3
Me impresionó el modo en que las dos jóvenes se miraron. Supongo que mi hábito de estudiar a la gente y observar su comportamiento se extiende también fuera del ámbito de los juzgados. En ese momento de mi vida, cualquier cosa que interesase a la señorita Trelawny, me interesaba a mí, y si ella miró con interés a la recién llegada, yo hice lo propio. Al comparar a aquellas dos mujeres, de algún modo mi conocimiento de la señorita Trelawny aumentó. Ciertamente, ambas ofrecían un contraste acusado. La joven que había solicitado mi ayuda era morena, de facciones armoniosas y bonita figura. Sus ojos eran maravillosos; grandes y negros, de una mirada suave como el terciopelo, profunda y misteriosa. Mirarlos era como contemplarse en un espejo oscuro. En una ocasión oí a un anciano caballero, viajero consumado, describir el efecto de aquellos ojos en los siguientes términos: «Es como observar en la noche las lejanas lámparas de una mezquita cuyas puertas permanecen abiertas». Las cejas eran finas y bien arqueadas, y constituían un marco perfecto para sus espléndidos ojos. Su cabellera, larga y rizada, era negra y tan brillante como la seda. Por lo general, el cabello negro es signo de una personalidad fuerte, vigorosa, pero en este caso no era exactamente así. Aunque no sugería debilidad, le confería una espiritualidad extraordinaria. Todo en ella era refinado, armónico; su porte, su figura, sus cabellos, sus ojos, sus labios carnosos de un intenso color escarlata, sus dientes pequeños y blancos, la suave curva de la mandíbula, sus dedos largos y finos, sus delgadas muñecas. La suma de estas perfecciones hacía que resultase una mujer tierna, dulce y encantadora.
La enfermera, por otra parte, tenía una estatura algo menor que la mayoría de las mujeres. Era robusta y sus manos parecían fuertes y hábiles. El color de su tez semejaba el de las hojas secas en otoño. Su cabello, castaño claro, era espeso y largo, y sus ojos, pardos con reflejos dorados, centelleaban sobre la piel bronceada y salpicada de pecas. Las mejillas y los labios eran rojos y la intensa blancura de los dientes hacía resaltar su rubicundez. Tenía una nariz respingona, de esas que suelen revelar una personalidad generosa, incansable, tenaz. Su frente, blanca y ancha, señalaba que se trataba de una mujer decidida y racional.
El doctor Winchester, a su regreso al hospital, encontró a la enfermera, la hizo subir a su coche y, tras ponerla al corriente de la situación, le confió el cuidado del herido. Tras observar la nueva cama y ahuecar las almohadas, nos pidió que la ayudásemos a trasladarle a ella de inmediato.
A primera hora de la tarde, tras el regreso del sargento Daw, me marché a mi casa, y desde allí envié a la señorita Trelawny la ropa, los documentos y los libros que podría precisar durante los siguientes días. Luego, marché al tribunal, donde aquella tarde tenía lugar la vista de una importante causa. Al sonar las seis me detenía ante las puertas de la casa de Kensington Palace Road, y pocos minutos después entraba en una gran estancia próxima a la habitación donde yacía el señor Trelawny.
Llegó la noche y aún no habíamos organizado las guardias nocturnas. La enfermera Kennedy, que estuvo de guardia durante todo el día, se encontraba descansando para hacerse cargo nuevamente del herido hacia las doce. El doctor Winchester, que cenaría en la casa, esperaba a que lo llamasen al comedor y, en cuanto hubo terminado, regresó a la habitación del señor Trelawny. En el transcurso de la cena, la señora Grant permaneció con éste en compañía del sargento Daw, quien deseaba completar el examen minucioso de cuanto había en la habitación y cerca de ella. A las nueve de la noche la señorita Trelawny y yo fuimos a relevar al doctor. Ella había reposado unas horas por la tarde a fin de estar descansada para su guardia nocturna. Me dijo que había resuelto que, al menos por esa noche, no abandonaría su puesto hasta el amanecer.
No intenté disuadirla, pues sabía que su decisión era firme, aunque advertí que en el fondo no deseaba hacerlo. No dije nada acerca de mis intenciones. Entramos en la habitación procurando no hacer ruido, hasta el punto que el doctor Winchester, que se encontraba inclinado sobre la cama, no nos oyó y pareció un poco sorprendido al levantar la cabeza y vernos. Comprendí de inmediato que las misteriosas características de aquel caso estaban afectando sus nervios, y temí que nos transmitiese su intranquilidad. Evidentemente, estaba un poco enfadado consigo mismo por haberse sobresaltado, y, como si quisiera disculparse, nos dijo:
—No alcanzo a entender la causa de este estupor. He efectuado un examen minucioso y estoy convencido de que no existe lesión cerebral, al menos externa. De hecho, todos sus órganos vitales parecen en excelentes condiciones. Ya le he suministrado alimento varias veces y, al parecer, le ha sentado bien. Su respiración es profunda y regular, y su pulso más lento y fuerte que esta mañana. Por otra parte, no he encontrado prueba alguna de que se le haya suministrado un narcótico, y su estado de inconsciencia tampoco se parece al sueño hipnótico, varios de cuyos casos he tenido ocasión de ver en el hospital Charcot, de París. En cuanto a esas heridas —añadió señalando la muñeca—, ignoro de qué modo se las habrán provocado. Tal vez hayan sido hechas por las púas de una máquina de cardar, pero es una suposición inverosímil. Quizá las haya infligido un animal salvaje que antes tuviese la precaución de afilarse las garras, lo que es asimismo imposible. Señorita Trelawny, ¿hay mascotas en la casa? Me refiero a algún animal inusual, como un cachorro de tigre o algo por el estilo.
—¡Oh, no! A mi padre no le gustan los animales, a menos que estén muertos y disecados. Incluso mi pobre gatito vive aquí bajo ciertas condiciones. Y a pesar de que se trata del animalito más manso y bueno del mundo, está terminantemente prohibido que entre en esta habitación.
Mientras hablaba se oyó un ligero roce en la puerta. La señorita Trelawny, cuyo rostro se iluminó, fue a abrir mientras exclamaba:
—¡Ya está aquí! Me refiero a Silvio. Se ha sentado sobre sus patas traseras y está rascando la puerta; siempre lo hace cuando quiere entrar en este cuarto. —La abrió y empezó a hablar con el gato, como si éste fuese un bebé—. ¿Buscas a tu mamaíta? Entra, pero debes permanecer muy quietecito.
Tomó el gato en sus brazos y regresó a nuestro lado. Era, un efecto, un hermoso animal. Su pelo, largo y sedoso, revelaba que era de raza persa. A pesar de su mansedumbre, parecía muy altivo, y cuando abrió las garras para desperezarse, advertí que eran grandes y filosas. Mientras la señorita Trelawny lo acariciaba, el gato se revolvió de pronto como una anguila y saltó de sus brazos. Cruzó corriendo la estancia y se detuvo delante de una mesa baja en la que había la momia de un animal. Silvio empezó a bufar y a gruñir. La joven volvió a cogerlo. El gato se resistió, pero en ningún momento arañó a su ama, a quien era evidente que quería. Ella lo alejó de allí y con tono admonitorio le dijo:
—¡Eres un gatito malo! Me has hecho quedar en ridículo. Ahora da las buenas noches a estos caballeros y vamos a la habitación de tu mamaíta.
Mientras hablaba, tendió una de las patas delanteras del gato para que yo la estrechase. Al hacerlo, no pude por menos de admirar su tamaño y su belleza.
—¡Caramba! —exclamé—. Su pata semeja un pequeño guante de boxeo provisto de garras.
—Es verdad. Y fíjese usted que mi Silvio tiene siete dedos —añadió obligando al animal a abrirlos para que yo pudiese contarlos.
Mientras lo hacía, el animal sacó las uñas y las clavó en el dorso de mi mano. Retrocedí instintivamente y exclamé:
—¡Este animal tiene unas garras tan afiladas como navajas!
El doctor Winchester se acercó a nosotros y se inclinó sobre las patas del gato para observar sus garras. De pronto, gritó sorprendido:
—¡Vaya por Dios!
De inmediato fue en busca de un trozo de papel secante, que aplicó a la palma de su mano, y, tras pedir perdón a la joven, apoyó la garra del gato sobre el papel y trazó una líneas con sus uñas. El altivo gato pareció ofendido ante aquella muestra de familiaridad, e intentó retirar la pata. Eso era precisamente lo que el doctor Winchester deseaba que hiciese, pues de ese modo trazó siete líneas en la superficie del papel. A continuación, la señorita Trelawny se llevó a su gato, y cuando al cabo de un par de minutos estuvo de regreso, dijo:
—Hay algo raro en el modo en que se comportó Silvio. La primera vez que lo traje aquí para mostrárselo a mi padre, se subió de un salto a esa mesita y trató de arañar a la momia. Mi padre se enfadó mucho y me exigió que me deshiciese de él. Sólo cuando le di mi palabra de que no volvería a ocurrir consintió que continuara en la casa.
Durante la breve ausencia de la señorita Trelawny, el doctor Winchester había retirado el vendaje de la muñeca del herido. Se veían claramente los siete cortes rojos, y el doctor, tras plegar el papel secante, acercó lo arañazos grabados en éste a los que habían lacerado la carne. Nos miró con expresión triunfal y nos hizo un ademán de que nos acercásemos. ¡Ambas marcas coincidían exactamente! No fue necesario explicar nada.
—Habría sido mejor que Silvio no faltase a su palabra.
Todos guardamos silencio. Finalmente, la señorita Trelawny dijo:
—Pero anoche Silvio no estuvo en esta habitación.
—¿Está usted segura? Si fuese necesario, ¿podría demostrarlo?
—Estoy segura, aunque resultaría difícil de probar. Silvio duerme en mi habitación, en un cesto. Recuerdo que anoche lo vi acostarse en él, como de costumbre, y lo cubrí con una pequeña manta. Esta mañana yo misma lo saqué del cesto. Además, no lo vi por aquí, pero tal vez eso se deba a que estaba tan preocupada por la salud de mi padre que no reparé en su presencia.
—Bien, por ahora no hay necesidad de probar nada —dijo el doctor con cierto tono de preocupación—. Además, cualquier gato puede limpiarse la sangre que tenga en las uñas, si la tiene, en apenas unos segundos.
Se hizo el silencio, que nuevamente fue roto por la señorita Trelawny.
—Ahora que pienso mejor en ello, es del todo imposible que Silvio sea el responsable de esas heridas. Cuando oí el primer ruido, tanto la puerta de mi habitación como la de mi padre estaban cerradas. Al entrar aquí, la herida ya había sido infligida, de modo que no pudo ser obra de Silvio, ya que no tuvo tiempo de huir.
El razonamiento era irrefutable, sobre todo para un abogado como yo, que estaba acostumbrado a enfrentarme a un tribunal. Me alegré de que el gato no estuviese relacionado con el ataque, tal vez porque era la mascota de la señorita Trelawny, que lo apreciaba mucho.
—¡Inocente! —exclamó el doctor Winchester con tono humorístico—. Además, pido disculpas a Silvio, aunque todavía ignoro por qué le irrita tanto esa momia. ¿Hay otras momias en la casa con las cuales se comporte del mismo modo? Imagino que debe de haber muchas; he visto algunas en el vestíbulo al llegar.
—Sí, hay muchas —contestó la joven—, hasta el punto que en ocasiones tengo la impresión de vivir en el Museo Británico. Pero Silvio no les da importancia, a excepción de ésta, claro, tal vez porque no es de una persona sino de un animal.
—Quizá se trate de un gato —dijo el doctor mientras se ponía en pie para examinar la momia más de cerca—. Sí —añadió—, es de un gato, y muy bonito, por cierto. Si no hubiese sido la mascota favorita de alguna persona de rango elevado, no habría recibido tan alto honor. Observen. Está dentro de una caja pintada y sus ojos son de obsidiana, como en las momias humanas. Es verdaderamente extraordinario que aun así los animales se reconozcan. He aquí un gato muerto, quizá desde hace tres mil o cuatro mil años, y otro gato de distinta raza, en un mundo prácticamente diferente, lo ataca como si estuviera vivo. Si me lo permite usted, señorita Trelawny, me gustaría hacer un experimento con su gato. —Ante el silencioso asentimiento de la joven, el doctor Winchester añadió—: Por supuesto, le prometo que Silvio no sufrirá daño alguno. Más bien será el otro gato de quien deberemos compadecernos.
—¿A qué se refiere? —preguntó la señorita Trelawny.
—No se alarme usted, se lo ruego. El gato momificado de su padre tampoco sufrirá ningún daño. Tengo la intención de traer la momia de otro gato y reemplazarla por ésta, siempre que usted me deje violar momentáneamente las instrucciones de su padre, desde luego. Así sabremos si Silvio siente antipatía hacia los gatos momificados en general, o sólo hacia éste en particular.
—No lo sé… —dijo la joven con tono dubitativo—. Las instrucciones de mi padre me parecen tan incomprensibles… —Hizo una pausa y prosiguió—: Pero, dadas las circunstancias, cualquier cosa que sirva para ayudarlo, debe hacerse. Supongo que la momia de un gato no tiene nada de particular.
El doctor Winchester permaneció en silencio. Se sentó muy derecho, y por su expresión grave, que indicaba una evidente preocupación, comprendí que el caso en el que ahora me hallaba envuelto era mucho más extraño de lo que había imaginado. La conciencia de este hecho comenzó a arraigar en mí. El cuarto, y todo lo que en él había, era extraordinariamente misterioso. Estaba lleno de antiguas reliquias procedentes de lugares remotos. Las momias y objetos relacionados con ellas que nos rodeaban parecían despedir todavía un olor penetrante a betún, resinas y especias —bálsamos de nardos, entre otros—, de modo que nos sentíamos transportados a tiempos pasados. La habitación estaba apenas iluminada; no había ninguna fuente de luz que pudiese sugerir la presencia de alguna clase de poder o ente. La estancia era espaciosa, de techos elevados. En los rincones había sombras difusas. De pronto, la presencia de la muerte y el pasado se hizo tan intensa en mí, que me sorprendí mirando en torno en busca de un ser o una influencia extraños. Ni siquiera me tranquilizó el que la señorita Trelawny y el doctor Winchester estuvieran allí. Reparé entonces en la enfermera Kennedy, cuya confianza en sí misma y su capacidad profesional añadían un elemento de seguridad del que yo carecía en esos momentos. Comencé a tejer fantasías en torno al hombre herido que yacía en la cama; de algún modo, me había incluido en sus asuntos… Pero la presencia de la enfermera me infundió ánimos. Aquélla era la habitación de un hombre enfermo, y las sombras dejaron de parecerme inquietantes. Sin embargo, aquel extraño aroma egipcio, persistía. No importa cuán encerrada esté una momia, siempre despide un olor particular. Uno podría pensar que tres mil o cuatro mil años bastarían para acabar con él, pero la experiencia me ha enseñado que no es así, y que su secreto permanece oculto para nosotros.
Me enderecé en la silla; era evidente que aquel olor estaba afectando mis nervios, incluso mi memoria y mi voluntad. Y de pronto se me ocurrió una idea, que casi podía calificarse de inspiración. Si yo sentía tanto la influencia de aquel olor, ¿no era posible acaso que el señor Trelawny, que durante muchos años había pasado largas horas en aquel lugar se hubiese visto afectado, lentamente, hasta el punto de…?
De nuevo volví a sumirme en mis reflexiones y comprendí que era imposible. Debía tomar las precauciones necesarias para permanecer despierto y a salvo de toda influencia extraña. La noche anterior sólo había dormido unas horas y era imprescindible que permaneciera lúcido. Sin comunicar mi intención a nadie, para no inquietar aún más a la señorita Trelawny, salí de la habitación, bajé por las escaleras y abandoné la casa. No tardé en encontrar una farmacia, donde adquirí una mascarilla de oxígeno. Cuando regresé a la casa, ya eran las diez de la noche. El doctor Winchester se disponía a marcharse. La enfermera lo acompañó hasta la puerta de la habitación a fin de que le diese las últimas instrucciones. La señorita Trelawny estaba sentada al lado de la cama, y el sargento Daw, que acababa de llegar, se hallaba cerca de ella.
Cuando la enfermera Kennedy se reunió con nosotros dispusimos que permanecería de guardia hasta las dos de la madrugada, hora en que la relevaría la señorita Trelawny. Así, de acuerdo con las instrucciones del padre de ésta, en todo momento habría un hombre y una mujer en la estancia, y puesto que las guardias sólo se relevarían por mitades, los guardianes nunca serían nuevos, evitando así la posibilidad de que algo extraño ocurriera. Fui a tenderme en el sofá de la habitación que habían dispuesto para mí, no sin antes ordenar a un sirviente que me llamase poco antes de las doce. Al cabo de unos minutos, estaba profundamente dormido.
Al despertar tardé unos instantes en darme cuenta de dónde estaba, pero aquel breve descanso me hizo mucho bien, y me ayudó a ver las cosas bajo una luz más clara que por la tarde. Me lavé la cara y me dirigí hacia la habitación del enfermo. Entré procurando no hacer ruido. La enfermera estaba sentada al lado de la cama, inmóvil y alerta. El sargento Daw se había acomodado en un sillón, al otro lado de la estancia, sumido en la sombra. No se movió cuando me acerqué a él, y me dijo en voz baja:
—No hay novedad.
Contesté que su turno de guardia había finalizado y que podía acostarse hasta las seis, lo que al parecer le satisfizo mucho. Antes de marcharse, se volvió hacia mí y susurró:
—Tengo el sueño ligero y nunca me separo de mis pistolas. Cuando salga de aquí y no respire esta atmósfera, me sentiré más despejado.
Al parecer, él también había sido víctima de aquella extraña somnolencia.
Pregunté a la enfermera si necesitaba algo, y observé que en su regazo tenía un frasco lleno de vinagre. Comprendí de inmediato que también ella había sentido los efectos del olor que reinaba en la estancia. Contestó que no precisaba nada, pero que en caso contrario ya me lo comunicaría. Yo no quería que se fijase en mi mascarilla, de modo que fui a sentarme en el sillón que estaba a sus espaldas, al abrigo de las sombras. Allí me puse la mascarilla y me retrepé cómodamente.
Durante largo rato me entregué a mis pensamientos, reflexionando acerca de los acontecimientos de aquel día. De pronto, percibí otra vez aquel olor egipcio, aunque no tan fuerte como antes. La mascarilla de oxígeno había resultado útil después de todo.
Traté que ningún pensamiento inquietante ocupase mi mente, y si bien no recuerdo que me hubiese dormido ni que súbitamente despertara de un letargo, el caso es que tuve una visión, o tal vez un sueño, no sabría decirlo.
Yo permanecía en la misma habitación, sentado en el mismo sillón. Llevaba puesta la mascarilla y me di cuenta de que respiraba muy bien. La enfermera seguía en el mismo lugar, dándome la espalda. El herido estaba tan quieto como un muerto. El silencio era absoluto. Podía oír, a lo lejos, los ruidos de la ciudad, el ocasional traqueteo de mi coche, el grito de un juerguista, y el eco de los trenes al pasar. La luz de la lámpara era mortecina y más que alumbrar atenuaba la oscuridad. La luz de la luna hacía que la pantalla de seda verde de la lámpara semejase una esmeralda. La habitación estaba poblada de sombras que parecían moverse delante de las ventanas. Me pareció percibir un sonido muy débil, como el maullido de un gato, seguido del roce de una tela y el leve choque de dos objetos de metal. Yo estaba prácticamente en trance. Por fin, como en una pesadilla, me di cuenta de que estaba dormido y de que ya no era dueño de mis actos.
Súbitamente oí un grito agudo y una luz intensa inundó la estancia. No era un grito, sino el disparo de una pistola, seguido inmediatamente de otro. Cuando volví a abrir los ojos, lo que vi delante de mí me horrorizó.