2. El consuelo espiritual
El capellán no fue a ver a Schwejk, sino que llegó a su prisión flotando en el verdadero sentido de la palabra, como las bailarinas en el escenario. El anhelo celestial y la botella de viejo «Gumpodskirchner» le dieron en aquel momento la ligereza de una pluma. Le parecía que en aquella seria y santa hora se acercaba a Dios, mientras a quien se acercaba era a Schwejk.
Detrás suyo cerraron la puerta y los dejaron solos. Él, entusiasmado, dijo a Schwejk, que estaba sentado en el caballete:
—Querido hijo, soy el padre Martinec.
Durante todo el camino había encontrado que ésta era la manera más adecuada de dirigirse a él y en cierto modo la más paternal.
Schwejk se levantó, le estrechó ambas manos y dijo:
—Me alegro mucho. Mi nombre es Schwejk, ordenanza de la 11 compañía del regimiento 91. No hace mucho transfirieron nuestro cuadro a Bruck an der Leitha. Bien, pater, siéntese aquí a mi lado y cuénteme por qué lo han encerrado. Pero ¿por qué está aquí si con el rango de oficial le corresponde el arresto de oficiales? Ese caballete está lleno de piojos. A veces me da la impresión de que hay personas que no saben qué arresto les corresponde o se confunden en la oficina por casualidad. Una vez estuve arrestado en Budweis, en el regimiento, pater, y me trajeron a un representante de cadetes. Eso es algo así como un pater, ni chicha ni chacha. Él gritaba a los soldados como si fuera un oficial y cuando pasaba algo lo encerraban como soldado raso. Eran unos bastardos, pater, hasta tal punto que no los aceptaron en la cocina de suboficiales, no tenían derecho al rancho de los soldados, tenían más categoría, pero la cocina de oficiales tampoco les correspondía. Entonces teníamos cinco de esos y al principio sólo comían queso en la cantina porque no les daban rancho en ninguna parte hasta que un buen día el teniente Wurm se lo prohibió porque no estaba de acuerdo con la dignidád de los representantes de cadetes ir a la cantina de la tropa. Pero ¿qué podían hacer si no les dejaban ir a la cantina de oficiales? Estaban colgados en el aire y aquellos días sufrieron tal calvario que uno de ellos se echó al Maltsch y otro se fue del regimiento y al cabo de dos meses escribió al cuartel diciendo que era ministro de la guerra de Marruecos. Quedaron cuatro, pues al del Maltsch lo sacaron vivo ya que al saltar, con la excitación, olvidó que sabía nadar y que había pasado el examen voluntario de natación con matrícula de honor. A éste lo llevaron al hospital y allí tampoco supieron qué hacer con él, si había que cubrirlo con una manta de oficiales o con una manta vulgar de soldados. Entonces encontraron una solución: no le dieron ninguna manta y lo envolvieron sólo con una sábana mojada de modo que al cabo de media hora pidió que lo dejaran volver al cuartel. Éste fue precisamente al que encerraron conmigo. Estuvo arrestado unos cuatro días y le gustó mucho porque allí le daban rancho; claro quue era rancho de arrestados, pero de todos modos era rancho, es decir, que lo tenía seguro, como se dice. Al quinto día fueron a buscarlo y al cabo de media hora volvió por el gorro llorando de alegría. Me dijo: «Por fin ha llegado una decisión sobre nosotros. Desde hoy a los representantes de cadetes nos encerrarán en el cuartel general con los oficiales, iremos a la cocina de oficiales y cuando ellos hayan terminado de comer nos darán el rancho a nosotros, dormiremos con la tropa y el café y el tabaco serán también los de la tropa».
Sólo entonces el capellán castrense reunió fuerzas para interrumpir a Schwejk con una frase cuyo contenido no tenía nada que ver con la precedente conversación.
—Sí, sí, querido hijo. Entre el cielo y la tierra hay cosas sobre las que hay que reflexionar con fervor de corazón y con absoluta confianza en la infinita gracia de Dios. Querido hijo, vengo a darte el consuelo espiritual.
Enmudeció porque no le parecía del todo adecuado. Mientras se dirigía a aquel lugar se había trazado un esquema de su arenga a través de la cual pretendía conseguir que el desgraciado meditara sobre su vida y sobre el perdón que se le concedería en el más allá, si hacía penitencia y demostraba verdadero arrepentimiento.
Entonces pensó de qué manera podía seguir pero Schwejk se le adelantó preguntándole si tenía cigarrillos.
Si el padre Martinec seguía siendo no fumador esto era lo único que había conservado de su antiguo género de vida. A veces cuando el general Fink ya estaba algo nublado intentaba fumar un Britannika pero entonces le salía todo de manera que le daba la impresión de que su ángel de la guarda lo prevenía dándole cosquillas en la garganta.
—No fumo, querido hijo —contestó con extraordinaria dignidad.
—Qué extraño —dijo Schwejk—. He conocido muchos paters y todos fumaban como cosacos. Yo no puedo imaginar a un pater que no fume ni beba. Sólo he conocido a uno que no fumaba pero es que prefería mascar el tabaco a fumarlo. ¿De dónde es, pater?
—De Jitschin —dijo con voz ahogada el real e imperial reverendo Martinec.
—Entonces tal vez conoció usted a una cierta Rosa. Hace dos años trabajaba en una taberna de Praga, en la Plattnergasse, y cuando nacieron sus gemelos demandó por paternidad a 18 hombres a la vez. Uno de esos gemelos tenía un ojo azul y otro marrón, el otro gemelo tenía un ojo gris y otro negro, de modo que ella pensó que estaban enredados 4 hombres que tenían los ojos así y que iban a la taberna y habían tenido asuntos con ella. Uno de los gemelos tenía una pierna torcida como un concejal que también iba allí, y en el otro pie tenía 6 dedos como un diputado que era también cliente habitual suyo. Y ahora imagínese, pater, de estos clientes había 18 y los gemelos tenían algo de cada uno, de los 18 con los que ella se había ido a su habitación o al hotel. Al final el tribunal decidió que el padre era desconocido y se la cargaron al dueño de la taberna donde trabajaba y ella lo acusó pero él demostró que hacía más de 20 años que había quedado impotente a raíz de una operación en las extremidades inferiores. Luego le mandaron a Jitschin. Así se ve con toda claridad que el que busca el poder recibe porquería. Hubiera tenido que agarrarse a uno solo y no contar al tribunal que uno de los gemelos era del diputado y el segundo del concejal o de cualquier otro. El nacimiento de los niños puede calcularse. Tal día estuve con él en el hotel y tal día nació. Eso tratándose de nacimientos normales, claro está, pater. En esas casas siempre se encuentra a alguien que por alguna moneda dé testimonio, a un criado o a una camarera por ejemplo, y que jure que realmente aquella noche estuvo con él y que al bajar las escaleras ella le dijo: «¿Y qué si pasa algo?» y él le contestó: «No te preocupes, ratoncito; del niño ya me ocuparé yo…»
El cura quedó pensativo y el consuelo espiritual se le hizo difícil. Claro que se había trazado un plan de antemano; hablaría de la infinita gracia el día del juicio final, día en que todos los criminales de guerra resucitarán de la tumba con la soga al cuello y si hacen penitencia serán aceptados en la gracia como aquel pillo del nuevo testamento.
Había preparado un hermosísimo consuelo espiritual compuesto de tres partes. Primero quería decir que la muerte en la horca era mucho más fácil para un hombre totalmente reconciliado con Dios. La ley militar castigaba a los que se hacían culpables de traición a Su Majestad el emperador que era el padre de los soldados, de modo que el menor delito contra él era un parricidio, lo mismo que el insulto al propio padre. Luego quería desarrollar la teoría de que la gracia de Dios había designado a Su Majestad el emperador para administrar los asuntos de la tierra, así como al papa lo había designado para administrar los asuntos espirituales. La traición al emperador era una traición al mismo Dios. Así pues al criminal de guerra además de la soga le esperaba la pena eterna y la eterna condenación a quienes cometen blasfemias. No obstante, si bien la justicia terrena no podía levantar la pena en atención a la disciplina militar y el delincuente tenía que ser ahorcado, no estaba todo perdido en lo que respecta a la segunda pena, a la pena eterna. El hombre podía detenerla haciendo penitencia.
El capellán había imaginado esta emotiva escena que le ayudaría a él mismo allá arriba para que se tacharan todas las observaciones respecto a su propia actividad en casa del general Fink, en Przemysl. Como introducción había pensado decir al sentenciado: «Haz penitencia, hijo; arrodillémonos juntos».
Y luego en la pestilente celda llena de piojos resonaría la oración: Oh Dios que siempre te apiadas y perdonas, alzo a ti mi ruego suplicante por el alma de este guerrero al que has ordenado que abandone este mundo en virtud del juicio del consejo de guerra de Przemysl. Haz que este soldado de infantería no llegue a conocer los tormentos infernales gracias a sus súplicas y a su penitencia y que comparta las alegrías eternas.
—Con permiso, pater. Hace cinco minutos que está como muerto, como si la conversación no le importara. Se nota que es la primera vez que lo arrestan.
—He venido por el consuelo espiritual —dijo el capellán.
—¡Qué curioso es eso que dice todo el rato del consuelo espiritual! No es usted el primero que está en prisión. Además si he de decirle la verdad, pater, no soy tan elocuente como para poder consolar a nadie en su difícil situación. Una vez lo intenté pero no me salió demasiado bien. Siéntese a mi lado y le contaré algo. Cuando vivía en la Opatowitzergasse tenía un compañero, un tal Faustin, que era portero de un hotel. Era un hombre muy bueno, noble y trabajador. Conocía a todas las mujeres de la calle y si usted iba a verle al hotel a cualquier hora de la noche y le decía: «Señor Faustin, necesito una chica», seguro que él le preguntaba si la quería rubia o morena, baja o alta, delgada o gorda, alemana, checa o judía, soltera, separada o casada, inteligente o tonta.
Schwejk se arrimó confidencialmente al capellán y cogiéndolo por la cintura prosiguió:
—Bueno, pater, pongamos que usted hubiera dicho: «Necesito una rubia con las piernas bonitas, viuda y tonta», a los diez minutos la tenía en la cama junto con su fe de bautismo.
El capellán se sofocó poco a poco y Schwejk siguió hablando oprimiéndole contra sí de una manera muy maternal.
—¡No va usted a creer qué sentido de la moralidad y de la dignidad tenía ese señor Faustin, pater! A las mujeres que proporcionaba y enviaba no les aceptaba ni un cruzado de propina y cuando una de ellas lo olvidaba y quería darle algo hubiera tenido que verlo cómo se enfadaba y empezaba a gritar: «¡Puerca! Si vendes tu cuerpo y cometes un pecado mortal es cosa tuya; no creas que a mí me interesan tus dineros. Yo no soy un alcahuete, desvergonzada. Sólo lo hago por compasión hacia ti para que ahora que ya estás corrompida no tengas que descubrir tu vergüenza a los que pasan por la calle y no te pesque la patrulla por la noche y tengas que fregar el suelo de la jefatura de policía durante tres días. Así al menos nadie ve a qué punto de bajeza has llegado». El aunque no quería aceptar dinero cobraba a los clientes como un rufián. Tenía sus tarifas: los ojos azules costaban seis coronas, los negros 15 cruzados, y todo lo detallaba hasta el máximo, lo calculaba en un papel como si fuera una cuenta y luego se lo daba al cliente. Eran unas comisiones muy moderadas. A las chicas tontas les añadía un plus de seis coronas porque partía de la idea de que una desgraciada ordinaria divertía más que cualquier dama culta. Una vez al atardecer vino a verme a la Opatowitzergasse bastante excitado y fuera de quicio, como si lo hubieran echado del tranvía por la ventana y además le hubieran robado el reloj. Al principio no habló nada, sólo sacó del bolsillo una botella de ron, bebió, me la pasó y dijo: «¡Bebe!» Estuvimos sin hablar hasta que nos acabamos la botella y entonces de repente dijo: «Ten la bondad, compañero, hazme un favor: abre la ventana que da a la calle, voy a sentarme allí y tú me coges por los pies y me echas abajo. No necesito nada más en esta vida, sólo quiero el último consuelo de haber encontrado a un buen compañero que me mande al otro mundo. No puedo seguir viviendo aquí. Me han acusado de alcahuete a mí, un hombre honrado, como si fuera cualquier rufián de la judería. Sin embargo, nuestro hotel es de primera clase, tanto las tres camareras como mi mujer tienen sus libretas y al médico no le deben ni un cruzado. Si me tienes un poco de aprecio échame desde el tercer piso, concédeme este último consuelo». Yo le dije que se subiera a la ventana y lo eché a la calle… No se asuste, pater.
Schwejk bajó del catre arrastrando consigo al capellán.
—Mire, pater; lo cogí así y lo empujé hasta abajo. Schwejk levantó al capellán, lo dejó caer al suelo y mientras el asustado cura se levantaba prosiguió:
—Ya ve que no le ha pasado nada, pater, y a él, al señor Faustin, tampoco le pasó nada. Bueno, entonces fue desde una altura más o menos tres veces mayor. El señor Faustin estaba completamente borracho y olvidó que en la Opatowitzergasse yo vivía en la planta baja y no en el tercer piso como el año anterior, cuando estaba en la Krschemenetzgasse.
El capellán miró horrorizado a Schwejk que de pie sobre el catre agitaba los brazos por encima suyo. Al cura le vino la idea de que tenía que habérselas con un demente por lo que retrocedió lentamente hacia la puerta diciendo:
—Sí, querido hijo, desde una altura apenas tres veces mayor. Entonces empezó a golpear la puerta y a gritar que le abrieran en seguida.
A través de las rejas de la ventana, Schwejk lo vio atravesar el patio a toda prisa acompañado por la guardia y gesticulando vivamente.
—Ahora es probable que lo lleven a Magorka [49] —pensó Schwejk, saltó del catre y empezó a cantar andando de una lado a otro a paso de marcha:
El anillo que me diste
yo ya no lo llevo más.
¿Y por qué, santos del cielo?
Cuando esté en el regimiento
lo meteré en el fusil…
Unos minutos más tarde se anunció al general Fink la visita del capellán. El general volvía a tener una gran «sesión» cuyos papeles principales eran interpretados por dos gentiles damas, el vino y el licor. Estaban reunidos todos los miembros del consejo a excepción del soldado de infantería que les había encendido los cigarrillos por la mañana.
El capellán se presentó a los reunidos llorando como un fantasma. Estaba pálido, excitado y majestuoso como un hombre consciente de haber sido abofeteado sin razón.
El general Fink, que en los últimos tiempos le había tomado gran afecto, lo hizo sentar con él en el canapé y con voz ebria le preguntó:
—¿Qué te ha ocurrido, consuelo espiritual?
Mientras tanto una de las alegres damas le echó un cigarrillo.
—Beba, consuelo espiritual —dijo el general Fink llenando de vino una gran copa verde.
Como el capellán no se movía el general le llevó la copa a la boca con sus propias manos y si el cura no hubiera bebido bien se hubiera derramado todo.
Sólo entonces le preguntaron cómo se había portado el condenado al recibir el consuelo espiritual. Él se levantó y con voz trágica dijo:
—¡Se ha vuelto loco!
—Debe haber sido un consuelo espiritual magnífico —rió el general por lo que los demás soltaron una espantosa carcajada. Las dos damas echaron al cura más cigarrillos.
En un sillón al extremo de la mesa dormía el mayor que ya había bebido demasiado. Ahora despertó de su apatía, echó licor en dos vasos de vino, se abrió camino hacia el cura y obligó al confuso servidor de Dios a beber por la fraternidad. Luego se revolcó de nuevo en su asiento y siguió dormitando.
Con esta bebida el cura cayó en los lazos que el diablo le tendía desde todas las botellas que había sobre la mesa y desde las miradas y sonrisas de las alegres damas que tenían las piernas sobre la mesa, frente a él. Belzebub lo miraba desde todos los puntos.
El cura siguió convencido hasta el último momento de que su alma estaba en juego y de que era un mártir. Eso es lo que dijo en una meditación que dirigió a los dos asistentes del general que lo llevaron al canapé de la habitación contigua.
—Ante vuestro ojos se levantará un triste pero excelso espectáculo cuando recordéis con ánimo puro y sereno los muchos y famosos pacientes que fueron víctimas de su fe y a los que se conoce con el nombre de mártires. En mí veis cómo el hombre puede sentirse por encima de sus numerosos sufrimientos cuando en su corazón habitan la verdad y la virtud. Éstas le arman para alcanzar una gloriosa victoria sobre los más horribles dolores.
En este momento lo dejaron cara a la pared y él se quedó dormido en el acto.
Su sueño fue muy inquieto. Soñó que de día cumplía con los deberes de pater y que por la noche era portero del hotel en vez de Faustin, al que Schwejk había echado desde el tercer piso.
De todas partes llegaban al general quejas contra él: a un cliente le había enviado una morena en vez de una rubia, una viuda en lugar de una inteligente mujer separada. Por la mañana se despertó bañado en sudor. Su estómago se balanceaba como si estuviera viajando por mar y le pareció que comparado con él su párroco de Moravia era un ángel.