14. Schwejk como asistente del teniente Lukasch
I
La felicidad de Schwejk no iba a durar mucho. El implacable destino rompió las amistosas relaciones entre él y el capellán. Si hasta este momento el cura había sido una figura simpática lo que ahora hizo arrancó la máscara de su rostro.
El capellán vendió a Schwejk al teniente Lukasch, o mejor dicho lo perdió jugando a cartas. En casa del teniente Lukasch se había reunido un simpático grupo que estaba jugando a la veintiuna.
El cura lo perdió todo y al final dijo:
—¿Cuánto me presta por mi asistente? Es un imbécil colosal, un tipo muy interesante, algo non plus ultra. Nadie ha tenido un asistente como éste.
—Te presto cien coronas —ofreció el teniente Lukasch—. Si pasado mañana no me las has devuelto me envías a este raro objeto. Mi asistente es un hombre asqueroso. Se pasa el día suspirando, escribiendo cartas a su casa y además roba todo lo que cae en sus manos. Ya le he pegado pero no sirve de nada. Le he hecho saltar un par de dientes pero el tío no se corrige.
—Muy bien —dijo alegremente el capellán—: o cien coronas pasado mañana o Schwejk.
Perdió también las cien coronas y se fue muy triste a casa. Sabía perfectamente que en dos días no podía reunir cien coronas y en realidad había vendido a Schwejk por una miseria.
—Hubiera tenido que pedir doscientas —se dijo a sí mismo enfadado, pero al subir al tranvía «uno» que debía llevarle a casa, al cabo de poco rato se vio invadido por el sentimentalismo y los reproches.
—No es bonito por mi parte —pensó al llamar a la puerta de su casa—. ¿Cómo podré mirarle a los ojos, a sus ojos tontos y bondadosos?
—Querido Schwejk —dijo cuando se encontraba ya en casa—, hoy ha ocurrido algo inusitado. He tenido muy mala suerte con las cartas. Lo he sacado todo y he tenido el as en mis manos, luego ha venido un diez y el banquero también tenía la sota en la mano y ha hecho veintiuno. He sacado un par de veces el as y el diez pero siempre he tenido las mismas cartas que el banquero. He perdido todo el dinero.
Enmudeció.
—Y al final lo he perdido a usted. He pedido que me prestaran cien coronas a cambio de usted y si pasado mañana no las devuelvo no me pertenecerá más a mí, sino al teniente Lukasch. Me sabe muy mal, de verdad…
—Yo todavía tengo cien coronas —dijo Schwejk—. Puedo prestárselas.
—Tráigalas —dijo el cura reanimado—. Voy a llevárselas ahora mismo a Lukasch. Realmente me sabría muy mal separarme de usted.
A Lukasch le sorprendió mucho volver a ver al cura.
—Vengo a pagarte la deuda —dijo éste mirando a su alrededor consciente de su triunfo—. Dejadme jugar con vosotros.
—¡Ea! —dijo cuando le tocó el turno—. ¡Por poco! —exclamó—. He sacado demasiado.
—Bueno, ea —dijo en la segunda ronda—, ea… sin mirar.
—Gana el veinte —anunció el banquero.
—Tengo sólo diecinueve —dijo el cura en voz baja mientras dejaba en la banca las últimas cuarenta coronas de las cien que Schwejk le había prestado para rescatarse de su nueva esclavitud.
Al volver a casa el cura llegó al convencimiento de que era el final, de que a Schwejk ya no podía salvarlo nada y de que su destino era tener que servir al teniente Lukasch.
Y cuando Schwejk abrió él le dijo:
—Todo inútil, Schwejk. Nadie puede escapar al destino. Le he perdido junto con sus cien coronas. He hecho todo lo que he podido pero el destino es más fuerte que yo. Él lo ha echado bajo las garras del teniente Lukasch y tenemos que despedirnos.
—¿Y había mucho en la banca? —preguntó Schwejk con toda tranquilidad—, ¿o tenía prioridad? Cuando a uno le van mal las cartas, malo, pero a veces cuando va demasiado bien es una desgracia. En Zderaz vivía un tal Klempner Wejwoda que jugaba siempre a la brisca en una taberna detrás del «Café centenario». Una vez el diablo lo inspiró y entonces él dijo: «¿Qué os parecería si jugáramos a la veintiuna a cinco coronas?» Y jugaron. Él tenía la banca y como todos se pasaron aumentaron a diez. El viejo Wejwoda también quería concederles algo a los otros y estuvo diciendo todo el rato: la pequeña saca. Pero no puede imaginarse la mala suerte que tuvo porque como no quiso salir la banca creció y allí ya había cien coronas. Wejwoda sudaba ya como un negro y decía siempre lo mismo. Entonces apostaron y cayeron todos. Un deshollinador se enfadó y se fue a casa a por dinero. Wejwoda quería sacárselo de encima y como dijo más tarde quería llegar a treinta sólo para que él no ganara y mientras tanto le salieron dos ases. Hizo como si nada y dijo a posta: «saca el diecinueve» y el deshollinador tenía entre todo quince. ¿No es mala suerte? El viejo Wejwoda estaba pálido y triste. A su alrededor empezaron a renegar y a murmurar que hacía trampa, que una vez ya le habían dado una paliza por hacer trampas a pesar de que era el jugador más honrado y todos tuvieron que pagar una corona tras otra. Allí ya había quinientas coronas. El dueño no podía aguantarlo. Tenía dinero preparado para la fábrica de cerveza y entonces lo cogió, se sentó con ellos y primero gastó dos de cien, luego cerró los ojos, dio la vuelta al sillón para que le trajera suerte y dijo que ponía todo lo que había en la banca. «Jugamos con las cartas al descubierto», dijo. El viejo Wejwoda hubiera dado no sé qué para que perdiera. Cuando las puso boca arriba todos se maravillaron: había un siete. El dueño se rió entre dientes porque tenía veintiuno. El viejo Wejwoda sacó un segundo siete. «Ahora viene un as o un diez», dijo el dueño maliciosamente. «Apuesto el cuello a que se pasará, señor Wejwoda». Se hizo un silencio sepulcral. Wejwoda las puso boca arriba y salió el tercer siete. El dueño se puso pálido como la nieve: aquellas eran las últimas monedas que le quedaban. Se fue a la cocina. Al cabo de un rato vino corriendo su aprendiz y dijo que fuéramos a buscar al dueño, que estaba colgado del tirador de la ventana. Fuimos a buscarlo, hicimos que volviera en sí y siguieron jugando. Nadie tenía dinero, todo estaba en la banca, delante de Wejwoda, que no decía más que: «la pequeña tira» y que quería pasarse a todo trance, pero como que tuvo que enseñar sus cartas no pudo hacer trampa ni pasarse a propósito. Todos estaban atontados al ver la suerte que tenía y como no les quedaba dinero decidieron dar obligaciones. El deshollinador ya debía a la banca más de un millón y medio, el carbonero de Zderaz aproximadamente un millón, el administrado del «Café centenario» ochocientas mil coronas, un médico más de dos millones, en la bandeja del dinero había más de trescientas mil en papelitos. El viejo Wejwoda lo intentó de diversas maneras. Se fue al retrete y dejó las cartas siempre a uno distinto para que sacara por él y al volver el que había jugado le anunciaba que había ganado, que tenía veintiuno. Fueron a por nuevas cartas y no sirvió de nada. Si Wejwoda se quedaba en quince, el otro tenía catorce. Todos miraron con rabia al viejo Wejwoda y quien más renegó fue un empedrador que entre todo había puesto ocho coronas. Este dijo claramente que un hombre como Wejwoda no debiera andar por el mundo y que deberían darle una buena paliza y echarlo y ahogarlo como a un perrito. No puede usted imaginar la desesperación del viejo Wejwoda. Al final tuvo una idea. «Me voy al retrete», dijo al deshollinador, tome por mí, maestro. Y así sin sombrero, se fue a la calle, directamente a la calle Myslik, a la policía. Encontró una patrulla y le denunció que en aquella taberna se jugaba al azar. Los policías le pidieron que empezara a ir hacia allá, que ellos lo alcanzaban en seguida. Entonces volvió y le anunciaron que mientras tanto el médico había perdido más de dos millones y el mayordomo más de tres, y que habían puesto en la banca un crédito de quinientas mil coronas. Al cabo de un rato entraron precipitadamente los policías y el empedrador gritó: «¡Sálvese quien pueda!», pero no sirvió de nada. Confiscaron la banca y los llevaron a todos a la policía. El carbonero de Zderaz se opuso, por lo que le metieron en el carro municipal. En la banca había más de quinientos millones en obligaciones y quince mil en dinero contante. «Nunca había visto una cosa así», dijo el inspector ante esas vertiginosas cantidades. «Esto es peor que en Montecarlo». Todos, excepto el viejo Wejwoda, se quedaron allí hasta la madrugada. A Wejwoda lo dejaron libre por haberlo denunciado y le prometieron que recibiría un tercio legal como recompensa por la banca confiscada, o sea más de ciento sesenta millones. A esto se llama suerte en las cartas.
Entonces Schwejk preparó un grog y la escena terminó así: cuando por la noche consiguió con grandes esfuerzos llevar al cura a la cama, éste derramó amargas lágrimas.
—Te he vendido, compañero, te he vendido vergonzosamente. Maldíceme, pégame, yo no me moveré. Te he echado a las fieras. No puedo mirarte a los ojos. Aráñame, muérdeme, mátame. No merezco nada. ¿Sabes lo que soy?
Y escondiendo en los cojines su rostro lleno de lágrimas dijo con voz baja, tierna y suave:
—Soy un traidor miserable.
Y se quedó dormido como un lirón.
Al día siguiente, evitando la mirada de Schwejk, se marchó pronto y volvió por la noche con un soldado de infantería.
—Enséñele dónde están las cosas, Schwejk. Enséñele también a hacer el grog —dijo evitando de nuevo su mirada—. Mañana preséntese al teniente Lukasch.
Schwejk y el nuevo pasaron una agradable noche preparando el grog. Al alborear el gordo soldado de infantería no podía mantenerse sobre sus pies y sólo silbaba una curiosa mezcla de distintos himnos nacionales:
«Por Chodowa pasa un riachuelo, allí mi amada sirve cerveza roja, monte, monte, qué alta eres, las muchachas subían por el sendero, el campesino labra en el Montblanc».
—Tengo miedo por ti —dijo Schwejk—. Con este talento te quedarás con el cura.
Y aquella mañana el teniente Lukasch vio por primera vez el noble y sincero rostro del valeroso soldado Schwejk, el cual le anunció:
—A sus órdenes, mi teniente. Soy Schwejk, aquel al que el señor cura perdió jugando a cartas.
II
La institución de asistentes militares es de origen antiquísimo. Parece que Alejandro de Macedonia ya tenía el suyo. En la época del feudalismo los mercenarios de los caballeros tenían ciertamente este papel. ¿Qué era el Sancho Panza de Don Quijote? Me extraña que hasta ahora no se haya escrito la historia de los asistentes militares. En ella se nos explicaría que el duque de Almavira se comió sin sal a su asistente en el cerco de Toledo, cosa que el mismo duque escribe en sus memorias al explicar que su criado tenía una carne tierna, blanda y tendinosa, cuyo sabor era un intermedio entre el pollo y el burro.
En un antiguo libro suavo sobre al arte de la guerra encontramos también alusiones a los asistentes. El de los tiempos antiguos debía ser piadoso, virtuoso, amante de la verdad, humilde, valiente, audaz, noble y trabajador. En resumen, una persona modelo. Los tiempos modernos han cambiado muchas cosas en este personaje. El asistente moderno, por lo general, suele no ser ni piadoso, ni virtuoso, ni amante de la verdad; el asistente moderno miente, engaña a su señor y a menudo transforma la vida de éste en un verdadero infierno. Es un esclavo astuto que inventa los trucos más dispares para amargar la vida de su amo.
En esta nueva generación de asistentes no se dan seres tan sacrificados que se dejen devorar sin sal por sus señores, como el noble Fernando del duque de Almavira. Por otra parte vemos que los amos, que sostienen con sus servidores de los tiempos modernos una lucha a vida o muerte, recurren a los más variados medios para conservar su autoridad. Ésta suele consistir en una especie de dominio por el terror. En el año 1912 tuvo lugar en Graz un proceso en el que desempeñaba un papel importante un capitán que había martirizado a su asistente y lo había matado a patadas. Al capitán lo absolvieron porque no era más que la segunda vez que lo hacía. Según esos señores la vida de un asistente no tiene ningún valor. El asistente no es más que un objeto, en muchos casos un hombre destinado a recibir cachetes, un esclavo, una chica para todo.
Por eso no es extraño que una colocación como ésta requiera astucia por parte del esclavo. Su posición en nuestro planeta sólo puede compararse con los sufrimientos de los aprendices de mozo de los tiempos antiguos que eran educados escrupulosamente por medio de bofetadas y martirios.
No obstante hay casos en los que un asistente se eleva a favorito y entonces se transforma en el horror de la tropa, del batallón. Todos los suboficiales se esfuerzan por sobornarle. El decide los permisos; él puede hacer que no le castiguen a uno…
Durante la guerra estos favoritos solían ser recompensados con las medallas de plata a la valentía, grandes y pequeñas. En el regimiento 91 conocía a algunos. Un asistente recibió la grande de plata porque asaba los gansos que robaba con gran habilidad. Otro recibió la pequeña de plata porque de su casa le enviaban magníficos paquetes de comida con los cuales su señor en tiempos de necesidad se llenaba de tal manera que no podía andar. Y su amo estilizó su propuesta para que lo condecorasen de la siguiente manera:
«Por haber demostrado valentía y audacia extraordinarias en las batallas, por haber expuesto su vida y por no haber abandonado a su oficial en ningún momento bajo el poderoso fuego del enemigo que avanzaba».
Y mientras tanto el propuesto para ser condecorado saqueaba los gallineros de cualquier lugar del país. La guerra cambió las relaciones entre el asistente y su señor y lo transformó en el ser más odiado de la tropa. El asistente recibía una conserva entera mientras que los demás tenían que repartirse una entre cinco. Su cantimplora estaba siempre llena de ron o de coñac. Este ser se pasaba el día masticando chocolate y bizcochos. Fumaba los cigarrillos de su oficial, pasaba horas enteras guisando y cocinando y llevaba camisa extra.
El asistente tenía las relaciones más familiares con el ordenanza y le procuraba ricos desperdicios de su mesa y todos los privilegios de que gozaba. También admitía en su triunvirato al sargento de oficina. Este trío, viviendo en contacto directo con el oficial conocía todas las operaciones y planes de la guerra.
El pelotón cuyo sargento tenía amistad con el asistente del oficial siempre era el que estaba mejor informado de cuándo pasaría algo. Cuando decía: «A las 2,35 tomamos las de Villadiego», a las 2,35 en punto los soldados austríacos empezaban a deshacerse del enemigo.
El asistente del oficial rondaba siempre por la cocina. Le gustaba mucho pasearse junto a la marmita y daba órdenes como si se encontrara en un restaurante y tuviera delante la carta.
—Quisiera chuletas —decía al cocinero—; ayer me diste cola de buey. En la sopa ponme también un trozo de hígado; ya sabes que el bazo no me gusta.
Pero la grandeza del asistente llegaba a su grado supremo en la organización de confusiones. Cuando bombardeaban las trincheras se moría de miedo. Entonces se encontraba siempre en el lugar más seguro con su señor y el equipaje de éste, y metía la cabeza debajo de la cubierta para que no le pillara ninguna granada. Su único deseo era que hirieran a su señor para poder regresar con él al interior del país.
Él solía provocar el pánico sistemáticamente y con cierto misterio.
—Me parece que están arreglando el teléfono —comunicaba confidencialmente a los soldados.
Cuando podía decir: «Ya han terminado», era feliz.
Huir no le gustaba a nadie tanto como a él. En un momento así olvidaba que sobre su cabeza zumbaban granadas y proyectiles y con el equipaje se abría paso incansablemente hacia el tren de impedimenta. El tren de impedimenta le gustaba muchísimo. Cuando no había otro medio tomaba las carretas de sanidad. Si tenía que ir a pie daba la impresión de un hombre totalmente aniquilado. En estos casos dejaba el equipaje de su señor en la trinchera y arrastraba solamente sus propiedades.
Si ocurría que el oficial se salvaba de la prisión huyendo y su asistente no, bajo ninguna circunstancia olvidaba éste llevarse a la cárcel el equipaje de su señor: los trastos pasaban a ser propiedad suya y él los vigilaba con todos sus sentidos.
Yo vi a un asistente de oficial que había caído prisionero que en abril había ido a pie a Darnic, cerca de Kiev, con los demás. Además de su saco y el de su oficial, que se había escapado, llevaba cinco maletines de distintos tamaños, dos mantas y un cojín, aparte un bulto sobre la cabeza. Se quejaba de que los cosacos le habían robado dos maletas.
Jamás olvidaré a este hombre que se arrastró así por toda Ucrania. Era un coche de transportes viviente y no puedo explicarme cómo pudo ir con todo tantos cientos de kilómetros para poder llegar a Taschenk y guardarlo, y luego morir de tifus exantemático sobre su equipaje en el lecho de la cárcel.
Hoy los asistentes de oficiales están repartidos por toda nuestra República y nos relatan sus hazañas: asaltaron Sokal, Nisch, el Piave. Todos ellos se creen un Napoleón.
—Le he dicho a nuestro coronel que telefonee a la plana mayor que ya estamos listos.
En su mayor parte eran reaccionarios y los soldados los odiaban. Algunos eran delatores y les gustaba mucho poder contemplar cómo ataban a alguien. Se transformaron en una casta especial. Su egoísmo no conocía fronteras.
III
El teniente Lukasch era el prototipo de oficial en activo de la corrompida monarquía austríaca. La escuela de cadetes había hecho de él un anfibio. En sociedad hablaba alemán, pero leía libros checos y cuando daba clases a checos puros en la escuela de voluntarios de un año les decía confidencialmente:
—Seamos checos, pero que nadie se entere. Yo también soy checo.
Para él el asunto checo era como una especie de organización secreta que era mejor ver de lejos.
Por lo demás era un hombre valiente, no temía a sus superiores y durante las maniobras se preocupaba por sus soldados como es debido. Los cobijaba cómodamente en graneros y a menudo les dejaba abrir un barril de cerveza con su modesto sueldo.
Durante la marcha le gustaba que los soldados cantaran. También tenían que cantar cuando iban y volvían de sus ejercicios. Y él, andando a su lado, cantaba con su sección:
Y al dar la medianoche
saltó la avena del saco.
¡Bumatrija bum!
Entre los soldados gozaba de gran estima porque era extraordinariamente justo y no tenía la costumbre de molestar. Los suboficiales temblaban ante él y en cuatro semanas el sargento más bruto se transformaba en un verdadero corderito. Sabía gritar, es cierto, pero jamás insultaba. Empleaba palabras y frases escogidas:
—Mire, muchacho —decía—, a mí me gusta muy poco castigar, pero no puedo dejar de hacerlo porque de la disciplina depende la capacidad y la valentía del militar y sin disciplina el ejército es como una caña que se tambalea en el aire. Si no tiene el uniforme arreglado y le faltan botones o están mal cosidos se ve que olvida sus obligaciones para con el ejército. Puede que le parezca incomprensible que haya que encerrarle porque ayer al salir le faltaba un botón en la camisa, una cosa tan pequeña e insignificante que cuando se va de paisano pasa totalmente desapercibida. Pero ya ve que esta dejadez en su aspecto externo en el ejército ha de tener como consecuencia un castigo. ¿Y por qué? Aquí no se trata de que le falte un botón, sino de que tiene que acostumbrarse al orden. Si hoy no se cose el botón y empieza a abandonarse mañana ya encontrará incómodo desmontar el fusil y limpiarlo, pasado mañana olvidará la bayoneta en cualquier parte de la taberna y al final se dormirá cuando esté de servicio y todo porque ha empezado una vida de desorden con este desgraciado botón. Así es, joven, y por esto lo castigo, para evitarle otro castigo peor por cosas que podría hacer si poco a poco descuida sus obligaciones. Lo encierro cinco días y quisiera que estando a pan y agua reflexione y se dé cuenta de que un castigo no es una venganza sino un medio educativo que tiene como finalidad el cambio y la enmienda del soldado castigado.
Ya hacía tiempo que debía ser capitán pero a pesar de su prudencia respecto al asunto nacional no lo era porque trataba a sus superiores con verdadera franqueza y desconocía todo servilismo.
Había algo en su carácter que recordaba al de los campesinos del sur de Bohemia, en uno de cuyos pueblos, entre negros boques y pantanos, había nacido.
Pero si bien era justo con los soldados y no los torturaba, su carácter mostraba un rasgo muy especial: odiaba a los asistentes porque siempre tenía la desgracia de recibir el asistente más vulgar e inaguantable.
Les pegaba en la boca, les daba bofetadas y se esmeraba en educarles por medio de reprensiones y actos sin considerarlos soldados. Luchó con ellos desenfrenadamente durante una serie de años, tenía siempre nuevos y al final suspiraba:
—¡Ya han vuelto a darme otro vulgar pedazo de animal!
Él consideraba a sus asistentes como una especie de seres inferiores.
Su amor por los animales era enorme. Tenía un canario del Harz, un gato de angora y un perro grifón. Sus servidores no los trataron peor de lo que fueron tratados ellos mismos cuando cometían alguna ordinariez.
Al canario lo torturaban matándole de hambre. Un asistente le quitó un ojo. Al gato y al perro los pegaban constantemente y al final uno de los antecesores de Schwejk llevó a este último al verdugo de Pankrác y lo hizo matar. Las diez coronas de su propio bolsillo que le costó no le dolieron. Luego le dijo al teniente que el perro se le había escapado durante el paseo y al día siguiente el embustero marchaba ya con la tropa al campo de ejercicios.
Cuando Schwejk llegó para anunciar a Lukasch su entrada como asistente, éste lo llevó a la habitación y le dijo:
—El pater Katz me lo ha recomendado y desea que no se haga indigno de su recomendación. Ya he tenido una docena de asistentes y ninguno se ha aclimatado a mi casa. Le advierto que soy severo y que castigo fuertemente la ordinariez y el embuste. Deseo que diga siempre la verdad y que cumpla todas mis órdenes sin replicar. Si le digo: «¡échese al fuego!» ha de echarse al fuego, aunque no tenga ningunas ganas de hacerlo. ¿Qué mira?
Schwejk miraba con interés hacia un lado, hacia la pared donde estaba la jaula del canario y fijando sus bondadosos ojos en el teniente contestó amablemente:
—A sus órdenes, mi teniente. Allí hay un hermoso canario.
Y al interrumpir de este modo el impetuoso discurso del teniente, Schwejk estaba en posición militar y le miraba a los ojos sin parpadear.
El teniente quiso contestar algo duro, pero al ver la inocente expresión del rostro de Schwejk dijo:
—El pater me ha dicho que era un idiota de primera; creo que no se ha equivocado.
—A sus órdenes, mi teniente. Realmente el pater no se ha equivocado. Cuando cumplía el servicio me eximieron por idiotez y encima por idiotez manifiesta. Nos echaron a dos del regimiento por esto, a mí y a un capitán de Kamnitz. Él, con permiso mi teniente, cuando iba por la calle se metía un dedo de la mano izquierda en el agujero izquierdo de la nariz y en el otro agujero metía otro dedo, y cuando iba con nosotros a los ejercicios siempre nos hacía formar como para un desfile y nos decía: «Soldados, eh, fijaos, eh, que hoy es miércoles porque mañana será jueves, eh».
El teniente Lukasch se encogió de hombros como quien no tiene palabras para expresar determinados pensamientos y las busca en vano.
Desde la puerta se fue a la ventana de enfrente pasando junto a Schwejk y volvió. Según el lugar en que se encontraba, Schwejk hacía «vista a la izquierda» o «vista a la derecha» con una expresión de tan enorme inocencia que el teniente bajó los ojos, miró la alfombra y dijo algo que no tenía nada que ver con la observación de Schwejk sobre el estúpido capitán.
—Sí, en mi casa tiene que haber orden y limpieza y no hay que engañarme. Me gusta la honradez. Odio la mentira y la castigo sin piedad. ¿Me entiende bien?
—A sus órdenes, mi teniente. Entiendo. No hay nada peor que la mentira. Cuando uno empieza a enredarse está perdido. En un pueblo cercano a Pilgram había un maestro, un tal Marek, que rondaba a la hija de Schpera, el guardabosque, y éste mandó decirle que le dispararía con su fusil ceda con sal en el trasero hasta que acertara. El maestro mandó decirle que no era verdad, pero una vez, cuando tenía que encontrarse con la chica, el guardabosques lo pescó y quiso hacerle esta operación. Él se excusó diciendo que quería coger flores, que había ido a buscar bichos, y cada vez se enredó más hasta que al final juró que había ido a poner trampas a las liebres. Entonces el guardabosques lo agarró y lo llevó a la gendarmería; de allí lo llevaron al tribunal y poco faltó para que lo encerraran. Si hubiera dicho la verdad sólo hubiera recibido ceda con sal. Soy de la opinión de que lo mejor es confesar, ser sincero, y si hago algo voy y digo: «A sus órdenes, he hecho esto y lo otro». Y respecto a la honradez siempre es una cosa buena porque con ella es como se llega más lejos. Es como con las pruebas de pedestrismo. Cuando empieza a correr ya está distanciado. Esto le pasó a mi primo. Un hombre honrado es estimado, respetado y cuando se acuesta por la noche y puede decir: «Hoy he vuelto a ser honrado», está contento consigo mismo y se siente rejuvenecido.
Ya hacía rato que el teniente Lukasch estaba sentado en una silla y mientras miraba las botas de Schwejk pensaba: «Dios mío, también yo digo a veces estupideces semejantes y la diferencia sólo está en la forma en que las digo».
No obstante, cuando Schwejk terminó como no quería perder su autoridad dijo:
—En mi casa tiene que limpiarse las botas, llevar el uniforme arreglado, los botones cosidos como es debido y ha de dar la impresión de que es un soldado, no un civil cualquiera. Es curioso que ninguno de vosotros pueda comportarse como un militar. De todos mis asistentes sólo uno tuvo aspecto guerrero y al final me robó el uniforme de desfiles y lo vendió.
Tras una breve pausa continuó enumerando a Schwejk todas sus obligaciones, sin olvidar recalcar que debía ser fiel y que no podía explicar en ninguna parte lo que ocurría en casa.
—Vienen a visitarme señoras —dijo—; a veces, cuando al día siguiente no tengo servicio, alguna se queda toda la noche. En estos casos tráiganos el café a la cama cuando le llame, ¿entiende?
—A sus órdenes, mi teniente; entiendo. Si viniera de improviso tal vez sería desagradable para alguna dama. Una vez me llevé a casa a una señorita y precisamente cuando estábamos divirtiéndonos de lo lindo mi sirvienta nos trajo el café y como se asustó me roció toda la espalda y dijo: «Buenos días le deseo».
Yo sé qué es lo que hay que hacer cuando una dama duerme en algún sitio.
—Bien, Schwejk. Frente a las damas debemos tener siempre un tacto enorme —dijo el teniente cuyo humor mejoró porque la conversación había llegado al objeto que llenaba el tiempo que le quedaba libre entre el cuartel, el campo de ejercicios y las cartas.
Las mujeres eran el alma de su casa. Ellas le creaban un hogar.
Había unas dos docenas y durante su estancia algunas se esmeraban adornando su casa con diversos detalles.
Una de ellas, la mujer del propietario de un café, que había vivido con él toda una quincena hasta que su señor esposo fue a buscarla, le bordó un precioso mantón para la mesa, puso sus iniciales en toda su ropa interior y tal vez hubiera terminado un tapiz si el marido no hubiera destruido el idilio.
Una dama a la que fueron a buscar sus padres al cabo de tres semanas quería transformar su dormitorio en un tocador, puso aquí y allá toda clase de cachivaches y jarritos y colgó sobre la cama un cuadro del ángel de la guarda. En todos los rincones del dormitorio y del comedor se notaba una mano femenina. Incluso en la cocina se veía esta huella, pues en ella había los más variados utensilios y recipientes, magnífico regalo de la enamorada esposa de un fabricante que, además de su pasión, había traído un instrumento para cortar verduras, uno para rallar el pan, una machacadora de carne, cacerolas, sartenes, fuentes, cucharones y Dios sabe cuántas cosas más.
No obstante, esta dama abandonó a Lukasch al cabo de una semana porque no podía hacerse a la idea de que él tuviera, más o menos, otras veinte amantes, cosa que dejaba ciertas huellas en las actuaciones del noble hombrecillo uniformado.
El teniente Lukasch mantenía además cuantiosa correspondencia, poseía un álbum de sus amantes y una colección de reliquias, pues en los últimos dos años mostró cierta inclinación al fetichismo. Poseía diversas ligas de señora, cuatro encantadoras braguitas bordadas, finas camisitas, pañuelos de batista e incluso un corsé y algunas medias.
—Hoy tengo servicio —dijo—. Volveré por la noche. Esté atento a todo y arregle la casa. El último asistente se ha ido hoy al frente con el batallón por su ruindad.
Después de darle disposiciones respecto al canario y al gato de angora se fue no sin decir desde la puerta unas palabras sobre la honradez y el orden.
Schwejk arregló la casa perfectamente de manera que cuando por la noche regresó el teniente Lukasch pudo decirle:
—A sus órdenes, mi teniente. Todo está en orden, únicamente el gato ha hecho de las suyas y se ha comido al canario.
—¿Cómo? —tronó el teniente.
—A sus órdenes, mi teniente, así: yo sabía que a los gatos no les gustan los canarios y gozan haciéndoles daño. He querido que se hicieran amigos y en caso de que la bestia hubiera hecho algo quería darle una buena zurra para que no olvidara en toda su vida cómo tiene que comportarse con el canario, porque yo quiero mucho a los animales. Un sombrerero domesticó tanto a su gato que primero le comió tres canarios y ahora ni uno y el canario puede sentarse encima suyo. Yo también he querido intentarlo y he sacado al canario de la jaula y se lo he dado para que lo olfateara y el muy tonto le ha mordido la cabeza antes de que pudiera darme cuenta. Realmente no esperaba de él semejante ordinariez. Si hubiera sido un gorrión, mi teniente, no diría nada, pero un canario del Harz tan bonito… ¡Y con qué avidez sé lo ha comido, plumas y todo, y ha ronroneado de alegría! Los gatos no tienen sentido musical y no pueden soportar que un canario cante porque los muy animales no lo entienden. He llenado al gato de insultos, pero ¡Dios me libre!, no le he hecho nada y le he esperado a usted a ver qué decide hacerle al animal, al muy roñoso.
Mientras explicaba esto, Schwejk miraba al teniente a los ojos con tal franqueza que éste, que al principio se había acercado a Schwejk, desistió de su idea, se sentó en una silla y preguntó:
—Oiga, Schwejk, ¿es usted verdaderamente un animal de Dios?
—A sus órdenes, mi teniente —contestó Schwejk majestuoso—. ¡Sí! Desde pequeño he tenido muy mala suerte. Siempre quiero hacer las cosas mejor, hacerlas bien y me sale algo desagradable para mí y para los que me rodean. Yo quería que se hicieran amigos para que se entendieran y no tengo la culpa de que se lo haya comido y de que se acabara la amistad. En una casa de Stupart, hace años, un gato se comió incluso a un papagayo porque éste se había burlado de él y le había imitado. Pero los gatos tienen siete vidas. Si usted ordena que lo mate, mi teniente, tendré que aplastarlo cerrando la puerta; de otro modo no se morirá.
Y con el aire más inocente y con su bondadosa y cariñosa sonrisa, Schwejk explicó al teniente Lukasch cómo se mata a los gatos exponiendo unos detalles que hubieran vuelto locos a los miembros de la sociedad protectora de animales. Además demostró conocimientos de especialista, de modo que el teniente, olvidando su enojo, preguntó:
—¿Sabe tratar a los animales? ¿Les tiene afecto?
—Lo que más me gustan son los perros —dijo Schwejk— porque para quien puede venderlos es un negocio rentable. Yo entiendo de eso porque siempre he sido honrado. Pero también hay personas a quienes les vendí un animalucho en vez de un perro sano y de pura raza. ¡Como si todos los perros tuvieran que estar sanos y ser de pura raza! Y todos querían tener en seguida el árbol genealógico, de modo que hice que me imprimieran unos cuantos y de un mastín Koschischker que nació en una fábrica de ladrillos tuve que hacer el noble de más pura raza de la perrera bávara de Arnis von Barheim. Y realmente la gente estuvo contenta de haberlo encontrado y de tener en su casa un animal de pura raza. También pude ofrecer un perro lobo de Wrschowitz como zorrero y los que lo compraron se extrañaron que un perro tan poco corriente, que viene de Alemania, fuera peludo y no tuviera las piernas torcidas. Eso se hace en todas las perreras y a usted se le salen los ojos de las órbitas, mi teniente, al ver los engaños que se hacen en las grandes perreras con los árboles genealógicos. Perros que puedan decir de sí mismos: «soy un animal de pura raza» hay muy pocos. O bien su madre se descomedió con un monstruo o bien su abuela, o ha tenido varios padres y ha heredado una cosa de cada uno. De uno las orejas, de otro la cola, de otro los pelos del morro y del quinto la figura, y si ha tenido doce padres, puede imaginarse su aspecto, mi teniente. Una vez compré uno de esos, un perdiguero, que por sus padres era tan feo que todos los perros se apartaban de él y yo lo compré por compasión, porque estaba tan abandonado. Y en casa siguió sentándose en un rincón, tan triste, que tuve que venderlo como grifón. Lo que más me costó fue teñirlo para que fuera de color de sal y pimienta. Se fue con su amo hasta Moravia y desde entonces ya no he vuelto a verlo.
Este estudio canino empezó a interesar al teniente, de modo que Schwejk pudo continuar sin objeciones.
—Los perros no pueden teñirse ellos mismos como lo hacen las señoras; de ello tiene que ocuparse siempre el que quiere venderlos. Cuando un perro ya es viejo y está completamente gris y usted quiere venderlo como si tuviera un año e incluso hacer pasar al que ya es abuelo por un cachorro de nueve meses, tiene que comprar pintura negra, disolverla y pintarlo para que parezca joven. Para que sus fuerzas aumenten aliméntelo con arsénico, como a un caballo y límpiele los dientes con papel de lija, con ese con el que se limpian los cuchillos oxidados. Y antes de llevarlo a un comprador échele aguardiente de ciruelas en la boca para que se emborrache un poco y en seguida se anima, ladra alegremente y se hace amigo de todos como si fuera un borracho. Pero lo principal es esto: a las personas hay que convencerlas, mi teniente, hay que persuadirlas hasta que están aturdidas. Si uno quiere comprarle un ratonero y usted en casa sólo tiene un perro de caza ha de saber convencerle de tal forma que se lleve el perro de caza en vez del ratonero, y si por casualidad en casa sólo tiene un ratonero y viene alguien a comprar una maligno perro dogo alemán para que vigile puede desorientarle de tal manera que se lleve el ratonero en vez del dogo. Antes, cuando negociaba con animales, una vez vino una señora diciendo que se le había escapado del jardín un papagayo y que allí precisamente estaban jugando a indios unos niños, delante de la casa, y que se lo habían cogido, le habían arrancado todas las plumas de la cola y se habían adornado con ellas como nuestros policías, y que el papagayo enfermó de vergüenza porque no tenía cola y el veterinario lo había matado con unos polvos. Ella quería comprarse otro papagayo, uno bueno, no uno ordinario que sólo sabe imitar. ¿Qué tuve que hacer yo si no tenía en casa ningún papagayo y no sabía de ninguno? En casa sólo había un bulldog malo, completamente ciego. Entonces, mi teniente, tuve que estar desde las cuatro hasta las siete de la tarde convenciendo a la señora hasta que en lugar del papagayo me compró el bulldog viejo. Fue peor que una situación diplomática y cuando se marchó dije: «Ahora que intenten arrancarle la cola esos niños» y ya no hablé más con esa mujer porque tuvo que marcharse de Praga a causa de este bulldog porque mordió a toda la casa. ¿Va usted a creer que es difícil tener un buen animal, mi teniente?
—A mí me gustan mucho los perros —dijo el teniente—. Algunos de mis compañeros que están en el frente tienen perros y me han escrito que la guerra en compañía de un animal tan fiel y entregado no parece tan mala. De modo que conoce todas las razas de perros. Espero que si tuviera un perro lo cuidaría muy bien. ¿Cuál es la mejor raza en su opinión? Quiero decir un perro como compañero. Una vez tuve un grifón, pero no sé…
—En mi opinión, mi teniente, el grifón es un perro muy bueno. No gusta a todos, eso es cierto, porque tiene cerdas y un bigote tan duro que parece un preso liberado. De tan feo parece incluso hermoso y además es inteligente. ¿Cómo va a competir con él un estúpido San Bernardo? Es aún más listo que el Fox Terrier. Conocí uno…
El teniente Lukasch miró el reloj e interrumpió la disertación de Schwejk.
—Ya es tarde, tengo que ir a dormir. Mañana vuelvo a estar de servicio. Puede pasar todo el día buscando un grifón.
Se fue a dormir y Schwejk se echó en la cocina, sobre el canapé y leyó los periódicos que el teniente Lukasch había traído del cuartel.
«¡Mira! —se dijo—. El sultán ha condecorado al emperador Guillermo con la medalla de la guerra y yo no tengo ni la pequeña de plata».
Quedó pensativo y dio un salto.
—¡Por poco me olvido…!
Schwejk se fue a la habitación del teniente, que ya dormía, y lo despertó:
—A sus órdenes, mi teniente; no me ha dado ninguna orden respecto al gato.
Y el dormido teniente dio media vuelta y gruñó:
—¡Tres días de arresto de cuartel! —Y siguió durmiendo.
Schwejk abandonó la habitación sin hacer ruido, sacó al desdichado gato de debajo del canapé y le dijo:
—¡Tienes tres días de arresto de cuartel! ¡Retírate!
Y el gato de angora volvió a arrastrarse debajo del sofá.
IV
Schwejk se disponía ya a salir en busca de un grifón cuando una joven llamó a la puerta y expresó su deseo de hablar con el teniente Lukasch. A su lado había dos grandes maletas. Schwejk vio aún la gorra del mozo que bajaba las escaleras.
—No está en casa —dijo Schwejk.
La joven ya estaba en el vestíbulo y le ordenó categóricamente:
—¡Lleve las maletas a la habitación!
—No puedo hacerlo sin el permiso de mi teniente —dijo Schwejk—. Mi teniente ha ordenado que no haga nunca nada sin consultárselo.
—¡Está loco! —exclamó la joven—. He venido a visitar al teniente.
—De eso yo no sé nada —repuso Schwejk—. Mi teniente está de servicio, no volverá hasta la noche y me ha ordenado que vaya a buscar un grifón. No sé nada de ninguna maleta ni de ninguna dama. Ahora voy a cerrar la casa. Le ruego que tenga la amabilidad de marcharse. A mí no me han anunciado nada y no puedo dejar entrar en casa a ningún extraño a quien no conozco. Eso es como una vez en mi calle, cuando dejaron entrar a un hombre en casa de Beltschizky, el pastelero, y ese hombre forzó el armario y escapó. Yo no digo nada malo de usted —prosiguió al ver que la joven parecía desesperada y lloraba—, pero no puede quedarse aquí de ninguna de las maneras; usted misma se da cuenta. Me han confiado toda la casa y soy responsable de cualquier pequeñez. Por ello le pido una vez más, con toda gentileza, que no se esfuerce. Mientras no reciba una orden de mi teniente no conozco ni a mi hermano. Realmente me sabe muy mal tener que hablar así con usted, pero en el ejército tiene que haber orden.
La joven se había recobrado un poco. Entonces sacó de su bolso una tarjeta y escribió con un lápiz un par de líneas, la metió en un atractivo sobre y, muy abatida, dijo:
—Llévele esto al teniente. Mientras tanto esperaré aquí su respuesta. Tenga, cinco coronas para el viaje.
—Así no se consigue nada —dijo Schwejk, ofendido por la obstinación del inesperado huésped—. Deje las cinco coronas; se quedan aquí, en el sillón, y si usted quiere venga conmigo al cuartel y espéreme. Yo entregaré su carta y le traeré contestación. Pero esperar aquí, de ninguna manera.
Y después de decir esto llevó las maletas al vestíbulo y haciendo sonar las llaves como el portero de un castillo, dijo de manera muy significativa junto a la puerta:
—¡Cerramos!
La joven salió al pasillo desesperada. Schwejk cerró la puerta con llave y se fue. La visitante le seguía como un perrito y no lo alcanzó hasta que él se detuvo en un estanco para comprar cigarrillos.
Ella andaba a su lado y se esforzaba por conversar.
—¿Seguro que la entregará?
—Claro; ya se lo he dicho.
—¿Y va a encontrar al teniente?
—No lo creo.
—¿Y dónde le parece que puede estar?
—No lo sé.
Así acabó la conversación hasta que al cabo de un rato volvió a recobrar impulso gracias a una pregunta de la joven:
—¿No ha perdido la carta?
—Hasta ahora no la he perdido.
—Entonces, ¿seguro que se la entregará al teniente?
—Sí.
—¿Y lo encontrará?
—Ya le he dicho que no lo sé —contestó Schwejk—. Me extraña que la gente pueda ser tan curiosa y haga siempre la misma pregunta. Es como si parara en la calle a una de cada dos personas y le preguntara qué número hace.
Así terminó definitivamente el intento de entenderse con Schwejk. El resto del camino al cuartel transcurrió en completo silencio. Schwejk pidió a la joven que esperara y empezó a hablar de la guerra con los soldados de la puerta. A la joven esto pareció alegrarle sobremanera, pues andaba nerviosa por la acera con cara de desgraciada al ver que Schwejk proseguía sus discusiones con una expresión tan tonta como la que se podía ver en una fotografía que apareció en aquel tiempo en la Crónica de la guerra mundial y cuyo pie decía: «El sucesor al trono austríaco conversando con dos pilotos derribados por aeroplanos rusos».
Schwejk se sentó en un banco junto a la puerta y explicó que en el frente de los Cárpatos los ataques del ejército habían fracasado, que el comandante de Przemysl, general Kusmanek, había llegado a Kiev, que nosotros en Serbia habíamos abandonado once puntos de operación y que los serbios no aguantarían durante mucho tiempo persiguiendo a nuestros soldados.
Luego se enredó en una crítica de las batallas conocidas e hizo el grandioso descubrimiento de que una división rodeada por todas partes tenía que rendirse.
Cuando ya había hablado suficiente le pareció oportuno decirle a la deseperada dama que volvería en seguida, que esperara. Entonces subió a la oficina en la que el teniente Lukasch estaba resolviendo a un segundo teniente un problema de la técnica de las trincheras y le decía que no sabía dibujar y que no tenía idea de geometría.
—Mire, hay que dibujar así. Si tenemos que trazar una línea vertical sobre una línea recta dada, tenemos que hacerla caer de tal modo que forme con ella un ángulo recto. ¿Lo entiende? Así llevará usted bien las trincheras y no hacia el enemigo. Usted se queda seiscientos metros alejado de él. Pero tal como lo ha dibujado, lleva nuestra posición a la línea enemiga y está en sus trincheras verticalmente sobre el enemigo y tiene necesidad de un gran ángulo. Es muy sencillo, ¿no?
Y el teniente de la reserva, que como civil era cajero de un banco, estaba desesperado con estos planos, no entendía lo más mínimo y cuando Schwejk se acercó al teniente Lukasch respiró aliviado.
—A sus órdenes, mi teniente. Una dama le envía esta carta y espera respuesta —dijo guiñando los ojos de manera significativa y familiar.
Lo que leyó el teniente no le dio buena impresión:
«Querido Heinrich:
Mi marido me persigue. Tengo que pasar forzosamente un par de días en tu casa. Tu asistente es un pedazo de animal. Soy muy desgraciada.
Tu Kati».
El teniente Lukasch suspiró, llevó a Schwejk a la habitación contigua, en la cual no había nadie, cerró la puerta y empezó a pasearse de un lado a otro entre las mesas. Finalmente se detuvo delante de Schwejk y le dijo:
—La dama dice que es usted un pedazo de animal. ¿Qué le ha hecho?
—A sus órdenes, mi teniente. No le he hecho nada, me he comportado con toda dignidad, pero ella quería instalarse en seguida en casa. Y como yo no tenía ninguna orden de usted no la he dejado entrar. Además ha venido con dos maletas, como si fuera su propia casa.
El teniente volvió a suspirar, cosa que Schwejk imitó.
—¿Qué significa esto? —gritó el teniente amenazador.
—A sus órdenes, mi teniente, es un caso difícil. En la Votechgasse, hace dos años, una señorita fue a casa de un tapicero y él no pudo deshacerse de ella y tuvo que envenenarla y luego suicidarse con gas del alumbrado, y así acabó la broma. Con las mujeres pasan cosas bastante desagradables. Yo las calo en seguida.
—Un caso difícil —repitió el teniente.
Jamás había dicho algo tan cierto. El buen Heinrich se encontraba en una penosa situación: una mujer perseguida por su marido le hace una visita de unos cuantos días, precisamente cuando tiene que venir la señora Micko, de Wittingau, para repetir durante tres días lo que le ofrece regularmente cuatro veces al año, cuando va a Praga para hacer sus compras. Además, pasado mañana tiene que venir una señorita. Después de vacilar toda una semana le prometió dejarse seducir, pues dentro de un mes tenía que casarse con un ingeniero.
El teniente estaba sentado, con la cabeza sobre la mesa, y reflexionaba, pero de momento no encontró ninguna solución; al final cogió un sobre de cartas y en un formulario oficial escribió:
«Querida Kati:
De servicio hasta las nueve de la noche. Llegaré a las diez. Por favor, estás como en casa. Respecto a Schwejk, mi asistente, ya le he dado órdenes para que te complazca en todo.
Tu Heinrich».
—Déle esta carta a la señora —dijo el teniente—. Le ordeno que se comporte con respeto y tacto y que cumpla todos sus deseos. Éstos han de ser para usted como una orden. Tiene que conducirse galantemente y servirla con toda lealtad. Aquí tiene cien coronas de las que me dará cuenta. Tal vez le mande comprar algo. Pedirá almuerzo, cena, etc. para ella. Luego compre tres botellas de vino y una caja de Memfis. Bien, de momento nada más. Puede irse. Vuelvo a rogarle encarecidamente que haga todo lo que lea en sus ojos.
La joven ya había perdido todas las esperanzas de volver a ver a Schwejk y por ello se quedó muy sorprendida cuando éste salió del cuartel y se acercó a ella con la carta.
Él hizo un saludo, le entregó el sobre y anunció:
—Por orden de mi teniente, señora, tengo que comportarme con usted con respeto y tacto y servirla lealmente y hacer todo lo que lea en sus ojos. He de alimentarla y comprarle lo que desee. Mi teniente me ha dado cien coronas, pero también tengo que comprar tres botellas de vino y una caja de Memfis.
Ella, al leer la carta, recuperó su energía y la manifestó ordenando a Schwejk que le proporcionara un coche. Cuando lo tuvo le mandó que se sentara en el pescante con el cochero.
Fueron a casa. Ella representó extraordinariamente el papel de dueña de su hogar.
Schwejk tuvo que llevar las maletas al dormitorio y sacudir las alfombras en el patio. Una pequeña telaraña que había detrás del espejo causó gran enojo a la dama.
Todo parecía demostrar que ella tenía la intención de quedarse mucho tiempo allí.
Schwejk sudaba. Cuando acabó de sacudir las alfombras pensó que habría que bajar las cortinas y limpiarlas. Entonces recibió la orden de limpiar las ventanas de la habitación y de la cocina. Luego ella empezó a cambiar los muebles de sitio, y cuando Schwejk lo había arrastrado todo de un rincón al otro no le gustó, e ideó una nueva colocación.
Sacó ropa de cama limpia del armario, hizo ella misma las camas y se notaba que lo hacía con amor al lecho. Éste le provocaba un sensual temblor en las ventanas de la nariz.
Luego mandó a Schwejk que fuera a buscar la comida y el vino y antes de que volviera se puso su transparente matiné, que la hacía aparecer extraordinariamente atractiva y seductora.
Con el almuerzo se bebió una botella de vino, fumó muchos Memfis y luego se acostó, mientras Schwejk se regalaba en la cocina con el pan de munición mojado en licor dulce.
—¡Schwejk! —se oyó desde el dormitorio—. ¡Schwejk!
Schwejk abrió la puerta y vio a la joven entre cojines en una seductora pose.
—¡Acérquese!
Él se acercó a la cama y ella miró con atención y con una sonrisa característica su rechoncha figura y sus fuertes botas. Quitándose la suave tela que lo cubría y lo escondía todo le dijo enérgicamente:
—¡Quítese las botas y los pantalones! Veamos…
Y así fue como el valeroso soldado Schwejk pudo anunciarle a su teniente cuando éste regresó del cuartel:
—A sus órdenes, mi teniente. He satisfecho todos los deseos de la señora y he obedecido su orden con toda lealtad.
—Se lo agradezco mucho, Schwejk —dijo el teniente—. ¿Ha tenido muchos deseos?
—Unos seis —contestó Schwejk—. Ahora duerme como si estuviera agotada por el viaje. Le he hecho todo lo que he leído en sus ojos.
V
Mientras las tropas instaladas en los bosques de Dunajec y junto al Raab sufrían una tormenta de granadas y la artillería de grueso calibre destrozaba y enterraba compañías enteras en los Cárpatos, mientras el horizonte de todos los campos de batalla fulguraba al resplandor de los pueblos y ciudades en llamas, el teniente y Schwejk vivían un agradable idilio con la dama que había escapado de su marido y que ahora hacía de ama de casa allí.
Una vez, cuando se fue a pasear, el teniente Lukasch celebró con Schwejk un consejo de guerra para ver cómo podrían deshacerse de ella.
—Lo mejor sería que su marido, del que ella ha huido y que la está buscando como usted dijo que está escrito en la carta que le traje, se enterara de dónde está para que viniera a buscarla, mi teniente —dijo Schwejk—. Lo mejor es enviarle un telegrama diciéndole que está en su casa y que puede llevársela. El año pasado hubo un caso parecido en una villa de Vschenor, pero entonces fue la misma chica quien le envió el telegrama al marido y éste fue a por ella y los abofeteó a ambos. Ellos eran civiles, tanto uno como el otro, pero en este caso, con un oficial, no se atreverá. Además usted no tiene ninguna culpa porque no ha invitado a nadie y si ella ha escapado lo ha hecho por propia iniciativa. Ya verá, un telegrama así da muy buen resultado. Y aunque tuvieran que darse un par de bofetadas…
—Él es muy inteligente —interrumpió el teniente Lukasch—; lo conozco. Tiene un negocio de lúpulo al por mayor. He de hablar con él sin falta. Le enviaré el telegrama.
El telegrama que envió era extraordinariamente lacónico y objetivo: «La dirección actual de su mujer es…» Seguía la dirección del teniente Lukasch.
Y así sucedió que la señora Kati recibió una sorpresa muy desagradable cuando el negociante de lúpulo entró precipitadamente por la puerta. Parecía muy honrado y preocupado. La señora Kati, sin perder el juicio en aquel momento, presentó a los dos caballeros.
—Mi marido. El teniente Lukasch. No se le ocurrió nada más.
—Siéntese, señor Wendler —dijo amablemente Lukasch sacando una pitillera de su bolsillo—. ¿Usted gusta?
El inteligente negociante en lúpulo cogió un cigarrillo con mucho donaire y echando una bocanada dijo prudentemente:
—¿Se marcha pronto al frente, teniente?
—He intentado que me trasladaran al 91, al Budweis, y probablemente iré en cuanto esté libre de la escuela de voluntarios de un año. Necesitamos muchos oficiales y hoy en día es una triste realidad que los jóvenes que tienen derecho a presentarse voluntarios no lo hacen. Esos hombres prefieren ser vulgares soldados de infantería a esforzarse por llegar a ser cadetes.
—La guerra ha perjudicado mucho el negocio del lúpulo, pero creo que no durará —observó el negociante mirando alternativamente a su mujer y al teniente.
—Nuestra situación es muy buena —dijo éste—. Hoy nadie duda que la guerra terminará con la victoria de las armas de los poderes centrales. Francia, Inglaterra y Rusia son demasiado débiles comparadas con el granito austríacos–turco–alemán. Es verdad que hemos sufrido derrotas sin importancia en varios frentes, pero tan pronto como atravesemos el ruso, entre los Cárpatos y el Dunajec medio, sin duda habremos acabado la guerra. Además dentro de poco Francia se verá amenazada por la pérdida de todo el Este y la entrada el ejército alemán en París. Esto es completamente seguro. Por otra parte, nuestras maniobras en Serbia prosiguen con mucho éxito y la retirada de nuestras tropas, que en realidad no es más que un cambio, muchos la interpretan de manera muy distinta a como lo pide la sangre fría exigida por la guerra. Mañana veremos que nuestras maniobras previstas en los campos de batalla del sur producen sus frutos… Allí ve…, por favor, le ruego…
El teniente Lukasch cogió suavemente al negociante en lúpulo por los hombros, lo llevó junto al mapa del escenario bélico que había en la pared y mostrándole determinados puntos explicó:
—El este de los Besquidas es para nosotros un magnífico punto de operaciones. Como ve, en los sectores del frente de los Cárpatos tenemos grandes apoyos. Un golpe de fuerza en esta línea y no nos detendremos hasta llegar a Moscú. La guerra terminará antes de lo que creemos.
—¿Y qué pasa con Turquía? —preguntó el negociante en lúpulo pensando cómo iba a llegar al meollo del asunto.
—Los turcos se defienden bien —contestó el teniente llevándole de nuevo a la mesa—. Los presidentes del parlamento turco, Hall Bey y Ali Bey, han llegado a Viena. Se ha nombrado comandante supremo del ejército turco en los Dardanelos al mariscal de campo Liman von Sanders. Goltz Pascha ha ido de Constantinopla a Berlin, y Enver Pascha, el vicealmirante Usedom Pascha y el general Dschewad Pascha han sido condecorados por nuestro emperador. Relativamente muchas condecoraciones en tan poco tiempo.
Permanecieron un rato en silencio hasta que el teniente consideró adecuado interrumpir la penosa situación con las palabras:
—¿Cuándo ha llegado, señor Wendler?
—Esta mañana.
—Me alegro mucho de que me haya encontrado en casa porque por la tarde voy siempre al cuartel y tengo servicio de noche.
Como la casa en realidad está vacía durante todo el día he podido ofrecerle hospitalidad a la señora. Durante su estancia en Praga no la ha molestado nadie. La vieja amistad…
El comerciante en lúpulo tosió.
—Kati es una mujer curiosa, teniente. Reciba mi más sincero agradecimiento por todo lo que ha hecho por ella. Sin el menor motivo se le ocurre irse a Praga; al parecer tiene que curar sus nervios. Yo estoy de viaje, llego a casa y la casa está vacía: Kati se ha ido.
Preocupado por poner una cara lo más franca posible la amenazó con el dedo y con una forzada sonrisa le preguntó:
—Probablemente has creído que cuando estoy de viaje tú también puedes marcharte. Naturalmente no has pensado…
Cuando el teniente vio que la conversación tomaba un rumbo desagradable volvió a llevar al inteligente negociante en lúpulo al mapa que representaba el escenario bélico, señaló los lugares subrayados y dijo:
—He olvidado llamarle la atención sobre un detalle muy interesante. Fíjese en este gran arco dirigido hacia el sudoeste en el cual el grupo de montañas forma una gran cabecera de puente. A este lugar se dirige la ofensiva de los aliados. Cerrando la carretera que une la cabecera de puente con las líneas defensivas más importantes del enemigo, tiene que interrumpirse la comunicación entre el ala derecha y el ejército del norte, juntoal Vístula. ¿Lo comprende?
El tratante de lúpulo contestó que lo comprendía todo perfectamente, y como debido a su tacto temía que lo que dijera pudiera ser interpretado como ofensivo, volvió a su sitio y dijo:
—Con la guerra nuestro lúpulo ha perdido su campo de ventas en el extranjero. Ahora Francia, Inglaterra, Rusia y los Balcanes están perdidos para el lúpulo. Todavía lo enviamos a Italia, pero me temo que Italia también se meterá. Entonces tendremos que dictarnos nosotros mismos los precios de las mercancías.
—Italia se mantendrá neutral —lo consoló el teniente Lukasch—, esto es…
—Pero ¿por qué no confiesa que está unida a Austria–Hungría y a Alemania por la triple alianza? —gritó de repente el negociante al que en un momento se le subió todo a la cabeza: lúpulo, la mujer y la guerra—. Esperaba que Italia marcharía contra Francia y Serbia. Entonces la guerra ya estaría terminada. El lúpulo se me está pudriendo en los almacenes; las ventas en el país son débiles, la exportación nula e Italia sigue neutral. ¿Por qué renovó la triple alianza con nosotros en 1912? ¿Dónde está el ministro del exterior italiano, el marqués Di San Giuliano? ¿Qué hace el ejército? ¿Duerme o qué? ¿Sabe cuáles eran mis ventas antes de la guerra y cuáles ahora?
—No crea que no sigo los acontecimientos —prosiguió mirando con ira al teniente que echaba tranquilamente una bocanada tras otra—. ¿Por qué los alemanes se han retirado a la frontera si ya estaban en París? ¿Por qué se libran violentas luchas de artillería entre el Mosa y el Mosela? ¿Sabe que en Combres y en Woëvre, junto a Marche, se han quemado tres fábricas de cerveza a las cuales enviábamos cada año más de quinientos sacos de lúpulo? Y en los Vosgos se ha quemado la fábrica de cerveza Hartmannsweiler, y en Niederaspach, junto a Mühlhausen, han arrasado una gran fábrica de cerveza. Para mi firma esto significa la pérdida de trescientos cincuenta sacos de lúpulo al año.
Estaba tan excitado que no podía seguir hablando. Entonces se acercó a su mujer y le dijo:
—Kati, ahora mismo te vienes a casa conmigo. Vístete. Todos estos acontecimientos me excitan tanto —dijo al cabo de un rato como si quisiera disculparse—. Antes solía ser muy tranquilo.
Y cuando ella se fue a vestirse le dijo al teniente en voz baja:
—No es la primera vez que lo hace. El año pasado se escapó con un profesor; los encontré en Agram. En aquella ocasión firmé un contrato de seiscientos sacos de lúpulo con la fábrica municipal de cerveza de Agram. ¡Bah!, el sur era una verdadera mina de oro. Nuestro lúpulo llegó hasta Constantinopla. Hoy estoy medio arruinado. Si el gobierno nos limita la producción de cerveza, será la puntilla.
Mientras encendía el cigarrillo que se le había ofrecido dijo desesperado:
—Sólo Varsovia compraba dos mil trescientos setenta sacos. La mayor fábrica de cerveza de allí es la de los agustinos. Su representante solía venir a verme cada año. Es desesperante. Menos mal que no tengo hijos.
Esta lógica conclusión de la visita anual del representante de la fábrica de cerveza de los agustinos de Varsovia hizo sonreír un poco al teniente, cosa que el negociante notó, por lo que continuó su explicación:
—Las fábricas de cerveza húngaras de Sopron y Gross–Kanisza me compraban cada año, aproximadamente, mil sacos para la cerveza que exportaban a Alejandría. Hoy no quieren hacer encargos debido al bloqueo. Yo les ofrezco el lúpulo un treinta por ciento más barato, pero no me encargan ni un saco. Paralización, ruina, miseria y, además, preocupaciones domésticas.
El negociante enmudeció y el silencio fue interrumpido por doña Kati, que entró en la habitación dispuesta para el viaje.
—¿Qué hacemos con las maletas?
—Vendrán a buscarlas, Kati —dijo contento el negociante en lúpulo, pues en el fondo se alegraba de que todo hubiera terminado sin escenas desagradables—. Si aún quieres hacer compras tenemos que marcharnos. El tren sale a las dos y veinte.
Los dos se despidieron amistosamente del teniente y el negociante estaba tan contento de que ya hubiera pasado todo que al despedirse, en el vestíbulo, dijo:
—Si le hirieran en la guerra, que Dios no lo quiera, venga a reponerse a casa. Le cuidaremos lo mejor que podamos.
Al volver al dormitorio en el que se había vestido doña Kati el teniente encontró en el tocador cuatrocientas coronas y una tarjeta con el siguiente contenido:
«Teniente:
No ha intervenido en mi favor delante de este mico, mi marido, un idiota de primera categoría. Ha permitido que me arrastrara con él como si fuera un objeto que ha olvidado en casa. Además se ha permitido decir que me ha ofrecido hospitalidad. Espero no haberle causado más gastos que las cuatrocientas coronas que le dejo y que le ruego reparta con su criado».
El teniente Lukasch se quedó un rato con la tarjeta en la mano. Luego la rompió lentamente, miró sonriendo el dinero que había en el tocador y cuando vio que Kati había olvidado su peine sobre la mesita, lo añadió a su colección de fetiches.
Schwejk regresó hacia mediodía. Había ido a buscar un grifón para el teniente.
—Schwejk —dijo el teniente—. Tiene suerte. La dama que estaba en casa ya se ha ido. Se la ha llevado su marido. Y por todos los servicios que le ha prestado le ha dejado cuatrocientas coronas en el tocador. Tiene que darle las gracias, o a su esposo, pues el dinero es de él, es el que había cogido para el viaje. Le dictaré una carta.
«Distinguido señor:
Reciba mi más sincero agradecimiento por las cuatrocientas coronas que me ha regalado su esposa por los servicios que le he prestado durante su estancia en Praga. He hecho por ella, con mucho gusto, lo que he podido y por esto no puedo aceptar esta candidad y se lo…»
—Siga escribiendo, Schwejk. ¿Por qué se ha vuelto? ¿Dónde había quedado?
—Y se lo —dijo Schwejk en un tono tremendamente patético.
—Bien, «y se lo devuelvo aseverándole mi más profundo respeto. Un afectuoso saludo a su esposa, a quien beso la mano. Josef Schwejk, asistente del teniente Lukasch». ¿Listo?
—A sus órdenes, mi teniente, aún falta la fecha.
—20 de diciembre de 1914. Y ahora escriba el sobre, coja las cuatrocientas coronas, llévelas a correos y envíelas a esta dirección.
Y el teniente Lukasch empezó a silbar alegremente un aria de la opereta La divorciada.
—Otra cosa, Schwejk —dijo cuando éste se disponía a salir para correos—. ¿Qué hay del perro que ha ido a buscar?
—Tengo preparado uno, mi teniente; un animal muy mono, pero será difícil obtenerlo. Mañana tal vez podré traerlo. Muerde…
VI
El teniente Lukasch no había oído la última palabra. ¡Con lo importante que era!
—El animal muerde —quiso repetir Schwejk, pero al final pensó: «Y en el fondo, ¿qué le importa eso al teniente? Quiere un perro, pues lo tendrá».
La verdad es que no es tan sencillo decir: «¡Tráigame un perro!». Los propietarios de perros cuidan muy bien de ellos, aunque no sean de pura raza. Incluso el chucho que no sirve más que para calentar los pies de una vieja, su amo lo quiere y no deja que le hagan nada malo.
Un perro teme incluso por instinto, sobre todo si es de pura raza, que un buen día lo roben; vive constantemente con la angustia de que esto pueda suceder, de que tenga que suceder. Un perro, por ejemplo, se aparta de su amo durante el paseo y al principio está alegre y contento, juega con otros perros, sin el menor sentido moral sube sobre ellos y al revés, olfatea los recantones, en cada esquina, incluso sobre la cesta de patatas de las tenderas, levanta la patita, en resumen, siente tal alegría de vivir y considera que el mundo es tan hermoso como un muchacho después de aprobar el bachillerato con buenas notas.
Pero uno nota que de repente su alegría desaparece; el perro siente que se ha perdido y entonces le asalta una verdadera desesperación. Corre asustado por la calle, olfatea, aúlla, y en su total desamparo pone la cola entre sus patas, las orejas hacia atrás y se lanza a lo que sea, a lo desconocido.
Si pudiera hablar gritaría: «¡Jesús, María, alguien va a robarme!».
¿Habéis criado perros alguna vez y habéis visto perros de esos asustados? Todos ellos son robados. La gran ciudad ha educado una dase especial de ladrones que viven exclusivamente del robo de perros. Hay unas especies pequeñas de perros de salón, enanos, falderos, que caben en el bolsillo del abrigo o en un manguito de señora y así se los llevan. El malo y manchado perro dogo alemán, que vigila encolerizado una villa de las afueras, se roba por la noche. El perro de policía se le roba al detective en sus narices. Lleváis un perro atado, os cortan la cuerda y el ladrón ya ha desaparecido con el perro, y vosotros miráis perplejos la correa. El cincuenta por ciento de los perros que encontráis en la calle han cambiado de amo varias veces y a menudo, al cabo de unos cuantos años, compráis vuestro propio perro, que os habían robado cuando era pequeño y lo sacabais a pasear. El mayor peligro les amenaza cuando uno los lleva a la calle para que hagan sus necesidades menores y mayores. La mayoría se pierde, sobre todo haciendo esto último. Por ello mientras lo hacen, los perros miran prudentemente a todos lados.
Hay varios sistemas para robar perros; o bien directamente, al estilo de los rateros, o atrayendo con engaños al desdichado ser. El perro es un animal fiel, pero sólo en los libros de lectura y en la historia natural. Si dejáis olfatear una salchicha de caballo asada al perro más fiel está perdido, olvida a su amo, al lado del cual va, da media vuelta y se acerca a vosotros. La boca se le hace agua y esperando y presintiendo la gran alegría menea la cola amablemente y se le hinchan las narices como al caballo más salvaje cuando se le lleva junto a la yegua.
En Kleinseite, junto a la escalera del castillo, se encuentra una pequeña cervecería. Un día estaban sentados allí, en la penumbra, dos hombres: un soldado y un civil. Inclinados uno hacia el otro murmuraban algo con mucho misterio. Parecían conspiradores de la época de la República veneciana.
—Cada día a las ocho —susurró el civil al soldado— pasa la criada con él por la esquina de Hawlitschekplatz hacia el parque. Pero es un malvado, muerde a más no poder. No se deja acariciar.
Y aún más cerca del soldado le susurró al oído:
—No come ni salchichas.
—¿Ni asadas? —preguntó el soldado.
—Ni asadas.
Escupieron.
—¿Qué come entonces el bicho?
—Dios sabe. Algunos perros están tan mimados y mal acostumbrados como el arzobispo.
El soldado y el civil chocaron. Este prosiguió:
—Una vez un perro lobo negro, que necesitaba para la perrera de Klamovka, tampoco quiso coger ninguna salchicha. Lo seguí durante tres días hasta que no lo aguanté más y le pregunté directamente a la mujer con la que el perro iba de paseo qué comía el animal aquel que era tan bonito. A la mujer le halagó y dijo que lo que más le gustaban eran las chuletas. Entonces le compré una. Pensé: seguro que irá mejor. Y fíjate, ese bobo de perro ni siquiera se volvió para mirar porque era de ternera. Él estaba acostumbrado al cerdo. Entonces tuve que comprarle otra chuleta, se la di a oler, me fui corriendo y el perro detrás mío. La mujer gritó: «¡Puntik, Puntik!», pero nada, el buen Puntik corrió tras la chuleta hasta la esquina, allí le puse una cadena al cuello y al día siguiente ya estaba en la perrera de Klamovka. Debajo del cuello tenía unos pocos pelos blancos, una mancha; se la pintamos de negro y nadie lo reconoció. Pero los otros perros, y había muchos, volaron en busca de una salchicha de caballo asada. Lo mejor que podrías hacer es preguntar qué le gusta comer al perro: eres soldado, tienes tipo y a ti te lo dirá. Yo ya se lo pregunté, pero ella me miró como si quisiera atravesarme y dijo: «¿Y a usted qué le importa?»
No es muy guapa, es tonta, pero con un soldado hablará.
—¿Es realmente un grifón? Mi teniente no quiere ningún otro perro.
—Un tío elegante, un grifón, salpimienta, de pura raza, tan cierto como que te llamas Schwejk y yo Blahnik. Por mí lo que importa es lo que come. Yo se lo doy y te lo traigo.
Los dos amigos volvieron a chocar. Cuando Schwejk aún se alimentaba de la venta de perros, antes de la guerra, Blahnik se los proporcionaba. Era un hombre honrado y de él se decía que compraba bajo mano perros sospechosos en el desolladero y volvía a venderlos. Una vez había tenido incluso la rabia y en el Instituto Pasteur de Viena estaba como en casa. Ahora consideraba su deber ayudar desinteresadamente al guerrero Schwejk. Conocía todos los perros de Praga y sus alrededores y por esto hablaba en voz baja para no traicionarse ante el dueño de la cervecería. Hacía un año se había llevado de un restaurante a un cachorro debajo de la chaqueta, un podenco al que había dado la leche en un biberón, de modo que el tonto perro creyó que era su madre y no se movió debajo del abrigo. Por principio sólo robaba perros de pura raza y hubiera podido ser un experto legal. Surtía a todas las perreras y también a casas particulares si se presentaba la oportunidad. Cuando iba por la calle los perros que alguna vez había robado le gruñían y a veces, cuando estaba delante de algún escaparate, más de un perro rencoroso levantaba su patita y le mojaba los pantalones.
A las ocho de la mañana del día siguiente el valeroso soldado Schwejk se paseaba por la esquina de la Hawlitschekplatz, junto al parque. Estaba esperando a la criada con el grifón.
Por fin llegó. Un perro barbudo y de pelo rizado con ojos inteligentes pasó por su lado. Estaba alegre, como todos los perros cuando han hecho sus necesidades, corría hacia los gorriones que desayunaban las boñigas de la calle.
Luego pasó por su lado aquella que tenía el perro a su cuidado. Era una muchacha de mediana edad con el pelo trenzado y formando una corona. Daba silbidos al perro y agitaba a un lado y a otro la cadenita y el elegante látigo que llevaba en la mano.
Schwejk le dirigió la palabra:
—Discúlpeme, señorita. ¿Cómo se va a Zizkov desde aquí? Ella se detuvo y lo miró como preguntándole si iba en serio, pero la bondadosa cara de Schwejk le dijo que el soldado realmente quería ir a Zizkov.
La expresión de su rostro se volvió suave y amablemente le explicó cómo tenía que ir a Zizkov.
—Hace poco que me han trasladado a Praga —dijo Schwejk—. No soy de aquí, soy del campo. Usted, ¿es de Praga?
—Soy de Vodnan.
—Entonces no somos de sitios muy alejados —dijo Schwejk—. Yo soy de Protiwin.
Estos conocimientos del sur de Bohemia que había adquirido durante las maniobras llenaron de nostalgia el corazón de la muchacha.
—Entonces en Protiwin, ¿conoce al carnicero Pejchara?
—¡Cómo no! Es mi hermano. Allí todos lo queremos mucho —dijo Schwejk—. Es muy bueno, servicial, tiene buena carne y da raciones estupendas.
—¿No será usted uno de los Jareschs? —preguntó la muchacha, que empezaba a simpatizar con el desconocido soldado.
—Sí.
—¿De qué Jaresch, del de Krtsch de Protiwin o del de Razitz?
—Del de Razitz.
—¿Todavía ronda con la cerveza?
—Todavía.
—¡Pero ya tendrá más de sus buenos sesenta!
—Sesenta y ocho ha cumplido esta primavera —dijo Schwejk tranquilamente—. Ahora se ha comprado un perro y le va la mar de bien. El perro lo mantiene a raya. Es un perro como aquel que persigue a los gorriones. Un buen perro, un animal distinguido.
—Es nuestro —le dijo su nueva conocida—. Yo sirvo aquí, en casa del coronel. ¿No conoce usted a nuestro coronel?
—Sí; es un hombre muy inteligente —dijo Schwejk—. En Budweis también teníamos un coronel así.
—Nuestro amo es severo y cuando hace poco dijeron que en Serbia nos habían limpiado volvió a casa muy enfadado y rompió todos los platos de la cocina y quiso despedirme.
—Dé modo que éste es vuestro perro —la interrumpió Schwéjk—. ¡Qué lástima que mi teniente no puede soportar los perros! A mí me gustan mucho.
Tras una breve pausa dijo:
—Pero no todos los perros comen de todo.
—Nuestro Lux es muy remilgoso; ha pasado un tiempo sin querer probar la carne, hasta hace poco.
—¿Y qué le gusta más?
—El hígado, el hígado guisado.
—¿Hígado de ternera o de cerdo?
—Esto le da igual —dijo riendo la «paisana» que creía que la última pregunta era un chiste frustrado.
Fueron paseando un rato, luego se les unió el grifón y ella le ató la cadena. Con Schwejk se portó con mucha familiaridad, intentó romperle las pantalones con el bozal, se le subió encima y de repente, como si presintiera lo que Schwejk planeaba hacer con él, dejó de saltar y siguió andando triste y desconsolado mirándole de reojo como si quisiera decir: «Entonces, ¿también a mí me espera eso?»
La muchacha dijo que iba a este lugar todas las tardes a las seis, que no se fiaba de ningún hombre de Praga, que una vez había puesto un anuncio en el periódico y se le había presentado un cerrajero con intención de casarse, le había sacado ochocientas coronas para no sabía qué invento y había desaparecido. En el campo la gente es mucho más honrada. Si tuviera que casarse sólo lo haría con un hombre del campo. Casarse durante la guerra consideraba que era una tontería porque la mujer generalmente se queda viuda.
Schwejk le dio grandes esperanzas de volver a las seis y se apresuró a comunicarle al amigo Blahnik que el perro comía toda clase de hígados.
—Le serviré hígado de buey —decidió Blahnik—. Así pesqué al San Bernardo del fabricante Vydra, un animal muy fiel. Mañana te traigo el perro sin ningún rasguño.
Blahnik mantuvo su palabra. Por la mañana, cuando Schwejk terminaba la limpieza se oyeron ladridos detrás de la puerta y Blahnik entró en la casa al peludo grifón, que todavía estaba más peludo de lo normal. Movía los ojos como un salvaje y miraba tan sombríamente que parecía un tigre hambriento en la jaula delante de la cual se para el bien alimentado visitante del zoológico. Rechinó con los dientes y gruñó como si quisiera decir: «¡Destrozar y devorar!»
Ataron al perro a la mesa de la cocina y Blahnik explicó cómo se había llevado a cabo el robo.
—He pasado por su lado a propósito con el hígado guisado envuelto en la mano. Ha empezado a olfatear y se me ha subido encima. Yo no le he dado nada y he seguido andando y el perro detrás mío. Al llegar al parque he torcido por la Bredauergasse y allí le he dado el primer trozo. Se lo ha comido mientras corría para no perderme de vista. He torcido por la Heinrichgasse y allí le he dado otra ración. Luego, cuando estaba atiborrado, le he atado la cadena y lo he llevado por Wenzelplatz, a Weinberge, hasta Wrschowitz. Durante el camino me ha hecho cosas tremendas; cuando atravesaba las vías se ha plantado allí y no quería moverse. Tal vez pretendía que lo atropellaran. He traído también un árbol genealógico limpio. Se lo he comprado al papelero Fuchs. Tienes que falsificárselo, Schwejk.
—Ha de estar escrito con tu letra. Pon que procede de Leipzig, de la perrera de von Bülow. El padre, Arnheim de Karlsberg, la madre Emma de Trautonsdorf, cuyo padre era Siegfried de Busenthal. El padre recibió el primer premio en la exposición de grifones de Berlín el año 1912. La madre fue condecorada con la medalla de la Asociación para la cría de perros nobles de Nürnberg. ¿Qué edad te parece que tiene?
—A juzgar por los dientes, dos años.
—Escribe que tiene dos años y medio.
—Está mal cortado, Schwejk. ¡Fíjate qué orejas!
—Esto tiene arreglo; podemos hacerlo cuando se acostumbre a estar aquí. Ahora tiene ganas de enfadarse más.
El robado gruñó encolerizado, bufó, se echó por el suelo y cuando se sintió cansado se echó con la lengua afuera en espera de lo que ocurriría con él.
Poco a poco fue calmándose; sólo de vez en cuando gruñía lastimero.
Schwejk le puso delante el resto del hígado que Blahnik le había dado. Pero el perro no hizo caso, sólo le dirigió una arrogante mirada y elevó la vista hacia ellos como si quisiera decir: «Ya me habéis engañado una vez. Ahora acabároslo vosotros solos».
Y se quedó muy resignado haciendo ver que dormía. De repente le pasó algo por la cabeza, se levantó y empezó a hacer posturas y a pedir con las patas delanteras. Se había rendido.
Esta conmovedora escena a Schwejk no le produjo la mínima impresión.
—¡Échate! —le gritó al pobre bicho, que volvió a tenderse aullando de manera lastimera.
—¿Qué nombre he de ponerle en el árbol genealógico? —preguntó Blahnik—. Se llamaba Fox o algo parecido.
—Bueno, por mí llamémosle Max.
Mira cómo aguza el oído Blahnik. ¡Levántate, Max!
El desgraciado grifón al que le habían robado patria y nombre se levantó y esperó nuevas órdenes.
—Creo que debiéramos soltarlo —decidió Schwejk—. Veremos qué hace.
Al desatarle él se dirigió directamente a la puerta, ladró tres veces delante del tirador contando al parecer con la generosidad de esos malvados hombres. Pero al ver que no comprendían su deseo de salir hizo un pequeño charco junto a la puerta convencido de que lo echarían, como habían hecho cuando era pequeño y el coronel lo educaba con severidad, al estilo de los soldados, para que fuera limpio en las habitaciones.
Pero Schwejk sólo dijo:
—¡Qué listo es! Es un perro jesuita.
Le dio un golpe con la correa y le metió el hocico en la charca por lo que él se lamió a toda prisa.
El perro aulló por esta afrenta y empezó a correr por la cocina de un lado a otro, olfateando desesperado su propia huella. Luego, sin motivo alguno, se fue a la mesa, se comió el trozo de hígado que le habían puesto en el suelo, se echó junto a la estufa y se durmió.
—¿Qué te debo? —preguntó Schwejk al despedir a Blahnik.
—No hables de eso, Schwejk —dijo Blahnik—. Yo por un viejo camarada hago lo que sea, sobre todo si está en el ejército. Adiós, chico, y no lo lleves nunca por Hamlitschekplatz para que no le pase ninguna desgracia. Cuando necesites otro perro ya sabes dónde estoy.
Schwejk dejó dormir a Max un buen rato y mientras tanto fue a la carnicería a comprar un cuarto de kilo de hígado. Después de guisarlo le puso un trocito caliente a Max delante del hocico para que se despertara.
Max, dormido como estaba, empezó a relamerse, se repantingó, olfateó el hígado y se lo tragó. Después se fue a la puerta y repitió su intento frente al tirador.
—¡Max! —gritó Schwejk—. ¡Ven!
El perro obedeció desconfiado. Schwejk se lo puso sobre las rodillas y lo acarició y por primera vez Max meneó amablemente el resto de su cola cortada, intentó coger la mano de Schwejk, se la llevó a la boca y le dirigió una inteligente mirada como si quisiera decir: «No hay nada que hacer; ya sé que he perdido».
Schwejk siguió acariciándolo y empezó a explicarle un cuento:
—Bueno, una vez había un perro que se llamaba Fox y que vivía con un coronel. Una criada lo sacaba a pasear y un día llegó un hombre y lo robó. Fox entró en el ejército, en casa de un teniente, y le dieron el nombre de Max. ¡Dame la patita, Max! Bueno, ya ves, animalote, si eres formal y obediente vamos a ser buenos camaradas, de lo contrario te darás cuenta de que la guerra no es un tarro de miel.
Mientras contemplaba a Max, Schwejk pensó filosóficamente:
—Mirándolo bien, en realidad también se roba de su casa a todos los soldados.
El teniente tuvo una agradable sorpresa al ver a Max, y éste también demostró gran alegría porque volvía a ver a un soldado con sable. Cuando se le preguntó de dónde era y cuánto costaba, Schwejk le comunicó con absoluta calma que se lo había regalado un compañero que acababa de ser llamado a filas.
—Bien, Schwejk —dijo el teniente jugando con Max—. El día uno le daré cincuenta coronas por el perro.
—No puedo aceptarlas, mi teniente.
—Schwejk —dijo el teniente muy serio—. Cuando entró a mi servicio le dije que tenía que obedecer en el acto. Si le digo que le daré cincuenta coronas tiene que aceptarlas y gastárselas bebiendo. ¿Qué va a hacer con estas cincuenta coronas, Schwejk?
—A sus órdenes, mi capitán, me las gastaré en bebida tal como me ha ordenado.
—Y si me olvidara de dárselas le ordeno que me diga que he de darle cincuenta coronas por el perro, Schwejk. ¿Lo entiende? ¿Tiene pulgas este perro? En todo caso báñelo y péinelo. Mañana tengo servicio, pero pasado mañana saldré de paseo con él.
Mientras Schwejk bañaba a Max, el coronel, su antiguo dueño, renegaba y amenazaba a grandes gritos por toda la casa con llevar al tribunal militar a aquel que le hubiera robado el perro y a hacer que lo fusilaran, lo colgaran o lo encerraran durante veinte años y lo descuartizaran.
—¡Que el diablo se lleve al tipo ése! —resonó en la casa del coronel, de modo que las ventanas temblaron—. ¡Pronto acabaré yo con esos asesinos!
Sobre Schwejk y el teniente Lukasch se cernía una catástrofe.