad. Hasta ahora han sido muy buenos servidores, y el motivo por el que se marchan es bien poco corriente, debo admitirlo. No podemos esperar que quien está atormentado por el miedo nos siga siendo fiel.
»Los que se queden gozarán, en el futuro, de doble salario, y le pido por favor que en cuanto se lo indique los envíe aquí.
El ama de llaves se mostró indignada al oír aquellas generosas disposiciones:
—¡No se lo merecen, señorita! No deberían marcharse de esta casa después del modo en que se los ha tratado. Jamás he visto a nadie tan bueno y considerado con la servidumbre como usted. Y ahora, cuando los señores están en serios problemas, ellos se marchan sin más, dejándoles librados a su suerte.
La señorita Trelawny la calmó lo mejor que pudo y el ama de llaves salió para, al cabo de un rato, regresar y preguntar a su ama si querría tomar nuevos criados, o, por lo menos, intentarlo.
—Como sabe, señorita —añadió—, cuando a un criado se le mete una idea absurda en la cabeza, no hay quien puede quitársela, sobre todo si se trata de alguna clase de superstición. No paran de cuchichear, durante todo el día, y le aseguro a usted que las mujeres son mucho peores que los hombres.
Sin mostrarse ansiosa ni indignada, la señorita Trelawny contestó:
—Creo, señora Grant, que lo mejor será que nos arreglemos con quienes han resuelto quedarse. Mientras mi padre siga enfermo no recibiremos visitas, de modo que en la casa sólo habrá tres personas a quienes atender. Y si vemos que no son suficientes, sólo emplearemos a los que hagan falta. Y tenga en cuenta que todos aquellos a quienes contrate recibirán el mismo sueldo que los que se queden. Y usted, señora Grant, aunque no la considero parte de la servidumbre, también recibirá doble salario.
El ama de llaves, confusa y agradecida, tomó las manos de Margaret entre las suyas y las besó. El que una mujer mayor hiciera aquello con una más joven era emocionante. Yo no podía dejar de admirar la magnanimidad de la señorita Trelawny para con sus criados.
—¡Esta casa es un palacio, señorita —exclamó la señora Grant—, y usted una princesa!
Una princesa. Aquella idea me pareció de lo más apropiada, y de pronto recordé la primera vez que la había visto, en ocasión del baile ofrecido en Belgrave Square. ¡Qué estupenda figura! Alta y delgada, balanceándose como una flor de loto. Su vestido era negro, salpicado de lentejuelas doradas, y en la cabeza llevaba una diadema egipcia, una joya de cristal y lapislázuli. En torno a la muñeca lucía un brazalete de diseño antiguo, que representaba unas alas hechas en oro cuyas plumas eran gemas multicolores. Cuando fuimos presentados, experimenté cierto temor. Pero más tarde, durante la expedición al río, advertí que era una mujer dulce y encantadora, y mis sentimientos hacia ella cambiaron poco a poco.
Al cabo de un rato, la señorita Trelawny hizo llamar a los criados que seguían fieles a la casa. Consideré que sería mejor que los recibiese a solas, de modo que salí de la estancia. Cuando regresé, vi que había lágrimas en los ojos de la joven.
Aquella misma tarde tuve una entrevista mucho más desagradable. Yo me encontraba en el estudio, cuando se presentó el sargento Daw. Entró, cerró la puerta y, tras mirar alrededor para cerciorarse de que estábamos solos, se acercó a mí.
—¿Qué sucede? —pregunté—. Por lo que veo, desea hablarme en privado.
—Así es, señor. ¿Me permite que sea franco?
—Por supuesto. Siempre y cuando ello redunde en beneficio de la señorita Trelawny, o de su padre. Estoy seguro de que tanto usted como yo deseamos ayudarlos en todo lo que nos sea posible.
—Como es natural, señor Ross, he de cumplir con mi deber, y creo que me conoce usted lo bastante bien para saber que lo haré sin vacilar. Soy policía, detective, de hecho, y mi obligación consiste en descubrir los entresijos de cualquier caso que me encarguen, sin miedo ni predilección por nadie. Sólo me debo a Scotland Yard.
—Todo eso ya lo sé —contesté maquinalmente—. Puede hablarme con entera franqueza; le aseguro que guardaré una reserva absoluta.
—Muchas gracias, señor. No me cabe duda de que esta conversación no llegará a oídos de nadie, ni siquiera de la señorita Trelawny, o de su padre, cuando se reponga.
—Si ésa es su condición, no me queda más remedio que aceptarla —dije sin poder evitar cierto tono áspero.
Daw advirtió mi contrariedad, y se disculpó.
—Tendrá que perdonarme, señor, pero al hablar con usted de este asunto en cierto modo falto a mi deber. Sin embargo, sé que es un caballero en quien se puede confiar. Y no me refiero a su palabra, señor, pues eso está fuera de toda duda, sino a su discreción.
—Diga lo que tiene que decir, por favor —lo urgí.
—Me he concentrado tanto en este caso, que ha habido momentos en que me daba vueltas la cabeza, créame. Y lo peor es que todavía no he logrado imaginar siquiera una solución, por disparatada que fuese. Ahora bien, tenga usted en cuenta que en cada una de las agresiones sufridas por el señor Trelawny, nadie ha entrado en la casa y, al parecer, nadie ha salido de ella. ¿Qué infiere usted de eso?
—Pues que el agresor, sea persona o cosa —respondí con una sonrisa—, ya estaba en la casa.
—Eso mismo es lo que creo —replicó Daw, y dejó escapar un suspiro de alivio—. Muy bien. Y, ¿quién podría ser ese alguien?
—He dicho alguien o algo —objeté.
—Supongamos, señor Ross, que se trata de «alguien». Ese gato, aun cuando lo consideramos muy capaz de arañar o morder, nunca podría sacar al pobre caballero de la cama ni intentar quitarle la pulsera a que está sujeta la llave. Cosas así sólo aparecen en las novelas policíacas, en las que el detective sabe todo antes de que ocurra y los hechos concuerdan de modo exacto con sus teorías. Pero en Scotland Yard, donde no todo el mundo es tonto, opinamos que, cuando se comete un crimen o se intenta cometerlo, el autor o los autores no son cosas sino personas.
—Bien, sargento, pues supongamos que se trata de una persona —dije.
—Estábamos hablando de «alguien», señor.
—¡Bien, pues alguien!
—¿No le ha llamado la atención, señor, el que tras cada una de las agresiones de que fue objeto el señor Trelawny, consumadas o frustradas, hubiera una persona que fuese la primera en acudir y en pedir ayuda?
—Veamos. Según creo, quien pidió socorro la primera vez fue la señorita Trelawny. Cuando se cometió la segunda agresión, yo estaba dormido, y lo mismo cabe decir de la enfermera, la señorita Kennedy. Cuando desperté, la habitación estaba llena de gente, usted incluido. Tengo entendido que, también entonces, la señorita Trelawny acudió antes que usted. Y, en la última ocasión, yo me encontraba en el dormitorio cuando la señorita Trelawny se desmayó. La saqué de la estancia y regresé a ésta. De modo que, después de cometido el ataque, fui el primero en entrar, y si mal no recuerdo usted me seguía de cerca.
—En las tres ocasiones, la señorita Trelawny estaba presente o fue la primera en acudir al dormitorio —dijo el sargento, tras reflexionar brevemente—. Y sólo en la última el señor Trelawny no sufrió daño alguno.
Como abogado, yo no podía por menos que admitir el valor de aquella deducción.
—¿Quiere usted decir —repliqué—, que en las únicas ocasiones en que realmente se infligió algún daño al señor Trelawny, su hija fue la primera en descubrirlo, y que esto lo lleva a suponer que es la autora o que está relacionada de algún modo no sólo con su descubrimiento, sino con la agresión…?
—No me atrevía a expresarlo de manera tan clara, pero a eso es a lo que me han conducido mis conclusiones.
El sargento Daw era un hombre valiente; evidentemente, no temía las consecuencias de sus razonamientos.
Permanecimos en silencio, y en mi mente empezó a asomar el miedo. No porque dudara de la señorita Trelawny ni de lo que pudiese hacer, sino de que esto último pudiera ser mal interpretado. Estaba claro que en aquella casa había algún misterio, y si no se encontraba pronto una respuesta, las sospechas recaerían sobre alguien. En tales casos, la mayoría de la gente suele seguir la línea que ofrece menor resistencia y, si lograba demostrarse que de la muerte del señor Trelawny resultaba beneficiada alguna persona, sería muy difícil probar la inocencia de ésta. Por consiguiente, resolví ayudar a la señorita Trelawny hasta donde me fuera posible, oyendo sus explicaciones y tratando de comprenderlas. Cuando llegase el momento de discutir acerca de las diversas deducciones, yo emplearía todas mis armas para defenderla.
—No me cabe duda de que cumplirá usted con su deber —dije—, y que lo hará sin temer las consecuencias. ¿Qué camino piensa seguir?
—Aún no lo sé, señor. Tenga en cuenta que hasta ahora sólo me baso en sospechas. Si alguien me dijese que esa dulce dama está involucrada en este asunto, lo tomaría por loco. Sin embargo, no puedo evitar tener en cuenta mis propias conclusiones. Sé que muchas veces personas a quienes todo el mundo consideraba inocentes han resultado culpables. No es mi intención perjudicar a esa señorita, de modo que puede usted estar seguro de que no pronunciaré una sola palabra capaz de inducir a alguien a acusarla. Por esto le hablo a usted con toda reserva, de hombre a hombre. Por su profesión, está usted acostumbrado a hallar y confirmar pruebas; la mía consiste en averiguar los hechos. Usted conoce a la señorita Trelawny mucho mejor que yo, y a pesar de que vigilo atentamente la habitación donde yace el enfermo y me muevo a mi antojo por la casa, no tengo tantas oportunidades como usted de tratar con esa señorita y conocer todo lo relacionado con ella o con cualquier cosa que pudiera suministrarme una pista para descubrir todos sus actos. Si yo intentase obtener esos datos directamente de ella, provocaría sus sospechas. En ese caso, si fuera culpable yo perdería la posibilidad de obtener la prueba decisiva, pues no le costaría hallar un modo de impedir que lo descubra. Pero, si es inocente, como creo y deseo, haría muy mal acusándola. Antes de hablar con usted he reflexionado mucho acerca de este asunto, y si me permite ser sincero con usted, créame que me arrepiento de haberme tomado semejante libertad.
—Yo no lo considero de ese modo, Daw —dije amablemente al advertir la valentía y la honradez de aquel hombre—. Me alegro de que me haya usted hablado con franqueza. Los dos necesitamos averiguar la verdad, y hay tantas cosas extrañas en este caso, que tal vez sólo consigamos descubrir en qué dirección se halla oculta la verdad.
El sargento dijo con tono de gratitud:
—Creo, por consiguiente, que cualquier idea o pista que pueda conducirnos a la obtención de una prueba o sirva para incrementar nuestras sospechas en un sentido u otro, debemos…
En ese momento se abrió la puerta y entró la señorita Trelawny. Al vernos, se apresuró a decir:
—¡Oh, dispensen! No sabía que estaban aquí.
—Entre, por favor —dije—. El sargento Daw y yo nos dedicábamos a repasar los hechos, sencillamente.
Mientras ella titubeaba ante la puerta apareció la señora Grant.
—Acaba de llegar el doctor Winchester, señorita —anunció—, y pregunta por usted.
Yo obedecí a la mirada de la joven y salimos juntos de la habitación.
Una vez que el doctor hubo examinado al paciente, nos dijo que, al parecer, no se había producido cambio alguno. Añadió que aun así le gustaría permanecer esa noche en la casa, si era posible. La señorita Trelawny se alegró y de inmediato hizo llamar al ama de llaves, a quien ordenó que dispusiera una habitación para él.
Más tarde, ese mismo día, cuando Winchester y yo nos encontramos a solas, me dijo:
—He hecho los arreglos necesarios para pasar aquí la noche porque deseo mantener una charla con usted, por supuesto, en privado. Para no despertar sospechas, creo que lo mejor sería que por la noche, mientras la señorita Trelawny monta guardia junto al lecho de su padre, nos reuniésemos con la excusa de fumar un cigarro.
Decidimos que ni la joven ni yo vigilaríamos al enfermo durante toda la noche. Nuestro turno comenzaría temprano por la mañana. Me ocupé especialmente de que así fuera, pues sabía que el detective quería hacer ciertas pesquisas, y en el mayor secreto.
El día transcurrió sin incidentes. La señorita Trelawny durmió por la tarde y, después de cenar, marchó a relevar a la enfermera. La señora Grant se fue con ella y el sargento continuaba de guardia en el pasillo. El doctor Winchester y yo nos dirigimos entonces hacia la biblioteca a tomar el café.
—Ahora que estamos solos —dijo él tras encender su cigarro—, quiero hablar con usted confidencialmente.
—¡Adelante! —dije, y al recordar la conversación que había mantenido por la mañana con Daw, no pude evitar que el corazón me diera un vuelco y que fuese, nuevamente, presa del temor.
—Este caso —prosiguió— basta para poner a prueba las facultades mentales de todos nosotros. Cuanto más pienso en ello, mayor es mi miedo de perder la razón. Dos líneas de pensamiento pugnan en mi mente, y ambas parecen conducirme en direcciones opuestas.
—¿Cuáles son esas dos líneas?
El doctor Winchester me miró fijamente antes de responder. Permanecí imperturbable. En ese momento yo era un abogado; amigo en un sentido, y en otro alguien decidido a asumir la defensa. El mero hecho de que en la lúcida mente de aquel hombre hubiese dos líneas de pensamiento igualmente definidas y opuestas, me consolaba, pues hacía que temiese menos la posibilidad de un mero ataque. Una sonrisa inescrutable apareció entonces en el rostro del doctor, que de inmediato dio paso a un gesto grave.
—Esas dos líneas son los hechos y la fantasía. En la primera todo el asunto que nos ocupa: agresiones, intentos de robo y asesinato, narcóticos, catalepsia organizada, que indica, o bien una suerte de hipnotismo con fines criminales así como sugestión mental, o bien una forma más sencilla de envenenamiento que nuestra toxicología aún no ha clarificado. En lo que respecta a la otra línea, una influencia que no aparece registrada en ningún libro que yo conozca, aunque sí tal vez en las páginas de una tragedia. Jamás como ahora consideré tan verdaderas las palabras de Hamlet: «Hay en el cielo y en la tierra muchas más cosas de las que sueña vuestra filosofía».
»Examinemos, en primer lugar, los hechos. Aquí tenemos a un hombre en su casa, rodeado de sus familiares y criados, siendo estos últimos de temperamentos muy diversos, lo que excluye la posibilidad de que la agresión haya sido planeada en las habitaciones de la servidumbre. Ese hombre es rico, instruido, inteligente, tenaz y resuelto. Su hija, su única hija, según tengo entendido, es una joven lista y encantadora que duerme en la habitación contigua a la suya. Al parecer, no existe razón alguna para temer una agresión, no se da una circunstancia favorable para que ésta sea llevada a cabo por alguien ajeno a la casa. Sin embargo, el ataque, cruel y brutal, se produce, y en plena noche. Se descubre rápidamente, con una celeridad que, en los casos criminales, no suele resultar accidental sino premeditada. El autor o autores de la agresión ven frustrado su objetivo, cualquiera que éste fuera, antes de que puedan llevarlo a cabo. Aun así, no existe indicio de que hayan huido; ni huellas ni desorden, tampoco puertas o ventanas abiertas, ningún ruido. En resumidas cuentas, no hay nada que pueda demostrar quién ha cometido el delito y ni siquiera que éste haya tenido lugar, a excepción de la víctima y el estado en que se encuentra.
»A la noche siguiente se produce una nueva agresión, a pesar de que la casa está llena de personas que permanecen alerta, incluidos un detective que vigila el dormitorio, una enfermera, un amigo de la hija del paciente, y la hija misma. La enfermera es víctima de un ataque de catalepsia y el amigo, aunque protegido por una mascarilla de oxígeno, queda profundamente dormido. E incluso el detective no puede evitar el influjo de un extraño sopor que lo hace disparar un tiro en la habitación del enfermo sin saber siquiera a qué apuntó. Su mascarilla, señor, es la única cosa que parece guardar alguna relación con el aspecto real del caso. El que usted no perdiese la cabeza, como les ocurrió a los demás, y el hecho de que el efecto experimentado por cada uno fuese proporcional al tiempo que permaneció en la habitación, señala la posibilidad de que el medio soporífero no fuera hipnótico, sino de distinta naturaleza, que ignoramos. Pero en este punto se presenta una circunstancia contradictoria. La señorita Trelawny, que pasó más tiempo en la estancia que el resto, pues entró y salió de ella continuamente y, además, montó guardia junto al lecho del paciente, no pareció quedar afectada. Eso demuestra que el influjo, cualquiera que sea, no afecta a todos por igual, a menos que ella estuviese, de algún modo, protegida. Si resultase que la causa de lo ocurrido fuera un efluvio exhalado por uno de esos objetos egipcios, toparíamos con el hecho de que el señor Trelawny, que ha permanecido más que nadie en la estancia, hasta el punto de que podemos afirmar que se ha pasado media vida en ella, es quien está más afectado por esa extraña influencia. Pero ¿cuál será la causa capaz de producir efectos tan distintos y contradictorios? Lo cierto es que, cuanto más pienso en este dilema, más perplejo estoy. E incluso en el caso de que la agresión física de que fue víctima el señor Trelawny hubiese sido llevada a cabo por algún morador de la casa, aunque no se encuentre entre los sospechosos, la extrañeza de este estupefaciente seguirá siendo un misterio. No es tan fácil como parece sumir a alguien en un estado cataléptico, y le aseguro a usted que la ciencia desconoce la forma de lograrlo de manera voluntaria. Lo más curioso de todo este asunto es la señorita Trelawny, quien al parecer no sufre ninguno de esos influjos, pues padeció un desvanecimiento pasajero. ¡Es muy extraño!
Lo escuché con el corazón en un puño, pues, si bien sus palabras no reflejaban desconfianza alguna, los argumentos que expuso eran perturbadores, y pese a no manifestar tan claramente sus sospechas como el sargento Daw, pareció dar a entender que la señorita Trelawny era, de algún modo, diferente de los demás. Y esta característica, cuando se está en presencia de acontecimientos misteriosos, equivale a ser objeto de sospechas. Consideré preferible no hacer comentarios, porque en tales circunstancias es mejor guardar silencio. E incluso preferible, pues así más tarde no tendría que dar explicaciones ni defenderme o retractarme. Por otra parte, me alegraba el que al exponer sus razones el doctor no me hubiera hecho preguntas. De hecho, no parecía esperar ninguna respuesta. Hizo una pausa; apoyó la barbilla en una mano y, con la mirada perdida, frunció el entrecejo. Apenas sostenía el cigarro entre los dedos, como si lo hubiese olvidado. Luego, prosiguió:
—El otro aspecto del dilema es completamente diferente, y si alguna vez nos decantamos por él, será preciso que olvidemos todo cuanto tenga que ver con la experiencia o el conocimiento científico. Debo confesar que me fascina y, en ocasiones, he llegado a preguntarme si el influjo o emanación que, al parecer, existe en el dormitorio del enfermo, me afectará en la misma medida que a los demás, como, por ejemplo, al detective Daw. Es posible que se trate de alguna sustancia química, alguna clase de droga, en forma de vapor cuyos efectos tal vez sean acumulativos. Pero ¿qué sustancia puede ser ésa? Me consta que la habitación está saturada del olor que despiden las momias, y aun así… Mañana haré un experimento con Silvio. He descubierto un gato momificado; me lo entregarán por la mañana. Una vez que lo tengamos aquí, descubriremos si un instinto racial puede sobrevivir tras pasar en una tumba unos cuantos miles de años. Pero volviendo al asunto de que tratábamos, el olor que despiden esas momias se debe a una combinación de sustancias que los sacerdotes egipcios, que eran los sabios y científicos de su tiempo, descubrieron después de siglos de experimentar, y gracias a las cuales podían detener las fuerzas naturales de la descomposición. Es probable, en consecuencia, que exista allí una sustancia o combinación muy rara de ellas, cuyas cualidades y poder se nos escapen. Me gustaría saber si el señor Trelawny tiene conocimiento de esto o sospecha algo al respecto. De lo único que estoy seguro es de que es imposible encontrar peor atmósfera para la habitación de un enfermo; y debo confesar que admiro a sir James Frere por negarse a trabajar en tales condiciones. Las instrucciones del señor Trelawny a su hija, y, por lo que usted me ha dicho, el cuidado que puso en que sus deseos fueran cumplidos, demuestran que él ya sospechaba algo. Parece incluso como si temiera que le ocurriese algo… Tal vez podamos averiguar más detalles que arrojen luz sobre este asunto, entre sus papeles, por ejemplo. Comprendo que es difícil, pero debemos intentarlo. Por otra parte, el estado del señor Trelawny no puede continuar indefinidamente; y si aquí ocurriese algo, sería preciso llevar a cabo una investigación, en cuyo caso habría que examinar todo cuidadosamente. Tal como están las cosas, el testimonio de la policía demostraría un intento reiterado de asesinato, y como no existe motivo aparente, se impondría buscar uno.
Tras pronunciar estas últimas palabras casi en un susurro, guardó silencio. Se lo veía desesperanzado. Supe entonces que había llegado el momento de averiguar si tenía algún indicio, y con tono firme pregunté:
—¿Sospecha usted de alguien?
Él pareció sobresaltarse, y, mirándome fijamente a los ojos, dijo:
—¿Que si sospecho de alguien? Creo más bien que de algo. Sin duda existe cierta… influencia, pero hasta ahí llegan mis sospechas. Más tarde, si consigo extraer conclusiones definitivas y racionales, tal vez, pero por ahora…
Se detuvo a mitad de la frase y miró hacia la puerta. Se oyó el leve ruido del pomo que empezaba a girar. El corazón me dio un vuelco, y recordé que por la mañana, mientras hablaba con el sargento Daw, también nos habían interrumpido. La puerta se abrió y apareció la señorita Trelawny. Al vernos, retrocedió, ruborizada. Por unos segundos permaneció inmóvil. Se produjo cierta tensión, compartida, según observé, por el doctor Winchester, que desapareció al exclamar ella:
—Dispénseme, pero no sabía que estaban ustedes conversando. Lo buscaba a usted, doctor, para preguntarle si, ya que se encuentra aquí, esta noche puedo acostarme. Me siento exhausta, y, además, creo que hoy mi presencia no será de gran utilidad.
—¡Por supuesto! Acuéstese cuanto antes, y que duerma bien —dijo el doctor Winchester—. Se lo merece. Y me alegra que me lo haya preguntado, pues cuando la vi esta noche por un instante temí verme obligado a cuidarla como enferma.
La joven dejó escapar un suspiro de alivio y la expresión de fatiga desapareció de su rostro. Nunca olvidaré cómo fijó en mí sus ojos negros al decirme:
—¿Me hará usted el favor de vigilar esta noche a mi padre en compañía del doctor Winchester? Estoy tan preocupada por él que cada segundo me trae nuevos temores; si no fuese a descansar, creo que me volvería loca. Esta noche cambiaré de habitación, pues no quiero despertar asustada cada vez que oiga un ruido procedente del dormitorio de mi padre. De todos modos, le ruego que me llame si ocurre algo. Dormiré en la habitación contigua al vestíbulo. Fue la primera que ocupé cuando vine a vivir a esta casa. Descansaré mejor, y por unas horas quizá consiga olvidar. Por la mañana estaré repuesta. Buenas noches.
En cuanto cerré la puerta a su espalda y regresé junto a la mesa baja ante la que el doctor y yo estábamos sentados, aquél me dijo:
—La pobre niña está agotada. Me alegro de que haya decidido descansar. Mañana se encontrará mucho mejor, ya lo verá usted. Está al borde del colapso nervioso. ¿Se ha fijado usted en lo alterada que estaba y en el modo en que se sonrojó al vernos aquí? El que unos invitados estén tranquilamente charlando en una de las habitaciones de su casa no debería perturbarla así.
Me disponía a dar una explicación que excusara la conducta de la señorita Trelawny, pero recordé que su entrada había sido una repetición de la de la mañana, cuando yo hablaba con el detective, mas también recordé que la conversación que había mantenido con éste era absolutamente confidencial, hasta el punto de que ni siquiera podía aludir a ella, y decidí mantener la boca cerrada.
Nos pusimos en pie para ir a la habitación del enfermo, pero mientras avanzábamos por el pasillo, débilmente iluminado, no podía dejar de pensar en lo extraño que era el que ella me hubiese interrumpido en las dos ocasiones en que se trataba el mismo tema.
Sin duda, existía una misteriosa relación entre ambos incidentes, como si se tratase de una cadena que nos tenía cogidos.