1. Schwejk como prisionero ruso
Nadie se fijó en que Schwejk, al que a consecuencia de su uniforme ruso confundieron con el prisionero que se había escapado de un pueblo cercano a Feldstein, pintó con una tea en las paredes sus desesperados gritos. Y cuando se disponía a explicarlo todo a un oficial que pasó junto al transporte, en Chyruwa (en aquel momento estaban repartiendo trozos de pan de maíz), uno de los soldados húngaros que los vigilaban le golpeó la espalda con el fusil y le dijo:
—Baczom azélet. ¡Vuelve a la fila, puerco ruso!
De esta manera trataban los magiares a los prisioneros rusos cuya lengua no entendían. Así, pues, Schwejk volvió al tren y se dirigió al prisionero que tenía más cerca:
—Aquél cumple con su obligación, pero al hacerlo se pone en peligro. ¿Qué pasaría si por casualidad hubiera cargado el arma y el cierre estuviera abierto? Sería muy fácil que al pegarle a uno en la espalda con el cañón mirando hacia él se le disparara y se le metiera toda la carga en la boca y muriera en el cumplimiento del deber. Una vez, en una cantera del bosque de Bohemia, los trabajadores robaron cartuchos de dinamita como provisiones para el invierno, para cuando tuvieran que volar árboles. El vigilante de la cantera recibió la orden de registrar los bolsillos de los trabajadores cuando se fueran a casa y lo hizo con tanto amor que agarró al primero y le sacudió los bolsillos con tal pasión que la dinamita le explotó y volaron ambos, el vigilante y el trabajador.
El prisionero ruso al que Schwejk explicó esta historia lo miró con total incomprensión, pues no había entendido ni una palabra.
—No ponymat, yo krimski Tatarin. Ala achper.
El tártaro se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, se llevó las manos al pecho y empezó a rezar:
—Ala achper, Ala achper, bezemila, arachman, araehim, malinkin mustafir.
—De modo que eres tártaro —dijo Schwejk compasivo—. Estupendo, entonces tienes que entenderme y yo a ti. Jum, ¿conoces a Jaroslav von Sternberg? ¿No conoces este nombre tártaro, muchacho? ¡Pero si él os dio una buena paliza en Hostein! Entonces vosotros los tártaros os fuisteis volando a Moravia. Probablemente eso no viene en vuestros libros de lectura. En los nuestros sí. ¿Conoces a la Virgen de Hostein? No, claro, no la conoces; ella también estuvo allí. Bueno, muchacho, espera, ya os bautizarán ahora que sois prisioneros.
Schwejk se dirigió a otro:
—¿También eres tártaro?
Este entendió la palabra tártaro y sacudió la cabeza.
—Tatarin net, Tscherkes, rodneja Tscherkes, golovy reschu.
Schwejk tenía la gran suerte de encontrarse entre miembros de distintas naciones del este. En el transporte había tártaros, grusinios, ossetas, circasianos, mordwinos y calmucos.
Por tanto, Schwejk tenía la desgracia de no poder entenderse con nadie. Lo arrastraron a Dobromil con los demás desde donde había que reparar el tramo de vía férrea de Przemysl a Nirankovic.
En la oficina de la etapa de Bobromillos inscribieron a todos, cosa que resultó muy difícil porque de los trescientos prisioneros ninguno entendía el ruso del sargento que había allí. Este había dicho que dominaba la lengua rusa y en aquellos momentos hacía de intérprete en el este de Galitzia. Hacía tres semanas que había encargado un diccionario alemán–ruso y una gramática, pero todavía no los había recibido. Por ello en vez de ruso chapurreaba el esloveno, que había aprendido vendiendo estampas de san Esteban, pilas de agua bendita y rosarios como representante de una casa vienesa en Eslovaquia.
A causa de estos curiosos personajes con los que no podía hablar ni una palabra se sentía muy turbado. Se levantó, dio unos pasos y gritó:
—¿Quién sabe alemán?
Schwejk, salió del grupo e irradiando alegría se dirigió al sargento. Este le indicó que le siguiera a la oficina.
El sargento se sentó detrás de sus escritos, una montaña de formularios para anotar nombre, procedencia y oficio de los prisioneros, y entonces se entabló una distraída conversación en alemán entre dos dos:
—Eres judío, ¿verdad? —le dijo a Schwejk.
Schwejk sacudió la cabeza.
—No debes negarlo —siguió el intérprete con decisión—. Todos los prisioneros que saben alemán son judíos y no hay más que hablar. ¿Cómo te llamas? ¿Schwejk? Bueno, ya ves, ¿cómo vas a negarlo con un nombre tan judío? Aquí no debes tener miedo de confesarlo. En Austria no perseguimos a los judíos. ¿De dónde eres? Ajá, de Praga. Lo conozco, lo conozco, está cerca de Varsovia. Hace una semana tuve aquí también a dos judíos de Praga. ¿Cuál es el número de tu regimiento? ¿91?
El sargento cogió la lista de funcionarios y la hojeó.
—El regimiento 91 es de Eriwan, en el Cáucaso. Tiene un cuadro en Tiflis. Mira, ¿ves como aquí lo sabemos todo? Schwejk miró verdaderamente asombrado la lista y el sargento, dándole su cigarrillo a medio fumar, continuó muy serio:
—Ese tabaco es muy distinto a vuestro Machorca. Aquí yo soy el jefe supremo, judío. Cuando hablo, todos han de temblar y esconderse. La disciplina de nuestro ejército es muy distinta de la vuestra. Vuestro zar es un canalla, pero el nuestro tiene la cabeza muy despejada. Ahora voy a enseñarte una cosa para que veas nuestra disciplina.
Y abriendo la puerta de la habitación contigua gritó:
—¡Hans Lófler!
Alguien dijo «aquí» y entró un soldado con bocio, un muchacho de Estiria, con expresión de cretino. En la etapa hacía de chica para todo.
—Hans Lófler, coge la pipa que tengo allí, métetela en la boca como si fueras un perro cobrador y corre a cuatro gatas alrededor de la mesa hasta que yo te diga «alto» —le ordenó el sargento—. Además tienes que ladrar, pero sin que se te caiga la pipa de la boca, de lo contrario mandaré que te aten.
El estirio del bocio empezó a arrastrarse a cuatro patas y a ladrar. El sargento dirigió a Schwejk una victoriosa mirada.
—Y bien, ¿no te lo he dicho que aquí hay mucha disciplina, judío?
El sargento miró muy contento el mudo rostro del soldado procedente de alguna vaquería alpina y dijo:
—¡Alto! Ahora, ven y tráeme la pipa. Bien, ahora canta a la tirolesa.
Los gritos de holarijo, holario… llenaron la sala.
Acabado el espectáculo el sargento sacó del cajón cuatro cigarrillos y con gran generosidad se los regaló al estirio. Entonces, Schwejk explicó al sargento en su chapurreado alemán que un oficial tenía un criado que era tan obediente que hacía todo lo que su amo quería, y una vez, cuando le preguntaron si con una cuchara se comería los excrementos de su amo si éste se lo ordenara dijo: «Si me lo ordenara mi teniente, cumpliría su orden, pero si encontrara algún pelo me encontraría mal en seguida porque los pelos me dan mucho asco».
El sargento rió.
—Vosotros, los judíos, tenéis unas anécdotas muy buenas, pero apostaría a que la disciplina de vuestro ejército no es tan rígida como la del nuestro. Bien, ahora vayamos al grano; te paso el transporte. Antes de que anochezca tienes que haberme escrito el nombre de los demás prisioneros. Irás a buscarles la comida. Si se te escapa alguno te fusilaremos, judío.
—Quisiera hablar con usted, mi sargento —dijo Schwejk.
—Nada de tratos —repuso el sargento—; no me gustan. Si no te envío al campamento. Pero tú te has aclimatado muy aprisa aquí, en Austria… ¡Quiere hablar conmigo a solas! Cuanto mejor se porta uno con los prisioneros, peor. Márchate en seguida. Aquí tienes papel y lápiz. Vete a escribir la lista. ¿Qué más quieres?
—A sus órdenes…
—¡Lárgate en seguida! ¡Ya ves cuánto trabajo tengo!
El rostro del sargento tomó la expresión del hombre agobiado de trabajo.
Schwejk saludó y se fue en busca de los prisioneros pensando que la paciencia por Su Majestad el emperador tenía que dar sus frutos.
Lo peor fue hacer la lista, pues a los prisioneros les costaba mucho entender que tenían que dar sus nombres. Schwejk había pasado muchas experiencias en su vida, pero esos nombres tártaros, grusinios y mordwinios no podían metérsele en la cabeza.
«¡Quién va a creer que alguien pueda llamarse como esos tártaros: Muhlalej Abdrachmanov, Bejmurat Allahali, Dscheredsche Tscherdesche, Darlatbalej Neugadalejev, etc.! —pensó—. Nosotros tenemos nombres mejores, como el cura de Zidohouschti, que se llamaba Wobejda».
Y siguió atravesando las filas de los prisioneros de guerra, los cuales uno tras otro gritaban su nombre y su apellido:
—Dschinadralej Hamenalej.
—Babamulej Mirzahali. Etcétera.
—No sé como no te muerdes la lengua —les decía Schwejk a todos ellos con una bondadosa sonrisa—. ¿No sería mejor que os llamaráis Bohuslav Schtepanek, Jaroslav Matouschek o Ruzena Swobodowa?
Después de escribir con tremendas dificultades todos esos Babula Hallejes y Chudschi Mudschis, Schwejk decidió hacer un nuevo intento y explicarle al sargento que había sido víctima de un error, pero su apelación a la justicia fue tan inútil como tantas veces lo había sido en el camino que le había llevado a ocupar un lugar entre los prisioneros. El sargento intérprete, que ya antes no estaba completamente sobrio, mientras tanto había perdido todo el juicio. Delante suyo había extendido la página de anuncios de un periódico alemán y se dedicó a cantarlos con la melodía de la marcha de Radetzky.
—Cambio un gramófono por un cochecito para niños. Se buscan trozos de vidrio blanco y verde. Todo el que ha aprobado un examen escrito de comercio aprende contabilidad y balance…
Etcétera.
El ritmo de la marcha no encajaba con algunos de los anuncios, pero el sargento quería vencer a toda costa esta deficiencia por lo que marcaba el ritmo en la mesa y con los pies. Los dos extremos de su bigote, que estaban pegados con Kontuschovka, se elevaban a ambos lados del rostro como si le hubieran puesto un pincel con goma arábiga seca. Sus hinchados ojos vieron a Schwejk. Pero a este descubrimiento no siguió ninguna reacción. El sargento sólo dejó de dar puñetazos y patadas y con la melodía de No sé lo que significa cantó otro anuncio:
—Carolina Dreyer, comadrona, se ofrece a las distinguidas damas para todos los casos.
Su canto fue cada vez más débil y al final enmudeció, miró fijamente la gran superficie de anuncios dándole ocasión a Schwejk de comenzar con grandes esfuerzos en su pobre alemán una conversación sobre su desgracia.
Schwejk empezó diciendo que la verdad era que él había tenido razón, que para ir a Feldstein había que seguir el río, pero que no tenía la culpa de que un soldado ruso desconocido se hubiera escapado y estuviera bañándose en el estanque por el que él, Schwejk, tenía que pasar, porque su obligación como aposentador era dirigirse a Feldstein por el camino más corto. El ruso, en cuanto le vio, se dio a la fuga dejando su uniforme entre los arbustos. Él, Schwejk, había oído decir que en el frente se utilizaban los uniformes de los enemigos caídos para realizar servicios de espionaje, por lo cual se había probado el uniforme abandonado para ver cómo se sentiría en uno de esos casos con un uniforme extraño.
Después de explicar la equivocación, Schwejk se dio cuenta de que sus palabras habían sido completamente inútiles, puesto que hacía rato que el sargento estaba durmiendo, ya antes de que Schwejk llegara al pantano.
Schwejk se acercó discretamente a él y tocó su hombro. Esto bastó para que el sargento cayera al suelo, donde siguió durmiendo con toda tranquilidad.
—Discúlpeme, sargento —dijo Schwejk, saludó y salió de la oficina.
El comando de obras cambió a tiempo las disposiciones y ordenó que el grupo en el que se encontraba Schwejk se dirigiera directamente a Przemysl para renovar el tramo Przemysl–Lubaczow.
Así, pues, todo siguió igual y Schwejk continuó su odisea entre los prisioneros de guerra rusos. Los centinelas húngaros hacían que todo se realizara a tiempo acelerado.
En un pueblo en el que descansaron, en la plaza del mercado, chocaron con un tren de impedimenta. Delante de los vagones un oficial contemplaba a los prisioneros. Schwejk salió de fila, se presentó ante él y exclamó:
—A sus órdenes, mi teniente.
Pero no dijo nada más, pues al instante se dirigieron a aquel lugar dos soldados húngaros que lo empujaron hacia los prisioneros dándole puñetazos en la espalda.
El oficial le echó una colilla, pero la cogió otro prisionero y acabó de fumarla. Entonces el oficial dijo al sargento que tenía al lado que los colonos alemanes que había en Rusia también tenían que luchar.
Durante todo el camino a Przemysl, Schwejk no tuvo nuevas oportunidades para presentar sus quejas a nadie diciendo que en realidad era ordenanza de la 11 compañía del regimiento 91. Al llegar a Przemysl, al atardecer, los llevaron a una fortaleza destruida cuyas cuadras habían quedado en pie.
En los establos había tantos montones de paja llenos de piojos que éstos se paseaban como si fueran no piojos sino hormigas arrastrando material para construir su montón.
También se repartió a cada uno un poco de agua de achicoria completamente negra y un trozo de pan de maíz seco. Luego tomó el mando del transporte el mayor Wolf, que en aquel tiempo era el jefe de todos los prisioneros que hacían reparaciones en la fortaleza de Przemysl y en sus alrededores. Era un hombre metódico y disponía de un grupo de intérpretes. Estos buscaban entre los prisioneros especialistas para las obras según sus aptitudes y preparación.
Al mayor Wolf le obsesionaba la idea de que los prisioneros rusos negaban sus aptitudes, pues solía suceder que a la traducción de su pregunta: «¿Sabes construir una vía férrea?», todos los prisioneros contestaran de forma estereotipada: «No sé nada de esto; jamás he oído hablar de nada semajante; he vivido digna y noblemente».
Así, pues, una vez colocados en fila ante el mayor Wolf y sus intérpretes, aquél preguntó en alemán a los prisioneros cuál de ellos entendía su lengua.
Schwejk dio un firme paso al frente, se presentó ante el mayor, le hizo el saludo militar y dijo que sabía alemán. El mayor Wolf, aparentemente contento, le preguntó en seguida si era ingeniero.
—A sus órdenes, mayor —contestó Schwejk—. No soy ingeniero, sino ordenanza de la 1 1 compañía del regimiento de infantería 91. He caído en nuestro propio cautiverio. Ocurrió así, mayor…
—¿Qué? —gruñó el mayor Wolf.
—A sus órdenes, mayor; fue así…
—Usted es checo —siguió gritando el mayor Wolf—. Usted se ha disfrazado, se ha puesto un uniforme ruso.
—A sus órdenes, mayor, así es. Estoy muy contento de que el mayor se haya hecho cargo en seguida de mi situación. Es posible que los nuestros estén luchando en algún lugar y yo tengo que perderme la guerra. Voy a explicárselo otra vez bien explicado, mayor.
—¡Basta! —dijo el mayor Wolf.
Entonces llamó a dos soldados para que llevaran en el acto a ese hombre al puesto de guardia. Él mismo siguió sin prisas a Schwejk con un oficial y mientras hablaba, gesticulaba con las manos. En cada una de sus frases decía algo de perros checos. El otro, por su parte, pudo concluir de las palabras del mayor que estaba muy contento porque había tenido la suerte de descubrir con su vista de lince a uno de aquellos pájaros sobre cuya traidora actividad más allá de las fronteras se habían enviado hacía algunos meses reservados secretos a los comandantes de los cuerpos del ejército. En estos escritos se decía que algunos desertores de los regimientos checos, olvidando su juramento de fidelidad, se habían integrado a las filas del ejército ruso y servían al enemigo o al menos realizaban efectivos servicios de espionaje.
El Ministerio austríaco del Interior todavía andaba a ciegas y no sabía si había alguna organización de lucha compuesta por desertores. Todavía no sabía nada seguro sobre las organizaciones revolucionarias en el extranjero. Los comandantes de batallón de la línea Sokal–Milijatin–Bubnow no recibieron hasta agosto el reservado secreto en el que se comunicaba que el profesor austríaco Masaryk había huido y se dedicaba a hacer propaganda antiaustríaca más allá de las fronteras.
Algún tonto de la división completó el reservado con la siguiente orden:
«En caso de que fuera hecho prisionero, conducirlo inmediatamente al estado mayor de la división».
Esto como recuerdo del presidente Masaryk, para que sepa cuántos planes y trampas tenía preparados entre Sokal, Milijatin y Bubnow.
En aquel tiempo el mayor Wolf todavía no sabía de qué manera trabajaban contra Austria los desertores. Éstos, más adelante, cuando se encontraron en Kiev o en cualquier otra parte, a la pregunta: «¿Qué haces aquí?» contestaban alegremente: «He traicionado a Su Majestad el Emperador».
Por los reservados sólo conocía la existencia de espías desertores, uno de los cuales, aquel al que llevaban al puesto de guardia había caído en la trampa de una manera tan simple. El mayor Wolf, que en cierto modo era un hombre vanidoso, se imaginó las alabanzas de los altos cargos, la condecoración que le impondrían por su vigilancia, su prudencia y su entrega.
Antes de llegar al puesto de guardia estaba convencido de que había preguntado: «¿Quién sabe alemán?» porque al realizar la inspección, aquel prisionero en seguida le había parecido sospechoso.
El oficial que lo acompañaba hizo un gesto afirmativo con la cabeza y dijo que tendrían que comunicar la detención al comando de la guarnición para que se siguieran los procedimientos oficiales y se presentara al acusado al consejo de guerra, pues no era posible interrogarlo en el puesto de guardia como pretendía el mayor, y luego colgarlo en seguida allí mismo. Lo colgarían, pero por medios legales, según las disposiciones del consejo de guerra, para poder descubrir por medio de un minucioso interrogatorio antes de la ejecución su relación con otros delitos semejantes. Quién sabe qué otras cosas saldrían a la luz de esta manera.
El mayor Wolf se vio dominado por una repentina obstinación, por una falta de humanidad que hasta aquel momento había permanecido oculta, y dijo que mandaría colgar a ese espía desertor después del interrogatorio a su propio riesgo. Además podía permitirse hacerlo porque tenía amistades importantes y el resto era indiferente. Él opinaba que allí todo era igual que en el frente. Si hubieran pescado a aquel hombre en el campo de batalla y lo hubieran hecho prisionero lo hubieran interrogado y colgado en el acto y se hubieran dejado de bromas. Por otra parte el capitán tal vez sabía que un comandante en zona de guerra, es decir todo comandante de capitán para arriba, tenía el derecho de colgar a los individuos sospechosos.
La verdad es que el mayor Wolf se equivocaba un poco respecto al pleno derecho de ahorcar.
En el este de Galitzia, cuanto más cerca se estaba del frente, esta judicatura se extendía a cargos más bajos y se dio incluso el caso de que un cabo que llevaba una patrulla mandó colgar a un muchacho de doce años que le parecía sospechoso porque estaba cociendo pieles de patata en una cabaña derruida de un pueblo saqueado y abandonado.
Las disensiones entre el capitán y el mayor aumentaron.
—No tiene ningún derecho a hacerlo —gritó excitado el primero—. Será colgado a consecuencia de la condena judicial del consejo de guerra.
—Será colgado sin juicio —siseó el mayor Wolf. Schwejk, que iba delante de los dos oficiales y oía esta interesante conversación dijo a los que lo acompañaban:
—Da lo mismo. Una vez, en la fonda «Na Zavadilce», de Lieben, nos peleamos por si al sombrerero llamado Waschak, que cuando hablaba siempre armaba escándalos, debíamos echarlo a la calle en cuanto apareciera en la puerta, o cuando hubiera tomado ya una cerveza y la hubiera pagado, o cuando hubiera bailado una vez en corro. El dueño propuso que lo echáramos en plena conversación, cuando hubiera tomado algo y lo hubiera pagado. Y ¿sabéis lo que hizo el muy sinvergüenza? No vino. ¿Qué me decís?
Los dos soldados, que eran de algún lugar del Tirol, contestaron a una:
—Bohemo, no.
—¿Entienden el alemán? —preguntó Schwejk tranquilamente.
—Sí —contestaron ambos, por lo que Schwejk observó:
—Está bien, al menos no os perderéis entre vuestros paisanos.
Y conversando de una manera tan amistosa llegaron al puesto de guardia, donde el mayor Wolf continuó su debate con el capitán sobre el destino de Schwejk, mientras éste permanecía sentado humildemente en su banco.
Al final el mayor Wolf se adhirió a la opinión del capitán de que sólo se podía colgar a aquel hombre tras los largos procedimientos que tan graciosamente se llamaban «vía legal».
Si hubieran preguntado a Schwejk qué pensaba de todo ello, hubiera contestado:
—Mayor, me sabe muy mal porque usted tiene un cargo más alto que el capitán, pero el capitán tiene razón. Las precipitaciones siempre son perjudiciales. Una vez se volvió loco un juez de Praga. No se le notó nada hasta que un día, en un juicio por injuria, estalló. El capellán Hortig pegó al hijo de Znamentschek en la clase de religión y éste, una vez que lo encontró por la calle le dijo: «Imbécil, ladrón, idiota piadoso, puerco, cabrito, profanador de las enseñanzas de Cristo, bribón, charlatán en sotana». Este juez loco era un hombre muy piadoso. Tenía tres hermanas y todas eran cocineras de algún cura y él había sido padrino de todos sus hijos. Bueno, pues esto lo enfureció tanto que perdió la razón y gritó al acusado: «En el nombre de Su Majestad el emperador y rey le condeno a morir ahorcado. No es posible apelar contra este juicio». «Señor Horatschek —dijo entonces al inspector—, llévese a este caballero y cuélguelo allí; ya sabe, donde sacuden las alfombras, y luego venga a tomar una cerveza». Como es lógico, tanto el señor Znamentschek como el inspector se quedaron petrificados, pero él dio una patada al suelo y exclamó: «¿Va a hacerlo o no?» El inspector se asustó tanto que bajó al señor Znamentschek y si no llega a ser por el defensor, que se metió en el asunto y llamó al puesto de socorro, no sé qué hubiera ocurrido con el señor Znamentschek. Al juez lo metieron en la ambulancia y aun entonces gritaba: «Si no encuentra una soga, cuélguelo de una sábana; ya se la abonaremos en la próxima paga».
Después que el mayor Wolf firmó el acta, Schwejk fue conducido bajo escolta al comando de la guarnición. El acta decía que Schwejk, siendo miembro del ejército austríaco, se había puesto con pleno conocimiento y sin presión alguna un uniforme ruso y había sido detenido por la gendarmería de campaña cuando los rusos se retiraban.
Todo esto era la pura verdad y Schwejk, como hombre de bien, no podía protestar contra ello. Cuando al firmar el acta intentó completarlo con alguna declaración que tal vez pudiera aclararlo se oyó la orden del mayor:
—¡Cierre el pico! ¡No le pregunto nada de eso! ¡Este asunto está completamente claro!
Schwejk saludó diciendo:
—A sus órdenes; cierro el pico y este asunto está completamente claro.
Llegados al comando de la guarnición lo encerraron en un calabozo que antes había sido almacén de arroz y al mismo tiempo pensionado de ratones. Todavía había arroz esparcido por el suelo y los ratones no sentían miedo alguno de Schwejk, sino que corrían por allí recogiendo granos. Schwejk tuvo que ir a buscar un jergón de paja y al mirar en la oscuridad a su alrededor se dio cuenta de que toda una familia de ratones se estaba trasladando a su jergón. Sin duda alguna, querían fundar un nuevo nido allí, en las ruinas de la gloria, en un podrido jergón de paja austríaco. Schwejk empezó a golpear la puerta cerrada. Llegó un cabo, un polaco, y Schwejk le pidió que lo llevara a otra habitación porque allí aplastaría a los ratones del jergón, con lo que podía causar daños al erario militar, pues todo lo que se encontraba en los almacenes militares eran propiedades del erario.
El polaco lo entendió sólo en parte y al otro lado de la puerta amenazó a Schwejk con los puños, habló de una «asquerosa cueva» y se alejó muy enfadado gruñendo algo acerca del cólera, como si Schwejk le hubiera ofendido Dios sabe cómo.
Schwejk pasó la noche tranquilamente, pues los ratones no le reclamaban nada.
Al parecer, su programa nocturno debía de realizarse en el almacén de al lado que estaba lleno de abrigos y gorras de soldado que ellos mordían con gran seguridad y naturalidad. Lo cierto es que intendencia sólo se acordó de meter gatos del erario sin derecho a pensión en los almacenes militares un año más tarde, gatos que fueron registrados como «reales e imperiales gatos para los almacenes militares». Con ese rango gatuno en realidad lo único que se hizo fue renovar una vieja institución que se había suprimido en el año 66, después de la guerra.
Antes, en tiempos de María Teresa, en época de guerra, cuando los señores de intendencia quisieron cargar a los desgraciados ratones todos sus robos de uniformes, llevaron gatos a los almacenes militares.
Pero en ninguno de los dos casos los reales e imperiales gatos cumplieron con su deber y así fue cómo una vez en la época del emperador Leopoldo fueron ahorcados seis de esos gatos en el almacén militar de Pohorelez [48] a consecuencia de un consejo de guerra. Estoy convencido de que todos los que tenían que trabajar en aquel almacén militar rieron para sus adentros…
Con el café de la mañana entró en la habitación de Schwejk un hombre con uniforme y abrigo del ejército ruso.
Ese hombre hablaba el checo con acento polaco. Era uno de aquellos sinvergüenzas que se dedicaban al contraespionaje, miembro de la policía secreta militar. Para espiar a Schwejk no se anduvo con rodeos, sino que empezó sencillamente diciendo:
—¡A menuda pocilga he ido a parar por mi imprudencia! Estaba en el regimiento 28 y me pasé en seguida a los rusos y luego me dejé coger de una manera tan tonta… A los rusos les dije que iría con la patrulla de avance. Estuve en la sexta división de Kíev. ¿En qué regimiento ruso estuviste tú, compañero? Me parece que nos hemos visto antes en Rusia. En Kíev conocí a muchos checos que se fueron al frente con nosotros cuando nos pasamos al ejército ruso, pero ahora no puedo acordarme de sus nombres ni de dónde eran. Tal vez tú te acuerdes de alguno. ¿Con quién andabas tú? Me gustaría saber cuáles son los soldados del regimiento 28 que hay allí.
En vez de contestar Schwejk le pasó preocupado la mano por la frente y luego, examinó su pulso. Al final lo llevó a la ventana y le pidió que sacara la lengua. El muy canalla no protestó porque imaginaba que tal vez se trataba de algún signo secreto de los conspiradores. Luego Schwejk empezó a dar golpes en la puerta y cuando llegó el centinela y preguntó por qué hacía tanto ruido, le pidió en alemán y en checo que fuera en seguida a buscar a un médico porque el hombre que habían metido allí se había vuelto loco.
Sin embargo, no sirvió de nada. El hombre siguió desbarrando tan tranquilo, diciendo que estaba segurísimo de haber visto a Schwejk en Kíev con los soldados rusos.
—Usted debe de haber bebido agua de pantano —dijo Schwejk—. Como nuestro joven Tynezkej, que era un hombre muy cuerdo, pero una vez se fue de viaje y llegó a Italia. Él tampoco hablaba más que de esa Italia, de que allí hay agua pantanosa y ningún otro monumento. Y esa agua pantanosa le acarreó una fiebre que le daba cuatro veces al año: por Todos los Santos, por San José, por San Pedro y San Pablo y por la Asunción. Y cuando le daba la fiebre reconocía a todo el mundo, conocidos y desconocidos, exactamente igual que usted. Le digo que en el tranvía se puso a hablar con un hombre X y le dijo que lo conocía, que se habían visto en la estación de Viena. A todas las personas que encontraba por la calle las había visto en la estación de Milán o bien había estado bebiendo con ellos en la bodega del ayuntamiento de Graz. Cuando iba a la fonda en la época en que le daba esa fiebre reconocía a todos los clientes, los había visto a todos en el barco de vapor con el que había ido a Venecia. El único remedio fue el de un enfermero nuevo que había en el manicomio de Praga. Él estaba cuidando a un enfermo mental que se pasaba todo el santo día sentado en un rincón contando: «uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis». Era profesor. Al ver que ese loco no pasaba de seis, el enfermero salía de sus casillas. Empezó diciéndole con muy buenos modales que dijera: «siete, ocho, nueve, diez». Pero nada, el profesor no le hizo el mínimo caso y siguió en su rincón contando: «uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis». Entonces el enfermero se enfadó, se abalanzó sobre el enfermo y cuando éste dijo «seis» le dio una bofetada. «Ahora tienes siete —le dijo—, y ocho, nueve y diez». A tantos números tantas bofetadas. El profesor se llevó las manos a la cabeza y preguntó dónde estaba. Cuando se enteró de que estaba en el manicomio lo recordó todo: que se encontraba allí a causa de un cometa porque había calculado que aparecería el 18 de junio a las seis de la mañana y le demostraron que su cometa se había quemado ya hacía millones de años. Yo conocí al enfermero. Cuando el profesor recobró totalmente el entendimiento y lo dejaron salir, lo tomó a su servicio. Lo único que tenía que hacer era pegarle cuatro bofetadas todas las mañanas, cosa que el enfermero realizó a conciencia.
—Conozco a todos sus amigos de Kíev —prosiguió infatigable el agente de contraespionaje—. ¿No había uno gordo y uno flaco con usted? Ahora no sé cómo se llamaban ni de qué regimiento eran…
—No se preocupe —lo consoló Schwejk—, eso de no recordar cómo se llaman todos los gordos y flacos puede pasarle a cualquiera. En los flacos uno se fija menos porque la mayor parte de las personas de este mundo son flacas, o sea que son la mayoría, como se dice.
—Compañero —dijo el real e imperial miserable en tono de lamento—, no me crees. Y, sin embargo, nos espera el mismo destino.
—Además somos soldados —dijo Schwejk con indolencia—, para eso nos han dado a luz nuestras madres, para que nos despedacen cuando nos pongan el uniforme. Y nosotros lo hacemos a gusto porque sabemos que nuestros huesos no se pudrirán inútilmente. Caeremos por Su Majestad el emperador y por su dinastía, por la que hemos conquistado Herzegovina. Con nuestros huesos harán carbón para las fábricas de azúcar. Eso ya nos lo dijo hace años el teniente Zimmer. «Cochinos —decía—, puercos, inútiles, monos indolentes, os pensáis que vuestros huesos no valen nada. Cuando caigáis en la guerra, con cada uno de vuestros huesos harán medio kilo de carbón y con las patas de cada persona dos kilos y en la fábrica filtrarán el azúcar a través vuestro, idiotas. No tenéis idea de lo útiles que seréis a vuestros sucesores después de morir. Vuestros chicos tomarán un café endulzado por el azúcar que habrá pasado por vuestro esqueleto». Una vez me quedé pensativo y él me preguntó qué me ocurría. «A sus órdenes —le dije—, estaba pensando que el carbón de los oficiales debe de ser más caro que el de los soldados rasos». Por ello estuve tres días incomunicado.
El compañero de Schwejk dio unos golpes en la puerta y habló con el centinela. Éste gritó algo en la oficina.
Poco después un sargento se llevó al compañero de Schwejk y éste volvió a quedarse solo. Al salir el otro dijo al sargento:
—Es mi viejo compañero de Kíev.
Schwejk siguió solo todo el día excepto cuando le llevaron la comida. Por la noche llegó al convencimiento de que el abrigo del soldado ruso era mayor y más abrigador que el austríaco y que si por la noche un ratón metía las narices en la oreja de una persona dormida no era desagradable. Esto en sueños le dio la impresión de un tierno susurro que dejó de percibir al amanecer, cuando le despertaron.
Hoy Schwejk ya no puede imaginarse el tribunal al que le llevaron aquella triste mañana. No había duda de que se trataba de un consejo de guerra. El asesor era incluso un general y luego había un coronel, un mayor, un teniente, un segundo teniente, un sargento y un soldado de infantería que en realidad lo único que hacía era encender cigarrillos a los demás.
A Schwejk no le hicieron demasiadas preguntas. El mayor demostró gran interés y habló en checo.
—Ha traicionado a Su Majestad el emperador —dijo dirigiéndose a Schwejk.
—¡Jesús, María! ¿Cuándo? —exclamó Schwejk—. ¿Yo he traicionado a Su Majestad el emperador, a nuestro serenísimo monarca por el que he sufrido tanto?
—Déjese de tonterías —dijo el mayor.
—A sus órdenes, mayor. Traicionar a Su Majestad el emperador no es ninguna tontería. Nosotros los guerreros juramos fidelidad a Su Majestad el emperador y yo he cumplido este juramento como su más fiel servidor.
—Aquí —dijo el mayor señalando un grueso expediente—, aquí están las pruebas de su culpabilidad.
La mayor parte del material lo había proporcionado el hombre que había estado encerrado con Schwejk.
—¿De modo que aún no quiere confesar? —preguntó el mayor—. No obstante, usted mismo ha reconocido que siendo miembro del ejército austríaco se puso voluntariamente el uniforme ruso. Por última vez le pregunto: ¿le forzó alguien a hacerlo?
—Lo hice sin que nadie me obligara.
—¿Voluntariamente?
—Voluntariamente.
—¿Sin ninguna presión?
—Sin ninguna presión.
—¿Sabe que está usted perdido?
—Lo sé. Seguro que en el regimiento 91 ya andan buscándome; pero permítame una pequeña observación respecto a las personas que se ponen uniformes extraños por propia voluntad. Una vez, en julio de 1908, Boschetech, el encuadernador de la Langengasse, de Praga, se bañó en el viejo brazo de Beroun, en Zbraslaw, dejó su ropa entre los sauces y estaba tan feliz. Algo más tarde bajó al agua otro caballero. Una palabra lleva la otra, empezaron a hacer broma y salpicarse y se quedaron allí hasta el atardecer. El extraño salió del agua antes que él porque según dijo tenía que ir a cenar. El señor Boschetech se quedó un poco más y luego se fue a los sauces a buscar su ropa y en su lugar encontró un par de harapos y la siguiente nota: «He estado pensándolo mucho rato, ¿lo hago o no? Como nos hemos divertido tanto juntos, he cogido un botón de oro y en la última hoja que he arrancado decía que lo hiciera. Por esto me he puesto su ropa. No tema ponerse la mía. Hace una semana que la desinfectaron en la jefatura del distrito de Dobrschisch. La próxima vez fíjese mejor en la persona con la que se baña. En el agua, los hombres, desnudos, son todos iguales y aunque sean asesinos parecen diputados. Usted no sabía con quién se estaba bañando. El baño está para esto. Ahora, al atardecer, es cuando más agradable está el agua. Vuelva a meterse hasta que reaccione». Al señor Boschetech no le quedó más remedio que seguir nadando hasta que oscureció y entonces se puso la ropa del vagabundo y se fue a Praga. Para evitar zonas habitadas fue por los atajos y los prados y chocó con la patrulla de la gendarmería de Kuchelbad. Esta lo detuvo y al día siguiente lo llevó al tribunal de distrito de Zbraslaw, pues allí todos podían acreditar que era Josef Boschetech, encuadernador de la Langengasse, número 16, de Praga.
El secretario, que apenas entendía el checo, creyó que el acusado estaba denunciando la dirección de su cómplice, por lo que le preguntó:
—¿Es así, Praga, número 16, Josef Boschetech?
—No sé si todavía vive allí —contestó Schwejk—, pero entonces, en el año 1908, sí. Encuadernaba los libros muy bien, pero tardaba mucho porque antes tenía qué leerlos y luego los encuadernaba según su contenido. Cuando encuadernaba un libro de color negro, ya nadie tenía necesidad de leerlo porque en seguida se sabía que la novela acababa muy mal. ¿Desea algo más? Ah, que no me olvide, cada día iba al 'Fleck' y allí explicaba los libros que le habían dado para encuadernar.
El mayor se acercó al secretario y le dijo algo en voz baja, después de lo cual éste tachó del expediente la dirección del nuevo supuesto conspirador Boschetech.
Luego se continuó el curioso juicio al estilo de los consejos de guerra bajo la presidencia del general Fink de Finkenstein. Así como a muchas personas les gusta coleccionar cajas de cerillas, la afición de este caballero era organizar consejos de guerra, a pesar de que en la mayor parte se infringían con ello las disposiciones del consejo de guerra.
Este general solía decir que no necesitaba ningún auditor, que él mismo nombraba el tribunal y que había que colgar a todo el mundo antes de tres horas. Mientras estuvo en el frente los consejos de guerra jamás presentaron dificultades. Así como hay personas que cada día tienen que jugar una partida de ajedrez, de bolos o de brisca, este magnífico general reunía cada día un consejo de guerra del cual él era presidente.
Si se quisiera ser sentimental, habría que escribir que ese hombre tenía sobre su conciencia muchas docenas de personas, principalmente del este, donde, como decía, tenía que luchar contra la gran agitación rusa que reinaba entre los ucranianos de Galitzia. Pero desde su punto de vista no puede decirse que tuviera a nadie sobre su conciencia; eso en él no existía. Después de mandar ahorcar a un maestro, a una maestra, o un pope o a toda una familia a consecuencia del fallo de su consejo de guerra, volvía tan tranquilo a su ubicación de la misma manera que un apasionado jugador de brisca vuelve contento de la fonda pensando que todos habían arremetido contra él, pero que él había ganado. Él consideraba la horca como algo sencillo y natural, en cierto modo como el pan de cada día, y muy a menudo al anunciar el juicio se olvidaba del emperador y no decía ni una sola vez: «En nombre de Su Majestad el emperador lo condeno a morir ahorcado», sino que comunicaba: «lo condeno…»
De vez en cuando daba a la horca un aspecto cómico. Sobre ello escribió en una ocasión a su mujer, que estaba en Viena:
«… o por ejemplo, querida, no puedes imaginarte lo que me reí hace unos días cuando condené a un maestro por espía. Aquí hay un hombre muy ducho en ejecuciones, tiene mucha experiencia, es sargento y esto lo hace como deporte. Estaba en mi celda y al terminar el juicio vino ese sargento y me preguntó dónde tenía que colgar al maestro. Yo le dije que en el árbol más cercano. Y ahora imagínate lo cómico de la situación: estábamos en medio de la estepa y no se veía más que hierba, no había ni un solo árbol en varias millas. Órdenes son órdenes, por lo que el sargento se fue cabalgando con el maestro y una escolta en busca de un árbol. No regresaron hasta el anochecer y lo hicieron con el maestro. El sargento me volvió a preguntar: “¿Dónde tengo que colgar a este tipo?”. Yo le dije a grandes voces que le había ordenado que lo hiciera en el árbol más cercano. Él dijo que lo intentaría por la mañana, y por la mañana vino completamente pálido diciendo que el maestro había desaparecido. Lo encontré tan ridículo que perdoné a todos los que lo habían vigilado y además en broma les dije que probablemente el maestro se había ido a buscar un árbol por sí mismo. De modo, que ya ves, querida, aquí no nos aburrimos. Dile al pequeño Willichen que papá le manda un beso que pronto le enviará un ruso vivo para que Willichen monte sobre él como si fuera un caballo. Me acuerdo también de otro suceso muy cómico. Hace poco colgamos a un judío por espionaje: el tipo nos salió al paso, aunque no tenía nada que hacer allí y como excusa dijo que vendía cigarrillos. Estuvo colgado, pero sólo un par de segundos porque la soga se le rompió, él se cayó al suelo, recobró el conocimiento en el acto y me dijo: “Me voy a casa, mi general; ya me habéis ahorcado. Según la ley, no se puede ahorcar dos veces a una persona”. Yo solté una carcajada y lo dejamos ir. Nos divertimos mucho, querida…»
Al ser nombrado comandante de la guarnición de la fortaleza de Przemysl, el general Fink tuvo menos ocasiones de organizar esta clase de espectáculos. Por ello tomó el caso de Schwejk con gran alergría.
Así pues, Schwejk se encontraba ante un tigre que fumaba un cigarrillo tras otro sentado junto a una larga mesa, delante de todos, y mandaba que le tradujeran sus declaraciones al tiempo que hacía con la cabeza gestos de aprobación.
El mayor solicitó que se preguntara por telegrama a la brigada donde se encontraba en aquellos momentos la undécima compañía del regimiento 91, al cual pertenecía el acusado según su propia declaración.
El general se opuso y dijo que de esta manera se hacía ilusorio el rápido procedimiento del consejo de guerra y el verdadero significado de esta institución. Añadió que disponía de la confesión del acusado de que se había puesto el uniforme ruso y además el importante testimonio de que había estado en Kíev, por lo cual solicitaba que se reunieran para deliberar con el fin de que la condena pudiera anunciarse y ejecutarse en el acto.
No obstante, el mayor siguió insistiendo en que era necesario comprobar la identidad del acusado, ya que todo el asunto era de extraordinaria importancia política. Comprobando su identidad, se podían descubrir las relaciones del acusado con sus antiguos compañeros.
El mayor era un soñador romántico y añadió que había que buscar ciertos hilos, que no bastaba con condenar a un hombre, que la condena era el resultado de determinada investigación que escondía los hilos que…
No pudo salir del embrollo de estos hilos, pero todos lo comprendieron y lo aprobaron con un gesto de cabeza, incluso el general, al que esos hilos le gustaron tanto que ya imaginó los nuevos consejos de guerra que colgarían de los hilos del mayor. Por ello dejó de protestar contra el deseo de que se comprobara en la brigada si, en efecto, Schwejk pertenecía al regimiento 91 y cuándo y con ocasión de qué operaciones de la undécima compañía se había pasado a los rusos.
Durante todo este debate Schwejk permaneció en el pasillo vigilado por dos bayonetas. Luego volvieron a presentarlo ante el tribunal y le preguntaron una vez más a qué regimiento pertenecía. Después lo llevaron a la prisión.
Al volver a casa después del infructuoso consejo de guerra, el general Fink se echó en el sofá y se dedicó a meditar de qué manera podría acelerar este juicio.
Estaba firmemente convencido de que la respuesta llegaría pronto, pero no con la rapidez que distinguía a sus consejos de guerra. Además, quedaba aún el consuelo espiritual del condenado, lo cual retrasaba inútilmente la ejecución dos horas.
«Es igual —pensó el general Fink—. Podemos proporcionarle el consuelo espiritual antes del fallo de la sentencia, antes de que lleguen los informes de la brigada. De todos modos, será ahorcado».
El general Fink mandó llamar al padre Martinec. Éste era un capellán de Moravia que por haber tenido como superior a un párroco con quien no existía compatibilidad de caracteres había preferido ingresar en el ejército. Era un hombre verdaderamente religioso que recordaba con profunda preocupación a su párroco, el cual poco a poco iba cayendo en la corrupción.
El padre Martinec creía que como consolador espiritual de los heridos y de los moribundos en el campo de batalla también expiaba los pecados de su párroco, que tanto había olvidado a Dios y que cuando volvía a casa por la noche lo había despertado.
Sus esperanzas no se cumplieron, lo llevaron de una guarnición a otra, donde lo único que tenia que hacer era un sermón a los soldados cada quince días antes de la misa y resistir la tentación procedente del casino, donde se mantenían unas conversaciones sobre las mujeres auténticamente provocadoras.
En la época de las grandes operaciones, cuando había que celebrar alguna victoria del ejército austríaco, generalmente tenía que presentarse al general Fink. En estos casos, el general organizaba misas de campaña con el mismo amor que en otras ocasiones había demostrado por los consejos de guerra.
Ese Fink era un austríaco tan patriota que no rezaba por la victoria de las armas alemanas ni turcas. Cuando los alemanes vencían a Francia o a Inglaterra, este hecho pasaba por el altar en completo silencio.
En cambio, una escaramuza sin importancia de un destacamento de exploradores austríacos contra una patrulla de avance rusa a la que la plana mayor transformaba en derrota de todo el ejército ruso, hacía que el general Fink organizara misas solemnes, de modo que el desgraciado padre Martinec tenía la impresión de que el general Fink era la cabeza de la Iglesia católica en Przemysl.
El general Fink decidía el ceremonial de estas mismas. El que más le gustaba era el del día de Corpus.
Además, después de la elevación, tenía la costumbre de dirigirse a galope al altar atravesando el campo de ejercicios y de gritar tres veces: «¡Hurra, hurra, hurra!».
Al padre Martinec, un alma creyente y justa, no le gustaba ir a ver al general Fink.
Una vez el comandante de la guarnición había dado todas las instrucciones, el general Fink añadía alguna severa observación y luego explicaba las últimas anécdotas de los idiotas libritos que las «Alegres hojas» publicaban para el ejército.
Él poseía toda una biblioteca de estos libritos con títulos tan estúpidos como: Humor en el macuto para vista y oído, Anécdotas de Hindenburg, Hindenburg en el espejo del humor, El segundo macuto del humor llenado por Félix Schlemper, De nuestros cañones de gulasch, Jugosos cascos de granada sacados de las trincheras, o imbecilidades como Bajo el águila imperial, Una chuleta de la real e imperial cocina de campaña recalentada por Artur Lokesch. A veces le cantaba una de las melodías de la colección de alegres canciones militares titulada Tenemos que vencer, y añadía sin parar observaciones agudas y obligaba al pater a beber y a gritar con él. Luego pronunciaba sucios discursos que al padre Martinec le hacían pensar con gran preocupación en su párroco, el cual, en lo que respecta a palabras gruesas, no quedaba detrás del general Fink.
El padre Martinec observó con espanto que cuanto más iba a ver al general Fink tanto más disminuía su moralidad. Al desgraciado empezaron a gustarle los licores que tomaba con el general y poco a poco también sus discursos.
Comenzó a imaginar obscenidades y con el coñac, la ginebra y las telarañas de las botellas de vino añejo que le enseñaba el general Fink olvidó a Dios.
Entre las líneas del breviario bailaban ante sus ojos las mujeres de las que le hablaba el general. Poco a poco ir a verle dejó de causarle repugnancia.
El general se encontraba a gusto con el padre Martinec, que al principio le pareció una especie de san Ignacio de Loyola y que poco a poco se adaptaba a su ambiente.
Una vez el general invitó a su casa a dos enfermeras del hospital de campaña que en realidad no estaban inscritas allí para trabajar sino sólo por el sueldo y aumentaban sus ingresos prostituyéndose, como era costumbre en aquellos difíciles tiempos. El general mandó llamar al padre Martinec. Este había caído ya tan profundamente en las garras del diablo que después de conversar media hora había cambiado ya de dama y roncaba como un ciervo y ensuciaba con sus escupinadas el cojín del canapé. Luego durante mucho tiempo se reprochó esta depravada acción que no pudo reparar ni arrodillándose fervorosamente aquella noche al regresar a casa ante la estatua del constructor y alcalde de la ciudad, del mecenas señor Grabowsky, que en los años 80 había hecho grandes cosas por Przemysl, estatua que se encontraba en el parque y ante la que el pater hincó su rodilla por error.
Sólo el paso de la guardia militar interrumpió sus piadosas palabras:
—No juzgues a tu servidor pues ante ti ningún hombre puede sostenerse si no le perdonas todos sus pecados. Te suplico que tu veredicto no sea demasiado severo. Te pido ayuda y dejo mi alma en tus manos, Señor.
Desde entonces siempre que lo llamaban para ir a ver al general Fink intentaba renunciar a todas las alegrías terrenas dando como excusa que tenía el estómago deshecho. Esta mentira la consideraba necesaria si había que ahorrarle a su alma los infernales martirios, pues al mismo tiempo opinaba que la disciplina militar exigía que cuando el general le decía: «¿Bebe, camarada?» lo hiciera simplemente por respeto a su superior.
A veces no lo conseguía, sobre todo cuando después de las misas solemnes el general organizaba comilonas todavía más solemnes a expensas de la caja de la guarnición. Entonces el dinero se reunía en la oficina, con lo que se procuraba sacar alguna ganancia y el capellán pensaba siempre que a la vista de Dios estaba moralmente condenado y que se había transformado en un hombre temblón.
El pater andaba como entre nieblas. Como en el caos no perdió la fe en Dios, empezó a pensar muy en serio si no debería disciplinarse regularmente.
Ahora, en semejante estado de ánimo, se encontraba ante el general, que le había invitado.
El general Fink lo recibió alegre y radiante.
—¿Ha oído hablar ya de mi consejo de guerra? —le preguntó jubiloso—. Vamos a colgar a un compatriota suyo.
Al oír la palabra compatriota el padre Martinec dirigió al general una dolorosa mirada. Ya había rechazado varias veces la sospecha de ser checo y en infinidad de ocasiones había explicado que a su parroquia morava pertenecían dos comunidades, una checa y otra alemana y que muy a menudo tenía que predicar un domingo para los checos y el otro para los alemanes, y que como en la comunidad checa la escuela no era checa sino alemana, tenía que enseñar alemán en ambas, por lo cual no era checo. Esta lógica motivación había llevado una vez a un mayor a observar cuando estaban en la mesa que el capellán de Moravia en realidad era un comercio de mercancías diversas.
—Perdón —dijo el general—. Lo había olvidado. No es compatriota suyo. Es checo, un desertor, un traidor; ha servido a los rusos y va a ser ahorcado. Pero mientras tanto, para cumplir con las formalidades, estamos comprobando su identidad. No importa, será ahorcado en cuanto llegue la noticia telegráfica.
Y haciendo sentar al cura a su lado, prosiguió alegremente:
—Cuando organizo un consejo de guerra, todo ha de suceder con la rapidez que corresponde a tal juicio; es mi principio. Al empezar la guerra, cuando estaba en Lemberg, colgamos a un tipo tres minutos después de ser anunciado el fallo. Claro que era judío. Y también colgamos a un ruteno cinco minutos después de la deliberación.
El general rió bondadosamente.
—Por una curiosa casualidad, ninguno de los dos necesitaba consuelo espiritual; el judío era rabino y el ruteno, pope. Este caso es distinto; ahora se trata de un católico. Para que no se retrase el asunto he tenido la gran idea de que reciba el consuelo espiritual por adelantado. Como le he dicho, es para que el asunto no se retrase.
El general llamó al servidor y le dijo:
—Trae a dos de los de la batería de ayer.
Y llenando un vaso para el pater dijo amablemente:
—Consuélese un poco a sí mismo antes del consuelo espiritual…
Por la enrejada ventana detrás de la cual Schwejk estaba sentado, en este espantoso momento se oyó la canción:
Los soldados son señores,
a todas las mozas gustan,
ganan grandes cantidades
y están bien en todas partes.
Zararara… uno, dos…