3. Aventuras de Schwejk en Királyhida
El regimiento 91 se trasladó a Bruck an der Leitha, a Királyhida. Exactamente tres horas antes de que Schwejk fuera a ser puesto en libertad después de tres días de arresto; lo condujeron al cuartel general y lo llevaron a la estación con una escolta de soldados.
—Hace tiempo que sabían que iban a trasladarnos a Hungría —le dijo el voluntario en el camino—. Allí se reunirán los batallones que van al frente, los soldados aprenderán a disparar y a pelearse con los magiares y se irán alegremente a los Cárpatos. Aquí, a Budweis, viene una guarnición húngara y así se mezclarán las razas. Existe la teoría de que el mejor medio contra la degeneración es la violación de muchachas de otro país. Esto lo hicieron los suecos y los españoles durante la guerra de los Treinta Años y los franceses en la época de Napoleón y ahora lo harán los magiares en la región de Budweis. Nada de violaciones groseras. Con el tiempo llega a haber de todo. No será más que un intercambio. El soldado checo se acostará con una chica magiar y la desdichada muchacha checa recibirá en su casa a un soldado húngaro y al cabo de varios siglos los antropólogos tendrán la interesante sorpresa de encontrar pómulos salientes a las orillas del Maltsch.
—Eso del emparejamiento mutuo es una cosa muy interesante —observó Schwejk—. En Praga hay un camarero, Kristian, el negro. Su padre era un rey de Abisinia que hizo su aparición en Praga en la Hetzinsel, en un circo. Una maestra que escribía poesías de pastores y riachuelos del bosque en Lada [31] se enamoró de él, se fueron juntos al hotel y fornicaron, cómo dicen las Sagradas Escrituras. Al dar a luz un niño completamente blanco se quedó muy asombrada. Sí, pero al cabo de quince días el niñito empezó a hacerse moreno, cada vez más moreno y al cabo de un mes empezó a ponerse negro. Cuando tenía medio año era tan negro como su padre, el rey abisinio. Ella se fue con él a la clínica de enfermedades de la piel para que lo descoloraran, pero le dijeron que tenía la piel auténticamente negra y que no había nada que hacer. Ella se volvió loca y empezó a escribir a los periódicos pidiendo que le aconsejaran qué hacer contra los negros y la llevaron a Katerinky [32] y al negrito lo llevaron al orfanato y allí se divirtieron de lo lindo con él. Luego se transformó en un perfecto camarero y se fue a bailar a los cafés nocturnos. Ahora de él nacen con gran éxito mulatos checos, no tan oscuros como él. Un médico que iba al «Kelch» nos explicó una vez que no es tan sencillo, o sea que esos mulatos traen al mundo otros mulatos que ya no se diferencian de los blancos, pero que de repente en una familia aparece un negro. Imagínese qué desgracia. Usted se casa con una señorita completamente blanca y de repente le pone en el mundo a un negro. Y si nueve meses antes ha estado sin usted en las varietés viendo competiciones atléticas en las que salía algún negro, entonces imagino que la cabeza le dará unas cuantas vueltas.
—El caso de su negro Kristian —dijo el voluntario de un año— hay que considerarlo también desde el punto de vista de la guerra. Supongamos que a este negro lo han declarado apto para el servicio militar; es de Praga, de modo que pertenece al regimiento 28, pero usted habrá oído que los del 28 se han entregado a Rusia. No se extrañarían poco los rusos si hubieran hecho prisionero al negro Kristian. Seguro que escribirían en los periódicos que Austria manda a la guerra a sus tropas coloniales (que no posee) y que ya ha echado mano de las reservas.
—Y, no obstante, Austria posee colonias —observó Schwejk—; en el norte, no sé exactamente dónde. Un tierra del emperador Francisco José…
—No habléis de eso, muchachos —dijo uno de los soldados de la escolta—. Hoy en día es muy imprudente hablar de una tierra del emperador Francisco José. No nombréis a nadie y mejor será que…
—Bueno, miradlo en el mapa si existe verdaderamente una tierra de nuestro excelentísimo monarca el emperador Francisco José —le interrumpió el voluntario—. Según el censo, allí no hay más que hielo y se lo llevan con unos rompehielos que pertenecen a una fábrica de hielo de Praga. Los extranjeros también aprecian y valoran en alto grado esta industria del hielo porque es una empresa lucrativa pero peligrosa. El mayor peligro lo encierra el transporte del hielo desde la tierra de Francisco José por el círculo polar. ¿Podéis imaginároslo?
El soldado de la escolta gruñó algo incomprensible y el cabo que los acompañaba se acercó para oír el resto de la explicación del voluntario de un año, que siguió diciendo con la mayor seriedad:
—Sólo esta colonia austríaca puede proporcionar hielo a toda Europa y es un factor económico notable. Claro que la colonización se desarrolla lentamente, en parte porque no se presentan colonizadores y en parte porque se mueren de frío. No obstante, a consecuencia de la regulación de condiciones climáticas por la cual están muy interesados el Ministerio de Comercio y el de Exterior, existe la esperanza de que se aprovechen hasta el máximo las grandes superficies de hielo. La construcción de grandes hoteles atraerá una cantidad enorme de turistas. De todos modos será necesario trazar convenientemente caminos y carreteras entre los bloques de hielo y pintar señales indicadoras en las montañas heladas. La única dificultad la constituyen los esquimales, que dificultan el trabajo a nuestras autoridades locales hasta el punto de hacérselo imposible… Esos tipos no quieren aprender alemán —prosiguió el voluntario mientras el cabo escuchaba con interés.
El cabo era soldado en activo; antes de entrar en el ejército había sido mozo de labranza. Era un hombre tonto y basto que intentaba meterse en todo y no entendía nada.
—Al Ministerio de Instrucción Pública le ha producido muchos gastos y víctimas, cabo, pues murieron congelados cinco arquitectos…
—Los albañiles se salvaron porque se calentaron encendiendo sus pipas —interrumpió Schwejk.
—No todos —dijo el voluntario—. Dos tuvieron mala suerte, porque olvidaron fumar y la pipa se les apagó. Los enterraron debajo del hielo. Al final construyeron una escuela con ladrillos y hormigón de hielo, que es muy resistente, pero los esquimales hicieron un fuego alrededor con trozos de madera de barcos de comercio que se habían quedado presos entre los bloques y consiguieron su propósito. El hielo se derritió y la escuela en pleno, incluyendo al profesor, al director y al representante del gobierno que debía presenciar la solemne inauguración al día siguiente, se cayó al mar. Solamente se oyó al representante del gobierno que cuando ya no le quedaba más que la cabeza fuera del agua exclamó: «¡Dios castigue a Inglaterra!». Ahora, probablemente enviarán al ejército para que ajuste cuentas con los esquimales.
Evidentemente, va a ser muy difícil hacerles la guerra. Quienes más van a perjudicar a nuestro ejército serán los mansos osos blancos.
—¡Lo único que nos faltaba! —observó el cabo en voz baja—. Con los inventos bélicos ya hay bastante. Por ejemplo, las caretas para las intoxicaciones de gas. Te la pones en la cabeza y te intoxicas, como nos han dicho en la escuela de suboficiales.
—Lo único que hacen es meteros miedo —dijo Schwejk—. Los soldados jamás han de temer nada. Incluso cuando están luchando y se caen en una letrina entonces tienen que lamerse y volver al combate. En el cuartel todo el mundo está acostumbrado a gases tóxicos cuando hay pan tierno y garbanzos con cebada. Pero ahora los rusos han inventado contra los grados…
—Probablemente serán corrientes eléctricas especiales —completó el voluntario de un año—. Se atan a las estrellas del cuello y explotan porque son de celuloide. Será una nueva catástrofe.
A pesar de que cuando era civil el cabo trataba con bueyes es posible que al final comprendiera que se estaban burlando de él. Entonces se dirigió hacia la delantera de la patrulla.
Ya se acercaban a la estación, en la que los habitantes de Budweis se despedían de su regimiento. La despedida no tenía carácter oficial, pero la plaza de la estación estaba llena de gente que esperaba al ejército.
El interés de Schwejk se concentró en el público, que formaba una doble fila, y como suele ocurrir siempre sucedió también esta vez que los valientes soldados retrocedieron y los que estaban bajo la bayoneta avanzaron. Más tarde a los valientes soldados los meterían como podrían en los vagones del ganado mientras que Schwejk y el voluntario de un año debían viajar en un vagón aparte destinado a los presos, que en los trenes militares iba siempre inmediatamente detrás del de la plana mayor. En esos vagones para detenidos hay sitio de sobra.
Schwejk no pudo abstenerse de gritar a las filas:
—¡Nazdar!
Esto produjo un efecto tan sugestivo que la multitud lo repitió a voces. El Nazdar fue de boca en boca y resonó delante de la estación donde ya estaba empezándose a decir:
—Ya vienen.
El cabo de la escolta estaba muy enfadado y gritó a Schwejk que cerrara el pico, pero la voz se extendió como un alud. Los gendarmes hicieron retirar la doble fila y abrieron un camino a la escolta. La multitud siguió gritando «¡Nazdar!» y saludando con las gorras y los sombreros.
Fue una verdadera manifestación. En las ventanas del hotel frente a la estación había damas agitando pañuelos y gritando:
—¡Viva!
Los vivas de la gente se mezclaron con el Nazdar y a un fanático que aprovechó la ocasión para exclamar: «¡Abajo los serbios!» le hicieron la zancadilla y alrededor suyo se formó una artística aglomeración.
La frase: «Ya llegan» saltó como una chispa eléctrica.
Y llegaron con lo que Schwejk, debajo de las bayonetas, saludó amablemente con la mano al tiempo que el voluntario realizaba muy serio el saludo militar.
Así, pues, entraron en la estación y se acercaron al tren que ya estaba colocado. La orquesta de los carabineros, cuyo director estaba verdaderamente desorientado debido a la inesperada manifestación, por poco empieza a tocar Dios conserve, Dios proteja. Por suerte, en el último momento apareció el capellán, capitán castrense, padre Lacina, de la séptima división de caballería, con su tieso sombrero negro, y puso orden.
La historia del padre Lacina era muy sencilla. Él, ser insaciable y espanto de todas las cocinas oficiales, había llegado a Budweis el día antes y casualmente había participado en el pequeño banquete del regimiento que se iba. Comió y bebió por diez y en un estado más o menos sobrio se fue a la cocina para conseguir que los cocineros le dieran los restos. Devoró fuentes llenas de salsa y albóndigas, arrancó la carne de los huesos como un gato montés y finalmente descubrió el ron. Cuando había bebido tanto que ya eructaba, volvió a la fiesta de despedida, donde brilló de nuevo por su manera de beber. A este respecto había acumulado ricas experiencias y en la séptima división de caballería los soldados ya contaban con él para ello. Por la mañana se le ocurrió que tenía que poner orden en la marcha del regimiento. Por ello anduvo como pudo a lo largo de la doble fila y llegó a la estación dándose tal aire que los oficiales que dirigían la subida a los vagones se fueron a la oficina del jefe de estación para no dar con él.
Así fue corno apareció en la estación en el momento oportuno para quitarle la batuta al director de los carabineros cuando se disponía a dirigir Dios conserve, Dios proteja.
—Un momento —dijo—. Cuando yo dé la señal. Ahora ¡descansen!, vuelvo en seguida.
Desapareció en la estación en busca de la escolta a la que detuvo con su potente:
—Un momento.
—¿Adónde van? —preguntó con voz severa al cabo, el cual en esta nueva situación no sabía qué hacer.
En vez de él contestó Schwejk con gran amabilidad:
—Nos llevan a Bruck. Si quiere puede venir con nosotros, pater.
—Eso ya lo haré —anunció el padre Lacina, y dirigiéndose a la escolta añadió—: ¿Quién dice que no puedo ir? ¡Adelante! ¡En marcha!
Cuando se encontró en el vagón de los arrestados, el capellán castrense se echó en el banco. El bondadoso Schwejk se quitó el abrigo y lo colocó debajo de su cabeza por lo que el voluntario de un año, para espanto del cabo, observó en voz baja:
—Los paters suelen…
El padre Lacina, echado cómodamente sobre el banco, empezó a contar:
—Señores, el ragout con setas es tanto mejor cuantas más setas hay, pero se tienen que rehogar con cebollas y luego se añade una hoja de laurel y las cebollas…
—Las cebollas las ha dejado reposar previamente —dijo el voluntario, observación que fue seguida por una desesperada mirada del cabo que si bien consideraba al padre Lacina como un borracho, también le veía como a su superior.
La situación era realmente desesperada.
—Sí —observó Schwejk—. El pater tiene toda la razón. Cuantas más cebollas, mejor. En Pachometriz había un cervecero que las ponía incluso en la cerveza porque las cebollas dan sed. Las cebollas son muy útiles. Cocidas, se añaden incluso a…
Mientras tanto el padre Lacina hablaba a media voz en su banco, como en sueños:
—Todo depende de las especias, de la clase de especias que se echan y de la cantidad. No hay que echar demasiada pimienta ni demasiado paprika.
Cada vez hablaba más despacio y más bajo:
—Ni de–ma–sia–do cla–vo, ni de–ma–sia–do li–món, ni poner más es–pe–cias, ni de–ma–sia–da nuez mos–ca–da.
Antes de acabar se quedó dormido. Cuando dejaba de roncar silbaba por la nariz.
El cabo lo miró fijamente mientras los soldados de infantería de la escolta se reían con discreción en sus bancos.
—Tardará en levantarse —dijo Schwejk poco después—; está completamente borracho. Es igual —prosiguió cuando el angustiado cabo le hizo un signo para que se callara—, no hay nada que hacer. Está borracho como una cuba. Tiene grado de capitán. A todos esos paters, tengan más o menos categoría, Dios les ha dado el don de poder hartarse siempre hasta reventar. Yo estuve con un pater llamado Katz que por poco vende su propia nariz para beber. Lo que éste está haciendo no es nada comparado con las escenas de aquél. Nos bebimos todo lo que nos dieron por la custodia, y si alguien nos hubiera dado algo por Dios, también nos lo hubiéramos gastado en bebidas.
Schwejk se acercó al padre Lacina, lo volvió hacia la pared y dijo con aire de experto:
—Estará roncando hasta Bruck.
Entonces volvió a su sitio seguido por una desesperada mirada del infeliz cabo que tímidamente dijo:
—Tal vez debo dar parte.
—¡Ni se le ocurra! —dijo el voluntario de un año—. Usted es comandante de escolta; no puede alejarse de nosotros y según el reglamento tampoco puede dejar salir a ninguno de los guardias que le acompañan para dar parte mientras no tenga un sustituto. Ya ve, es una tarea difícil. Tampoco es posible dar una señal disparando para que venga alguien. Aquí no ha pasado nada. Por otra parte el reglamento también dice que en el vagón de arrestados no puede viajar nadie excepto ellos y la escolta que los acompaña. Está prohibida la entrada a toda persona ajena al servicio. Tampoco puede borrar todas las huellas de su infracción y echar disimuladamente del tren al pater durante el viaje, porque hay testigos de que le ha dejado entrar en el vagón que no le pertoca. Esto significa degradación segura, cabo.
Éste, desconcertado, dijo que él no había dejado entrar al pater en el vagón sino que había sido él mismo quien se había unido a ellos y que además él era superior suyo.
—Aquí el único jefe es usted —afirmó con energía el voluntario de un año, cuyas palabras, Schwejk completó de esta manera:
—Aunque Su Majestad el Emperador hubiera querido unirse a nosotros no hubiera podido permitirlo. Es como en la guardia, cuando el oficial inspector se acerca a un recluta y le pide que vaya a buscarle un cigarrillo y éste le pregunta que qué marca ha de traer. Por estas cosas le encierran a uno.
El cabo objetó tímidamente que Schwejk era el primero que le había dicho al pater que podía viajar con ellos.
—Yo puedo permitírmelo porque soy tonto, cabo —contestó Schwejk—, pero de usted ¡quién iba a esperarlo!
—¿Hace mucho tiempo que está de servicio activo? —preguntó al cabo, como de paso, el voluntario de un año.
—Es el tercer año. Ahora van a ascenderme a jefe de pelotón.
—Pues ya puede despedirse del ascenso —dijo cínicamente el voluntario—. Como le he dicho, la perspectiva que esto ofrece es la degradación.
—Lo mismo da caer como grado que como simple soldado, pero lo que sí es seguro es que a los degradados los ponen en las primeras filas.
El capellán se movió.
—Está roncando —anunció Schwejk después de comprobar que el pater estaba perfectamente—. Seguro que ahora sueña con una comilona. Sólo temo que se lo haga aquí mismo. Mi pater, cuando se emborrachaba, no se daba cuenta y se lo hacía durmiendo. Una vez…
Y Schwejk empezó a explicar sus experiencias con el capellán Katz de una manera tan detallada e interesante que no se dieron cuenta de que el tren se ponía en movimiento.
La narración de Schwejk sólo se vio interrumpida por el griterío de los vagones de atrás. La 12 compañía, en la que no había más que alemanes de Krummau y de Bergreichenstein, cantó alegremente:
Cuando vuel, cuando vuel,
cuando vuelva acá.
Y de otro vagón algún desesperado gritaba al alejarse de Budweis:
Y tú, mi tesoro,
te quedas aquí.
Holarja, holarjo, holo!
Las voces y los gritos eran tan espantosos que los compañeros que estaban junto a la puerta abierta del vagón del ganado tuvieron que cerrarla.
—Me extraña que todavía no haya venido ninguna inspección —dijo el voluntario al cabo—. Según las prescripciones hubiera tenido que presentarnos al comandante del tren en la misma estación y dejar de ocuparse del pater.
El desdichado cabo siguió en su pertinaz silencio mirando con obstinación los postes telegráficos que iban quedando atrás.
—Cuando pienso que no nos ha presentado a nadie y que el comandante seguramente vendrá a vernos en la próxima estación, mi sangre militar se me sube a la cabeza —prosiguió el voluntario—. En el fondo estamos como…
—Gitanos —intervino Schwejk—, o vagabundos. Me siento como si tuviéramos que temer la luz divina y no pudiéramos presentarnos a nadie para que no nos encerraran.
—Además —dijo el voluntario—, según la disposición del 21 de noviembre de 1879, referente al transporte de presos militares, hay que atenerse a las siguientes normas. Primero: el vagón de los arrestados tiene que estar provisto de rejas. Nos encontramos detrás de unas rejas perfectas. Esto está como es debido. Segundo: según la real e imperial disposición complementaria de 21 de noviembre de 1879 en todos los vagones de arrestados tiene que haber un retrete. En caso contrario, el vagón tiene que estar provisto de un recipiente tapado para que los arrestados y la guardia que los acompaña hagan sus necesidades, mayores y menores. Aquí, en realidad, no puede hablarse de un vagón de arrestados en el que debe haber un retrete. Nosotros nos encontramos en un compartimiento especial aislado del resto del mundo. Y no hay ningún recipiente…
—Puede hacerlo en la ventana —observó el cabo completamente desesperado.
—Olvida que los arrestados no pueden acercarse a la ventana —dijo Schwejk.
—Y tercero —prosiguó el voluntario—, tiene que haber un recipiente con agua potable. De eso usted no se ha preocupado. A propósito, ¿sabe en qué estación repartirán el rancho? ¿No lo sabe? Ya imaginaba que no se habría informado…
—Ya ve, cabo, que llevar arrestados no es ninguna broma —observó Schwejk—. Tiene que ocuparse de nosotros. Tiene que traérnoslo todo en bandeja porque hay decretos y parágrafos a los que atenerse, puesto que de lo contrarío no habría ningún orden. «Un hombre arrestado es como un niño de pecho» —solía decirme un amigo mío vagabundo—, hay que cuidarlo para que no se enfade y esté contento con su suerte y hay que procurar que no le pase nada.
—Dicho sea de paso —prosiguió Schwejk poco después mirando al cabo amistosamente—, le agradecería que me avisase a las once.
El cabo dirigió a Schwejk una interrogadora mirada.
—Me parece que quería preguntarme por qué ha de avisarme a las once, cabo. A partir de las once pertenezco al vagón del ganado —dijo con firmeza—. Me condenaron a tres días. Empecé a cumplir la pena a las once y hoy a las once tienen que dejarme en libertad. A partir de las once ya no tengo nada que hacer aquí. Ningún soldado puede estar encerrado más tiempo del que le corresponde porque en el ejército hay que guardar la disciplina y el orden, cabo.
El cabo tardó mucho en recuperarse de este golpe. Al final objetó que no le habían entregado ningún papel.
—Querido cabo —dijo el voluntario—, los papeles no llegan por sí solos al comandante de escolta. Si la montaña no va hacia Mahoma el propio comandante de la escolta tiene que ir a buscar los papeles. Ahora se encuentra ante una nueva situación. Usted no puede retener a quien debe ser libre, de ninguna manera. Por otra parte, según las disposiciones vigentes, nadie puede abandonar el vagón de arrestados. La verdad es que no sé cómo va a salirse de este atolladero. Cuanto más andamos, peor. Ahora son las diez y media.
El voluntario de un año guardó el reloj de bolsillo.
—Siento gran curiosidad por saber qué hará dentro de media hora, cabo.
—Dentro de media hora, yo perteneceré al vagón del ganado —repitió Schwejk, con aire soñador.
Entonces el cabo, totalmente abatido y confuso, dijo:
—Si no le molesta creo que aquí se está mucho más cómodo que en el vagón del ganado. Creo…
El grito «¡Más salsa!» que profirió en sueños el capellán castrense lo interrumpió.
—Duerme, duerme —dijo Schwejk bondadosamente colocando debajo de su cabeza una manga del abrigo que se había caído—, sigue soñando con suculentos manjares.
Y el voluntario empezó a cantar:
Duerme, niñito, duerme,
tu madre guarda el rebaño,
tu padre está en Pomerania,
Pomerania está incendiada.
El desesperado cabo ya no reaccionaba. Miraba fijamente el paisaje y dejó que en el compartimiento de arrestados siguiera reinando absoluta desorganización.
Los soldados de la escolta jugaban al «maso» y sobre las posaderas caían fuertes y dignos golpes. Al volverse el cabo en dirección a ellos le miró agresivo el trasero de un soldado de infantería. El cabo suspiró y volvió a mirar por la ventana.
El voluntario de un año estuvo un rato reflexionando; luego se dirigió al aniquilado cabo:
—¿Por casualidad conoce la revista Mundo animal?
—El tabernero de mi pueblo estaba abonado a ella —contestó el cabo visiblemente animado porque la conversación pasaba a otro tema—. Le gustaban mucho las cabras de angora y se le murieron todas. Entonces pidió consejo a esta revista.
—Querido compañero —dijo el voluntario—, lo que ahora voy a explicarle le dará una prueba extraordinariamente clara de que no hay nadie perfecto. Señores, estoy convencido de que dejarán de jugar al «maso» allá atrás, puesto que lo que ahora diré será interesante porque no entenderán muchas expresiones del ramo. Voy a explicarles una historia del Mundo animal para olvidar nuestras actuales preocupaciones de la guerra. Cómo llegué a ser redactor de Mundo animal, una revista extraordinariamente interesante, fue para mí mismo un jeroglífico bastante complicado durante mucho tiempo, hasta que llegué a la conclusión de que sólo podía haber sucedido encontrándome en un estado de total enajenación. A este estado me condujo la amistosa inclinación que sentía por mi viejo amigo Hajek. Hasta entonces había dirigido dignamente la revista, pero se enamoró de la hijita del propietario, llamado Fuchs, y éste de repente lo echó a condición de que le proporcionara un redactor honesto. Como ve, entonces las relaciones laborales eran bastante extrañas.
Cuando mi amigo Hajek me presentó al propietario de la revista, éste me recibió con mucha amabilidad, me preguntó si sabía algo de animales y se puso muy contento cuando le contesté que los animales siempre me habían gustado y que en ellos veía una transición hacia los hombres y que siempre había respetado sus deseos y sus anhelos, sobre todo desde el punto de vista de su protección. Los animales sólo desean morir antes de que los coman, sufriendo lo menos posible. La carpa, desde que nace, tiene la idea fija de que por parte de la cocinera no está bien que le abra la barriga en vivo y la costumbre de retorcer el cuello a los pollos se opone a las intenciones de la sociedad protectora de animales de que sólo maten a las aves manos expertas. La retorcida figura que presentan las gobias asadas demuestran que al morir protestan de que en Podol las cuezan en vivo con margarina. Los muslos del pavo… En este momento me interrumpió para preguntarme si conocía a fondo la cría de las aves, perros, conejos y abejas y las particularidades del reino animal, si sabía recortar fotos de revistas extranjeras para reproducirlas, traducir artículos sobre animales y hojear el Brehm y redactar con él artículos editoriales sobre la vida de los animales teniendo en cuenta las festividades católicas, si podía escribir sobre el cambio de tiempo, carreras, cacerías, sobre la educación de los perros policía, sobre fiestas nacionales y eclesiásticas, en resumen si tenía una cierta visión periodística de la situación y si sabía aprovecharla para redactar un breve y sustancioso editorial.
Yo le dije que había reflexionado mucho sobre la manera de dirigir con acierto una revista como Mundo animal y que era perfectamente capaz de representar estas columnas ya que dominaba por completo los temas mencionados, que mi anhelo sería conferir una dignidad a la revista, reorganizarla tanto en su forma como en su contenido, introducir nuevas secciones como por ejemplo: un alegre rincón de animales, animales sobre los animales, teniendo siempre en cuenta la situación política, ofrecer al lector sorpresa tras sorpresa para que se quedara sin aliento. Le dije que la columna «El día de los animales» tenía que alternar con el nuevo programa sobre la solución de la cuestión de los animales domésticos y «el movimiento en el ganado vacuno».
Él me interrumpió de nuevo para comunicarme que tenía suficiente, que aunque sólo lograra la mitad de todo eso me regalaría un par de palomas enanas de Wyandotte de la última exposición berlinesa de aves que habían obtenido el primer premio mientras que su propietario había recibido la medalla de las parejas perfectas.
Puedo decir que verdaderamente me esforcé por realizar mi programa directivo en la revista dentro de mis posibilidades. Sí, incluso descubrí que mis artículos las sobrepasaban.
Como quería ofrecer al público algo completamente distinto inventé animales nuevos. Partí del principio de que por ejemplo el elefante, el tigre, el león, el mono, el topo, el cochinillo, etc., hacía ya tiempo que debían ser seres del todo conocidos para los lectores de Mundo animal. Por tanto era necesario sorprenderlos con algo nuevo, con nuevos descubrimientos. Por eso hice una prueba con la ballena de vientre sulfuroso. Esta nueva especie de ballena era del tamaño del bacalao y poseía una vejiga llena de ácido fórmico provista de una cloaca especial. De ella salía un ácido venenoso al que el sabio inglés, ya no recuerdo cómo lo llamé, más tarde dio el nombre de ácido de ballena, y con el cual la ballena de vientre sulfuroso salpicaba y atontaba a los pececillos que quería comer. La grasa de la ballena ya era muy conocida pero el nuevo ácido despertó el interés de algunos lectores que preguntaron por la forma que producía este ácido.
Puedo asegurarles que los lectores de Mundo animal son muy curiosos. Poco después de la ballena de vientre sulfuroso descubrí toda una serie de animales. Mencionaré los siguientes: el astuto ciervo marino, un mamífero de la familia de los canguros, el oso comestible, el prototipo de la vaca, el animal de infusión de sepia que definí como una especie de turón.
Mis animales aumentaban de día en día. Yo mismo estaba sorprendido de mis éxitos en este campo. Jamás había pensado que era necesario ampliar tanto el reino animal y que Brehm, en su obra La vida de los animales, se había dejado a tantos. ¿Conocía Brehm y todos los que seguían sus huellas la existencia de mi murciélago de Islandia, «el murciélago lejano», de mi gato doméstico de las cumbres de Kilimanjaro llamado «gatito cervino salvaje»?
Los naturalistas ¿sabían algo de la «pulga del ingeniero Khuna» que encontré en Bernstein y que era completamente ciega porque vivía sobre un topo prehistórico que era igualmente ciego porque su bisabuela, escribí yo, se había emparejado con un proteo subterráneo de la gruta de Adelsburg, que en tiempos pasados llegaba hasta lo que hoy es el mar Báltico?
A partir de este insignificante acontecimiento se desarrolló una polémica entre el Cas y el Cech [33] porque éste al citar mi artículo sobre la pulga que yo había inventado decía:
«Lo que Dios hace bien hecho está».
Como es natural el Cas, con su sentido realista, la emprendió contra mi pulga y contra el respetable Cech y desde entonces pareció que la estrella de inventor y descubridor me abandonaba. Los suscriptores del Mundo animal empezaron a inquietarse.
Esta inquietud la causaron mis distintos artículos breves sobre avicultura y apicultura en los que exponía mis nuevas teorías que despertaron verdadero espanto puesto que mis sencillos consejos tuvieron como consecuencia que al conocido apicultor Pazourek le dio un ataque de aplopejía y en el bosque de Bohemia y Riesengebirge la apicultura se acabó. Las aves se vieron atacadas por una epidemia y, en fin, se murieron todas. Los suscriptores escribieron cartas amenazadoras y devolvieron la revista.
Me abalancé sobre los pájaros que viven al aire libre y todavía hoy me acuerdo de mi asunto con un redactor de Selsky Obzor [34], el diputado clerical doctor Jos. M. Kadltschak.
Recorté de la revista inglesa, Vida campestre, la foto de un pájaro que estaba posado en un nogal y lo llamé avefría del nogal, del mismo modo que como es lógico no hubiera vacilado en llamar avefría del enebro a un pájaro que estuviera en un enebro, o dado el caso, avefría hembra del enebro.
¿Y qué sucedió? El señor Kadltschak me escribió una agresiva tarjeta en la que decía que aquel pájaro era un grajo y no un avefría del nogal y que mi afirmación era totalmente falsa.
Yo le escribí una carta en la que le expuse toda mi teoría sobre el avefría del nogal y mezclé varios insultos y citas del Brehm que yo mismo inventé.
El diputado Kadltschak contestó con un editorial en Selsky Obzor. Mi jefe, el señor Fuchs, estaba sentado como siempre en el café leyendo los periódicos provinciales, pues en los últimos tiempos buscaba muy a menudo observaciones sobre mis interesantísimos artículos de Mundo animal. Cuando llegué señaló el Selsky Obzor que estaba sobre la mesa y mirándome con la tristeza que últimamente tenía siempre en los ojos habló con toda calma. Yo leí en voz alta delante de todos los clientes del café:
»Distinguida redacción:
He indicado que su revista introduce una terminología desacostumbrada y carente de fundamento, que no presta suficiente atención a la pureza de la lengua checa e inventa distintos animales. Como muestra alego que su redactor utiliza la palabra “avefría del nogal” en lugar de la antigua denominación de grajo.
—Grajo —repitió desesperado el dueño de la revista. Yo seguí leyendo:
»He recibido una carta personal extraordinariamente grosera y descortés del redactor de Mundo animal en la que se me llama criminal ignorante y animal, lo cual merece una enérgica represión. Las personas respetables no contestan de esta manera a objeciones puramente científicas. Verdad es que tal vez no hubiera debido escribir mis reproches en una tarjeta postal sino en una carta, pero debido al exceso de trabajo no presté atención a ese detalle. No obstante ahora, después de tan vulgar salida, desenmascararé públicamente al redactor de Mundo animal.
»Su señor redactor se equivoca notablemente al afirmar que soy un animal inculto y que no tengo idea de cómo se llama este o aquel pájaro. Hace años que me ocupo de la ornitología y no me baso en libros sino en estudios realizados al aire libre y tengo más pájaros enjaulados de los que su redactor ha visto en toda su vida. ¿Cómo iba a ponerse en contacto con los pájaros un hombre como él que todavía no ha salido de las tabernas de Praga?
»Pero ésas son cosas secundarias aunque ciertamente no estaría nada mal que su redactor se asegurase de quién es la persona a quien califica de animal antes de que salga de su pluma esta palabra, aunque esté destinada a Friedland, en Moravia, donde su revista también tenía suscriptores antes de que apareciera este artículo.
»Por lo demás no se trata de una polémica personal con un loco sino del mismo asunto, y por eso vuelvo a repetir que es inadmisible inventar palabras cuando tenemos la denominación “grajo”, conocida por todos.
—Sí, grajo —dijo mi jefe con una voz aún más desesperada. Yo seguí leyendo tranquilamente sin dejar que me interrumpiera:
»Es una infamia que se tomen esta libertad personas que no son especialistas sino brutos. ¿Quién ha llamado nunca avefría del nogal a un grajo? En el libro Nuestros pájaros, página 148, está la denominación latina: Garrulus glandarius B. A. Mi pájaro es un grajo.
»El redactor de su revista seguramente se dará cuenta de que yo conozco a mi pájaro mejor que alguien que no sea especialista. Según el doctor Bayer, el avefría del nogal se llama Mucifraga carycatectes B . Y esta B no representa la inicial de la palabra bobo como ha escrito su redactor. Además los ornitólogos checos conocen únicamente el grajo y no su avefría del nogal que ha inventado aquel caballero al cual corresponde la inicial B según su teoría. Es una salida torpe que no cambia nada.
»El grajo sigue siendo el grajo aunque el redactor de Mundo animal se… por ello. Esto sólo demuestra cuán a la ligera escribe a veces, incluso cuando con considerable descaro cita el Brehm. Este tipo escribe que, según Brehm, página 452 donde se trata al alcaudón o a la pega reborda (Lanius minor L.), el grajo pertenece a la familia de los cocodrilos. Ese ignorante, si se me permite abreviar así su nombre, sigue pretendiendo citar el Brehm y dice que según éste el grajo pertenece a la quince familia de los cuervos, y no obstante Brehm encuadra a los cuervos en la familia diecisiete a la cual pertenecen los cuervos de estirpe de los grajos. Es tan vulgar que me llama grajo (Colaeus) del género de las urracas, de la subclase de los estúpidos ineptos, aunque en la misma página se habla de los grajos del bosque y de las urracas…
—Grajos del bosque —suspiró el editor de mi revista llevándose las manos a la cabeza—. Démelo, acabaré de leerlo yo.
Yo me asusté porque su voz sonaba ronca.
»El colibrí y el mirlo turco en la traducción checa siguen siendo esto, del mismo modo que el tordo sigue siendo un tordo."
—Al tordo hay que llamarlo enebrino o enebrina, jefe —observé— porque se alimenta del enebro.
El señor Fuchs dio un golpe en la mesa con el periódico y resoplando las últimas palabras que había leído se fue arrastrándosc hacia el billar.
—Turdus, colibrí.
—Nada de grajo —gritó desde detrás del billar—, avefría del nogal. ¡Que muerdo, señores!
Al final lo sacaron de allí y al cabo de tres días moría de gripe cerebral rodeado de todos sus familiares.
En su último momento de lucidez dijo:
—No se trata de mi interés personal sino de la verdad del todo. Desde este punto de vista acepté mi juicio que es tan objetivo como… —y expiró.
El voluntario de un año se interrumpió y dijo maliciosamente al cabo:
—Con eso sólo he querido decir que todos los hombres se encuentran a veces en situaciones delicadas y cometen faltas. De todo ello el cabo sólo comprendió que había cometido una falta. Por eso volvió a la ventana y miró sombríamente el paisaje que corría hacía atrás.
En Schwejk la narración despertó más interés. Los soldados de la escolta se dirigieron una tonta mirada.
Schwejk empezó:
—En este mundo no queda nada oculto. Todo sale a la luz, como habéis oído; ni un simple grajo se deja confundir con un avefría del nogal. Realmente es muy interesante que alguien caiga en la trampa por una cosa así. Desde luego descubrir animales es algo muy difícil, pero presentar animales inventados lo es aún más. Hace años había en Praga un tal Mestek que descubrió una sirena y la enseñó en la Hawlitschekgasse, en Weinberge. En la penumbra todos pudieron ver un sofá normal en el que se revolcaba una chica de Zizkov. Llevaba las piernas envueltas en una gasa verde que representaba la cola, tenía los cabellos teñidos de verde y llevaba unos guantes también verdes en los que había cosido aletas de cartón. En la espalda le ataron un timón. Los menores de dieciséis años no tenían acceso y todos los mayores de dieciséis años que habían pagado la entrada juraron que en las grandes nalgas de la sirena estaba escrito: «Hasta la vista». Respecto a los pechos, nada, le llegaban hasta el ombligo y parecían un lenguado a remolque. A las siete de la tarde Mestek cerró el espectáculo y dijo: «Sirena, puedes irte a casa». Ella se cambió y a las diez la vieron por la Taborgasse diciendo disimuladamente a todos los hombres que encontraba: «Anda chico, ven a zambullirte un poco». Como no tenía ningún documento el señor Draschner la encerró con otras nenas semejantes y a Mestek se le acabó el negocio.
En aquel momento el capellán castrense se cayó del banco, pero no se despertó y siguió durmiendo en el suelo. El cabo lo miró con estúpida expresión y luego, en medio de un silencio absoluto, lo levantó sin ayuda alguna y lo dejó en el banco. Se veía que había perdido toda la autoridad y cuando con voz débil y desesperada dijo: «podríais ayudarme» todos los soldados de la escolta se quedaron con la mirada fija y no se movió ni un solo pie.
—Debía haberle dejado roncar donde estaba —dijo Schwejk—. Con mi pater no lo hice yo de otro modo. Una vez lo dejé durmiendo en el retrete, otra se quedó dormido encima del armario, en un barreño y Dios sabe dónde más durmió.
De repente el cabo tuvo un arranque de decisión. Quería mostrar que era el dueño y por esto dijo bruscamente.
—Cierre el pico y no diga sandeces. Todos los asistentes dicen siempre tonterías que están de más. Usted es una chinche.
—Sí, claro, y usted es un Dios, cabo —contestó Schwejk con la serenidad de un filósofo que quiere conseguir la paz en este mundo y por ello se mete en tremendas polémicas—. Es usted una dolorosa.
—¡Santo Dios! —exclamó el voluntario retorciéndose las manos—. ¡Llena nuestro corazón de amor a todos los grados para que no les tengamos antipatía! Bendice nuestra convivencia en este calabozo con ruedas.
El cabo se ruborizó y dio un salto.
—No consiento estos comentarios ¡usted, el de un año!
—Usted no tiene la culpa —prosiguió el voluntario tranquilizador—. En muchas familias y especies la naturaleza ha negado la inteligencia a los seres vivos. ¿Ha oído hablar alguna vez de la estupidez humana? ¿No hubiera sido mejor que usted hubiera nacido como miembro de otra especie de mamíferos y no tuviera que ostentar el estúpido nombre de hombre y cabo? Si cree que es el ser más perfecto y evolucionado se equivoca. Si le quitan las estrellitas es usted una nulidad que carece de interés y a la que se mata en todas las trincheras de todos los frentes. Si le dan una estrella más y lo convierten en un ser que se llama cascarrabias todavía no será lo que debe ser. Su horizonte intelectual irá estrechándose más y si deja que descansen en paz en cualquier parte del campo de batalla sus culturalmente atrofiados huesos, en toda Europa no habrá nadie que le llore.
—¡Mandaré que lo encierren! —gritó desesperado el cabo.
El voluntario rió:
—Supongo que quiere encerrarme porque le he insultado. Tendría que mentir porque su intelecto es incapaz de comprender ninguna ofensa y además apostaría a que no ha oído ni una sola palabra de nuestra conversación. Si le digo que es usted un embrión no lo olvidará cuando lleguemos a la próxima parada sino ya antes del próximo poste de telégrafos que pasa volando a nuestro lado. Su cerebro es un torbellino atrofiado. No puedo ni imaginarle repitiendo de una manera coherente lo que nos ha oído decir. Además puede preguntar a quien quiera si mis palabras contenían la menor alusión a su horizonte intelectual y si le he ofendido en algo.
—Desde luego —corroboró Schwejk—. Aquí nadie le ha dicho una palabra que pudiera tomar a mal. Sentirse ofendido da siempre mal resultado. Una vez estaba en el café nocturno «Túnel» charlando acerca de orangutanes. Uno de la marina decía que a menudo no era posible distinguir a un orangután de un ciudadano barbudo, que los orangutanes tienen la barba cubierta de pelos como… «como», dijo, «digamos como aquel señor de la mesa de al lado». Todos nosotros nos volvimos y el señor de la barba se acercó al de la marina y le dio una bofetada y el de la marina le dio en la cabeza con una botella de cerveza y el hombre de la barba se cayó y se quedó inconsciente y el de la marina en cuanto vio que lo había dejado casi muerto se fue en seguida. Luego hicimos que volviera en sí el señor y eso desde luego no hubiéramos debido hacerlo porque en cuanto recobró el conocimiento mandó venir a la patrulla para que se nos llevara a todos nosotros, que no habíamos hecho nada. Y nos llevaron a la comisaría. Allí dijo que lo habíamos confundido con un orangután y que sólo habíamos hablado de él. Y así todo el rato. Nosotros dijimos que no, que no era ningún orangután. Y él que sí, que lo había oído. Le pedí al comisario que se lo explicara y él se lo explicó con mucha paciencia pero el hombre no quiso entenderlo y le dijo al comisario que él no sabía nada y que estaba aliado con nosotros.
El comisario mandó que lo encerraran para que se serenara. Nosotros queríamos volver al «Túnel» pero no pudimos porque también se nos llevaron. De modo que ya ve: de un malentendido insignificante e intrascendente puede surgir algo que no vale la pena. En Scheiba también había un ciudadano que se ofendió cuando le dijeron en Alemania que era una serpiente. Hay varias palabras de ésas que no son punibles, por ejemplo si le dijéramos a usted que es una rata ¿podría enfadarse con nosotros?
El cabo lanzó un chillido. No puede decirse que gritara. Enfado, rabia, desesperación, todo eso se derramó en una serie de palabras fuertes y esta pieza del concierto fue completada por los silbidos nasales que realizaba al roncar el capellán.
A los chillidos siguió una nueva depresión. El cabo se sentó y sus azules e inexpresivos ojos quedaron fijos en los lejanos bosques y montes.
—Oiga, cabo —dijo el voluntario—, cuando contempla las fragosas montañas y los olorosos bosques me recuerda la figura de Dante. El mismo noble rostro de poeta de un hombre de delicado corazón y pensamiento, susceptible de nobles deseos. Siga sentado así, se lo ruego, ¡le va tan bien! ¡Con qué entusiasmo, naturalidad y desenvoltura dirige sus ojos a la naturaleza! Seguro que piensa lo hermoso que será cuando en primavera en lugar de este desierto se extienda aquí una alfombra de flores de colores.
—Alrededor de la cual corre un riachuelo —observó Schwejk— y el cabo humedece el lápiz con saliva, se sienta en el tronco de un árbol y escribe una poesía para Maly Ctenar. [35]
El cabo se quedó completamente atontado y el voluntario de un año afirmó que en una exposición había visto una escultura de su cabeza.
—Permítame, cabo, ¿no sirvió de modelo al escultor Stursa?
El cabo miró al voluntario y dijo tristemente:
—No.
El voluntario se arrellanó en el banco sin decir nada más. Los soldados de la escolta jugaron a cartas con Schwejk. El cabo, desesperado, se dedicó a mirar el juego y al final se permitió observar que Schwejk había servido el as de espadas, lo cual era un error. No hubiera debido arrastrar con él porque entonces le hubiera quedado el siete para la última vuelta.
—Antes en las tabernas había bonitos letreros para los mirones —dijo Schwejk—. Me acuerdo de uno: «Mirón, cierra la boca o quedarás hecho una coca».
El tren entró en una estación en la que los vagones debían ser inspeccionados. El tren se detuvo.
—Bueno —dijo imperturbable el voluntario de un año dirigiendo al cabo una significativa mirada—, la inspección ya está aquí…
Y la inspección entró.
El Estado Mayor había destinado al oficial de la reserva doctor Mraz como comandante del tren militar.
De un servicio tan tonto se encargan siempre los oficiales de la reserva. Al doctor Mraz le molestaba mucho hacerlo. A pesar de que era profesor de matemáticas en un instituto contaba siempre un vagón menos. Además el número de soldados anunciados en la última estación no coincidía con la cifra indicada al efectuarse la subida a los vagones en la estación de Budweis. Al mirar los papeles le pareció que Dios sabía cómo había dos cocinas de más. La constatación de que los caballos habían aumentado sin saberse de qué manera le produjo en la espalda un cosquilleo extraordinariamente desagradable. En la lista de los oficiales no podía encontrar a los dos cadetes que le faltaban. En la oficina, que estaba en el vagón delantero, buscaban sin parar una máquina de escribir. Este caos le produjo dolor de cabeza. Ya había tomado tres aspirinas y ahora estaba inspeccionando el tren con dolorosa expresión.
En el compartimiento de los arrestados miró los papeles mientras recibía el informe del aniquilado cabo. Esté anunció que llevaba a dos arrestados y que tenía tal número de personas a su cargo. El doctor Mraz volvió a comprobar en los documentos la veracidad de los datos y echó un vistazo al compartimiento.
—¿Y a quién llevan allí? —preguntó severamente señalando al capellán que estaba dormido en el banco con las asentaderas mirando a la inspección de una manera muy provocadora.
—A sus órdenes, mi teniente —balbució el cabo—. Nosotros, quiero decir…
—¿Qué es lo que quiere decir? —gruñó el doctor Mraz—. ¡Hable claro!
—A sus órdenes mi teniente —dijo Schwejk en lugar del cabo—. Este hombre que está durmiendo boca abajo es un pater. Se ha unido a nosotros y se ha metido en el vagón y como es nuestro superior no hemos podido echarlo para no cometer un acto de insubordinación. Probablemente ha confundido el vagón de la plana mayor con el de arrestados.
El doctor Mraz se animó nada menos que para pedir al cabo que volviera al que dormía boca abajo porque en esta posición no era posible cómprobar su identidad.
Tras enormes esfuerzos el cabo consiguió colocar al capellán boca arriba.
Éste se despertó y al ver frente a él a un oficial dijo.
—¡Hola, Fredy! ¿Qué hay de nuevo? ¿Está ya lista la cena?
Y dicho esto, cerrando los ojos, se volvió hacia la pared. El doctor Mraz se dio cuenta en seguida de que era el glotón del casino de oficiales del día anterior, el famoso comilón de las cocinas y lanzó un suave suspiro.
—Daré constancia de ello en el parte —dijo al cabo. Ya iba a marcharse cuando Schwejk lo detuvo.
—A sus órdenes, mi teniente. Yo no pertenezco a este lugar. Sólo tenía que estar encerrado hasta las once porque mi pena acaba hoy. Estaba condenado a tres días y ahora debiera estar en el vagón del ganado con los demás. Como las once han pasado ya hace rato le ruego que me dejen salir y me lleven al vagón del ganado, donde debo estar, o al teniente Lukasch.
—¿Cómo se llama? —preguntó el doctor Mraz volviendo a mirar sus papeles.
—Schwejk, Josef. A sus órdenes, mi teniente.
—¡Jm! ¡De modo que es usted el famoso Schwejk! —dijo el doctor Mraz—. Desde luego hubiera tenido que salir a las once pero el teniente Lukasch me ha pedido que no le deje salir antes de Bruck porque es más seguro; al menos durante el viaje no hará ninguna trastada.
Cuando el director se fue el cabo no pudo callar tan malintencionado comentario:
—Ya ve qué porquería, Schwejk. Dirigirse a la suprema autoridad no le ha servido de nada. Si hubiera querido os hubiera podido hacer sudar la gota a ambos.
—Molestar con palabrotas es una argumentación más o menos válida —dijo el voluntario de un año— pero un hombre inteligente, cabo, no debe usar estas palabras cuando está excitado o quiere insultar a alguien. Y la amenaza de que hubiera podido hacernos sudar la gota es francamente ridícula. ¿Por qué diablos no lo ha hecho si tenía oportunidad? Seguro que en eso se manifiesta su gran madurez intelectual y su extraordinaria delicadeza.
—¡Ya basta! —dijo levantándose de un salto—. ¡Puedo llevaros al tribunal!
—¿Y por qué, palomita? —preguntó inocentemente el voluntario.
—Eso es asunto mío —contestó el cabo intentando cobrar valor.
—¡Asunto suyo! —dijo sonriendo el voluntario—. Suyo y nuestro. Es como en las cartas. Yo creo que le ha hecho efecto oír que lo llevarán al parte. Por esto ha empezado a gritarnos y por cierto no de una manera oficial.
—¡Sois unos groseros! —dijo el cabo armándose de valor para infundirles miedo.
—Voy a decirle una cosa, cabo —observó Schwejk—. Yo ya soy un soldado viejo, hice el servicio antes de la guerra y estos insultos no siempre valen la pena. Hace años, cuando estaba en el ejército, me acuerdo perfectamente de que en nuestra compañía había un cascarrabias llamado Schreiter. Él servía por la sopa. Cuando era cabo ya hacía tiempo que hubiera tenido que irse a casa pero estaba lo que se dice tocado de la cabeza. Bueno, nosotros los soldados estábamos de ese hombre hasta las narices porque se nos pegó como una lapa. Cuando algo no le gustaba o iba contra el reglamento nos hacía la vida imposible y nos decía: «No sois soldados sino guardias». Un día me enfadé y me fui a ponerlo en conocimiento del capitán de la compañía. «¿Qué quieres?», dice el capitán. «A sus órdenes, mi capitán; vengo a presentar una queja de nuestro sargento Schreiter. Nosotros somos soldados imperiales y no guardias, como dice él. Servimos a Su Majestad el Emperador pero no somos hortelanos». «Tú, bicho», contestó el capitán, «desaparece de mi vista». Y entonces le pedí que me llevara al teniente coronel. Cuando le dije a éste que no éramos unos guardianes sino soldados imperiales me dio dos días de arresto y entonces pedí que me llevaran al coronel. Tras mi explicación el coronel me gritó que era un idiota, que me fuera al diablo. Yo le dije: «A sus órdenes, mi coronel, quiero que me lleven al general de brigada». Esto lo asustó y mandó llamar al despacho al cascarrabias Schreiter y éste tuvo que pedirme perdón delante de todos los oficiales por la palabra guardias. Entonces fue a buscarme al patio y me comunicó que desde aquel día no me diría nada más pero que me daría arresto de cuartel. Yo fui siempre con mucho cuidado pero no me sirvió de nada. Estuve de centinela en el almacén y todos los centinelas escribían siempre algo en la pared, o bien algún verso o bien dibujaban las partes vergonzosas femeninas. A mí no se me ocurrió nada de modo que por aburrimiento escribí: «El cascarrabias Schreiter es un bruto», y firmé. Y ese Schreiter lo denunció en seguida porque estuvo espiándome como un perro. Por una fatal casualidad sobre esta frase estaba escrito: «No queremos ir a la guerra. A la mierda todo». Esto ocurrió en el año 1912, cuando teníamos que ir a Serbia por el cónsul Prochazka. A mí me enviaron en seguida a Theresienstadt, al tribunal supremo. Los señores del consejo de guerra retrataron unas quince veces la pared del almacén con las frases y mi firma, me mandaron que lo copiara diez veces: «No queremos ir a la guerra. A la mierda todo» y quince veces: «El cascarrabias Schreiter es un bruto» para examinar mi letra y al final vino un grafólogo y me mandó escribir: «Era el 29 de junio de 1897 cuando Könighof en el Elba conoció los horrores del salvaje río desbordado». «No es suficiente», dijo el auditor, «lo que nos importa es la mierda. Díctele algo donde salgan muchas m y rd». Entonces él empezó a dictarme: «muérdago, mordaza, mordiente, mansarda». El grafólogo del tribunal estaba bastante perplejo y se pasó todo el rato mirando al soldado con bayoneta que había detrás y al final dijo que esto tenía que ir a Viena, que tenía que escribir tres veces seguidas: «El sol también empieza a brillar, el calor es magnífico». Enviaron todo el material a Viena y al final dijeron que las frases de la pared no las había escrito yo pero que la firma era mía, cosa que yo reconocí. Por ello me condenaron a seis semanas y me dijeron que mientras había estado firmando en la pared no había podido vigilar.
—Lo cual demuestra que un bellaco de verdad no se queda sin castigo —dijo el cabo satisfecho—. Si yo hubiera estado en el lugar de ese juez no le hubiera dado seis semanas sino seis años.
—No sea tan cruel. Mejor es que piense en su final —dijo el voluntario de un año—. Ahora mismo el inspector acaba de decirle que ha de ir al parte. Debería prepararse para una cosa así y meditar sobre las postrimerías de un cabo. ¿Qué es usted en realidad comparado con el universo si piensa que la estrella fija más próxima a nosotros está a doscientas setenta y cinco mil veces más lejos de este tren militar que el sol y que su paralaje puede formar un segundo de círculo? Si se encontrara usted en el espacio como estrella fija desde luego sería demasiado insignificante como para poder verle con los mejores instrumentos astronómicos. No es posible hacerse cargo de nuestra insignificancia en el espacio. En medio año describiría un arco diminuto, en un año una pequeña elipse imposible de expresar con cifras: tan minúscula sería. Su paralaje no podría medirse.
—En este caso el cabo debería alegrarse de que alguien pueda medirlo —observó Schwejk—. El parte irá como siempre; tiene que estar tranquilo y no excitarse porque las excitaciones son perjudiciales para la salud y ahora, en la guerra, todos los que están sanos tienen que cuidarse porque la guerra les exige que no mueran. Cuando le encierren, cabo —prosiguió sonriendo amablemente—, cuando lo insulten, no pierda la razón y si ellos opinan una cosa usted piense lo que quiera. Como un carbonero que conocí, un tal Franz Schkvor que estuvo encerrado conmigo en la jefatura de Policía al empezar la guerra por alta traición y que luego fue colgado, tal vez por causa de la Pragmática Sanción. En el interrogatorio cuando le preguntaron si tenía algo que objetar dijo: «Aunque era como era, de algún modo era, pues jamás ocurrió que no fuera en absoluto».
Por eso lo metieron en una celda oscura y dúrante dos días no le dieron nada de comer ni de beber y volvieron a llevarlo al interrogatorio y él siguió diciendo: «Aunque era como era, de algún modo era, pues jamás ocurrió que no fuera en absoluto». Cuando lo llevaron al tribunal militar puede que se fuera también al patíbulo diciéndolo.
—Ahora cuelgan y fusilan a muchos de ésos —dijo uno de la escolta—. Hace poco en el campo de ejercicios nos leyeron un despacho que decía que en Motol habían fusilado al reservista Kudrna porque el capitán le había dado un tajo con el sable a su niño cuando su mujer intentaba despedirse de él en la estación de Beneschau. Ella llevaba al niño en brazos y él estaba muy excitado. A los políticos, sobre todo, los meten en la cárcel. También fusilaron a un periodista de Moravia. Y nuestro capitán dijo que lo mismo les esperaba a los demás.
—Todo tiene sus límites —dijo el voluntario con doble intención.
—En eso tiene razón —observó el cabo—: eso es lo que se merecen esos periodistas. No hacen más que alborotar al pueblo. Hace un par de años, cuando era cabo segundo, tenía a mis órdenes un periodista que no hacía más que llamarme «corrupción del ejército», pero cuando le mandaba hacer ejercicios sudaba lo suyo y decía siempre: «Le ruego que tenga presente que soy una persona». Una vez que tuvo que echarse al suelo y el patio del cuartel estaba lleno de charcos le enseñé qué es una persona. Lo llevé a un charco y el tipo ése tuvo que dejarse caer allí de manera que se quedó bien manchado. Y por la tarde todo tenía que estar otra vez reluciente y el uniforme limpio como el cristal. Él estuvo limpiando, quejándose y haciendo comentarios y al día siguiente volvía a estar como un puerco que se ha revolcado en el fango y yo me puse delante suyo y le dije: «Bien, señor periodista, ¿qué es más la corrupción del ejército o su persona?». Era un intelectual de verdad.
El cabo miró al voluntario consciente de su victoria y prosiguió:
—Perdió el galón de voluntario de un año por su intelectualidad porque escribió en los periódicos acerca de los malos tratos recibidos por los soldados. ¡Pero cómo no se les va a maltratar si un hombre culto como ése no puede desmontar el cerrojo del fusil ni siquiera cuando se lo he enseñado diez veces!, y que cuando se dice: «¡Vista a la izquierda!» vuelve el cráneo a la derecha como si lo hiciera a propósito y parece un cuervo y en las maniobras no sabe si ha de coger primero las correas o la cartuchera y cuando le enseñan de qué manera ha de dejar caer la mano junto a la correa le mira a uno perplejo. Ni siquiera sabía en qué hombro se lleva el fusil y saludaba como un mono y cuando había que hacer marchas y aprendió a andar, ¡las vueltas que daba! ¡Dios mío de mi alma! Cuando tenía que volverse le daba lo mismo con qué pie lo hacía, tris, tras, tris, tras, daba seis pasos hacia delante y sólo entonces se volvía como un grifo de cerveza y durante las marchas llevaba el paso como si tuviera gota o bailaba como una vejestoria en la consagración de una iglesia.
El cabo escupió y prosiguió:
—Cogió a propósito un fusil oxidado para aprender a limpiarlo, lo frotó como un perro a una perra, pero aunque se hubiera comprado dos kilos de hilaza tanto peor estuviera y más oxidado, y en la inspección el fusil pasó de mano en mano y todos se preguntaban cómo era posible que fuera pura herrumbre. Nuestro capitán dijo siempre que jamás podría hacerse de él un soldado, que mejor sería que lo colgaran, que no era digno del pan del ejército, y él sólo parpadeó detrás de sus gafas. Para él no tener arresto agravado o de cuartel era una gran fiesta. Durante el día generalmente escribía sus articulitos para el pe riódico sobre los malos tratos para con los soldados hasta que le registraron la maleta. Tenía libros. ¡Jesús, qué libros! Libros sobre desarme y sobre paz entre los pueblos. Por esto le dieron arresto de cuartel y entonces nos dejó tranquilos hasta que de repente apareció otra vez en la oficina y se copió los textos para que los soldados no tuvieran tratos con él. Fue el triste fin de un intelectual. Si no hubiera perdido el derecho a ser voluntario de un año debido a su estupidez hubiera podido llegar a teniente.
El cabo suspiró.
—Ni siquiera llevaba como es debido los pliegues del abrigo. Incluso en Praga encargó tinturas y untos diversos para limpiar y sin embargo ese tipo tuvo siempre un aspecto tan mohoso como Esaú. Pero decir tonterías, ¡eso sí que sabía hacerlo! Y cuando estuvo en la oficina no hizo más que filosofar. Eso ya le gustaba hacerlo antes. Como ya he dicho era una «persona». Una vez, cuando estaba meditando sobre esto en una charca en la que tenía que caerse cuando se le ordenara «¡Cuerpo a tierra!» le dije: «Si sigue hablando del hombre y del barro recuerde que el hombre fue hecho de barro y tuvo que aguantarse».
Acabada su exposición el cabo quedó satisfecho de sí mismo y en espera de lo que diría el voluntario de un año, pero sólo Schwejk tomó la palabra:
—A causa de estas mismas cosas, a causa de estas molestias, hace años en el regimiento 35 un tal Konitschek apuñaló al cabo y se suicidó. Lo trajo el Kurier. El cabo tenía tal vez treinta heridas de las cuales una docena eran mortales. Luego el soldado se sentó encima suyo y se apuñaló. En Dalmacia, hace años ocurrió otro caso parecido. Allí le cortaron el cuello a un cabo y hoy todavía no se sabe quién lo hizo. Quedó todo envuelto en el misterio y sólo se sabe que el cabo al que cortaron el cuello se llamaba Fiala y que era de Drabowny junto a Turnau. También sé de un cabo del 75, un tal Reimann…
La edificante narración fue interrumpida en aquel momento por un fuerte gemido procedente del banco en el que dormía el capellán castrense Lacina.
El pater se despertó con toda belleza y dignidad. Su despertar fue acompañado de los mismos fenómenos que el del joven gigante Gargantúa, que describió el viejo y divertido Rabelais. El capellán soltó ventosidades, eructos y bostezó amenazadoramente. Al final se sentó y preguntó:
—¡Alabado sea Dios! ¿Dónde estoy?
Al ver que el alto señor despertaba el cabo contestó con gran respeto:
—Se encuentra en el vagón de arrestados, pater.
El asombro cruzó como un relámpago por el rostro del capellán. Él permaneció un rato sentado en silencio reflexionando con gran fatiga. En vano. Sobre lo que le había ocurrido por la noche y por la mañana así como sobre su despertar en el vagón cuyas ventanas estaban provistas de rejas se cernía la más absoluta oscuridad.
Al final preguntó al cabo, que seguía delante suyo en respetuosa actitud:
—¿Y quién ha ordenado que…?
—Nadie, pater.
El pater se levantó y empezó a andar entre los bancos de un lado a otro murmurando que no entendía nada. Luego volvió a sentarse y dijo:
—¿Adónde vamos en realidad?
—A Bruck.
—¿Y por qué vamos a Bruck?
—Todo nuestro regimiento 91 ha sido trasladado allá.
El pater empezó a meditar una vez más sobre lo que le había ocurrido y se preguntó cómo había ido a parar al vagón, por qué motivo iba a Bruck y por qué precisamente con el regimiento 91 acompañado de escolta.
Y como había dormido la mona pudo distinguir incluso al voluntario de un año y le preguntó:
—Usted que es un hombre inteligente ¿puede explicarme sin rodeos, sin silenciar nada, cómo he llegado aquí?
—Con mucho gusto —dijo el voluntario en tono de camarada—. Sencillamente, se ha unido a nosotros esta mañana en la eatación cuando subíamos al tren porque estaba amodorrado.
El cabo le miró severamente. El voluntario continuó:
—Se metió en nuestro vagón y la cosa fue perfectamente. Se echó en el banco y Schwejk le puso su abrigo debajo de la cabeza. En la última parada ha venido la inspección y lo han apuntado en la lista de oficiales. Lo han descubierto oficialmente, si se me permite hablar así, y nuestro cabo tendrá que ir al parte por ello.
—Vaya, vaya —suspiró el pater—, de modo que en la próxima estación, tendría que ir al vagón de la plana mayor. ¿Sabe si ya han dado la comida?
—Comeremos en Viena, pater —comunicó el cabo.
—¿De modo que me ha puesto el abrigo debajo de la cabeza? —dijo dirigiéndose a Schwejk—. Muchísimas gracias.
—No se merecen —contestó Schwejk—. He hecho lo que debe hacer todo el mundo cuando ve que su superior no tiene nada debajo de la cabeza. Los soldados han de querer a sus superiores aunque no estén directamente subordinados a ellos. Tengo muchas experiencias con capellanes castrenses porque fui asistente del pater Otto Katz. Son gente divertida y de buen corazón.
Debido a la mona al capellán le dio un arrebato de democracia, sacó un cigarrillo y se lo alcanzó a Schwejk.
—Toma y fuma. Dirigiéndose al cabo dijo:
—Vas a ir al parte por mí. No tengas miedo; yo te sacaré de este apuro. No te pasará nada. Y a ti —dijo a Schwejk— voy a llevarte conmigo. Conmigo vas a vivir como un príncipe.
En un nuevo arranque de generosidad afirmó que haría algo bueno por cada uno: al voluntario le compraría chocolate, a los hombres de la escolta ron, al cabo lo haría trasladar al departamento de fotógrafos de la 7 división de caballería, los salvaría a todos y no los olvidaría jamás.
Luego sacó cigarrillos del bolsillo y empezó a regalarlos, no sólo a Schwejk sino a los demás y mientras lo hacía anunció que permitía a todos los arrestados que fumaran y que cuidaría de que les aliviaran la pena y de que los devolvieran a la vida militar normal.
—No quiero que os quede un mal recuerdo de mí —dijo—. Tengo muchos amigos y conmigo no estaréis perdidos. Además me dais la impresión de personas respetables a las que Dios ama. Si habéis pecado, cumplís vuestra pena y veo que soportáis con gusto lo que Dios os ha deparado. ¿Por qué motivo lo han castigado? —preguntó a Schwejk.
—Dios me ha impuesto una pena por haber llegado demasiado tarde al regimiento sin tener la culpa —contestó piadosamente Schwejk.
—Dios es extremadamente misericordioso —dijo solemnemente el pater—. Él sabe a quién ha de castigar, pues sólo así muestra su providencia y poder infinito. ¿Y por qué está usted arrestado, voluntario?
—Yo estoy arrestado porque Dios misericordioso me envió un reumatismo y yo me volví loco de alegría. Cuando haya cumplido mi pena iré a la cocina.
—Lo que Dios hace bien hecho está —comentó al pater entusiasmado al oír hablar de la cocina—. También allí puede hacer carrera un hombre respetable. Precisamente a la cocina es donde debieran enviar a los hombres inteligentes porque lo que importa no es cómo se cocina sino el amor con que se prepara la comida, el condimento y otras cosas. Tome las salsas. Un hombre inteligente cuando hace salsa de cebolla toma toda clase de verduras y las rehoga con mantequilla, luego añade especias, pimienta, un poco de nuez mosacada y jenjibre. Pero un cocinero corriente y vulgar deja cocer las cebollas y añade harina tostada en grasa de buey. Yo realmente preferiría verlos en cualquier otra parte del ejército. Un hombre sin inteligencia puede abrise camino en la vida con cualquier oficio corriente pero en la cocina se nota. Anoche en Budweis, en el casino de los oficiales nos sirvieron entre otras cosas riñones al Madeira. Que Dios perdone todos los pecados al que lo hizo; éste era realmente un hombre culto. Claro, allí hay un maestro de Skutsch. Y los mismos riñones al Madeira los comí en la cocina del 64 regimiento de la guardia nacional. Allí pusieron comino como se hace con el pimiento en las fondas corrientes. ¿Qué era de paisano el que lo hizo? Pastor de una granja.
El capellán enmudeció. Luego pasó a hablar del problema culinario en el antiguo y en el nuevo Testamento y dijo que se tenían muy en cuenta la preparación de comidas suculentas después de la misa y otras celebraciones eclesiásticas. Luego pidió que cantaran y Schwejk, desafortunado como siempre, soltó:
—La monjita va a la ciudad. El cura la sigue con un tonel de vino.
Pero el pater no se enfadó.
—Si al menos hubiera un poco de ron; no haría falta que fuera un tonel de vino —dijo sonriendo amistosamente—. Y de la monjita podemos prescindir.
El cabo metió con cuidado la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó una botella de ron.
—Para servirle, pater —anunció sin alzar la voz, y se notó que realizaba un gran sacrificio—. Si no le ofende…
—A mí no me ofende nada, muchacho —contestó alegremente el cura—. Voy a beber para que tengamos buen viaje.
—¡Jesús, María! —suspiró el cabo para sí, al ver que había bebido media botella de un trago.
—¡Eh, usted! ¡Vaya uno! —dijo el cura sonriendo y guiñando el ojo al voluntario de manera significativa—. Ahora empiece a echar maldiciones. Entonces el buen Dios tendrá que castigarlo.
El pater se llevó de nuevo la botella a la boca, se la pasó a Schwejk y le ordenó:
—Acábatelo.
—La guerra es la guerra —dijo bondadoso Schwejk al cabo pasándole la botella vacía.
La respuesta del cabo consistió en un súbito y especial destello de los ojos que sólo suele verse en los enfermos mentales.
—Ahora voy a roncar otro poco hasta que lleguemos a Viena —dijo el capellán—. Cuando lleguemos despertadme. Y usted —dijo dirigiéndose a Schwejk—, usted va a ir a la cocina de oficiales, cogerá un cubierto y me traerá la comida. Diga que es para el padre Lacina. Procure que le den ración doble. Si hay albóndigas no las traiga; me sientan mal. Entonces tráigame una botella de vino de la cocina y el cuenco para que le echen el ron.
El pater buscó algo en los bolsillos.
—Oiga —dijo al cabo—, no tengo dinero suelto. Présteme un florín. Bien, aquí tiene. ¿Cómo se llama?
—Schwejk.
—Aquí tiene un florín para el camino, Schwejk. Mire, Schwejk, el segundo florín se lo daré cuando me lo traiga todo como le he dicho. Que le dé también cigarrillos y puros. Si hubiera chocolate coja doble ración. Si hay conservas pida lengua ahumada y foi gras. Si hay Emmental procure que no le den la parte del borde, y si puede agarrar salami húngaro, todo lo que pueda; de la mitad para que sea bien jugoso.
El capellán se echó boca abajo y poco después se quedó dormido.
—Me parece que puede estar muy contento de nuestro inclusero —dijo el voluntario al cabo mientras el pater roncaba.
—Ya está destetado como suele decirse —observó Schwejk—; ya bebe de la botella.
El cabo luchó un rato consigo mismo. Luego, de repente, perdió la sumisión y dijo con dureza:
—Pero es muy pacífico.
—Con el dinero suelto que no tiene me recuerda a un tal Mlitschko —dijo Schwejk—. Trabajaba de albañil en Dejwitz y tampoco tenía dinero suelto hasta que se llenó de deudas y lo encerraron por estafa. Se lo gastaba todo comiendo y nunca tenía dinero suelto.
—En el regimiento 75, antes de la guerra, el capitán se bebió todo el dinero del regimiento y tuvo que despedirse y ahora vuelve a ser capitán —dijo un hombre de la escolta— y un sargento que robó al tesoro público aumentando el precio de la ropa (había más de veinte paquetes) hoy es sargento de la plana mayor. Y hace poco en Serbia fusilaron a un soldado de infantería porque se comió de una vez las conservas que tenían que durarle tres días.
—Eso no tiene nada que ver —anunció el cabo—. Pero es verdad, pedirle prestados dos florines a un pobre cabo…
—Aquí tiene su florín —dijo Schwejk—. No quiero hacerme rico con su dinero. Y si me da el otro también se lo devolveré para que no llore. Debiera alegrarle que un superior le pida que le preste dinero para beber. Pero usted es muy egoísta. Aquí se trata de dos miserables florines. Me gustaría verle si tuviera que sacrificar su vida por su superior cuando estuviera herido ante las posiciones enemigas y usted tuviera que salvarlo y llevarlo en brazos y le dispararan proyectiles y mil cosas más.
—Usted sí que se lo haría encima, cabeza de chorlito —se defendió el cabo.
—En las batallas siempre hay varios que lo hacen —dijo uno de la escolta—. No hace mucho un compañero enfermo de Budweis nos contó que cuando avanzaban se lo hizo tres veces; primero cuando salieron de las trincheras arrastrándose hacia las alambradas, luego cuando empezaron a cortarlas y por tercera vez cuando los rusos se abalanzaron sobre ellos con sus bayonetas gritando «Uraa». Entonces empezaron a correr de nuevo hacia las trincheras y en su grupo no hubo ninguno que no se lo hiciera. Y un muerto que quedó echado sobre la trinchera con los pies abajo, al que un proyectil le arrancó la cabeza al avanzar, en el último momento se lo hizo de tal modo que le fue bajando por los pantalones y le cayó sobre los zapatos y en la trinchera, junto con la sangre. Y la mitad de su cráneo y el cerebro ya estaban abajo. Uno no sabe cómo le pasan estas cosas.
—A veces uno se encuentra mal en la batalla; le ocurre cualquier adversidad —dijo Schwejk—. En Praga, en Pohorelec, en la «Esperanza» un reconvaleciente de Przemyl explicó que llegó a la fortaleza para el ataque con las bayonetas. Delante suyo apareció un ruso, un tipo enorme que fue hacia él y que tenía una gran gota debajo de la nariz. Al mirarle esa gota, ese moco, se encontró tan mal que tuvo que ir al puesto de socorro, donde le declararon enfermo del cólera, lo llevaron a la barraca correspondiente, a Pest, y allí se contagió de verdad.
—¿Era un simple soldado de infantería o un cabo? —preguntó el voluntario.
—Un cabo —contestó Schwejk con calma.
—Eso podría ocurrirle a cualquiera —dijo estúpidamente el cabo dirigiendo al voluntario una victoriosa mirada como si quisiera decir: «¡Chúpate ésa!, ¿qué me contestas ahora?»
Pero el voluntario permaneció en silencio y se echó en el banco.
Estaban acercándose a Viena. Los que no dormían miraban por la ventana las alambradas y fortificaciones que rodeaban la ciudad, lo cual probablemente despertó en todo el tren cierto abatimiento.
El griterío de los pastores de Bergreichenstein «Cuando vuelva, cuando vuelva, cuando vuelva acá» que salía de los vagones desapareció ante la desagradable impresión de las alambradas que rodeaban Viena.
—Todo en orden —dijo Schwejk contemplando las trincheras—. Todo en perfecto orden. Sólo que cuando los vieneses vengan de excursión a este lugar se les van a romper los pantalones. Aquí hay que ir con cuidado. Viena es una ciudad muy importante. Sólo en el zoológico de Schönbrunn hay no sé cuántos animales. Hace años, cuando estuve aquí, lo que más me gustaba era ir a ver los monos, pero cuando va algún personaje del Palacio Imperial no dejan pasar a nadie. Conmigo había un sastre del distrito diez y lo metieron en la cárcel porque quería ver los monos a toda costa.
—¿Fue también al palacio? —preguntó el cabo.
—Es muy bonito —contestó Schwejk—. Yo no estuve pero me lo dijo uno que sí estuvo allí. Lo mejor es la guardia del castillo. Todos deben medir dos metros. Sólo entonces le dan un puesto. Y allí hay princesas a patadas.
Pasaron por una estación. Detrás suyo se oyeron los sones del himno austríaco: lo tocaba una orquestina que había ido por error a aquel lugar. Al cabo de un rato el tren se detuvo en otra estación en la que se repartió la comida y tuvo lugar un solemne recibimiento.
Pero ya no fue como al empezar la guerra. Entonces los soldados que iban al frente comían en cada estación hasta hartarse, eran recibidos por jovencitas vestidas con idiotas trajes blancos y con rostros aún más estúpidos, con ramos de flores y un discurso aún más tonto de alguna dama cuyo esposo hoy se las echa de patriota y republicano convencido.
En el recibimiento de Viena estaban presentes tres miembros de la Cruz Roja austríaca, dos de alguna asociación de guerra, mujeres y jovencitas vienesas, un representante oficial del magistrado de Viena y del comandante militar.
En todos los rostros se dibujaba la fatiga. Los trenes del ejército pasaban día y noche, las ambulancias cada hora, en la estación cambiaban de vía casi sin interrupción vagones con prisioneros y los miembros de estas diferentes corporaciones tenían que presenciarlo todo. Y así día tras día, y lo que al principio fue entusiasmo se transformó en aburrimiento. Los servicios se alternaban y el que estaba obligado a aparecer en una estación de Viena tenía un aspecto tan cansado y agotado como los que hoy esperaban el tren de regimiento de Budweis.
Los soldados de los vagones del ganado miraban desesperados como si fueran al patíbulo.
Las damas se acercaron a ellos y les repartieron pan de especias con la siguiente inscripción en azúcar: «¡Victoria y venganza! », «¡Dios castigue a Inglaterra!», «¡El austríaco tiene una patria!», «¡Él la quiere y además tiene motivo para luchar por ella!». Los habitantes de las montañas de Bergreichenstein se llenaron de pan de especias, pero su expresión desesperada no desapareció.
Entonces llegó la orden de que se dirigieran todos por compañías a las cocinas que había en la estación para recoger el rancho.
También allí había una cocina de oficiales. En ella Schwejk encargó lo que le había pedido el pater. El voluntario esperaba la comida en el tren pues dos hombres de la escolta habían ido a buscarla para todo el vagón de arrestados.
Schwejk cumplió fielmente el encargo. Al atravesar la vía vio al teniente Lukasch andando de un lado a otro. Estaba esperando para ir a ver si le quedaría algo en la cocina de oficiales.
Su situación era muy desagradable pues de momento compartía el asistente con el teniente Kirschner. Ese asistente en realidad sólo se ocupaba de su señor y realizaba un sabotaje perfecto cuando se trataba del teniente Lukasch.
—¿A quién le lleva eso, Schwejk? —preguntó el desdichado teniente cuando aquél dejó en el suelo una cantidad enorme de cosas que había sacado de la cocina y envuelto con el abrigo.
Schwejk se asustó pero se recuperó en seguida. Al contestar su rostro estaba jubiloso y tranquilo.
—Es para usted, mi teniente. A sus órdenes. Lo que no sé es dónde está su compartimiento ni tampoco si el comandante del tren tendrá algo que objetar a que vaya con usted. Me parece que es un puerco.
El teniente Lukasch dirigió una interrogadora mirada a Schwejk.
Este prosiguió bondadosa y confidencialmente.
—Es un cerdo de verdad, mi teniente. Cuando vino a hacer la inspección le dije en seguida que ya eran las once y que ya había cumplido toda mi pena y que tenía que ir o bien al vagón del ganado o con usted y él me despachó vulgarmente diciéndome que me quedara donde estaba para no hacerle otro escándalo por lo menos durante el viaje, mi teniente.
Schwejk puso cara de mártir.
—¡Cómo si yo le hubiera organizado algún escándalo, mi teniente!
El teniente Lukasch suspiró.
—Escándalo no le he hecho jamás ninguno, seguro —prosiguió Schwejk—. Si ha pasado algo ha sido casualidad, pura disposición divina, como decía siempre el viejo Wanitschek de Pilgran cuando cumplía su trigésimo sexta pena. Yo jamás he hecho nada con mala intención, mi teniente; siempre he querido obrar bien y no tengo la culpa si no nos ha servido de nada y sólo nos ha proporcionado desgracias y fatalidades.
—No llore así, Schwejk —dijo el teniente Lukasch suavemente cuando se acercaban al vagón de la plana mayor—. Voy a arreglarlo todo para que vuelva a quedarse conmigo.
—A sus órdenes, mi teniente; no lloro. Sólo que de repente me ha dolido mucho que nosotros dos seamos las personas más desgraciadas en esta guerra y bajo el sol y que no podamos evitarlo. Cuando pienso que siempre he ido con tanto cuidado, realmente es muy doloroso.
—Tranquilícese, Schwejk.
—A sus órdenes, mi teniente. Si no fuera una insubordinación diría que no puedo tranquilizarme de ninguna manera, pero cumplo sus órdenes y estoy completamente tranquilo.
—Bueno, entre en el vagón, Schwejk.
—A sus órdenes, mi teniente; ya voy.
La calma nocturna se extendió sobre el campamento de Bruck. En los barracones de la tropa los soldados temblaban de frío y en los de los oficiales se abrían las ventanas porque hacía demasiado calor.
Procedente de los lugares en los que había objetos vigilados de vez en cuando se oían los pasos de los soldados que ahuyentaban el sueño andando de un lado a otro.
Allá abajo, en Bruck an der Leitha brillaban las luces de la real e imperial fábrica de conservas de carne en la cual se trabajaba de día y de noche y se elaboraban toda clase de desperdicios. Como el viento soplaba de allí en dirección a la avenida del campamento militar llevaba la peste de tendones, callos, garras y huesos en descomposición, con los cuales se preparaban las sopas en conserva.
Desde un pabellón abandonado que había abajo, en el valle del Leitha, en el que en tiempo de paz algún fotógrafo había retratado a los soldados que pasaban su juventud en el campo de tiro, se veía la roja luz eléctrica del burdel «Kukuruzkolben» que el archiduque Esteban debería honrar con su visita durante las grandes maniobras de Sopron en el año 1918. Allí se reunía cada día un grupo de oficiales. Era la mejor casa pública. Los soldados rasos y voluntarios no podían ir. Estos iban a «Rosenhaus», cuyas verdes luces podían verse igualmente desde el estudio abandonado del fotógrafo.
Era la misma distinción de clases que hubo más tarde en el frente, cuando la monarquía no pudo ofrecer a sus tropas más que burdeles móviles en el Estado Mayor, los llamados «puff» Entonces había un real e imperial «puff» de oficiales, un real e imperial «puff» para suboficiales y un real e imperial «puff» para la tropa.
Bruck an der Leitha resplandecía, de la misma manera que lo hacía Királyhida al otro lado del puente. Cisleithania y Transleithania. En ambas ciudades, tanto en la austríaca como en la húngara, tocaban orquestas de gitanos, las ventanas de los cafés y de los restaurantes resplandecían y se cantaba y bebía. Los ciudadanos y empleados nativos llevaban a sus mujeres e hijas mayores a estos cafés y restaurantes y Bruck an der Leitha y Királyhida no eran más que un inmenso burdel.
Por la noche, en uno de los barracones para oficiales, Schwejk estaba esperando al teniente Lukasch que había ido a la ciudad, al teatro, y todavía no había regresado. Schwejk estaba sentado sobre la ya preparada cama del teniente y frente a él, en la mesa, estaba sentado el asistente del mayor Wenzl.
El mayor había regresado al regimiento después de haberse comprobado su total ineptitud en Serbien an der Drina. Se decía que había mandado desarmar y destruir el puente flotante cuando la mitad del batallón se encontraba todavía al otro lado. Ahora estaba destinado en Királyhida como comandante y también se ocupaba de la intendencia del campamento. En los círculos oficiales se rumoreaba que el mayor Wenzl volvería a remontarse.
La habitación de Lukasch y de Wenzl se encontraban en el mismo pasillo. Mikulaschek, el asistente del mayor Wenzl, un mozo bajito y lleno de hoyos de viruela, balanceaba las piernas y renegaba:
—Me extraña que ese viejo embustero todavía no haya venido. Me gustaría saber dónde está rondando toda la noche ese vejestorio. Si al menos me diera la llave de la habitación me echaría y me emborracharía. Tengo cantidades de vino allí.
—¡De modo que roba! —interrumpió Schwejk que estaba fumando con toda tranquilidad los cigarrillos de su teniente puesto que éste le había prohibido fumar con pipa en la habitación—. Tienes que ver de dónde saca nuestro vino.
—Yo voy a donde él me manda —dijo Mikulaschek con débil voz—. Me da una tarjeta, voy a coger para los enfermos y lo llevo a casa.
—Y si te ordenara que robaras la caja del regimiento, ¿lo harías? —preguntó Schwejk—. Aquí conmigo reniegas pero delante de él tiemblas como un álamo.
Los ojitos de Mikulaschek parpadearon.
—Me lo pensaría.
—¡No puedes pensar nada, jovenzuelo! —gritó Schwejk, pero no dijo más porque la puerta se abrió y entró el teniente Lukasch. En seguida se vio que estaba de muy buen humor pues llevaba la gorra al revés.
Mikulaschek se asustó tanto que olvidó bajar de la mesa, pero saludó sentado como estaba, pues también olvidó que no llevaba gorra.
—A sus órdenes, mi teniente. Todo en orden —anunció Schwejk adoptando una actitud estrictamente militar y reglamentaria, con lo que olvidó quitarse el cigarrillo de la boca.
Sin embargo el teniente no lo notó y se dirigió directamente a Mikulaschek, el cual contemplaba todos sus movimientos con los ojos fuera de las órbitas y seguía sentado en la mesa saludando.
—Teniente Lukasch —dijo éste acercándose a Mikulaschek con paso no muy firme— y usted, ¿cómo se llama?
Mikulaschek no dijo nada. Lukasch puso una silla delante de aquél, que aún estaba sobre la mesa, se sentó, lo miró y dijo:
—Schwejk, sáqueme de la maleta el revólver de reglamento.
Mientras Schwejk buscaba en la maleta. Mikulaschek siguió en silencio mirando asustado al teniente. Si en esos momentos se dio cuenta de que estaba sentado sobre la mesa seguro que esto no hizo más que causarle mayor desesperación, pues sus pies tocaban las rodillas del teniente.
—¡Bueno; como se llama, hombre! —gritó el teniente.
Pero Mikulaschek siguió en obstinado silencio. Más tarde explicó que con la entrada del teniente le había sobrevenido una especie de parálisis; quería bajar y no podía, quería contestar y no podía, quería dejar de saludar, pero no lo consiguió.
—A sus órdenes, mi teniente. El revólver no está cargado.
—Pues entonces cárguelo, Schwejk.
—A sus órdenes, mi teniente. No tenemos cartuchos y además será difícil fusilarlo en la mesa. Me permito observar, mi teniente, que es Mikulaschek, el asistente del mayor Wenzl. Siempre que ve a algún oficial pierde el habla. Es que le da vergüenza hablar. Es tal como digo, un mocito verde y estúpido. El mayor Wenzl lo deja siempre en el pasillo cuando se va a la ciudad y él va rondando por los barracones con los otros asistentes. Si al menos tuviera algún motivo para asustarse así, ¡pero si no ha hecho nada!
Schwejk escupió y tanto por su voz como por el hecho de que hablara de Mikulaschek como si fuera un objeto se notaba su absoluto desprecio por la cobardía de su colega y su conducta, indigna de un militar.
—Permítame que lo huela —prosiguió Schwejk.
Schwejk hizo bajar de la mesa a Mikulaschek, que seguía mirando estúpidamente al teniente, lo puso en el suelo y olió sus pantalones.
—Aún no, pero ya empieza —comunicó—. ¿Lo echo?
—Échelo, Schwejk.
Schwejk llevó al tembloroso Mikulaschek al pasillo, cerró la puerta detrás suyo y dijo:
—Te he salvado la vida, estúpido. A cambio tráeme una botella de vino cuando venga el mayor Wenzl. Bromas aparte. Te he salvado la vida, de verdad. Cuando mi teniente está borracho, malo, entonces sólo sé tratarlo yo y nadie más.
—Yo…
—Tú, tú eres un follonero —dijo Schwejk con desprecio—. Siéntate junto a la puerta y espera a que tu mayor regrese.
El teniente Lukasch recibió a Schwejk de esta manera:
—Por fin ha vuelto. Quiero hablar con usted. No se quede aquí en esta tonta posición de firmes. Siéntese, Schwejk y prescinda del ¡A sus órdenes! Cierre el pico y preste mucha atención. ¿Sabe usted en qué parte de Királyhida está la Sopronyi utca? No me diga más: A sus órdenes, mi teniente; no lo sé. Si no lo sabe diga: no lo sé, y basta. Escriba en un papelito: Sopronyi utca, número 16. En esta casa hay una ferretería. ¿Sabe qué es una ferretería? Lo sabe; bien. La tienda es de un magiar, de un tal Kakonyi. ¿Sabe qué es un magiar? Bueno, por Dios, ¿lo sabe o no lo sabe? Lo sabe; bien. Arriba, sobre la tienda, está el primer piso y allí vive él. ¿Lo sabía? No lo sabe, ¡Jesús, por esto le digo que vive allí! ¿Le basta? Le basta; bien. Si no le bastara lo haría encerrar. ¿Ha anotado que el tipo se llama Kakonyi? Bien, pues mañana por la mañana, hacia las diez, bajará a la ciudad y le entregará esta carta a la señora Kakonyi.
El teniente Lukasch abrió el bolsillo interior y bostezando le dio a Schwejk un sobre blanco sin dirección.
—Es un asunto muy importante, Schwejk —prosiguió—. La prudencia nunca está de más y por esto, como ve, no está escrita la dirección. Confío plenamente en usted y en que entregará la carta a quien debe. Anótese también que la dama se llama Etelka, escriba: doña Etelka Kakonyi. Tiene que entregar esta carta de una manera discreta, pase lo que pase, y esperar contestación. En la carta ya dice que ha de esperar la respuesta. ¿Qué más quiere?
—Si no me diera respuesta, mi teniente, ¿qué he de hacer?
—Entonces le recordará que yo he de recibir una respuesta a toda costa —contestó el teniente bostezando de nuevo—. Pero ahora me voy a dormir; estoy realmente cansado. La de cosas que he bebido. Me parece que después de una noche como ésta cualquiera lo estaría.
Al principio el teniente Lukasch no había tenido la intención de estar fuera mucho rato. Había salido del campamento al atardecer para ir a Királyhida, al teatro húngaro. Hacían una opereta interpretada en sus principales papeles por regordetas actrices judías cuya fabulosa ventaja consistía en que al bailar levantaban las piernas y no llevaban pantalones ni mallas. Para resultar más atractivas a los ojos de los oficiales iban afeitadas como las tártaras. Claro que los del gallinero no lo disfrutaban; pero tanto más lo hacían los oficiales de artillería que estaban en el patio de butacas y que se llevaban al teatro sus prismáticos para gozar de tan hermoso panorama.
Sin embargo al teniente Lukasch no le interesó esta interesante porquería porque los gemelos que había alquilado no eran acromáticos y en vez de muslos Lukasch sólo veía superficies violeta en movimiento.
En el entreacto le cautivó más una dama que llevaba al guardarropa a un caballero de mediana edad que la acompañaba, explicándole que se iba en seguida a casa y que no quería ver estas cosas. Lo dijo en voz bastante alta y en alemán y su acompañante le contestó en húngaro.
—Sí, angelito, nos vamos; de acuerdo. Desde luego es de muy mal gusto.
—Es asqueroso —contestó la dama fuera de sí mientras el caballero le ponía el abrigo. Los ojos de la dama ardían de excitación por este descaro: unos ojos grandes y negros muy adecuados a su figura. Entonces miró al teniente Lukasch y repitió con gran énfasis:
—¡Asqueroso; verdaderamente asqueroso! Decididamente esto era digno de un pequeño romance. En el guardarropa le informaron que se trataba del matrimonio Kakonyi, que el señor tenía una ferretería en Sopronyi utca, número 16.
—Y vive con doña Etelka en el primer piso —dijo la mujer del guardarropa con la exactitud de una vieja alcahueta—. Ella es alemana, de Sopron; él es húngaro. Aquí todo está mezclado.
El teniente Lukasch también pidió su abrigo, se fue a la ciudad y en la gran taberna «Archiduque Alberto» se reunió con algunos oficiales del regimiento 91.
Habló poco y bebió mucho y mientras tanto planeó lo que iba a escribir a la severa, moral y hermosa dama que le atraía mucho más que todas las monas de la escena, como las llamaron los otros oficiales.
De un humor excelente se dirigió entonces al pequeño café «La cruz de san Esteban», se recogió en una pequeña chamhre separeé, echó a una rumana que se ofrecía a que la desnudara e hiciera con ella lo que quisiera, pidió tinta, pluma y papel de carta y una botella de coñac y después de pensarlo bien escribió la siguiente carta, que le pareció la más hermosa que jamás había escrito:
«Distinguida señora:
Ayer estuve en el teatro viendo la obra que la escandalizó tanto. La observé a usted durante todo el primer acto, a usted y a su marido. Me di cuenta de que…»
—¡A él! —se dijo el teniente Lukasch—. ¡Con qué derecho tiene ese tío una mujer tan atractiva! ¡Si parece un mono pelado!
Y continuó:
«… su marido contemplaba con la mayor complacencia las obscenidades que se presentaban en escena y que a usted le provocaban repugnancia porque no era arte sino una asquerosa especulación con los más íntimos sentimientos del hombre».
—¡Esa mujer tiene una delantera…! —pensó el teniente Lukasch—. Pero al grano.
«Discúlpeme que le sea sincero sin conocerla. En mi vida he visto muchas mujeres pero ninguna me ha impresionado tanto como usted, pues su juicio y su ideología coinciden exactamente con mis ideas. Estoy convencido de que su marido es un egoísta que la arrastra consigo…»
—No, así no —se dijo el teniente Lukasch, tachó el «arrastra consigo» y escribió:
«… que la lleva a representaciones teatrales de su único y exclusivo gusto. Yo amo la sinceridad. Con ello no quiero meterme en su vida privada; sólo deseo poder hablar con usted sobre el arte puro en privado…»
—Aquí en los hoteles no podrá ser; tendré que llevármela a Viena —pensó el teniente—. Me tomaré un pequeño permiso.
«Por esto me atrevo a pedirle una entrevista, para que podamos conocernos mejor, siempre guardando todos los respetos. Estoy seguro de que no le negará esto a un hombre que en brevísimo tiempo tendrá que marchar al frente y que, en caso de que usted gentilmente acepte, en el campo de batalla guardará el más grato recuerdo de un alma que lo ha comprendido como él la comprendió a ella. Su decisión será para mí una señal, su respuesta un momento decisivo en mi vida».
Debajo estampó su nombre, se acabó el coñac y pidió otra botella. Y mientras bebía copa tras copa, al leer las últimas líneas, lloraba casi a cada frase.
Eran las nueve de la mañana cuando Schwejk despertó al teniente Lukasch.
—A sus órdenes, mi teniente. Se ha dormido usted y yo ya tengo que ir con la carta a Királyhida. Lo he despertado a las siete, luego a las siete y media, a las ocho, cuando pasaban para ir a los ejercicios, y usted se ha vuelto siempre al otro lado, mi teniente. ¡Mi teniente, oiga…!
El teniente Lukasch murmuraba algo entre dientes y quería volver a echarse, cosa que no lograba porque Schwejk lo sacudía sin piedad y gritaba:
—Mi teniente, me voy con la carta a Királyhida.
El teniente bostezó:
—¿Con la carta? Sí, con la carta. Es un asunto delicado ¿comprende? Un secreto entre usted y yo. Retírese…
El teniente se envolvió de nuevo en la manta de la que Schwejk lo había sacado y se durmió mientras su asistente marchaba en peregrinación a Királyhida.
Encontrar la Sopronyi utca, número 16, no hubiera sido tan difícil si no hubiera encontrado por casualidad al viejo zapador Woditschka. Hacía algunos años Woditschka había vivido en Praga en «Na Bojischti» [36] y por eso era natural que al encontrarse entraran en el «Cordero rojo», donde trabajaba de camarera una conocida suya llamada Ruzenka, una checa con la que todos los voluntarios checos que había en el campamento contraían deudas.
Últimamente el zapador Woditschka, un viejo charlatán, presumía de ser su caballero, ponía al corriente a todos los batallones que salían del campamento y recordaba a tiempo a los voluntarios de un año checos para evitar que desaparecieran en el barullo de la guerra sin haber pagado sus deudas.
—¿Adónde vas? —preguntó Woditschka después del primer vaso de excelente vino.
—Es un secreto —contestó Schwejk—, pero a ti, por ser mi viejo camarada, te lo voy a decir.
Se lo explicó todo punto por punto y Woditschka dijo que era un viejo zapador y que no podía abandonar a Schwejk y que por tanto irían juntos a llevar la carta.
Estuvieron conversando divinamente sobre tiempos pasados y a las doce, cuando salían del «Cordero rojo» todo les parecía fácil y natural.
Además en su interior estaban firmemente convencidos de que no temían a nadie. Mientras se dirigían a la Sopronyi utca, número, 16, Woditschka descubrió su tremendo odio por los magiares y estuvo explicando sin parar las peleas que había tenido con ellos, cuándo y dónde habían ocurrido y cuándo y donde algo le había impedido pelearse con ellos.
—Una vez ya teníamos agarrado por el cuello a uno de esos bobos magiares en Pusdorf, adonde los zapadores habíamos ido a por vino, yo ya voy a darle en la oscuridad un latigazo en el cráneo, pues en cuanto empezó rompimos con la botella la lámpara colgante y él de repente gritó: «Pero si soy yo, Tondo, soy Purkrabek, de la guardia nacional número 16» Por una pelo cometemos un error. A cambio a esos magiares espantapájaros les pegamos como es debido en el lago Neusiedler cuando fuimos a verlos hace tres semanas. Allí, en un pueblo cercano, hay un departamento de ametralladoras de algún regimiento húngaro y por casualidad fuimos todos a una fonda donde bailaban sus czardas como perros rabiosos y abrían la boca a más no poder con su «Uram, uram, biró uram» o «Leanyok, leanyok, leanyok a falubra». Nos sentamos frente a ellos, dejamos las correas sobre la mesa y ellos nos dicen: «Vosotros, malditos diablos, vamos a daros, leanyok». Y un tal Mejstrik que tenía una mano como el Montblanc dijo que iba a bailar un poco y que en medio del baile le quitaría la pareja a uno de esos piojosos. Las chicas eran muy buenas mozas, de pantorrillas gruesas, grandes popos, caderas y ojos grandes, y cuando esos magiares las apretaban vimos que tenían delanteras llenas y duras como pelotas y que eso les gustaba mucho y que ellas en el baile estaban como en casa. Bueno, pues nuestro querido Mejstrik se mete de un salto an el círculo con la intención de quitarle a un húngaro la más llenita. Él empezó a refunfuñar y Mejstrik le pegó. Él se cayó y entonces nosotros cogimos nuestras correas, nos las arrollamos en la mano para que no nos volasen las bayonetas, nos unimos a ellos y yo grité: «¡Inocente, culpable, ahí lo tenéis!» Y fue como sobre ruedas. Los agarramos por los pies ya en las ventanas y los arrastramos de nuevo hacia la sala. Todos los que no eran de los nuestros recibieron algo. Se metieron el alcalde y el gendarme y en seguida les dimos un buen palo. Al dueño también le cayeron sus golpes porque empezó a gritar en alemán que le estropeábamos el negocio. A los que quisieron esconderse los pescamos en el pueblo; por ejemplo a uno de sus jefes lo encontramos en una granja en la parte más baja del pueblo, enterrado en el heno. Su chica lo traicionó porque había estado bailando con otra y nos lo dijo. Ella se enamoró de nuestro Mejstrik y se fue con él a Királyhida, al otro lado del bosque, donde hay montones de heno, lo llevó a uno de esos montones y le pidió 5 coronas y él le dio una bofetada. Entonces nos alcanzo arriba, cerca del campamento y dijo que siempre había creído que las htíngaras eran fogosas pero que esa puerca era como un tronco y no sé cuantas cosas más. En una palabra —concluyó el viejo Woditschka—: los magiares son gentuza.
Schwejk observo:
—Algunos no tienen la culpa de ser magiares.
—¿De qué no tienen la culpa? —dijo excitado Woditschka—. Todos la tienen, eso es una tontería. Me gustaría que te pasaran revista alguna vez como me ocurrió a mí el primer día que vine a los cursos. Aquella misma tarde nos reunieron a todos como si fuéramos un rebaño de ganado y uno de esos estúpidos empezó a hacernos dibujos y a explicarnos qué son los blindajes, cómo se ponen los fundamentos, cómo se miden, y entonces dijo que a quien no los dibujara pronto le encerrarían y lo atarían. ¡Por Cristo!, pensé para mis adentros, ¿te has inscrito en estos cursos para escaparte del frente o para pasar toda la tarde pintando un cuaderno con un lápiz como un escolar? Me dio tanta rabia que no me aguantaba sentado y no podía mirar a ese estúpido ni atender a lo que nos explicaba. Yo lo hubiera roto todo, tan furioso estaba. Ni siquiera esperé el café y me fui corriendo del barracón a Királyhida y de rabia no pensaba más que en encontrar en la ciudad algún tenducho tranquilo, emborracharme, armar camorra, pegarle a alguien una buena torta y luego volver pacíficamente a casa. Pero el hombre propone y Dios dispone. Junto al río, en los jardines, encontré uno de esos locales tranquilos como una iglesia, ex profeso para armar un escándalo. Había dos clientes hablando en húngaro, cosa que a mí aún me sulfuró más. Yo ya estaba más borracho de lo que creía de modo que no me di cuenta de que al lado había otro local en el que mientras yo me preparaba habían entrado ocho húsares que se abalanzaron sobre mí cuando le di un puñetazo en la boca a los dos primeros clientes. Esos puercos, los húsares, me dejaron maltrecho y me persiguieron por los jardines de modo que llegué a casa al amanecer y tuve que ir en seguida a la enfermería. Como excusa dije que me había caído en la fabrica de tejas y me tuvieron envuelto en una sábana mojada toda una semana para que no se me inflamara la espalda. Hijo mío, no te deseo que caigas en manos de esos pillos. No son hombres, sino bestias.
—El que a hierro mata a hierro muere —dijo Schwejk—. No te extrañes de que se enfadaran de tener que dejar todo el vino en la mesa para perseguirte por los jardines en la oscuridad. Hubieran podido ajustar cuentas contigo allí mismo y luego echarte. Para ellos hubiera sido mejor y para ti también. Conocía a un tal Paroubek que tenía una taberna en Lieben. Una vez se le emborrachó de ginebra un telegrafista y empezó a renegar diciendo que el licor era flojo, que lo mezclaba con agua y que uno podía pasar cien años enviando telegramas y gastarse todo el sueldo en ginebra y bebérsela de un trago y que aún le quedarían fuerzas para andar sobre la cuerda floja llevándole en brazos a él, a Paroubek. Luego le dijo que era un viejo y un animal. Entonces el buen Paroubek lo agarró, le dio en la cabeza con sus ratoneras y sus alambres y lo echó y una vez en la calle lo apaleó hasta la plaza de los Inválidos con el bastón de bajar las persianas. Luego estaba tan fuera de sí que lo persiguió desde la plaza de los Inválidos hasta Zizkov, por Karolinental y desde allí por Judenófen hasta Maleschitz donde por fin se le rompió el bastón de modo que tuvo que volver a Lieben. Sí, pero en su excitación olvidó que probablemente en la taberna estarían todos los clientes y que con toda certeza esos ladrones se estarían sirviendo. Y cuando finalmente llegó a su tienda lo comprobó. Las persianas estaban a medio bajar y dentro, poniendo orden, había dos policías también completamente borrachos. Se lo habían bebido casi todo, en la calle había un tonel de ron y debajo del mostrador Paroubek encontró a dos tipos borrachos que la policía no había visto y que, al sacarlos él mismo de donde estaban, quisieron pagarle dos cruzados porque según dijeron ya no habían bebido más kummel. Así se paga la precipitación. Es como en la guerra. Primero matamos al enemigo y luego lo perseguimos y al final somos nosotros quienes no podemos correr suficientemente aprisa.
—Me fijé bien en esos tipos —observó Woditschka—. Si uno de esos húsares se cruza en mi camino se lo demostraré. Con nosotros, los zapadores, no se puede bromear. No somos como moscas. Cuando estábamos en el frente, en Przemysl, había un capitán llamado Jetzbacher, un puerco como no hay otro en el mundo. Logró hacernos la vida de tal modo imposible que uno de nuestra compañía, un tal Bitterlich, alemán, pero hombre muy cabal, se suicidó. Entonces nos dijimos: cuando empiecen a oírse silbidos del lado ruso nuestro capitán Jetzbacher no puede quedar vivo. Y cuando los rusos empezaron a disparar contra nosotros en medio del tiroteo le metimos cinco balas. El muy puerco era como los gatos y no se murió de modo que tuvimos que acabarlo con dos tiros más. Él sólo gruñó, pero fue muy cómico, muy conseguido.
Woditschka rió.
—En el frente esto está a la orden del día. Un compañero mío que ahora también está con nosotros me contó que cuando estaba en Belgrado como soldado de infantería su compañía mató en la batalla a su teniente. Él era uno de esos perros que mató con su propia mano a dos soldados durante la marcha porque ya no podían seguir adelante. Y en cuanto murió empezó a oírse en seguida la señal de retirada. Al verle todos se morían de risa.
Enfrascados en tan interesante e instructiva conversación Schwejk y Woditschka llegaron a la ferretería del señor Kakonyi, en Sopronyi utca, número 16.
—Mejor sería que te quedaras aquí —dijo Schwejk a Woditschka en la entrada de la casa—. Yo voy corriendo al primer piso, entrego la carta, espero la respuesta y vuelvo en seguida.
—¿Dejarte yo? —dijo Woditschka extrañado—. No conoces a los húngaros, te lo estoy diciendo todo el rato. Aquí tenemos que ir con cuidado. Yo le daré un buen mamporro…
—Oye Woditschka —dijo Schwejk solemnemente—. Aquí no se trata de un magiar sino de una dama. Ya te lo he explicado todo cuando estábamos con la camarera checa. Llevo una carta de mi teniente y es un secreto. Mi teniente me ha encarecido mucho que ningún alma se entere de nada y tu camarera ha dicho incluso que estaba bien, que es un asunto delicado, es decir, que nadie debe enterarse de que mi teniente escribe cartas a una mujer casada. Y tú mismo estabas de acuerdo y has asentido con la cabeza. Ya os he explicado que quiero cumplir con toda precisión la orden de mi teniente y ahora, de repente, quieres subirte conmigo a todo trance.
—Aún no me conoces, Schwejk —contestó con igual solemnidad el viejo zapador Woditschka—. Si te he dicho que iba a acompañarte ten en cuenta que mi palabra vale por cien. Cuando van dos es siempre más seguro.
—Eso tendré que quitártelo de la cabeza. Woditschka. ¿Sabes en qué parte de Wyschehrad está la Neklangasse? Allí tenía su taller Wobornek, el cerrajero. Era un hombre de honor y un buen día cuando volví a casa de Flamendieren se llevó a uno de allí a dormir. Estuvo en cama mucho tiempo y cada mañana cuando su mujer le curaba las heridas de la cabeza le decía: «¿Ves, Toni? Si no hubierais venido dos sólo hubiera armado una pelea y no te hubiera echado la balanza en la cabeza». Y él, cuando pudo hablar, dijo: «Tienes razón, madre, cuando vuelva a salir no traeré a nadie».
—¡Sólo faltaría que este húngaro quisiera tirarnos algo en la cabeza! —exclamó Woditschka acalorado—. Yo lo agarraría por el cuello y lo echaría escaleras abajo con tal fuerza que saldría volando como un proyectil. Con esos magiares hay que ser riguroso; uno no puede andarse con bromas.
—Pero si no has bebido tanto, Woditschka. Yo he bebido dos cuartos más que tú. Piensa únicamente que no podemos armar un escándalo. Yo soy responsable. Además se trata de una mujer.
—A la mujer también la derribo de un golpe, Schwejk, me da lo mismo; aún no conoces al viejo Woditschka. Una vez en Zabehlitz en «Roseninsel» una de esas mocitas no quiso bailar conmigo porque tenía la boca hinchada. Tenía la boca hinchada, es cierto, porque venía precisamente de un baile en Hostiwarsch, pero imagínate la ofensa de esa mocosa. «Pues aquí tiene, distinguida señorita», le dije, «para que no lo lamente». Al derribarla echó al suelo los vasos y la mesa en la que estaban su padre, su madre y sus dos hermanos. Pero yo no temía ni a todo Roseninsel. Había allí amigos míos de Wrschowitz y me ayudaron. Apaleamos tal vez a cinco familias con sus niños. Se enteraron incluso en Michle y luego salió en el periódico toda esta historia de la fiesta en el jardín, de esa asociación de beneficencia de los paisanos de no sé qué ciudad. Y como he dicho tal como a mí me ayudaron también ayudo yo a un compañero cuando pasa algo. No me moveré de aquí por nada del mundo. No conoces a esos húngaros. No puedes echarme así después de tantos años sin vernos y encima en tales circunstancias.
—Bueno, ven —decidió Schwejk—, pero hay que actuar con prudencia para evitar complicaciones.
—No tengas miedo, compañero —dijo Woditschka en voz baja mientras subían la escalera—, yo lo derribo de un golpe… Y en voz aún más baja añadió:
—Ya verás, ese húngaro no nos va a costar ningún trabajo. Y si en el pasillo alguien hubiera entendido el checo hubiera oído el tópico de Woditschka: «a esos húngaros no los conoces…», tópico que se le había ocurrido en el tranquilo local junto al Leitha, en los jardines de la famosa Királyhida. Los soldados renegarán siempre al recordar las montañas que la rodean cuando piensen en los «ejercicios» que precedieron a la Guerra Mundial y los que realizaron durante la guerra, con los que se prepararon teóricamente para las matanzas y carnicerías prácticas.
Schwejk y Woditschka se encontraban delante de la puerta de la vivienda del señor Kakonyi. Antes de llamar al timbre Schwejk observó:
—¿Has oído decir alguna vez que la prudencia es la madre de la ciencia, Woditschka?
—Me tiene sin cuidado —contestó Woditschka—. No tendrá tiempo ni de abrir la boca…
—No tengo que discutir con nadie, Woditschka.
Schwejk llamó y Woditschka dijo en voz alta:
—Uno, dos y sale volando escaleras abajo.
La puerta se abrió. Una criada les preguntó en húngaro qué querían.
—Nem tudom —dijo Woditschka con desprecio—. Aprende checo, muchacha.
—¿Entiende el alemán? —preguntó Schwejk.
—Un poco.
—Pues dígale a la señora que quiero hablar con ella, dígale que ahí fuera tiene una carta de un caballero.
—Me maravilla que hables con sujetos así —dijo Woditschka entrando en el vestíbulo después de Schwejk.
Una vez dentro cerraron la puerta y Schwejk observó:
—¡Qué bien arreglado! Incluso hay dos paraguas en el paragüero y el cuadro del buen Jesús tampoco está mal.
La criada volvió a salir de la habitación en la que se oía ruido de cucharas y platos y dijo a Schwejk:
—La señora ha dicho que no tiene tiempo, que si tiene algo me lo dé o me lo diga.
—Pues una carta para la señora —dijo Schwejk solemnemente—, pero ni una palabra.
Y sacó del bolsillo la carta del teniente Lukasch.
—Yo —dijo señalándose a sí mismo con el dedo— esperar respuesta aquí en el vestíbulo.
—¿Por qué no te sientas? —preguntó Woditschka que ya estaba sentado en una silla junto a la pared—. Allí tienes una butaca. No vas a quedarte de pie como un mendigo. No te humilles ante el húngaro. Ya verás como tenemos jaleo con él, pero yo lo derribaré de un golpe. Oye —dijo tras una pausa ¿dónde has aprendido el alemán?
—Yo solo —contestó Schwejk.
Hubo de nuevo un rato de silencio. Luego se oyeron ruidos y gritos en la habitación donde la criada había llevado la carta. Cayó al suelo algo pesado, luego se notó con toda claridad que se rompían vasos y platos. Con el ruido de los vidrios se mezclaban los gritos:
—Baszom az anyádat, baszom az istenit, baszom a Krisztus Máriát, baszom az atyádat, baszom a világot!
De repente se abrió violentamente la puerta y entró en el vestíbulo un hombre en sus mejores años con una servilleta atada al cuello agitando la carta que acababan de entregar.
El zapador Woditschka era quien se encontraba más cerca de la puerta y el excitado caballero se dirigió a él.
—¿Qué significa esto? ¿Dónde está el maldito sujeto que ha traído esta carta?
—Con calma —dijo Woditschka levantándose—. No nos grites tanto si no quieres salir volando. Y si quieres saber quién ha traído esta carta pregunta al compañero, pero háblale como es debido, sino, uno, dos y tres y sales volando por la puerta.
Ahora le tocó a Schwejk convencerse de la briosa elocuencia del excitado caballero de la servilleta en el cuello, que gritaba toda clase de tonterías y repetía constantemente que estaban almorzando.
—Hemos oído que estaban almorzando —declaró Schwejk en su chapurreado alemán y añadió en checo—. También se nos hubiera podido ocurrir que probablemente íbamos a estorbarles inútilmente mientras comían.
—No te humilles —dijo Woditschka.
El excitado caballero, cuya servilleta sólo se aguantaba por un extremo después de tan vigorosa gesticulación, explicó que al principio había creído que esta carta trataba de ubicación de militares en habitaciones de la casa, que pertenecía a su mujer.
—A muchos soldados les gustaría venir aquí —dijo Schwejk—. Pero como tal vez habrá podido comprobar esta carta no trataba de eso.
El caballero se agarró la cabeza y lanzó una serie de reproches. Dijo que él también había sido teniente de la reserva, que ahora le gustaría mucho servir al ejército pero que padecía de los riñones, que en su tiempo los oficiales no hubieran tenido el atrevimiento de estorbar la paz de una casa, que enviaría la carta al comando del regimiento, al Ministerio de la Guerra, y que la publicaría en el periódico.
—Caballero —dijo Schwejk majestuosamente—. Esta carta la he escrito yo, la he escrito yo y no un teniente. La firma, el nombre, es falso. Su mujer me gusta, amo a su mujer, estoy locamente enamorado de su mujer, como dijo Vrchlicky.
El excitado caballero quiso abalanzarse sobre Schwejk, que seguía de pie delante suyo tranquilo y contento. Pero el viejo zapador Woditschka, que observaba todos los movimientos, le hizo la zancadilla, le arrancó de la mano la carta que Kakonyi agitaba sin cesar y se la metió en el bolsillo. Cuando el señor Kakonyi se levantó Woditschka lo agarró, lo llevó a la puerta, la abrió con la otra mano y al punto se oyó algo rodando escaleras abajo.
Fue todo tan aprisa como en los cuentos cuando el diablo se lleva a alguna persona. Del excitado caballero sólo quedó la servilleta. Schwejk la cogió, llamó cortésmente a la puerta de la habitación de la que cinco minutos antes había salido el señor Kakonyi y en la que se oía únicamente el llanto de una mujer.
—Le traigo la servilleta —dijo Schwejk suavemente a la mujer que estaba llorando sentada en el canapé—. Podrían pisarla. Mucho gusto.
Schwejk chocó los talones, saludó y salió al pasillo. En las escaleras ya no había rastro de la lucha. Tal como Woditschka había supuesto todo se había desarrollado tranquilamente. Sólo en la puerta de la calle Schwejk encontró un cuello roto. Al parecer allí había tenido lugar el último acto de esta tragedia, cuando el señor Kakonyi se agarró desesperadamente a la puerta para no ser arrastrado a la calle.
La calle en cambio estaba muy animada. Al señor Kakonyi lo habían llevado a la casa de enfrente y estaban echándole agua. En medio de la calle se encontraba el viejo zapador Woditschka como un león, frente a algunos militares húngaros y húsares que defendían a su paisano. Él se defendió magistralmente con la correa de la bayoneta usándola a modo de látigo. Y no estaba solo. A su lado luchaban algunos soldados checos de distintos regimientos que pasaban por la calle en aquellos momentos.
Tal como más tarde afirmó, Schwejk no sabía cómo se metió en la pelea puesto que no tenía bayoneta ni cómo llegó a sus manos el bastón de un asustado espectador. Duró bastante rato, pero también las cosas bellas tienen su fin. Llegó el piquete de prevención y se los llevó a todos.
Schwejk iba al lado de Woditschka con el bastón que el comandante del piquete de prevención denominó cuerpo del delito. Andaba con paso solemne, con el bastón al hombro como si fuera un fusil.
Durante todo el camino el viejo zapador Woditschka guardó obstinado silencio. Sólo al llegar al cuartel general dijo a Schwejk con melancolía:
—¿No te he dicho que no conocías a los húngaros?