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Extrañas instrucciones

El comisario Dolan se acercó lentamente a la puerta; todos aguardamos, expectantes. La entreabrió unos pocos centímetros y luego, dejando escapar un suspiro de alivio, la abrió para permitir la entrada de un hombre joven de rostro afeitado, alto y esbelto, de expresión inteligente, que echó una rápida mirada alrededor. El comisario se acercó a él y ambos se estrecharon la mano con actitud cordial.

—He venido de inmediato tras recibir su mensaje, señor comisario.

—No podía esperar menos de usted —dijo Dolan—. ¿Acaso cree que he olvidado los viejos tiempos en la calle Bow Street?

A continuación, y sin más preliminares, empezó a referirle todo lo que sabía hasta el momento. El sargento hizo algunas preguntas, muy pocas en realidad, apenas las necesarias para ponerse al corriente de los hechos; aun así el comisario creyó necesario, como era típico en él, extenderse en explicaciones. Mientras tanto, el sargento Daw echaba rápidos vistazos en torno, fijándose en los presentes, incluido el herido que yacía inconsciente en el sofá.

Cuando el comisario terminó con su exposición, el sargento se acercó a mí y dijo:

—Tal vez se acuerde de mí, señor. Nos conocimos con ocasión del caso Hoxton.

—Lo recuerdo muy bien —dije al tiempo que le tendía la mano.

—Habrá advertido, sargento —intervino el comisario—, que le han adjudicado este caso.

—Espero que bajo sus órdenes —lo interrumpió Daw.

Dolan sacudió la cabeza y sonrió.

—Me parece —dijo—, que es una de esas ocasiones que exigen de un hombre todo su tiempo y su inteligencia. Tengo otros casos que atender, pero éste me interesa particularmente, y si puedo ayudar del modo que sea, estaré encantado.

—Muy bien, señor —le contestó el sargento, aceptando su responsabilidad, y de inmediato dio comienzo a las investigaciones.

Lo primero que hizo fue acercarse al doctor Winchester, pedirle su nombre y dirección, y, a continuación, un informe detallado para presentar a sus superiores si fuese necesario. El médico asintió con gesto grave. Luego Daw se volvió hacia mí y me dijo en voz baja:

—Me gusta este doctor; creo que trabajaremos bien juntos. —Después, dirigiéndose a la señorita Trelawny, agregó—: Le ruego que me comunique cuanto sepa acerca de su padre; sus costumbres, su modo de vida, su historia. En una palabra, todo lo que le parezca interesante.

Estuve a punto de interrumpirlo para decirle que ella ya había admitido su ignorancia sobre estos asuntos, pero ella me indicó con un ademán de la mano que no lo hiciera, y contestó:

—Desgraciadamente, sé muy poco. El comisario Dolan y el señor Ross pueden decírselo.

—Muy bien, señorita. Nos contentaremos con lo poco que tenemos —respondió el sargento—. Comenzaré por hacer un examen minucioso. ¿Dice usted que se encontraba al otro lado de la puerta cuando oyó ese ruido extraño?

—Yo estaba en mi habitación, y me despertó. Me levanté de inmediato. La puerta del dormitorio de mi padre se hallaba cerrada. Podía ver el rellano y los escalones superiores de la escalera. Nadie podría haber salido de la habitación sin que yo lo advirtiese, si es a eso a lo que se refiere.

—Pues eso es exactamente a lo que me refería, señorita. Si todos aquellos con quienes hable son tan elocuentes como usted, pronto llegaremos al fondo de este asunto. De modo que debo suponer que quien haya atacado a su padre aún estaba en la habitación de éste cuando usted entró.

El sargento dijo esta última frase con tono interrogativo, pero nadie respondió. A continuación se acercó a la cama, la observó detenidamente, y preguntó:

—¿Ha tocado alguien esta cama?

—No que yo sepa —respondió la señorita Trelawny—, pero le preguntaré a la señora Grant, el ama de llaves. —Hizo sonar la campanilla, y cuando la mujer se presentó, le dijo—: Entre, por favor, estos caballeros quieren saber si alguien ha tocado el lecho de mi padre.

—Yo, no —respondió el ama de llaves.

—En ese caso —dijo la señorita Trelawny volviéndose hacia el sargento—, nadie la ha tocado. La señora Grant y yo estuvimos todo el tiempo aquí, y cuando di la voz de alarma no había ningún criado cerca de la cama. Como verá, mi padre yacía en el suelo, delante de la caja fuerte, y todos se reunieron en torno a él. De inmediato les pedimos que se retiraran.

Daw nos indicó a todos que permaneciésemos en el otro lado de la habitación, y tras sacar una gran lupa de su bolsillo procedió a examinar la cama, teniendo mucho cuidado de no mover las sábanas. Luego estudió el suelo, sobre todo la mancha de sangre que había en él. Se puso de rodillas y observó detenidamente el rastro que iba de ésta, delante de la caja fuerte, hasta el lecho. Al parecer no encontró nada que le llamase la atención. A continuación inspeccionó el frente de la caja y, muy especialmente, la unión de las puertas.

Luego se acercó a las ventanas, que estaban cerradas, y preguntó a la señorita Trelawny:

—¿Estaban asegurados los postigos?

Lo hizo con un tono casual, como si esperase una respuesta negativa, tal como ocurrió.

Mientras tanto, el doctor Winchester cuidaba al herido y le vendaba las lesiones de la muñeca. Una vez hecho esto, procedió a un minucioso reconocimiento de la cabeza, la garganta y el pecho del señor Trelawny. En más de una ocasión acercó la nariz a la boca de éste, aspiró y miró alrededor, como si buscase algo.

De pronto oímos la profunda voz del detective que decía:

—Por lo que he observado hasta el momento, intentaron llevar hasta la caja fuerte la llavecita sujeta a la pulsera del señor Trelawny. Al parecer, la cerradura de la caja posee un mecanismo secreto que no atino a descubrir. Antes de trabajar para la policía lo hice para Chubb, uno de los fabricantes de estos artefactos. Las combinaciones suelen ser de siete letras, pero en este caso debe de haber un mecanismo suplementario. Iré a ver al fabricante, en este caso Chatwood, y lo averiguaré. —Volviéndose al doctor, añadió—: ¿Tiene algo que comunicarme, algo que no me haya dicho, señor Winchester? Si tiene usted alguna duda, puedo esperar, pero cuanto antes sepa algo definitivo, tanto mejor.

—Por mi parte —dijo el médico— no hay razones para esperar. Haré un relato detallado, por supuesto, pero desgraciadamente, no es mucho lo que tengo que consignar, y, en cualquier caso, nada definitivo. El señor Trelawny no muestra en la cabeza ninguna contusión que explique su pérdida continuada de consciencia. En consecuencia, debería suponer que ha sido drogado o sometido a una influencia hipnótica. Sin embargo, creo que no ha ingerido narcótico alguno, o, por lo menos, ninguno que conozca. Aunque esta habitación está tan saturada del olor que despiden las momias, que es difícil asegurar nada. Tal vez haya percibido usted ciertos aromas egipcios; me refiero a esencia de nardos, betún, goma y especias. Cabe la posibilidad de que la sustancia química causante de este estado de inconsciencia posea un aroma muy delicado. También es probable que el señor Trelawny hubiese ingerido alguna clase de somnífero, y que, mientras dormía, se hubiera autolesionado. Sin embargo, no lo creo factible; las circunstancias, de acuerdo con mis investigaciones, demuestran que esta suposición es incorrecta, pero, no obstante, probable.

—Quizá tenga usted razón —lo interrumpió el sargento—. Pero hemos de encontrar el objeto que le causó la herida en la muñeca. En algún lugar debe de haber huellas de sangre.

—Eso creo yo —dijo el doctor, ajustándose las gafas, como si se dispusiera a dar un argumento—. Pero si el paciente ha ingerido alguna droga extraña, tal vez se tratara de una cuyos efectos no fueran inmediatos. De modo, pues, que ya que ignoramos los poderes de dicha droga, hemos de estar preparados para cualquier eventualidad.

—Su teoría, doctor, es muy acertada —intervino la señorita Trelawny—. Al menos en lo que se refiere al somnífero. Pero de acuerdo con la segunda parte de su conjetura, fue mi padre quien se infligió las heridas, y eso después de que la droga hubiese hecho efecto.

—¡Eso mismo! —exclamaron al unísono el doctor y el sargento.

—Aun así, doctor, su suposición no agota las posibilidades. En primer lugar, debemos hallar el arma con que mi padre, si es así como ocurrió, se provocó la herida.

—Tal vez la guardase en la caja fuerte antes de perder el conocimiento —observé yo sin pensar demasiado en lo que decía.

—Eso es imposible —se apresuró a replicar el doctor Winchester—. Ha de tener usted en cuenta que la mano izquierda está cubierta de sangre y que, en cambio, no hay rastros de ésta en la caja.

—Tiene usted razón —contesté.

Se hizo el silencio. Al fin, el doctor dijo:

—Debemos enviar por una enfermera cuanto antes. Conozco una de la mayor confianza. Si ustedes me lo permiten, iré por ella. Durante mi ausencia les ruego que no dejen solo al paciente. Quizá sea necesario trasladarlo a otra habitación, pero por el momento que permanezca aquí. La señorita Trelawny o la señora Grant pueden quedarse a su lado.

La señorita Trelawny prometió que no dejaría solo a su padre y el doctor, después de darle unas instrucciones por si acaso recobraba el sentido, se marchó.

El comisario Dolan se acercó entonces al sargento Daw y le dijo:

—Debo regresar a la comisaría, a menos, por supuesto, que usted me necesite para algo.

—¿Trabaja todavía con usted Johnny Wright? —preguntó Daw.

—Sí. ¿Quiere que colabore en este caso?

El sargento asintió con la cabeza.

—Pues se lo enviaré tan pronto como pueda —dijo el comisario—. Permanecerá a su lado todo el tiempo que usted lo crea necesario. Le diré que siga sus instrucciones.

Daw acompañó a Dolan a la puerta, y antes de que éste se marchara, le dijo:

—Gracias, señor. Siempre ha sido muy considerado con sus hombres. Para mí es un placer trabajar nuevamente con usted. Debo regresar a Scotland Yard para dar parte a mis superiores. Luego iré a Chatwood, y estaré de regreso lo antes posible. Creo que tendré que trabajar aquí un día o dos. Necesitaré cierta ayuda, o al menos cierto apoyo de su parte, comisario, para desvelar este misterio.

—Lo ayudaré en todo lo que pueda —intervino la señorita Trelawny.

Daw se volvió hacia ella por un segundo y luego prosiguió:

—En primer lugar, le pido permiso para examinar el escritorio de su padre; tal vez encuentre algo que nos dé una pista.

—Tiene usted permiso para hacer cualquier cosa que nos conduzca a la resolución de este problema, para descubrir qué le ocurrió a mi padre o que podrá ocurrirle en el futuro.

El sargento comenzó una búsqueda sistemática en el escritorio del señor Trelawny. En uno de los cajones encontró una carta sellada. Cruzó la habitación y se la entregó a la joven.

—¡Una carta para mí, escrita por mi padre! —exclamó la señorita Trelawny cogiéndola al instante.

Mientras ella leía, observé su rostro al tiempo que descubrí que el sargento Daw también lo hacía, atento a sus reacciones. Cuando concluyó la lectura, una secreta convicción se apoderó de mí. Entre las certezas de Daw respecto de la señorita Trelawny había una que era, tal vez, más potencial que definitiva.

Por unos minutos la joven quedó pensativa. Luego, volvió a leer detenidamente; esta vez, la expresión de su rostro se hizo más intensa. Cuando hubo finalizado esta segunda lectura, hizo una nueva pausa, al cabo de la cual, no sin cierta renuencia, devolvió la carta al sargento. Él la leyó y a continuación me la tendió. La señorita Trelawny me observó por un instante, y advertí que se ruborizaba.

Debo confesar que esa reacción me agradó. Al darle la carta a Daw no había dado muestra alguna de perturbación, pero conmigo reaccionó de modo muy distinto. Consciente de que la joven y el sargento tenían la vista fija en mí, leí lo que sigue:

Mi querida hija:

Deseo que leas esta carta como si de unas instrucciones se tratase, y que las sigas al pie de la letra, sin apartarte de ellas por ningún motivo. Si algo repentino o misterioso me ocurre, una enfermedad, un accidente o un ataque, debes hacer lo que te indico. Si ya no estoy en mi dormitorio cuando descubras mi estado, harás que me lleven a él cuanto antes. Aun si muero, mi cadáver deberá ser tendido en mi cama. Además, hasta que recobre el conocimiento y esté en condiciones de dar instrucciones sobre lo que debe hacerse, o hasta que me encuentre bajo tierra, será necesario que no me quede solo ni un instante. Durante la noche deberán permanecer al menos dos personas en mi habitación. Será preciso que me cuide una enfermera y que tome nota de los síntomas, permanentes o no, que le llamen la atención. Mis notarios, Marvin & Jewkes, de Lincoln’s Inn 27, B, tienen instrucciones claras por si acaso muero. El señor Marvin se encargará de velar por el cumplimiento de mi voluntad. Como no tienes ningún pariente, te aconsejo, querida hija, que solicites ayuda a una persona amiga en quien puedas confiar y que permanezca contigo en la casa o acuda en cuanto solicites su presencia. Tal persona amiga puede ser hombre o mujer, pero, además, será necesario que haya otro vigilante, del sexo contrario al de la persona que hayas elegido. Quiero que entiendas que mi deseo es que en todo momento me observen o vigilen, de manera consciente, un hombre y una mujer. Una vez más, querida Margaret, debes comprender la necesidad de que cualquier cambio que se produzca en mí, por extraño que parezca, sea observado.

Ninguna de las cosas que hay en mi dormitorio debe ser cambiada de lugar por ninguna razón. Tengo un motivo muy especial para ello, de modo que si esto no se hiciese así, mis planes se verían alterados.

Si necesitas dinero, consejo o cualquier otra cosa, el señor Marvin te complacerá sin demora, pues le he dado instrucciones precisas al respecto.

ABEL TRELAWNY

Leí la carta una vez más antes de hablar, pues temía delatar mi asombro. La elección de un amigo era algo trascendental para mí. Había abrigado motivos de esperanza cuando ella me pidió que la ayudase, pero el amor siembra sus propias dudas, y las temía. Los pensamientos parecían bullir en mi mente, y unos pocos segundos me bastaron para decidir que yo no quería ser el amigo que su padre le había pedido que buscase para que la acompañase en su vigilia. Pero aun así esa primera impresión entrañaba una lección que no podía ignorar. Cuando ella solicitó ayuda, fue a mí a quien mandó llamar; a mí, un extraño con el que sólo había bailado un par de veces en una fiesta y había mantenido una breve charla una tarde, en el río. Así que, al devolverle la carta, le dije:

—Me perdonará usted, señorita, mi excesiva presunción, pero si me permite contribuir a la vigilancia de su padre, me sentiré orgulloso. Aunque la ocasión es por demás triste, semejante privilegio me hará muy feliz.

—Le agradezco mucho su ayuda —dijo ella, ruborizándose de nuevo. Y tras una breve pausa, añadió—: Pero no puedo ser tan egoísta. Sé que es usted un hombre muy ocupado, y aunque encuentro encomiable su gesto, no deseo robar todo su tiempo.

—Mi tiempo es suyo —me apresuré a contestar—. Apenas haya hecho los arreglos necesarios, lo cual me llevará la tarde de hoy, estaré a su entera disposición.

Observé que las lágrimas acudían a sus ojos, y en ese momento el sargento intervino:

—Me alegro mucho de que se quede usted, señor Ross. Yo también permanecerá en la casa, si mis jefes y la señorita Trelawny me lo permiten. Esta carta parece dar un nuevo cariz a los acontecimientos; ahora el misterio es más grande que nunca. Bien, debo ir a Scotland Yard y luego visitar a los fabricantes de esa caja fuerte. Estaré de regreso lo antes posible.

En cuanto Daw se hubo marchado, la señorita Trelawny y yo permanecimos en silencio. De vez en cuando me dirigía unas miradas que me hacían sentir un rey. Al fin me pidió que no dejase de vigilar a su padre ni por un segundo y salió de la habitación.

Regresó al cabo de pocos minutos, acompañada de la señora Grant, dos sirvientas y un par de criados. Estos últimos transportaban las partes de una cama de hierro que comenzaron a armar de inmediato. Cuando terminaron su trabajo, la señorita Trelawny me dijo:

—Conviene tenerlo todo listo para cuando regrese el doctor. Sin duda querrá que mi padre esté acostado, y para eso siempre es mejor una cama que un sofá.

A continuación tomó asiento muy cerca del señor Trelawny, mientras yo recorría la habitación tomando nota de todo lo que veía. Había allí suficientes cosas para provocar la curiosidad de cualquier hombre. El lugar, excepto por los artículos normales en cualquier dormitorio, estaba lleno de objetos curiosos, fundamentalmente egipcios. Como se trataba de una estancia enorme, cabía en ella gran número de cosas, algunas de tamaño sorprendente.

Mientras estaba ocupado en mis investigaciones, oí el sonido de un carruaje que se detenía delante de la casa. Al instante, llamaron a la puerta principal, y pocos minutos después el doctor Winchester entraba en la habitación, seguido de una joven que llevaba el traje oscuro propio de las enfermeras.

—He tenido suerte —dijo el doctor—. Señorita Trelawny, le presento a la señorita Kennedy, la enfermera.