15. La catástrofe
El coronel Friedrich Kraus, dueño del título Von Zillergut, nombre procedente de algún pueblo de los alrededores de Salzburgo que sus antepasados habían ya devorado en el siglo XVIII, era un hombre idiota. Cuando explicaba algo solía decir las cosas más naturales y preguntaba a todo el mundo si entendía las más primitivas expresiones.
—Bien, una ventana, señores, esto es. ¿Saben qué es una ventana?
O bien:
—Un camino a cuyos dos lados hay fosas se llama carretera. Esto es, señores. ¿Saben qué es una fosa? Una fosa es una abertura en la tierra en la que trabajan varias personas. Es un hoyo. Eso es. Se trabaja con azadas. ¿Saben qué es una azada?
Tenía la manía de definir y se abandonaba a ella con gran entusiasmo, como un inventor al hablar de su obra.
—Señores, un libro son varias hoias de papel cortadas según el mismo formato que están impresas, juntas, encuadernadas y pegadas con cola. Eso es. ¿Saben qué es la cola? La cola es un pegamento.
Era tan increíblemente tonto que los oficiales al verle de lejos procuraban evitarlo para no tener que oírle decir que la acera es una línea empedrada un poco más elevada a lo largo de las fachadas de las casas, algo distinta a la calzada. Y que la fachada de una casa era aquella parte del edificio que vemos desde la calle o desde la acera, que la fachada de detrás no podemos verla desde la acera, cosa de la que nos cercioramos al instante al salir a la calle.
Él estaba dispuesto a demostrar en seguida este interesante hecho. Por suerte lo atropellaron y desde entonces aún se volvió más idiota. Paraba a los oficiales en la calle y los enredaba en unas conversaciones larguísimas sobre las tortillas, el sol, el termómetro, las yeguas, las ventanas y los sellos.
Era realmente asombroso que ese idiota pudiera avanzar con relativa rapidez y tuviera detrás suyo a gente de extraordinaria influencia, por ejemplo a un comandante general que lo protegía a pesar de su total incapacidad militar.
Durante las maniobras hacía con su regimiento verdaderos milagros. Nunca llegaba a tiempo a ninguna parte, llevaba a sus soldados en columnas contra las ametralladoras y hacía años, durante las maniobras imperiales en el sur de Bohemia, se perdió y llegó a Moravia, por donde anduvo todavía unos cuantos días con su regimiento cuando las maniobras ya habían terminado y los soldados volvían a estar en los cuarteles. Se lo perdonaron.
Sus amistosas relaciones con un general y otros dignatarios de la vieja Austria no menos estúpidos le proporcionó diversas condecoraciones y cruces, por las que se sentía extraordinariamente honrado, de modo que se consideraba el mejor soldado que había bajo el sol y el mejor teórico de la estrategia y de las demás ciencias militares.
Al pasar revista a su regimiento entablaba conversación con los soldados y les preguntaba siempre lo mismo:
—¿Por qué en el ejército a las armas establecidas se las llama armas masculinas?
En el regimiento lo llamaban el tonto masculino.
Era extraordinariamente rencoroso y cuando un oficial subordinado no le gustaba lo anulaba. De los que querían casarse, cuando intentaban ascender, mandaba muy malos informes.
Le faltaba la mitad de la oreja derecha: se la había cortado en un duelo en sus años mozos un enemigo al constatar que Friedrich Kraus von Zillergut era un tipo architonto, cosa que era verdad.
Si analizamos sus facultades espirituales llegaremos al convencimiento de que no eran mejores que las que habían hecho famoso al fanfarrón de Francisco José como idiota declarado.
La misma verborrea, el mismo tesoro de la mayor inocencia. En un banquete en el casino de oficiales el coronel Friedrich Kraus von Zillergut, cuando se hablaba de Schiller, dijo:
—Señores, ayer vi que teníais un arado de vapor movido por una locomotora. Imagínense, señores, por una locomotora, y no sólo por una, sino por dos. Veo humo, me acerco y es una locomotora, y al otro lado está la otra. Díganme, señores, ¿no es ridículo? Dos locomotoras, como si una sola no fuera suficiente.
Tras una breve pausa observó:
—Cuando se acaba la bencina el automóvil tiene que pararse. Esto también lo vi ayer. Y luego se habla de inercia, señores. No va, se queda quieta, no se mueve, no tiene bencina. ¿No es ridículo?
En su limitación era extraordinariamente piadoso. En su casa tenía un altar. Iba a menudo a San Ignacio a confesarse y a comulgar y desde que había estallado la guerra rezaba por la victoria de las armas austríacas y alemanas. Mezclaba el cristianismo con los sueños de la hegemonía germánica. Dios ayudaría a ocupar los reinos y propiedades de los vencidos.
Cada vez que leía en el periódico que habían vuelto a hacer prisioneros se excitaba de una manera espantosa. Decía:
—¿Para qué hacer prisioneros? ¡Deberían fusilarlos a todos! ¡Sin piedad! ¡A bailar entre los cadáveres! ¡Quemar a todos los civiles de Serbia, del primero al último! ¡A los niños matarlos con las bayonetas!
No era peor que el poeta alemán Vierordt que durante la guerra publicó unos versos en los que pedía que Alemania matara sin piedad a los millones de diablos franceses:
Y que el montón de huesos
y la carne humeante
se eleve hasta las nubes…
Al terminar las clases en la escuela de voluntarios de un año el teniente Lukasch se fue a pasear con Max.
—Mi teniente, me permito advertirle que tiene que estar atento para que el perro no se le escape —dijo Schwejk previsor—. Podría sentir nostalgia de su antiguo hogar y si lo suelta podría tomar las de Villadiego. También quisiera aconsejarle que no lo lleve por Hawlitschebtlatz: por allí ronda un maligno mastín del «Marienbild» que muerde mucho. Cuando ve a su alcance a un perro extraño en seguida se pone celoso, le da miedo que le coja la comida. Es como el mendigo de San Cástulo.
Max saltó alegremente, fue a parar debajo de los pies del teniente, se enrolló al sable con la correa y demostró gran alegría por el paseo.
Salieron a la calle y el teniente Lukasch se dirigió a la zanja con el perro. En la esquina de la Herrengasse tenía que encontrarse con una dama. El teniente estaba sumido en profunda meditación laboral. ¿Qué iba a explicarles al día siguiente a los voluntarios en la escuela? ¿Cómo indicamos la altura de un monte? ¿Por qué indicamos la altura siempre desde el nivel del mar? ¿Cómo calculamos la altura de una montaña desde su pie sobre el nivel del mar? ¡Diablo! ¿Por qué el Ministerio de la Guerra pone estas cosas en el programa de la escuela? Esto es cosa de la artillería. Y además hay mapas del Estado Mayor. Cuando el enemigo está en la cota número 312 no hay tiempo de pensar por qué la altura de la montaña se da desde el nivel del mar ni de calcular la altura de aquella colina. Además no sirve de nada porque entonces uno lo mira en el mapa y ya la sabe.
Un enérgico «¡Alto!» lo apartó de estos pensamientos cuando se acercaba a la Herrengasse.
Al mismo tiempo que el «¡Alto!» el perro hizo lo que pudo por soltarse y con aullidos de alegría se abalanzó sobre el hombre que había pronunciado el enérgico «¡Alto!».
Ante el teniente se encontraba el coronel Kraus von Zillergut. El teniente Lukasch saludó, se quedó frente al coronel y pidió disculpas por no haberle visto.
Los oficiales conocían la pasión por «detener» del coronel Kraus.
Él consideraba que del saludo militar dependía el éxito de la guerra y que en él se basaba todo el poder militar.
—El soldado tiene que poner el alma al saludar —solía decir.
Era el más hermoso misticismo militar. Él cuidaba de que el que realizaba el testimonio de respeto saludase exacta y dignamente como estaba prescrito, sin olvidar el mínimo detalle. El coronel espiaba a todos los que pasaban junto a él, desde el soldado de infantería hasta el teniente. A los soldados de infantería que saludaban a escape como si quisieran decir «adiós» tocando la visera de su gorra los llevaba directamente al cuartel para que recibieran su castigo. Para él no servía decir: «No lo he visto».
—Un soldado —solía decir— tiene que buscar a sus superiores entre la multitud y no puede pensar más que en cumplir sus obligaciones, que tienes escritas en el reglamento del servicio. Si cae en el campo de batalla, antes de morir, tiene que saludar. El que no puede saludar, el que hace como si no viera o saluda sin cuidado es un animal, digo.
—Teniente —dijo el coronel Kraus con una voz aterradora—, el cargo más bajo siempre tiene que rendir honor al más alto. Esto no ha cambiado. Y segundo, ¿desde cuándo se han acostumbrado los señores oficiales a pasear con perros robados? Eso es, con perros robados. Un perro que pertenece a otro es un perro robado.
—Este perro, mi coronel… —objetó el teniente.
—Me pertenece, teniente —interrumpió secamente el coronel—, es mi Fox.
Y Fox o Max se acordó de su antiguo amo y eliminó de su corazón al nuevo, se soltó, saltó hacia el coronel y demostró una alegría como aquella de la que es capaz un alumno de primer curso enamorado cuando encuentra comprensión en su ideal.
—Ir con perros robados, teniente, no se aviene con la distinción de un oficial. ¿No lo sabía? Un oficial no puede comprar un perro si no sabe que puede hacerlo sin que ello comporte ciertas consecuencias —siguió tronando el coronel Kraus mientras acariciaba a Fox–Max, que por ruindad empezó a gruñir al teniente y a rechinar con los dientes como si el coronel hubiera señalado al teniente y le hubiera dicho: —¡Cógelo!
—Teniente —continuó el coronel—, ¿cree usted que está bien montar en un caballo robado? ¿No ha leído en Bohemia y en la Hoja Diaria el anuncio de que se me había perdido un grifón? ¿No ha leído el anuncio que su superior ha puesto en el periódico?
El coronel dio una palmada.
—Realmente estos oficiales jóvenes… ¿Dónde está la disciplina? El coronel publica varios anuncios y el teniente no los lee.
—¡Si pudiera darte un par de bofetadas, viejo imbécil! —pensó el teniente Lukasch contemplando las patillas del coronel, que recordaban a un orangután.
—Venga un minuto conmigo —dijo el coronel.
Y se fueron manteniendo una reconfortante conversación.
—En el frente, teniente, no puede pasarle una cosa así. Ir a pasear en el interior con un perro robado es ciertamente muy agradable. Sí, señor. Ir a pasear con el perro de un superior. En una época en la que cada día perdemos cientos de oficiales en el campo de batalla. Y no se leen los anuncios. ¡Ya podría pasar cien años anunciando que se me ha perdido el perro! ¡Doscientos años! ¡Trescientos años!
El coronel se sonó ruidosamente, cosa que en él era siempre señal de gran excitación, y dijo:
—Puede seguir paseando.
Dio media vuelta y se alejó golpeando irritado con el látigo el remate de su abrigo de oficial.
El teniente Lukasch iba por la acera de enfrente y volvió a oír un «¡Alto!». El coronel acababa de detener a un desgraciado soldado de infantería, a un reservista, que iba pensando en su madre y no lo había visto. El coronel lo llevó personalmente al cuartel para que fuera castigado y lo llenó de insultos.
—¿Qué hago con ese Schwejk? —pensó el teniente—. Le partiré la cara, pero esto no basta. Incluso despellejarle es demasiado poco para este sinvergüenza.
Aunque tenía que encontrarse con una dama volvió a casa. Estaba muy excitado.
—¡A ese tipo lo voy a matar! —se dijo al subir al tranvía. Mientras tanto el valeroso soldado Schwejk estaba enredado en una conversación con el ordenanza del cuartel. Este soldado le había llevado al teniente algunos escritos para que los firmara y ahora estaba esperando.
Schwejk le ofreció café.
Estaban diciendo que Austria perdería la guerra. Conversaban así como si fuera la cosa más natural del mundo. Esta charla era una serie inacabable de declaraciones de las que cada palabra podía ser considerada como alta traición por el tribunal y les hubiera llevado a ambos al patíbulo.
—Su Majestad el Emperador tiene que haberse vuelto completamente loco —aclaró Schwejk—. Nunca ha sido listo, pero esta guerra le ha dado la puntilla.
—Es tonto —dijo el soldado del cuartel resuelto—, completamente tonto. Tal vez no tenga idea de que haya guerra. Puede que hayan tenido vergüenza y no se lo hayan dicho. Que haya firmado la proclamación a sus pueblos es una mentira como una casa. Lo han publicado sin que él lo supiera; él no puede pensar en todo.
—¡Está listo! —añadió Schwejk con aires de experto—. No puede aguantarse el pis y hay que alimentarlo como a un niño pequeño. Hace poco un señor contó en la taberna que tiene dos amas y que Su Majestad el Emperador toma el pecho tres veces al día.
—¡Ojalá se acabara! —suspiró el soldado del cuartel—. ¡Ojalá nos dieran una buena paliza! Así Austria volvería a tener tranquilidad.
Y continuaron su conversación hasta que Schwejk liquidó definitivamente a Austria con las palabras:
—Una monarquía tan tonta no debiera estar en el mundo.
A lo que el otro, en cierto modo para completar esta declaración en sentido práctico, añadió:
—Cuando vaya al frente desertaré.
Continuando la traducción del parecer del pueblo checo sobre la guerra el soldado del cuartel repitió lo que aquel día había oído decir en Praga: que en Nachod se oyen los cañones y que mañana el zar de Rusia estará en Cracovia.
Luego comentaron el envío a Alemania de los cereales de Bohemia y el hecho de que a los soldados alemanes les dieran cigarrillos y chocolate.
Entonces se acordaron de la época de las viejas guerras y Schwejk manifestó que antes, cuando se echaban botes hediondos a una ciudad asediada tampoco había sido nada agradable luchar contra aquella peste. Él había leído que en algún lugar habían cercado una ciudad durante tres años y que el enemigo no había hecho más que divertirse así con los sitiados.
Seguramente hubiera dicho muchas otras cosas interesantes e instructivas si la conversación no hubiera sido interrumpida por el regreso del teniente Lukasch.
Este firmó los escritos dirigiendo a Schwejk una mirada terrible y fulminante y mientras despedía al soldado hizo a su asistente una seña para que le siguiera a la habitación.
Los ojos del teniente lanzaron terribles rayos. Se sentó en una silla y mirando a Schwejk meditó cuándo debía empezar la matanza.
«Primero le daré un par de bofetadas en la boca —pensó—, luego le partiré la nariz y le arrancaré las orejas y el resto ya vendrá».
Sincera y bondadosamente le miraban los dos mansos e inocentes ojos de Schwejk. Éste se atrevió a interrumpir la calma de la tempestad con las palabras:
—A sus órdenes, mi teniente. Ha venido por el gato. Se ha comido la crema de los zapatos y se ha atrevido a reventar. Lo he echado al sótano, al de al lado. Ya no encontrará otro gato de angora tan bueno y bonito como éste.
—¿Qué debo hacer con él? —se le ocurrió pensar al teniente—. ¡Por Cristo, tiene una expresión tan tonta!
Y los bondadosos e inocentes ojos resplandecieron imperturbables con suavidad y afabilidad. Estos ojos expresaban un total equilibrio anímico, daban la impresión de que todo estaba en orden y de que no había ocurrido nada y de que aunque hubiera ocurrido algo estaba bien que hubiera sucedido así.
El teniente se levantó de un salto pero no golpeó a Schwejk como se había propuesto en un principio; sólo agitó los puños en sus narices y gruñó:
—¡Usted ha robado el perro, Schwejk!
—A sus órdenes, mi teniente. No sé de ningún caso de éstos ocurrido en los últimos tiempos y me permito la libertad de decir que esta tarde ha salido a pasear con Max, mi teniente, de modo que yo no he podido robarlo. Al verle venir sin el perro en seguida he pensado que tenía que haber ocurrido algo. A esto se llama situación. En la Brenntnegasse hay un tal Taschner Kunesch que no podía salir a pasear con el perro sin perderlo. Solía dejarlo en cualquier rincón de la taberna, se lo robaban o bien se lo pedían y no se lo devolvían…
—¡Schwejk, pedazo de animal! ¡Cierre el pico, por Dios! O es usted un tunante refinado o un animal y un torpe y un idiota. No hace más que soltar ejemplos, pero le advierto, conmigo no haga bromas. ¿De dónde ha traído ese perro? ¿Cómo ha llegado a él? ¿Sabe que es de nuestro coronel que se lo ha vuelto a llevar porque casualmente nos hemos encontrado? ¿Sabe usted que esto es un escándalo espantoso? Bueno, diga la verdad, ¿lo ha robado o no?
—A sus órdenes, mi teniente, no lo he robado.
—¿Sabía que era un perro robado?
—A sus órdenes, mi teniente, sabía que el perro era robado.
—¡Jesus María, Schwejk! ¡Santísimo cielo! ¡Lo voy a matar, animal, imbécil, idiota! ¿Tan tonto es?
—A sus órdenes, mi teniente; soy tan tonto.
—¿Por qué me ha traído un perro robado? ¿Por qué ha metido en mi casa a esa bestia?
—Para darle una alegría, mi teniente.
Y los ojos de Schwejk miraron suaves y bondadosos la cara del teniente.
Este se sentó y suspiró:
—¿Por qué me castiga Dios con este pedazo de animal?
El teniente estaba sentado en la silla, silencioso y resignado, y le daba la sensación de que no sólo no tenía fuerzas para dar a Schwejk una bofetada sino que tampoco era capaz de hacerse un cigarrillo. Ni siquiera sabía por qué envió a Schwejk a buscar el Bohemia y la Hoja Diaria para enseñarle el anuncio. Schwejk volvió con los periódicos abiertos por la parte de los anuncios, los miró radiante y dijo alegremente:
—Ahí está, mi teniente. El coronel describe tan bien al grifón robado que da gusto y además al que lo devuelva le ofrece cien coronas de gratificación. No está nada mal. Generalmente se dan cincuenta coronas. Un tal Bozetéch, de Koschirsch, se alimentaba únicamente de eso. Robaba un perro, luego lo buscaba en los anuncios e iba a devolverlo inmediatamente. Una vez robó un lobo negro estupendo y como el amo no se anunció probó suerte y puso él mismo un anuncio en el periódico. ¡Lo que gastó en anuncios! Al final se anunció un señor diciendo que era su perro, que se le había perdido y que había pensado que era inútil buscarlo, que ya no creía en la honradez de las personas, pero que ahora veía que todavía hay hombres honestos, cosa que le alegraba mucho, que era partidario por principio de recompensar la honradez. Entonces recuerdo que le regaló un libro sobre el cuidado de las flores en casa y en el jardín. El buen Bozetéch cogió al perro lobo por las patas traseras y con él le dio un golpe al señor en la cabeza, y entonces juró que no volvería a poner más anuncios. Mejor es vender el perro al desollador si no hay nadie que se interese por él.
—Váyase a dormir, Schwejk —ordenó el teniente—. Es capaz de estar diciendo sandeces hasta mañana.
Él también se fue a la cama y por la noche soñó que Schwejk había robado un caballo del sucesor al trono y se lo había traído y que el sucesor al trono lo reconoció en el desfile cuando él, el desgraciado teniente Lukasch, montado sobre él pasaba delante de su sección.
A la mañana siguiente el teniente se sentía como después de una noche de embriaguez en la que le hubieran pegado. Había tenido una espantosa pesadilla. De madrugada, sin fuerzas por el horrible sueño, volvió a dormirse y fue despertado por unos golpecitos en la puerta. Apareció el bondadoso rostro de Schwejk. Este le preguntó a qué hora tenía que despertarle.
El teniente gimió:
—¡Fuera, pedazo de animal! ¡Esto es espantoso!
Cuando ya estaba despierto y Schwejk le llevó el desayuno el teniente quedó sorprendido ante la nueva pregunta de su asistente:
—A sus órdenes, mi teniente, ¿no desearía que le traiga otro perro?
—¿Sabe usted que tengo ganas de enviarlo al juicio sumarísimo, Schwejk? —dijo suspirando el teniente—. Pero lo liberarían, pues en la vida se ha visto algo tan enormemente tonto. Mírese en el espejo. ¿No se siente mal al ver su boba expresión? Bueno, diga la verdad, Schwejk, ¿se gusta?
—A sus órdenes, mi teniente; no me gusto, en este espejo estoy torcido o algo así. En casa de Stanek, el chino, había un espejo abombado como éste y cuando alguien se miraba en él creía que iba a vomitar. La boca así, la cabeza como un barreño, la barriga como un cañonero borracho, en fin, un buen número. El gobernador pasó por allí, se miró y tuvieron que sacar el espejo en seguida.
El teniente volvió la espalda, suspiró y consideró más indicado ocuparse del café con leche.
Schwejk ya estaba trabajando en la cocina. El teniente Lukasch oyó sus cantos:
Grenevill se va a la guerra muy compuesto por la puerta,
sobre el yelmo luce el sol y la hermosa joven llora…
Schwejk continuó:
Los soldados somos hombres
y nos encantan las nenas.
Nos dan paga cada día,
desconocemos las penas…
«¡Qué bien te va, tonto!», pensó el teniente, y escupió. En la puerta apareció la cabeza de Schwejk.
—A sus órdenes, mi teniente. Han venido del cuartel a por usted. Tiene que presentarse inmediatamente al coronel. El ordenanza está aquí.
Y confidencialmente añadió:
—Tal vez sea por el perro.
—Ya lo he oído —dijo el teniente cuando el ordenanza, que estaba en el vestíbulo, iba a presentarse ante él.
La voz del teniente era atribulada.
Se marchó dirigiendo a Schwejk una aniquiladora mirada.
No era un aviso, era algo peor. El coronel estaba de muy malhumor, sentado en un sillón cuando el teniente entró en su oficina.
—Teniente, hace dos años pidió el traslado a Budweis, al regimiento 91 —dijo el coronel—. ¿Sabe dónde está Budweis? Junto al Moldau, sí, junto al Moldau, y allí desemboca el Eger o algo parecido. La ciudad es grande, digamos amable, y si no me equivoco tiene un muelle, o sea una pared levantada sobre el agua. Eso es. Pero esto no hace al caso. Allí hemos hecho maniobras.
El coronel enmudeció y mirando al tintero pasó rápidamente a otro tema.
—En su casa a mi perro se le ha estropeado el estómago. No quiere comer nada. Mire, en el tintero hay una mosca. Es curioso que también en invierno caigan las moscas en el tintero. Es un desorden.
«Bueno, explícate ya, viejo tonto», pensó el teniente. El coronel se levantó y se paseó de un lado a otro.
—He pasado mucho rato pensando qué debo hacerle para que esto no se repita, teniente, y me he acordado de que había pedido que lo trasladaran al regimiento 91. Hace poco el alto mando nos ha comunicado que en el regimiento 91 escasean los oficiales porque los serbios los han matado. Le doy mi palabra de honor de que usted estará en Budweis, en el regimiento 91, antes de tres días. Allí se está formando un batallón para ir al frente… No tiene que darme las gracias. El ejército necesita oficiales que…
Y como no sabía qué decir miró el reloj y dijo:
—Son las diez y media, la hora de recibir el parte.
Así terminó la agradable conversación y el teniente se sintió considerablemente aliviado al abandonar la oficina y entrar en la escuela de voluntarios de un año, donde comunicó que se iba al frente y tenía intención de organizar una fiesta de despedida.
Al llegar a casa le dijo a Schwejk con aire trascendental:
—¿Sabe lo que es un batallón de marcha, Schwejk?
—A sus órdenes, mi teniente; un batallón de marcha es un Marschbatjak, una Marschka y una Marschkumpatschka [23]. Nosotros siempre lo abreviamos así.
—Bueno, Schwejk —dijo el teniente con voz solemne—, le comunico que va a ir conmigo al Marschbatjak, si prefiere esta abreviatura. Pero no crea que en el frente va a hacer tantas estupideces como aquí. ¿Está contento?
—A sus órdenes, mi teniente. Estoy contento —contestó el valeroso soldado Schwejk—. Si los dos caemos juntos por Su Majestad el Emperador será algo maravilloso…