5
Cuando a las once y media salí de mi habitación, vi que en el dormitorio del señor Trelawny todo seguía igual. La nueva enfermera ocupaba el sillón en que la señorita Kennedy se había sentado la noche anterior. Cerca de ella, entre la cama y la caja de caudales, se encontraba el doctor Winchester, despierto y alerta, aunque tenía un extraño aspecto con su mascarilla de oxígeno. Al llegar a la puerta oí un ligero ruido y, volviéndome, vi al nuevo detective, quien, después de llevarse un dedo a los labios, se retiró sin decir palabra. De ese modo, ninguno de los que vigilaban se vería vencido por el sueño.
Saqué una silla y la ubiqué junto a la puerta; no quería que me volviese a ocurrir lo de la noche anterior. Como es natural, mis pensamientos se concentraron en los últimos sucesos. Llegué a conclusiones descabelladas, fui presa de la duda, pero no perdí la conciencia de cuanto me rodeaba. El pensamiento no es un proceso lento, y cuando uno se concentra a menudo el tiempo pasa rápidamente. De hecho, me pareció que habían pasado pocos minutos cuando de pronto se abrió la puerta y apareció el doctor Winchester, quitándose la mascarilla. Luego se inclinó sobre el abrigo, que llevaba doblado en un brazo, y lo olió. Este acto fue una muestra de su perspicacia.
—Me marcho —dijo—. Volveré mañana temprano, a menos, por supuesto, que antes me llamen ustedes. Por el momento, todo parece ir bien.
El siguiente en aparecer fue el sargento Daw, que entró en la habitación para ocupar el lugar del doctor. Yo permanecí fuera, pero cada pocos minutos miraba dentro, aun cuando la estancia estaba prácticamente a oscuras, pues la única fuente de luz procedía del corredor.
Segundos antes de las doce de la noche la señorita Trelawny salió de su dormitorio y, antes de dirigirse hacia el de su padre, fue a echar un vistazo a la enfermera Kennedy. Regresó al cabo de dos minutos. Se la veía más animada. Llevaba en la mano su mascarilla de oxígeno y antes de ponérsela me preguntó si había alguna novedad. Respondí, en voz baja, que no y, tras ponernos ambos nuestras respectivas mascarillas, entramos en la habitación. El detective y la enfermera se pusieron de pie, y ocupamos sus sitios. El sargento Daw fue el último en marcharse, cerrando la puerta a sus espaldas, tal como habíamos convenido.
La estancia se hallaba apenas iluminada por una lámpara que proyectaba un círculo blanco sobre el techo. El tenue resplandor, matizado por su pantalla verde, no hacía más que enfatizar la negrura de las sombras, que como la noche anterior parecían tener vida propia. Yo no sentía sueño, y cada diez minutos, aproximadamente, me inclinaba para observar al paciente; cuando lo hacía, advertía que la señorita Trelawny permanecía alerta. A intervalos de quince minutos uno de los dos policías se asomaba al interior del dormitorio. Mi compañera o yo dábamos cuenta de que no había novedad, y la puerta volvía a cerrarse.
A medida que el tiempo pasaba, el silencio y la oscuridad parecían aumentar. El círculo brillante en el techo seguía allí, pero palidecía por momentos. La luz verdosa que se filtraba a través de la pantalla era cada vez más tenue. Los sonidos de la noche fuera de la casa y el resplandor mortecino de las estrellas entre las rendijas de los postigos hacían que la negrura de las sombras resultase más solemne y misteriosa.
Oímos que el reloj del pasillo daba los cuartos hasta las dos de la madrugada y, entonces, tuve una sensación extraña que, según advertí por el modo en que miraba alrededor, la señorita Trelawny compartía. El nuevo detective acababa de asomarse, y ambos permanecimos solos, en compañía del paciente, durante otros quince minutos.
Mi corazón comenzó a latir a mayor velocidad, y no a causa del miedo. De pronto tuve la sensación de que un desconocido había entrado en la habitación, o que una inteligencia poderosa se hallaba a mi lado. Algo me rozó la pierna. Me apresuré a bajar rápidamente la mano y toqué el suave pelaje de Silvio. El gato soltó un bufido, se volvió y me arañó. Noté que me sangraba la mano. Me levanté lentamente y me aproximé a la cama. La señorita Trelawny se puso de pie y volvió la cabeza, como si hubiese algo cerca de ella. Vi el terror reflejado en sus ojos, y oí que jadeaba como si le faltara el aliento. La toqué, pero no dio muestras de advertirlo, y levantó las manos como si quisiera defenderse de algo.
No había un segundo que perder. Cogí a la joven en mis brazos, corrí hacia la puerta y salí al corredor, gritando:
—¡Socorro! ¡Ayuda!
Al cabo de un instante los dos detectives, la señora Grant y la enfermera aparecieron seguidos de varios criados. Cuando el ama de llaves estuvo cerca, le encargué que cuidase de la señorita Trelawny y regresé al dormitorio, donde encendí las luces. El sargento Daw y la enfermera vinieron detrás de mí.
Llegamos justo a tiempo. En el suelo, delante de la caja de caudales, donde ya lo habíamos encontrado dos noches seguidas, yacía el señor Trelawny, con el brazo izquierdo desnudo a excepción de las vendas que lo cubrían. Junto a él vimos un cuchillo egipcio en forma de hoja, que poco antes se hallaba en el estante de la vitrina rota. Estaba clavado en el entarimado, en el mismo lugar que había ocupado la alfombra manchada de sangre.
Pero no había ninguna otra señal inquietante. Los policías y yo registramos cuidadosamente la estancia, al tiempo que la enfermera y dos criados levantaban al herido y lo tendían nuevamente en el lecho. Nuestros esfuerzos fueron inútiles, porque no encontramos huella alguna. La señorita Trelawny regresó en pocos minutos. Se la veía pálida, pero dueña de sí misma y, al acercarse a mí, susurró:
—Sentí que me desmayaba. Desconozco el motivo, pero tuve miedo.
A continuación, apoyé la mano en la cama para observar detenidamente al paciente, y oí que ella exclamaba:
—¡Está usted herido! Mire, tiene la mano cubierta de sangre, y ha manchado las sábanas.
En mi excitación, había olvidado el arañazo del gato, y sólo reparé en ello al oír las palabras de la joven. Antes de que yo pudiese contestar, ella cogió mi mano y dijo:
—¡Es la misma herida de mi padre! —Me soltó la mano y agregó—: Venga usted a mi habitación. ¡Enseguida! Allí está Silvio, en su cesto.
El sargento Daw y yo la seguimos y descubrimos que el gato estaba despierto, lamiéndose tranquilamente las patas.
—Aquí está, sin duda —dijo Daw—. Pero ¿por qué se lame de ese modo?
Margaret, es decir, la señorita Trelawny, se inclinó para coger una pata del animal, y dejó escapar un gemido. Silvio, al parecer molesto, bufó. En ese instante, la señora Grant entró en la estancia y, al advertir que observábamos al gato, exclamó:
—La enfermera acaba de decirme que Silvio estuvo dormido sobre la cama de la señorita Kennedy desde que ustedes fueron al cuarto del señor Trelawny hasta hace muy pocos instantes. El gato llegó allí inmediatamente después de que saliese la señorita Trelawny. La enfermera dice que la señorita Kennedy no para de quejarse y murmurar, como si tuviese una pesadilla. Creo que deberíamos enviar a alguien en busca del doctor Winchester.
—Hágalo de inmediato, por favor —pidió la señorita Trelawny. Con el entrecejo fruncido, miró por un instante a su padre. Luego, volviéndose a mí, dijo con tono decidido—: ¿No cree usted que deberíamos asesorarnos médicamente acerca de la dolencia de mi padre? Entiéndame; aunque confío en el doctor Winchester, creo que es demasiado joven. Alguien con más experiencia y conocimientos tal vez lograse averiguar qué le sucede. ¡Dios mío, no sé qué hacer! ¡Todo esto es tan terrible!
En ese momento se echó a llorar, y yo traté de consolarla.
Poco rato después llegó el doctor Winchester. Lo primero que hizo fue ocuparse del enfermo pero, al ver que su estado seguía siendo el mismo, fue a ver a la señorita Kennedy. Tras examinarla, una mirada de esperanza apareció en sus ojos. Cogió una toalla, humedeció una esquina y comenzó a darle golpecitos en la cara a la mujer. Su piel recobró el color y toda ella se estremeció ligeramente. Después, el doctor llamó a la otra enfermera, la hermana Doris, y le dijo:
—Creo que ya está bien. En pocas horas despertará. Es probable que al principio se sienta turbada y desorientada, e incluso que dé alguna muestra de histeria. Ya sabe usted cómo proceder en estos casos.
—Sí, señor —respondió la hermana Doris.
Todos regresamos a la habitación del señor Trelawny. Cuando entramos, la señora Grant y la enfermera se marcharon, de modo que sólo quedamos el doctor Winchester, Margaret y yo. Aquél me preguntó de inmediato qué había ocurrido. Le di un relato exacto y detallado, hasta donde podía recordar. Me hizo varias preguntas para aclarar ciertos puntos que no le habían quedado claros. Luego, dirigiéndose a la señorita Trelawny, le dijo con tono grave:
—Creo que en este caso sería mejor que consultásemos a otro profesional.
—Me alegra que lo mencione —respondió ella, algo sorprendida—. Y se lo agradezco. ¿Se le ocurre alguien?
—¿Y a usted? —replicó Winchester—. ¿Sabe de algún médico a quien su padre conociera?
—Creo que no. Pero estaré de acuerdo con quien usted elija. Mi pobre padre debe contar con toda la ayuda que se merece, y yo me siento obligada a ello. ¿Cuál es el mejor especialista de Londres?
—Hay varios muy buenos, pero están dispersos por todo el mundo. De algún modo, un especialista brillante nace, no se hace. El más famoso de la actualidad es el japonés Chiuni, pero se dedica más a la investigación que a la práctica efectiva. También están Zammerfest, de la Universidad de Uppsala; Fenelon, de la Universidad de París, y Morferri, de Nápoles. Además, por supuesto, de nuestros compatriotas Morrison, de Aberdeen, y Richardson, de Birmingham. Sin embargo, por encima de ellos ubicaría a Frere, del King’s College. De todos, es el que más une teoría y práctica. No tiene otras ocupaciones, y su experiencia es enorme. Todos admiramos su sangre fría y su destreza. Por mi parte, lo prefiero a los demás.
—En ese caso —dijo la señorita Trelawny con tono decidido—, requeriremos sus servicios tan pronto como nos sea posible.
El doctor Winchester pareció quitarse un peso de encima.
—Su nombre es sir James Frere —informó—. Iré a verlo cuanto antes y le pediré que venga. —De pronto, volviéndose hacia mí, agregó—: Será mejor que me deje curarle esa herida de la mano.
—No es nada —contesté.
—Sin embargo, es preciso que lo haga. En ocasiones, un simple arañazo puede ser muy peligroso. Toda precaución es poca.
Me resigné, y él procedió a curarme la mano, no sin antes examinar los arañazos con una lupa. Una vez que hubo hecho esto, los comparó con las señales impresas en el papel secante por las garras de Silvio. Volvió a guardar el papel en el bolsillo y dijo:
—Es una lástima que Silvio vaya por ahí sin control alguno.
La mañana transcurrió lentamente. Hacia las diez, la señorita Kennedy estaba tan repuesta que fue capaz de sentarse y hablar de manera coherente, pero aún parecía un poco confusa y no lograba recordar nada de lo sucedido la noche anterior.
Eran casi las doce cuando el doctor Winchester regresó acompañado de sir James Frere. Cuando los vi en el vestíbulo, por algún motivo me sentí intranquilo; sabía que a la señorita Trelawny le angustiaba el que otra persona supiera que lo ignoraba prácticamente todo acerca de su padre.
Sir James Frere era un hombre que imponía respeto. Estaba tan seguro de lo que quería, que dejaba a un lado las ideas o deseos de las otras personas. Bastaba que dirigiese una mirada penetrante, hiciese un gesto con la boca o frunciese el entrecejo, para que todos se sintiesen compelidos de inmediato a obedecerlo. Sin embargo, una vez que fuimos presentados, el misterio que irradiaba su persona pareció desaparecer. Cuando él y el doctor Winchester entraron en la habitación donde yacía el enfermo, me sentí esperanzado.
Permanecieron en la estancia largo rato. En un momento dado llamaron a la hermana Doris, la enfermera, pero ésta volvió a salir al cabo de pocos minutos. Luego fueron a ver a la señorita Kennedy, tras lo cual pidieron a la enfermera que se quedase con ella. El doctor Winchester me informó a continuación que, aun cuando la señorita Kennedy no recordaba lo ocurrido la víspera, respondió de modo satisfactorio a las preguntas que le hizo el doctor Frere acerca del paciente hasta el momento en que ella perdió la conciencia. Después, ambos médicos fueron al estudio, donde también estuvieron platicando largamente a solas. Por el tono de sus voces, parecían discutir sobre algo en lo que no acababan de ponerse de acuerdo. Eso hizo que me sintiese nuevamente intranquilo. En cuanto a la señorita Trelawny, temí que de un momento a otro sufriese un ataque de nervios. ¡Pobre muchacha!, tantas horas de ansiedad e incertidumbre la tenían al borde del colapso.
Al fin, los médicos salieron del estudio; sir James primero, con una expresión grave en el rostro, seguido de cerca por el doctor Winchester, que estaba pálido, como si hubiese reaccionado ante algo muy serio y hubiese perdido el color. Sir James le pidió a Margaret que entrase en el estudio, y sugirió que yo también lo hiciese. Cuando estuvimos dentro, se volvió hacia mí y dijo:
—Creo entender, por lo que me ha informado el doctor Winchester, que es usted amigo de la señorita Trelawny y que está considerablemente al corriente de este caso. Por eso he querido que esté aquí con nosotros. Sé que es un abogado de prestigio, señor Ross, aunque hasta ahora no he tenido el placer de conocerlo. Como el doctor Winchester me ha dicho que este caso presenta aspectos que lo dejan literalmente perplejo, y que usted tiene un interés particular en él, he considerado conveniente tenerlo informado de cada detalle del mismo. Por mi parte, no doy demasiada importancia a los misterios, exceptuando aquellos que se relacionan con la ciencia. Al parecer, se ha tratado de un intento de robo o asesinato. Si el motivo era esto último, todo lo que puedo decir es que a los asesinos les convendría tomar unas lecciones de anatomía antes de emprender su próximo trabajo, pues han dado muestras de ignorarlo todo al respecto. Si el propósito era el robo, su ineficiencia resulta asombrosa. En cualquier caso, no es de mi incumbencia. —Tomó una pizca de rapé y, volviéndose hacia la señorita Trelawny, prosiguió—: Ahora, hablemos del paciente. Prescindiendo de la causa de su enfermedad, todo cuanto estamos en condiciones de afirmar es que parece haber subido un ataque agudo de catalepsia. Por el momento no se puede hacer nada, salvo mantener sus constantes vitales. El tratamiento a que lo ha sometido el doctor Winchester es, en mi opinión, el apropiado, y confío en que obtendrá resultados satisfactorios.
»Nos hallamos ante un caso por demás interesante, y si surge alguna novedad o evoluciona de manera anormal, me gustaría estar aquí para presenciarlo. Por otra parte, hay un punto sobre el que quiero llamar su atención, señorita Trelawny, ya que es de su absoluta responsabilidad. El doctor Winchester me ha informado de que su padre le ha dejado instrucciones precisas en el caso de que algo semejante a lo que nos ocupa le ocurriese. Creo firmemente que el paciente ha de ser trasladado a otra habitación, o, en su defecto, que todas esas momias deben ser llevadas a otro sitio. Cualquier hombre enfermaría rodeado de semejantes objetos horrorosos y respirando los efluvios que despiden. Ustedes mismos han sufrido las consecuencias de semejante atmósfera mefítica. Esa enfermera, la señorita Kennedy, más que nadie, y usted también, señor Ross. —Hizo una pausa y, con ceño, añadió—: Insisto en que el paciente no debe seguir respirando este aire; de lo contrario, abandono el caso. El doctor Winchester ya sabe que sólo así admitiré que vuelvan a consultarme. Confío en que usted, señorita Trelawny, como buena hija que es, hará cuanto esté en su mano para que su padre recupere la salud, y que no se dejará dominar por las manías de éste, estén justificadas o no por miedos y misterios. Tengo la esperanza de que, así, pronto lo veremos restablecido. Recuerde que, si sigue mis instrucciones, estaré en todo momento a su servicio. Buenos días, señor Ross. Doctor Winchester, estaré aguardando sus novedades.
Cuando sir James se hubo marchado, permanecimos por un rato en silencio. El primero en hablar fue el doctor Winchester.
—Como médico, debo admitir que el doctor Frere está en lo cierto. Creo que fue un despropósito poner condiciones para que se hiciera cargo del caso. Sin embargo, me parece que no ha entendido el misterio que lo envuelve, y que las instrucciones del señor Trelawny nos atan de pies y manos. Por supuesto…
—Doctor Winchester —le interrumpió la señorita Trelawny—, ¿quiere usted también abandonar el caso, o está dispuesto a continuar bajo las condiciones que ya conoce?
—¿Abandonar el caso? ¡Jamás! Mientras él siga con vida, no renunciaré.
Ella no dijo nada, pero tendió una mano, que él tomó cálidamente.
—Ahora —prosiguió la señorita Trelawny al cabo de un instante—, si todos los especialistas son como sir James Frere, renuncio a ellos. Además, no parece saber más que usted sobre el motivo por el cual mi padre se encuentra así, y no se muestra ni la centésima parte de interesado. Por supuesto, deseo lo mejor para mi padre, y preferiría poder actuar libremente. Me comunicaré con el señor Marvin y le pediré que venga; deseo saber hasta dónde llegan los deseos de mi padre. Si en su opinión soy libre de actuar como mejor me parezca y bajo mi responsabilidad, ni dudaré en hacerlo.
El doctor Winchester se marchó y la señorita Trelawny procedió a escribir una carta al procurador, informándole de lo que ocurría y solicitándole que fuese a su casa trayendo todos los documentos que pudiesen arrojar alguna luz sobre el asunto en cuestión. Envió la misiva, junto con un coche para traer al señor Marvin, y a continuación nos dispusimos a aguardar que éste llegase.
Aun cuando el procurador tardó menos de una hora en presentarse, el tiempo se nos hizo extraordinariamente largo. El señor Marvin se puso al corriente de la enfermedad del señor Trelawny, y, volviéndose hacia la hija de éste, dijo:
—En cuanto esté usted dispuesta, le daré ciertos detalles referentes a los deseos de su padre.
—Cuando usted quiera —contestó ella.
El señor Marvin me miró y, con aire de hombre de negocios experimentado, observó:
—No estamos solos.
—Yo misma he pedido al señor Ross que asistiera a esta entrevista —contestó la señorita Trelawny—. Está al corriente de todo, y deseo que conozca algo más.
—Pero, mi querida señorita, los deseos de su padre… La confianza que se deben un padre y su hija…
—¿Cree usted que en las presentes circunstancias eso tiene algún sentido? —dijo la joven, con las mejillas encendidas—. Mi padre nunca me hablaba de sus asuntos. Y ahora sólo puedo enterarme de su voluntad por medio de un caballero a quien no conozco y cuya existencia ignoraba antes de leer la carta que me dejó. El señor Ross goza de mi más absoluta confianza, aun cuando es un amigo reciente, y quiero que sea testigo de esta conversación, a menos, desde luego, que mi padre lo prohíba. —Hizo una pausa y luego añadió—: Le ruego que no me considere descortés por las palabras que acabo de pronunciar, pero me encuentro en un estado de ansiedad tal, que casi no sé lo que digo.
La señorita Trelawny se llevó una mano a la cara. El señor Marvin y yo nos miramos y permanecimos en silencio. Tras unos segundos, ella pareció reponerse, y con tono firme, prosiguió:
—Le agradezco el que haya venido con tanta rapidez y, por supuesto, puede estar seguro de que confío en sus consejos y en su buen juicio. Si lo considera más oportuno, hablaremos a solas.
Me puse de pie. El señor Marvin hizo un ademán de disentimiento. Evidentemente, la actitud de la joven lo había impresionado.
—¡En absoluto! —exclamó con tono amable—. Por parte de su padre no existe al respecto restricción alguna, y en cuanto a mí, no hay inconveniente en que este caballero presencie nuestra reunión. A juzgar por lo que me ha contado de la enfermedad del señor Trelawny, y de los demás incidentes, creo que ha llegado el momento de exponerle sus instrucciones. En primer lugar, debe saber usted que son muy estrictas, hasta el punto de que me ha dado plena potestad para que me asegure de que sus deseos se ven cumplidos al pie de la letra, tal como figuran en la carta. Mientras viva, deberá permanecer en su habitación, y bajo ninguna circunstancia ni por causa alguna podrá tocarse ninguno de los objetos que hay en ella. De hecho, me ha dado un inventario de esos objetos que, como digo, deben permanecer en su sitio.
La señorita Trelawny permaneció en silencio. Me dirigió una rápida mirada, y yo, creyendo captar sus deseos, pregunté al señor Marvin:
—¿Podemos ver esa lista?
—No; a menos que me vea en la obligación de actuar en calidad de procurador de su padre. Tengo en mi poder el documento que lo atestigua. Debe reconocer, señor Ross —dijo con esa convicción típica del hombre de negocios, mientras me tendía el escrito—, que el tono de la carta es enérgico y que no deja resquicio alguno para evitar su cumplimiento. Así lo estipulan los términos, excepto por alguna formalidad de tipo legal. Le aseguro que no tengo poder alguno para atenuar las disposiciones del señor Trelawny, a menos, por supuesto, que decida traicionar su buena fe, lo cual, comprenderá usted, es imposible. —Evidentemente, no quería que quedasen dudas al respecto. No obstante, sin sombra de aspereza en su tono de voz, se volvió hacia Margaret y añadió—: Espero, señorita Trelawny, que entienda que me es del todo imposible hacer nada al respecto. Los actos de su padre tenían un propósito definido que no me confió, pero aun así estoy convencido de que meditó muy bien cada una de sus instrucciones. Estudió cada posible alternativa, y el modo en que se debía actuar.
»Lamento que mis palabras hayan podido causarle a usted una impresión desagradable, y desde ya le pido perdón, pues no era ésa mi intención. Pero no me queda otra alternativa. Si quiere usted consultarme acerca de cualquier punto, estoy a su disposición a toda hora, sea de día o de noche.
Dicho esto, anotó la dirección de su casa e incluso de su club, donde solía estar por las tardes, le entregó el papel a la joven, y tras despedirse de ambos, se marchó.
En cuanto hubo salido, la señora Grant llamó a la puerta del dormitorio. Cuando entró, su expresión de pesar era tal que la señorita Trelawny palideció y preguntó:
—¿Qué ocurre, señora Grant? ¿Alguna nueva contrariedad?
—Siento decirle, señorita, que todos los criados, menos dos, se han despedido y quieren abandonar la casa sin demora. Según parece, han deliberado entre sí y el mayordomo se ha encargado de comunicarme su decisión. Dice que incluso están dispuestos a no cobrar sus salarios, y aun a pagar lo que indique la ley por no avisar con la debida antelación, pero que de todos modos se marcharán hoy mismo.
—¿Y qué motivo alegan?
—Ninguno, señorita. Aseguran que lo lamentan profundamente, pero que no tienen nada que decir. Le he preguntado a Jane, la criada principal, quien sigue con nosotros, y me ha dicho, confidencialmente, que se les ha metido la descabellada idea de que la casa está encantada.
Aquello era absurdo, pero a ninguno de nosotros se le ocurrió reír. Por el contrario, la expresión de la señorita Trelawny era de pena y horror, pero no a causa de un súbito paroxismo, sino de una idea que tomaba cada vez más cuerpo. Por mi parte, creí oír una voz resonar en mi mente. En realidad, no se trataba exactamente de una voz; antes bien, semejaba el atisbo de un pensamiento, oscuro y profundo, cuyo significado desconocía, pero intuía.