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El segundo ataque

El espectáculo que contemplé era tan espantoso como la peor de las pesadillas, pero a diferencia de éstas, era real. La habitación estaba igual que antes, salvo que ahora las luces estaban encendidas y cada objeto era visible.

Al lado de la cama vacía, la enfermera Kennedy seguía en la misma posición, erguida en el sillón. Había puesto una almohada detrás de su cabeza, pero su cuello se veía rígido, como si sufriese un ataque de catalepsia. Era como si se hubiese convertido en una estatua de piedra. En su rostro no advertí expresión alguna de miedo u horror, como podría haberse esperado. Tenía los ojos abiertos, y no expresaban interés ni extrañeza. Era, sencillamente, una existencia negativa, cálida, plácida, y aunque respiraba, no parecía darse cuenta de nada de cuanto la rodeaba. Las mantas de la cama estaban revueltas, como si hubiesen retirado a la persona que en ella yacía sin apartarlas antes. Una esquina de la sábana superior llegaba al suelo y, cerca de ella, se veía una de las vendas con que el doctor Winchester había cubierto la muñeca herida del paciente. Otras dos estaban en el suelo algo más lejos, como si señalasen hacia donde aquél estaba. El señor Trelawny se hallaba prácticamente en el mismo lugar donde había sido encontrado la noche anterior, esto es, delante de la caja de caudales. También el brazo izquierdo estaba extendido en dirección a ésta, pero había sido víctima de un nuevo ataque; alguien había intentado cortarle el brazo cerca de la pulsera de oro a la que estaba unida la llavecita. El agresor había descolgado de la pared un pesado kukri, uno de esos cuchillos con forma de hoja que usan los gurkhas y otras tribus montañesas de la India, y se había servido de él para llevar a cabo el ataque. Resultaba evidente que no había llegado a completar su cometido, pues sólo la punta del cuchillo había cortado la carne. De todos modos, en el lado exterior del brazo la herida llegaba hasta el hueso, y la hemorragia era abundante. La primera herida había vuelto a abrirse, y de modo tan terrible que la sangre brotaba por uno de los cortes a impulsos de los latidos del corazón. La señorita Trelawny se hallaba de rodillas al lado de su padre, y su camisón blanco estaba manchado de sangre. De pie en el centro de la habitación vi al sargento Daw, descalzo y en mangas de camisa, cargando nuevamente la pistola, aunque de manera maquinal, según advertí. Tenía los ojos enrojecidos, hinchados y, al parecer, no parecía darse cuenta de lo que ocurría alrededor de él, como si no hubiese despertado del todo. Varios criados que portaban linternas se habían reunido ante la puerta. Al ponerme de pie para acercarme a la señorita Trelawny, ésta levantó la mirada hacia mí, dejó escapar un grito, se incorporó y me señaló. Nunca olvidaré su expresión y el extraño aspecto que ofrecía descalza y cubierta únicamente por un camisón ensangrentado.

Creo que me había dormido y que aquello, lo que quiera que fuese, que ejerció su efecto sobre el señor Trelawny, la enfermera y, en menor medida, el sargento Daw, no me había perjudicado. Sin duda esto se había debido a la mascarilla de oxígeno, pero aun así no pude evitar los desgraciados acontecimientos cuyos resultados tenía ante mis ojos. Ahora comprendo el espanto que debió de causar mi aspecto. La mascarilla me cubría la boca y la nariz, y mi cabello estaba revuelto. Era natural que al verme todos se horrorizaran más de lo que estaban. Afortunadamente, me di cuenta a tiempo de evitar males mayores, porque Daw, a pesar de estar medio dormido, me apuntó con su pistola y se disponía a disparar, en el instante en que me quité la mascarilla y le pedí a voz en cuello que se detuviera. Él obró maquinalmente, pero finalmente eludí el peligro. El final de aquella tensa situación llegó de manera tan simple como inesperada. La señora Grant, al advertir que su ama sólo llevaba puesto un camisón, fue en busca de una bata y se la puso sobre los hombros. Este sencillo acto nos devolvió a todos la presencia de ánimo. Tras soltar un suspiro de alivio, fijamos nuestra atención en lo que era más urgente, esto es, detener la hemorragia del señor Trelawny. Esto último me alegró, pues era señal de que el herido no había muerto.

La lección de la noche anterior no había sido inútil. Todos los presentes sabíamos ya cómo actuar en semejante emergencia, y al cabo de pocos segundos hicimos un torniquete, tras lo cual se envió un criado en busca del doctor, mientras los demás sirvientes regresaban a sus habitaciones, para vestirse adecuadamente.

Tendimos al señor Trelawny en el sofá donde había yacido la noche anterior y, en cuanto hicimos por él todo lo posible, volvimos nuestra atención hacia la enfermera. A pesar de tanta agitación, no se había movido, sino que seguía allí, sentada y rígida, respirando suavemente, con una plácida sonrisa en el rostro. Estaba claro que era imposible hacer nada por ella hasta que llegase el doctor Winchester.

Entretanto, la señora Grant se llevó a su ama y la ayudó a cambiarse de ropa. Al cabo de un rato, la señorita Trelawny regresó con salto de cama y pantuflas, y las manos limpias de sangre. Se la veía mucho más serena, aunque temblaba y estaba blanca como el papel. Tras observar la muñeca de su padre mientras yo sostenía el torniquete, miró a todos los que nos hallábamos en la estancia, uno a uno, pero no pareció encontrar consuelo en ello. Esto fue tan evidente para mí, que a fin de reconfortarla, le dije:

—Ya me encuentro bien. Me había quedado dormido, eso es todo.

—¿Que se quedó dormido mientras la vida de mi padre corría peligro? —exclamó con tono de reproche—. Creí que estaba vigilándolo.

Comprendí su indignación, pero como quería ayudarla, contesté:

—Sólo estaba dormido. Ya sé que he hecho mal, pero en este lugar ocurren cosas muy extrañas. Y si no hubiera tomado ciertas precauciones, lo más probable es que ahora me encontrase como la enfermera.

Ella volvió rápidamente la mirada hacia la señorita Kennedy, que semejaba una estatua, y dijo:

—Le ruego que me perdone. No era mi intención ofenderlo. Pero tengo tanto miedo que ya no sé lo que digo. ¡Es espantoso! A cada instante temo que suceda algo horrible y misterioso.

Aquel comentario me impresionó profundamente, y contesté:

—No se preocupe usted por mí, porque no lo merezco. Debía vigilar y, no obstante, dejé que el sueño me venciera. La única excusa que puedo dar es que no era mi intención hacerlo, y que intenté evitarlo con todas mis fuerzas, pero me fue imposible. De todos modos, lo hecho, hecho está. Quizás algún día todos logremos entender lo que ocurre. Entretanto, procuremos tener alguna idea de ello. Dígame todo lo que recuerde.

Mi petición pareció estimularla, y ya más serena, contestó:

—Yo estaba dormida, y de repente desperté con el espantoso presentimiento de que mi padre se hallaba en peligro. Me levanté de un salto y entré en la habitación. Todo estaba muy oscuro, pero, aun así, al abrir la puerta distinguí a mi padre tendido en el suelo, delante de la caja de caudales, como la vez anterior. Por un instante debo de haber perdido el juicio.

Se estremeció y yo miré a Daw, que todavía empuñaba la pistola. Sin soltar el torniquete, susurré:

—Ahora, sargento, díganos, por favor, contra quién disparó.

El policía, acostumbrado a obedecer, hizo un esfuerzo por responder, pero al advertir la presencia de los criados, observó con la actitud propia de un agente de la ley delante de extraños:

—Quizá sería mejor, señor, que permitiésemos marcharse a la servidumbre.

Asentí en señal de conformidad y los criados se apresuraron a salir, aunque de mala gana. El sargento comenzó a explicarse:

—Creo que será mejor que en lugar de hablar de mis actos hable de mis impresiones. Me dormí a medio vestir, tal como ahora me ve, con una pistola debajo de la almohada. Esto es lo último que recuerdo. No tengo ni idea del tiempo que pasó. Había apagado la luz y, de pronto, me pareció oír un grito; sin embargo, no estoy seguro, pues aún no había despertado por completo. De inmediato pensé en la pistola. La cogí, salí de la habitación y, al advertir que alguien pedía auxilio, entré aquí. La estancia estaba a oscuras, pues la lámpara que hay al lado de la enfermera se había apagado, y la única luz entraba por la puerta, procedente del pasillo. La señorita Trelawny estaba arrodillada en el suelo, junto a su padre, y gritaba. Me pareció ver que algo se movía delante de la ventana y, sin pensarlo bien, y aún despierto a medias, apreté el gatillo. La cosa aquella se desplazó hacia la derecha, entre donde yo estaba y la ventana, y disparé de nuevo. Entonces usted se levantó del sillón, y como no lo reconocí, pues llevaba puesta la mascarilla, estuve a punto de pegarle un tiro.

—¿Significa eso que me confundió con esa cosa contra la cual disparó? ¿Qué era?

El sargento sacudió la cabeza, pero no respondió.

—Vamos, hombre —insistí—. ¿De qué cree usted que se trataba?

—No tengo ni idea, señor. Tal vez fuesen imaginaciones mías; al fin y al cabo ya le he dicho que estaba a medias despierto. Además, mi último pensamiento antes de quedarme dormido se refería a la pistola… Espero que lo tenga presente en el futuro, señor.

Aquél era su modo de excusarse. Yo no quería discutir con él; por el contrario, quería tenerlo de nuestro lado. Por otra parte, no podía olvidar que a mí también me había vencido el sueño, de modo que, con tono amigable, dije:

—Muy bien, sargento. Su reacción ha sido perfectamente lógica. No debemos olvidar la extraña influencia que esta habitación ha ejercido sobre la enfermera y sobre mí mismo, de modo que comprendo que no fuese totalmente consciente de sus actos. Pero ahora veamos dónde estaba usted y dónde me sentaba yo. De ese modo podremos determinar la dirección de las balas.

La idea de encarar una tarea pareció animarlo; sin duda se trataba de un hombre acostumbrado a la acción.

Pedí a la señora Grant que se encargara de sujetar el torniquete, fui a ubicarme donde el sargento me indicaba y miré hacia el lugar que señalaba.

Cuando me explicó en qué lugar exactamente se había detenido y había apuntado con la pistola, comprendí de inmediato que su mente funcionaba como un mecanismo de precisión. El sillón que yo había ocupado aún seguía en su lugar. Entonces le pedí a Daw que sólo me apuntara con el dedo, y me acerqué al lugar siguiendo la trayectoria del proyectil.

Justo detrás de mi sillón había una vitrina alta, el cristal de cuya puerta estaba roto.

—¿Esto lo hizo con el primer tiro o con el segundo?

—Con el segundo, señor, porque el primero fue hacia allá.

Se volvió un poco hacia la izquierda, en dirección al lugar en que estaba la caja fuerte. Siguiendo el movimiento de su mano, me acerqué a la mesa baja, donde, entre otras curiosidades, se hallaba el gato momificado que había despertado las iras de Silvio. Cogí una lámpara y no me costó encontrar la señal de la bala. Había roto un pequeño vaso de cristal y una taza de basalto negro exquisitamente grabada con jeroglíficos. Las líneas del grabado estaban llenas de una especie de cemento verde, y todo el objeto había sido pulimentado, de manera que su superficie era completamente lisa. La bala, que había quedado aplastada al impactar contra la pared, se encontraba encima de la mesa.

Me dirigí entonces hacia la vitrina. Contenía objetos sumamente valiosos, entre los que vi algunos grandes escarabajos de oro, ágatas, jaspe verde, amatista, lapislázuli, ópalo, granito y porcelana de color azul verdoso. Afortunadamente, ninguno de aquellos objetos había sufrido ningún daño, pues la bala había atravesado la parte superior de la vitrina y sólo había roto el cristal. Observé entonces la extraña disposición de los objetos que había en el estante. Todos los escarabajos, sortijas, amuletos, etcétera, estaban colocados describiendo un arco en torno a una miniatura de oro grabada con extraordinaria maestría y que representaba un dios con cabeza de halcón coronada por un disco y unas plumas. No me entretuve en estudiarlo, ya que otros asuntos requerían mi atención, pero decidí que en cuanto tuviese tiempo haría un registro minucioso. Era evidente que aquel extraño olor egipcio, mezcla de betún, resina y especias, procedía, en gran medida, de la vitrina, pues debido a la rotura del cristal se percibía incluso con mayor intensidad que en otros lugares de la habitación.

Ocupé pocos minutos en estas observaciones. De inmediato me asombró descubrir por las rendijas de los postigos el resplandor del amanecer. Después, me acerqué al sofá y volví a encargarme del torniquete, y la señora Grant abrió las ventanas.

Me resultaría difícil imaginar nada más horrible que el aspecto que presentaba la habitación cuando la iluminó la luz grisácea de la aurora. Como las ventanas daban al norte en lugar de hacerlo al este, el brillo rojizo del horizonte no llegaba hasta nosotros. La luz de las lámparas parecía triste y mortecina, y las sombras aún más oscuras. No había nada que reflejase la frescura de la mañana o la suavidad de la noche. Todo era duro y frío, carente de cualquier expresividad. El rostro del señor Trelawny se veía terriblemente amarillento, y el reflejo de la lámpara, tamizado por la pantalla, confería una tonalidad verdosa a la cara de la enfermera. La tez de la señorita Trelawny era la única nota de blancura, y aquella palidez hizo que el corazón me diera un vuelco. Era como si nada en este mundo pudiera devolverle el color de la vida y la felicidad.

Fue un alivio para todos que llegase el doctor Winchester, casi sin aliento a causa de la prisa. Sólo nos hizo una pregunta:

—¿Alguno de ustedes puede decirme cómo se ha provocado esta herida?

Y, al notar que todos negábamos con la cabeza, procedió a curar al señor Trelawny. Por un instante miró a la enfermera, que permanecía completamente inmóvil, pero hasta que hubo ligado las arterias y curado por completo la herida, no volvió a hablar, salvo para pedirnos que hiciéramos alguna cosa. Una vez que hubo terminado, se volvió hacia la señorita Trelawny, e inquirió:

—¿Qué puede decirme del estado de la señorita Kennedy?

—Nada en absoluto. Cuando a las dos y media de la madrugada entré en la habitación, la encontré tal como la ve ahora. No la hemos movido. Ni siquiera la sobresaltaron los disparos efectuados por el sargento.

—¡Disparos! ¿Acaso han descubierto al responsable de este nuevo ataque?

Todos guardaron silencio, excepto yo, que respondí:

—No hemos descubierto nada. Yo estaba aquí, vigilando, con la enfermera. Por la tarde descubrí que el olor de las momias provocaba en mí una extraña somnolencia, de modo que compré una mascarilla de oxígeno. Aun así, no pude evitar quedarme dormido. Cuando desperté, la habitación estaba llena de gente, incluidos la señorita Trelawny, el sargento Daw y los criados. La enfermera permanecía sentada en su sillón. El sargento, todavía medio dormido, y bajo los efectos de ese efluvio misterioso, imaginó que había un intruso en la estancia y disparó por dos veces. Cuando me puse en pie, como aún llevaba puesta la mascarilla, me tomó por quien, evidentemente, no era. Se disponía a pegarme un tiro, pero por fortuna me identifiqué a tiempo. El señor Trelawny estaba en el suelo, delante de la caja de caudales, tal como lo encontramos la noche anterior, y sangraba abundantemente por una nueva herida abierta en la muñeca. Lo trasladamos al sofá e improvisamos un torniquete. Lo que acabo de referirle es, literalmente, todo lo que sabemos. No hemos tocado el cuchillo, cuya punta, como podrá observar, está cubierta de sangre.

El doctor Winchester reflexionó por un instante y al fin dijo:

—De modo que por el momento el asunto sigue envuelto en el misterio más absoluto.

—Así es —contesté.

—Será mejor —dijo el doctor, volviéndose hacia la señorita Trelawny— que traslademos a la enfermera a otra habitación. Supongo que no habrá ningún inconveniente.

—En absoluto. Señora Grant, compruebe que está dispuesta la habitación de la señorita Kennedy, y llame a dos criados para que la lleven hasta allí.

El ama de llaves salió de inmediato. Al cabo de pocos minutos regresó y dijo:

—La habitación ha sido dispuesta y los criados están aquí.

Dos sirvientes entraron en la estancia y tras levantar el rígido cuerpo de la enfermera, bajo la supervisión del doctor Winchester, se la llevaron. La señorita Trelawny permaneció de guardia conmigo y la señora Grant fue con el doctor Winchester a la habitación de la enfermera.

Una vez a solas, la joven se acercó a mí y, tomando mis manos entre las suyas, susurró:

—Confío en que no me guarde usted rencor por las palabras que le dirigí. Evidentemente, no las tenía todas conmigo.

No respondí. Me limité a estrechar sus manos y a besárselas. Hay diferentes maneras de besar la mano a una dama. En esta ocasión, intenté transmitir respeto y admiración, y así fue interpretado por la señorita Trelawny. Después, me acerqué al sofá y miré a su padre. La habitación estaba más iluminada, y al contemplar aquel rostro blanco como el mármol, de expresión fría y severa, comprendí que, más allá de lo que había ocurrido durante las últimas veinticuatro horas, ocultaba un misterio insondable. Aquel entrecejo fruncido era señal de un firme propósito; su frente, amplia y despejada, demostraba una personalidad decidida, y tanto la ancha barbilla como la poderosa mandíbula hacían que esa impresión fuese aún más intensa. Mientras contemplaba maravillado aquel rostro, comencé a experimentar una sensación que anunciaba la proximidad del sueño. Resistí con todas mis fuerzas, y me ayudó enormemente el que la señorita Trelawny se acercase a mí y, apoyando la frente en mi hombro, empezase a llorar en silencio. Eso hizo que mi virilidad despertase. No pronunciamos palabra, eran completamente innecesarias, y ella no se retiró cuando yo, con ademán protector, rodeé con mis brazos sus hombros, tal como años atrás solía hacer con mi hermanita cuando acudía a mí para que la consolara. Pero todavía con mayor deseo de protegerla. Esta actitud protectora me reafirmó aún más en mis convicciones y alimentó mis esperanzas. Retiré el brazo al oír los pasos del doctor, que se aproximaba. Una vez que hubo entrado en la habitación, echó un vistazo al paciente y dijo:

—Existe una gran semejanza entre el sueño de su padre y el de la señorita Kennedy. Probablemente ambos han sido víctimas del mismo efluvio. No obstante, en la enfermera el coma no parece profundo. Por esto creo que en su caso nos costará menos lograr que recupere el sentido. La he ubicado cerca de una corriente de aire y ya ha dado señales, aunque débiles, de que lo suyo puede considerarse una especie de desmayo. La rigidez de los miembros ha disminuido y su piel se muestra más sensible, o tal vez debería decir menos insensible, al dolor.

—¿Cómo se explica, doctor —pregunté—, que el señor Trelawny continúe en el mismo estado de insensibilidad y aun así su cuerpo no esté rígido?

—Me temo que no tengo respuesta para eso. Resolveremos este problema en unas horas, tal vez en unos días. Sin embargo —añadió con entusiasmo—, será para todos nosotros una lección extraordinariamente útil de diagnosis, de la cual quizá puedan beneficiarse muchas personas.

A lo largo de la mañana el doctor Winchester fue de una habitación a otra, observando, ansioso, a los dos pacientes. Recomendó a la señorita Grant que permaneciese junto al lecho de la enfermera, mientras la señorita Trelawny o yo, y casi siempre ambos, hacíamos compañía al herido. A pesar de ello, los dos pudimos bañarnos y vestirnos, y mientras desayunábamos el doctor y la señora Grant se encargaban de vigilar al señor Trelawny.

El sargento Daw se marchó rumbo a Scotland Yard para informar acerca de lo sucedido durante la noche y, más tarde, fue a la comisaría para requerir la ayuda de su compañero Wright, tal como el comisario Dolan le había prometido. En cuanto regresó, creí adivinar que lo habían amonestado por disparar su arma reglamentaria en la habitación del enfermo o, tal vez, por haberlo hecho sin motivo justificado. Así me lo dio a entender cuando dijo:

—A pesar de todo, señor Ross, la buena reputación sirve de mucho en estos casos. Al menos no me han quitado el permiso para usar pistola.

Aquel día transcurrió entre la ansiedad de todos. Al caer la noche, la enfermera Kennedy mejoró hasta el punto de que ya no se observaba rigidez alguna en sus miembros. Su respiración seguía siendo lenta y regular, pero la inexpresividad de su rostro desapareció, y ahora parecía dormir plácidamente. El doctor Winchester regresó por la tarde con otras dos enfermeras, una de las cuales tenía que cuidar a la señorita Kennedy mientras la otra hacía lo propio con el señor Trelawny. Por la tarde habían echado una siesta para hacerse cargo de las guardias nocturnas. Decidimos que la señora Grant montaría guardia hasta las doce, hora en que la relevaría la señorita Trelawny. La nueva enfermera permanecería en la habitación de esta última, y cada cuarto de hora iría a ver cómo iban las cosas en la habitación del enfermo. El doctor también se quedaría hasta las doce, y yo ocuparía su puesto. Uno u otro de los policías permanecería toda la noche cerca de la habitación, que visitaría periódicamente para asegurarse de que no se habían producido novedades. De ese modo se vigilaría a quienes montaban guardia y se evitaría la posibilidad de sucesos semejantes a los de la noche anterior.

En cuanto se puso el sol, la ansiedad extraña y profunda se apoderó de nosotros, y cada uno por separado se preparó para la vigilia. El doctor Winchester decidió seguir mi ejemplo y me preguntó dónde había conseguido la mascarilla de oxígeno. Incluso tuvo la idea de persuadir a la señorita Trelawny. Una vez que los tres estuvimos protegidos contra aquellos efluvios misteriosos, nos dispusimos a pasar la noche.