10. Schwejk como asistente del pater

I

La nueva odisea de Schwejk empezó con la honrosa compañía de dos soldados con sus bayonetas. Éstos debían llevarlo a casa del pater.

Sus acompañantes eran dos personas que se completaban mutuamente. Si uno era alto y delgado el otro era bajo y gordo. El alto cojeaba del pie derecho, el bajo del izquierdo. Ambos se encontraban en el interior del país porque antes de la guerra habían estado libres del servicio militar.

Iban serios por la calle y de vez en cuando miraban de reojo a Schwejk, que andaba en medio y que saludaba a todo el mundo que pasaba. Su ropa de paisano se había perdido en el almacén de la prisión militar así como el gorro con el que había ido a su reclutamiento. Antes de despedirlo le habían dado un viejo uniforme que debía haber pertenecido a un barrigudo, a un hombre que como mínimo era un palmo más alto que Schwejk.

En los pantalones cabían otros tres Schwejk. Las infinitas arrugas que se formaban por todas partes, desde los pies hasta más arriba del pecho, que es el punto hasta el cual llegaban esos pantalones, despertaron involuntariamente la admiración de los mirones. La espantosa camisa con remiendos en los codos, llena de manchas de grasa y sucia le estaba tan holgada como una chaqueta a un espantapájaros. Los pantalones le caían como a los payasos del circo. La gorra que le habían cambiado igualmente en la prisión militar le llegaba a las orejas.

A las risas de los transeúntes Schwejk contestaba con una suave y cálida sonrisa y con la dulzura de sus bondadosos ojos. Y así marchaban a Karolinental, a casa del pater.

El primero que se dirigió a Schwejk fue el bajo y gordo. Iban andando por Kleinseite, bajo la pérgola.

—¿De dónde eres? —preguntó el bajo.

—De Praga.

—Y ¿no vas a escaparte?

El alto intervino en la conversación. Es extraordinariamente curioso el hecho de que los bajos y gordos suelen ser en su mayor parte optimistas y bonachones, mientras que los altos y flacos, por el contrario, son escépticos.

Y por ello el alto dijo al bajo:

—Ya escaparía si pudiera.

—Y ¿por qué iba a escapar? —dijo el bajo—. Está prácticamente libre, ha salido de la prisión militar. Aquí lo pone, en el paquete.

—Y ¿qué hay en ese paquete para el pater?

—No lo sé.

—Ya ves, no lo sabes y vas hablando.

Pasaron el puente de Carlos en profundo silencio. En la Karlgasse el bajo se dirigió de nuevo a Schwejk:

—¿No sabes por qué te llevamos al pater?

—Para confesarme —dijo Schwejk con indiferencia—. Mañana me cuelgan. Siempre lo hacen así; lo llaman consuelo espiritual.

—Y ¿por qué te van a… como dicen…? —preguntó prudente, el alto mientras el bajo miraba a Schwejk con interés.

Los dos eran obreros del campo y padres de familia.

—No sé —contestó Schwejk sonriendo mansamente—. No sé nada. Tal vez sea el destino.

—Probablemente naciste con mala estrella —observó compasivo el bajo con aires de experto—. En mi tierra, en Jasena, junto a Josefstadt, también colgaron a uno durante la guerra de Prusia. Fueron a buscarlo, no le dijeron nada y lo colgaron en Josefstadt.

—Me parece que a un hombre no se le cuelga simplemente por nada —dijo el alto con escepticismo—; tiene que haber siempre un motivo.

—Cuando no hay guerra tiene que existir algún motivo —observó Schwejk—, pero en la guerra no tienen consideración con las personas. Le cuelgan a uno en el frente o en casa, lo mismo da.

—Oye, ¿no serás político en el fondo? —preguntó el espárrago.

Por el tono de su voz se notaba que el alto empezaba a simpatizar con Schwejk.

—Soy político hasta los topes —rió Schwejk.

—¿No serás nacionalsocialista?

Ahora el bajo empezó a ser prudente.

—Y ¿qué nos importa eso? —dijo—. Hay gente por todas partes y nos están observando. ¡Si al menos pudiéramos quitarnos de encima la bayoneta en algún portal! ¿No te nos escaparás? Podríamos tener complicaciones. ¿No tengo razón, Toni? —preguntó al alto, el cual dijo en voz baja:

—Creo que podemos quitárnoslas. Es uno de los nuestros.

El alto dejó su escepticismo y su alma se llenó de compasión por Schwejk. Entonces buscaron un portal adecuado para quitarse las bayonetas. El gordo dio permiso a Schwejk para que fuera con ellos.

—Te gustaría fumar, ¿no? —dijo—. Si te dejan fumar antes de colgarte…

Pero no terminó la frase pues sentía que hubiera sido una falta de tacto.

Fumaron todos y los acompañantes de Schwejk empezaron a hablarle de sus familias, que vivían en el distrito de Königgrätz, de sus esposas, de sus hijos, de un pedacito de tierra, de una vaca…

—Tengo sed —dijo Schwejk.

El alto y el bajo se miraron.

—A nosotros también nos gustaría tomar una cerveza —dijo el bajo adivinando la aprobación del alto—, pero en algún lugar donde no llamáramos la atención.

—Vayamos al «Kukik» —propuso Schwejk—. Las bayonetas las dejáis en la cocina. El dueño es de Sokol; [17] no hay nada que temer. Allí tocan el violín y la armónica —prosiguió— y van chicas de la calle y otras muchas personas distinguidas que no pueden ir a la Casa de la Representación. [18]

El alto y el bajo volvieron a mirarse. Luego el primero dijo:

—Bueno, vayamos. Karolinental todavía está muy lejos. Por el camino Schwejk les contó varias anécdotas y llegaron al «Kukik» de muy buen humor. Siguiendo el consejo de Schwejk dejaron los fusiles en la cocina y entraron en el local, que el violín y la armónica llenaban con los sones de la popular canción: Sí, a Pankrác, a la pequeña colina, lleva un bello y fresco camino

Una muchacha que estaba sentada en las rodillas de un vejestorio que llevaba la cabeza completamente afeitada cantaba con voz ronca:

He pescado a una chica y otro va con ella.

En una mesa dormía un vendedor de sardinas que estaba borracho. De vez en cuando se despertaba, daba un puñetazo en la mesa, murmuraba: «no va bien», y seguía durmiendo. Detrás del billar, debajo del espejo estaban sentadas otras tres damas que gritaban a un conductor de ferrocarril:

—¡Ofrézcanos vermut, joven!

Junto a los músicos había dos que discutían si ayer la patrulla había pescado a una tal María. Uno lo había visto con sus propios ojos y el segundo afirmaba que María se había ido a dormir a «Walsch», al hotel, con un soldado.

Cerca de la puerta un soldado explicaba a varios civiles cómo lo hirieron en Serbia. Tenía una mano vendada y sus bolsillos estaban llenos de cigarrillos que la gente le había dado. Decía que ya no podía beber más y uno del grupo, un viejo calvo, le pedía sin cesar:

—Pero beba, hijo mío. Quién sabe si volveremos a reunirnos. ¿Pido que le toquen algo? ¿Le gusta El huérfano?

Esta era la canción predilecta del viejo calvo y, en efecto, poco después el violín y la armónica la berrearon, mientras que al viejo le saltaban las lágrimas de los ojos y con voz temblorosa cantaba:

Cuando supo hablar pidió por su madre, pidió por su madre.

Alguien de la mesa de al lado dijo:

—¡Déjese de tonterías! ¡Que lo zurzan! ¡Acabe de una vez! ¡Así se muera usted con su huérfano!

Y al mismo tiempo, como último triunfo, la mesa enemiga empezó a cantar:

La separación, el dolor de la separación, me parte el corazón…

—¡Franto! —gritaron al soldado herido cuando se acabó el canto del Huérfano—. Déjalos y siéntate con nosotros. Envíalos a paseo y échanos un cigarrillo. ¡No irás a mantenerlos a los muy cobardes!

Schwejk y sus acompañantes lo contemplaron todo con interés.

Schwejk quedó sumido en sus recuerdos. ¡Cuántas veces había estado aquí antes de la guerra! El inspector de policía Draschner iba muy a menudo a hacer redadas y las prostitutas, que le temían, habían compuesto una canción sobre él con texto burlesco. Una vez cantaron a coro:

Cuando vino el señor Draschner

se organizó la de Dios.

Mana, que estaba borracha,

le dio no un sopapo, dos.

En aquel mismo instante entró Draschner, el terrible e implacable, con los suyos. Fue como cuando se dispara contra las perdices. Los policías los arrinconaron a todos. También él, Schwejk, entró a formar parte del grupo pues por desgracia para él cuando el inspector de policía Draschner le pidió su carnet de identidad le dijo: «¿Tiene autorización de la jefatura de Policía para hacer eso?».

Schwejk también se acordó de un poeta que solía sentarse allí, debajo del espejo, y que escribía poesías con el ruido, los cantos y los sones de la armónica y luego se las leía a las prostitutas.

Los acompañantes de Schwejk, por el contrario, no tenían ninguna clase de recuerdos parecidos. Para ellos era algo totalmente nuevo. Empezaron a encontrarle gusto. El primero en sentirse totalmente complacido fue el bajo, pues ese tipo de hombres, además de optimismo, poseen una gran inclinación al epicureísmo. El alto luchó un rato consigo mismo y habiéndose librado ya de su escepticismo poco a poco perdió también su reserva y el resto de las características de su reflexivo temperamento.

—Voy a bailar un poquito —dijo después de la quinta cerveza al ver a las parejas bailando Schlapak.

El bajo se entregó totalmente al placer. A su lado, una señorita decía cosas picantes. Sus astutos ojos brillaban. Schwejk bebió. El alto acabó el baile y volvió a la mesa con su bailarina. Entonces cantaron, bailaron, bebieron sin cesar y acariciaron a sus vecinas.

Y en esta atmósfera de amor comercial, de nicotina y de alcohol circulaba sin ser notado el viejo lema: "¡Después de nosotros, el diluvio!

Por la tarde se sentó con ellos un soldado que les ofrecía un flemón y una septicemia por cinco coronas. Dijo que llevaba la jeringa y que les inyectaría petróleo en la pierna o en la mano.[19] Aclaró que así pasarían al menos dos meses y que si trataban la herida con saliva, si era necesario, un año entero, y que al final quedarían totalmente libres del servicio.

El alto, que ya había perdido su equilibrio espiritual, hizo que el soldado le inyectara petróleo bajo la piel de la pierna en el retrete.

Cuando ya oscurecía, Schwejk propuso reemprender la marcha a casa del pater. El bajo y gordo, que ya empezaba a tartamudear, trató de convencerle para que esperaran un poco más. El alto también opinaba que por el pater no había prisa. Pero Schwejk ya estaba cansado de «Kukik» y los amenazó con irse solo. Entonces se fueron, pero tuvo que prometerles que entraría en algún otro local. En Florencia se metieron en un pequeño café en el que el gordo vendió su reloj de plata para poder seguir divirtiéndose.

Schwejk los sacó de este local arrastrándolos por los brazos. Fue un trabajo espantoso. Se les doblaban las rodillas y no hacían más que pedir que entraran en algún local. El bajo por poco perdió el paquete para el cura, por lo que Schwejk se vio forzado a llevarlo él mismo.

Schwejk tuvo que llamarles constantemente la atención por los oficiales con los que se cruzaban. Tras realizar un esfuerzo sobrehumano, por fin consiguió arrastrarlos al edificio de la Königstrasse en el que vivía el pater.

El mismo Schwejk les puso la bayoneta en el fusil y golpeándoles las costillas los forzó a llevarle en vez de dejarse llevar por ellos.

En el primer piso, junto a la puerta había una tarjeta: «Otto Katz, capellán castrense». Los abrió un soldado. Procedentes de la habitación, se oían voces y el tintineo de vasos y botellas.

—Servidores… anuncian… señor… pater… —dijo el alto haciendo un esfuerzo mientras saludaba al soldado—. Traemos… un… paquete… y un hombre.

—Entrad —dijo el soldado—, pero ¿dónde os habéis puesto así? El pater está aquí…

El soldado escupió y desapareció con el paquete. Esperaron largo rato en el vestíbulo. Luego se abrieron las puertas y apareció el pater, no andando, sino volando. Iba en mangas de camisa y llevaba un puro en la mano.

—De modo que ya está aquí —dijo a Schwejk—. Así que ya le han traído. Jm… ¿tiene cerillas?

—No, pater.

—Jm… ¿y por qué no tiene cerillas? Todo soldado debe tener cerillas para poder dar fuego. Un soldado que no tiene cerillas es… ¿qué es?

—Es uno que no tiene cerillas, para servirle —contestó Schwejk.

—Muy bien, no tiene cerillas y no puede dar fuego a nadie. Bien, esto está listo. Vamos a lo otro. ¿Le huelen mal los pies, Schwejk?

—No, para servirle.

—Bien, listos con lo segundo. Y ahora lo tercero. ¿Bebe licor?

—No bebo licor, sólo ron, para servirle.

—Bien, mire usted a este soldado. Me lo ha prestado para hoy el teniente Feldhuber; es su asistente. Y no bebe nada. Es ab… abs… temio y por tanto se irá al frente. P… porque un hombre así no me sirve. Es un tonto que sólo bebe agua y muge como un buey. Eres abstemio —dijo dirigiéndose al soldado—. Debieras avergonzarte, imbécil. Te mereces un par de bofetadás.

El pater dedicó su atención a los dos héroes que habían llegado con Schwejk y que se balanceaban de un lado a otro en su esfuerzo por mantenerse en pie apoyándose en sus fusiles.

—Os habéis em …borrachado —dijo el pater—. Os habéis emborrachado estando de servicio y os hago en… encerrar por ello. Schwejk, quíteles las armas, llévelos a la cocina y vigílelos hasta que venga la patrulla para llevárselos. Voy a llama…ma…mar al cuartel.

Y así fue como las palabras de Napoleón: «En la guerra la situación cambia a cada momento», encontraron también aquí su total confirmación.

Por la mañana le habían llevado los dos con sus bayonetas temiendo que pudiera escapar; luego él mismo los había traído y al final tenía que vigilarlos. Ellos, al principio, no fueron muy conscientes de este cambio; sólo cuando se encontraron sentados en la cocina y vieron a Schwejk en la puerta con fusil y bayoneta, se les abrieron los ojos.

—Quisiera beber algo —suspiró el optimista mientras el alto, en un nuevo arranque de escepticismo, decía que todo aquello era una miserable traición, culpó a Schwejk por haberle llevado a semejante estado y le reprochó que les había prometido que al día siguiente lo colgarían y ahora se descubría que todo había sido una broma, tanto la confesión como la horca.

Schwejk permaneció en silencio y se paseó de un lado a otro delante de la puerta.

—¡Hemos sido unos imbéciles! —gritó el alto.

Al final, después de escuchar a los dos inculpados, Schwejk anunció:

—Ahora al menos veis que el ejército no es un juego. Yo cumplo con mi obligación. Caí exactamente igual que vosotros, pero, como se dice vulgarmente, la suerte me favoreció.

—Quisiera beber algo —repitió desesperado el optimista.

El alto se levantó y se dirigió a la puerta tambaleándose.

—Déjenos ir a casa —dijo a Schwejk.

—¡Quita de ahí! —contestó éste—. Tengo que vigilaros. Ahora no nos conocemos.

El cura apareció en la puerta.

—No… no puedo comunicar con el cuartel, de modo que marchaos a casa y te… tened en cuenta que uno no debe emborracharse mientras está de servicio. ¡En marcha!

Dicho sea en honor del cura, éste no había telefoneado al cuartel porque no tenía teléfono, sino que había hablado con una lámpara de pie.

II

Ya hacía tres días que Schwejk era asistente del pater Otto Katz y durante este tiempo sólo lo había visto una vez. Al tercer día se presentó en su casa el asistente del teniente Helmich y le pidió que fuera a buscar al cura. Durante el camino le explicó que el pater se había peleado con el teniente y que había roto el pianillo, que estaba borracho como una cuba y no quería irse a su casa. El teniente Helmich, que también estaba borracho, había echado al cura al pasillo y ahora éste estaba sentado en el suelo, dormitando delante de la puerta.

Cuando Schwejk llegó a su punto de destino sacudió al cura y como éste murmuró algo y abrió los ojos, Schwejk lo saludó militarmente y dijo:

—Aquí estoy para servirle, pater.

—Y ¿qué hace… aquí?

—He venido a buscarlo, pater.

—¿Qué ha venido a buscarme? ¿Y… adónde vamos?

—A su casa, pater.

—Y ¿por qué tengo que ir a mi casa? ¿Es que no estoy ya en mi casa?

—Está en el pasillo de una casa ajena, pater.

—Y… ¿cómo… he… llegado aquí?

—Vino de visita.

—De… de… visita… no he venido. Se… e… equivoca usted.

Schwejk lo levantó y lo acercó a la pared. El pater se tambaleaba de un lado a otro, rodó sobre Schwejk y dijo:

—Me caigo.

Luego, riendo tontamente, repitió:

—Me caigo.

Por fin, Schwejk consiguió apoyarlo contra la pared. En esta nueva posición empezó a dormitar de nuevo. Schwejk lo despertó.

—¿Qué desea? —dijo el cura intentando en vano deslizarse por la pared y sentarse en el suelo—. ¿Quién es usted en realidad?

—Soy su asistente, para servirle, pater —contestó Schwejk apretando de nuevo al cura contra la pared.

—No tengo ningún asistente —dijo el pater haciendo un esfuerzo e intentando caer de nuevo sobre Schwejk—. No soy ningún pater. Soy un cerdo —añadió con la sinceridad típica del bebedor—. Déjeme en paz, señor; no lo conozco.

La pequeña lucha terminó con la victoria de Schwejk. Este la aprovechó para arrastrar al cura por la escalera hasta el portal. Allí el pater ofreció gran resistencia para no ser llevado a la calle.

—No lo conozco, señor mío —dijo a Schwejk repetidas veces durante la lucha—. ¿Conoce a un tal Otto Katz? Soy yo. Estaba con el obispo —gritó agarrándose a la puerta de la calle—. El Vaticano se interesa por mí, ¿lo entiende?

Schwejk se ahorró los formalismos y habló con el cura en tono puramente confidencial.

—¡Suelta te digo! —gritó— ¡o te doy una zurra! Vamos a casa y basta. Ni una palabra más.

El cura dejó la puerta y abrazó a Schwejk.

—Vamos a donde sea, pero a «Schuha» no. Allí tengo una deuda. Schwejk lo empujó, lo sacó del portal y lo arrastró por la acera en dirección a su casa.

—¿Pero qué hombre es ése? —preguntó uno de los espectadores de la calle.

—Es mi hermano —contestó Schwejk—. Le han dado permiso y ha venido a verme y se ha emborrachado de alegría porque se pensaba que estaba muerto.

El cura, que iba silbando no sé que tema de opereta que nadie hubiera reconocido, oyó las últimas palabras, se enderezó y se dirigió a los transeuntes:

—Aquel de vosotros que esté muerto deberá presentarse al Estado Mayor del Ejército en el plazo de tres días para que su cadáver pueda ser bendecido.

Entonces enmudeció: temía caerse de narices. Schwejk lo iba arrastrando hacia su casa. Con la cabeza inclinada hacia delante, arrastrando los pies como un gato con el espinazo roto, el cura silbaba:

—Dominus vobiscum. Et cum spiritu tuo. Dominus vobiscum.

En una parada de coches Schwejk dejó al cura apoyado en la pared y se dirigió a un cochero para ponerse de acuerdo con él respecto al viaje a casa.

Uno de los cocheros dijo que conocía muy bien a aquel señor, que ya lo había llevado una vez y que no volvería a hacerlo nunca más.

—Me lo vomitó todo —dijo sin rodeos— y no me pagó. Lo llevé más de dos horas hasta que encontró su domicilio. Sólo al cabo de una semana, cuando ya había ido a su casa tal vez tres veces, me dio cinco coronas por todo.

Tras una larga discusión uno de los cocheros se decidió a llevarle a casa. Schwejk volvió al durmiente cura. Alguien le había quitado su negro y duro sombrero (solía ir de paisano) y se lo había llevado.

Schwejk lo trasladó al coche con ayuda del cochero.

Una vez dentro el cura quedó sumido en absoluto embotamiento, confundió a Schwejk con el coronel Just del 75 regimiento de infantería y repitió varias veces sin interrupción:

—Camarada, no te enfades de que te tutee. Soy un cerdo.

Durante un rato pareció que gracias al traqueteo del coche había vuelto a la razón; se irguió incluso y empezó a cantar. Es posible que la canción fuera fruto de su fantasía:

Pienso en los hermosos días

en que en su regazo estuve.

Como en las viejas leyendas

en Merklin junto a Taus fue.

Sin embargo pronto volvió a quedar sumido en absoluto embotamiento y dirigiéndose a Schwejk, al mismo tiempo que cerraba un ojo le preguntó:

—¿Cómo está hoy, distinguida dama? ¿Va a alguna casa de veraneo? —prosiguió tras una breve pausa, y viéndolo todo doble señaló a Schwejk con el dedo y preguntó:

—¿Tiene algún hijo mayor?

—¡Quédate sentado! —gritó Schwejk viendo que quería ponerse de pie en el asiento—. ¡Voy a enseñarte disciplina!

El cura no dijo nada y con sus ojitos de cerdo miró hacia fuera sin comprender que era lo que estaba ocurriendo.

Se hizo un lío con todas sus ideas y vuelto hacia Schwejk dijo angustiado:

—Déme primera clase, mujer.

Entonces intentó bajarse los pantalones.

—¡Abróchate ahora mismo, cochino! —gritó Schwejk—. Los cocheros ya te conocen. Ya vomitaste una vez y ahora encima eso. No creas que esta vez quedarás a deber nada.

El cura apoyó melancólicamente la cabeza en las manos y empezó a cantar:

Ya no me quiere nadie…

Interrumpiendo su canto observó:

—Discúlpeme, camarada, es usted un imbécil, puedo cantar lo que quiera.

Al parecer quería silbar alguna melodía pero de sus labios sólo brotó un «prr» tan fuerte que el coche se detuvo. Cuando a petición de Schwejk prosiguieron el viaje el cura intentó encenderse un cigarrillo.

—No arde —dijo desesperado cuando ya había gastado una caja de cerillas—. Usted me lo apaga.

Sin embargo en seguida perdió el hilo y riendo observó:

—Es una broma. Estamos solos en el tranvía, ¿no es cierto, colega? —y empezó a revolver en sus bolsillos.

—¡He perdido el billete! —gritó—. ¡Pare! ¡Tengo que encontrar el billete!

Resignado hizo una seña con la mano.

—Siga…

Luego parloteó:

—En la mayor parte de los casos… Sí, en regla… en todos los casos… Está en un error. ¿Segundo piso? Es una excusa. No se trata de mí, sino de usted, señora. Pagar. Tengo un negro…

Medio dormido empezó a pelearse con un supuesto enemigo que le negaba el derecho a sentarse junto a la ventana. Entonces pensó que el coche era un tren, se inclinó hacia fuera y gritó en checo y en alemán:

—¡Nimburg! ¡Cambio de tren!

Schwejk lo apartó de la ventanilla. El cura olvidó el tren y empezó a imitar la voz de distintos animales. Con quien más rato estuvo fue con el gallo. Su victorioso kikiriki se oyó incluso en la calle.

Durante un rato estuvo muy animado e inquieto e intentó caerse del coche al mismo tiempo que insultaba a las personas junto a las que pasaban llamándoles granujas. Luego echó su pañuelo a la calle y gritó que pararan, que había perdido el equipaje. Entonces contó:

—En Budweis había un tambor. Se casó. Murió al cabo de un año —y soltó una carcajada.

—¿No es una buena anécdota?

Durante todo el viaje Schwejk lo trató con energía y severidad. Cada vez que intentaba realizar una pequeña broma, como caerse del coche o romper el asiento, Schwejk le daba en las costillas, cosa que el cura aceptó con poco corriente apatía.

Sólo una vez intentó asomarse y saltar a la calle aclarando que no seguía el viaje, que en vez de ir a Budweis iría a Bodenbach. En un minuto Schwejk desató completamente su indignación y forzó a Katz a volver a su antigua posición en el asiento cuidando de no dejar que se durmiera. Lo más fino que dijo fue:

—¡No te duermas, animal!

De repente al cura le dio un ataque de melancolía, empezó a llorar y preguntó a Schwejk si había tenido madre.

—¡Estoy solo en el mundo, señores! —gritó hacia la calle—. ¡Haceos cargo de mí!

—¡No me hagas un escándalo! —aconsejó Schwejk—. Cállate, si no todos dirán que te has emborrachado.

—No he bebido nada, compañero —contestó el cura—. Estoy completamente sobrio.

Pero de repente se levantó y saludó:

—¡A sus órdenes, mi coronel; estoy borracho! Soy un cerdo —repitió varias veces con tremenda desesperación.

Y dirigiéndose a Schwejk le pidió y le suplicó tenazmente:

—¡Arrójeme del coche! ¿Por qué quiere llevarme con usted? Se sentó y gruñó:

—Alrededor de la luna se forman unas ruedas. ¿Cree en la inmortalidad del alma, mi capitán? ¿Puede ir al cielo un caballo?

Empezó a reír ruidosamente pero en seguida se puso triste y apático y mirando a Schwejk observó:

—Permítame, caballero. Lo he visto en alguna parte. ¿No ha estado usted en Viena? Lo recuerdo del seminario. Durante un rato se entretuvo declamando versos latinos:

—Aurea prima satas aetas, quae vindice nullo. No puedo seguir —dijo—. ¡Échenme afuera! ¿Por qué no quiere echarme afuera? No me pasará nada. Quiero caerme de narices —explicó decidido—. Querido señor —prosiguió suplicante—, querido amigo, déme una bofetada.

—¿Una o varias? —preguntó Schwejk.

—Dos.

—Aquí las tiene…

El cura contó en voz alta las bofetadas que recibió con aspecto de felicidad.

—Es bueno para el estómago —dijo—; favorece la digestión. Déme otra en la boca. ¡Muchísimas gracias! —exclamó pues Schwejk cumplió en el acto su deseo—. Me siento completamente feliz. Arránqueme el chaleco, se lo ruego.

Expresó los deseos más extraordinarios. Quiso que Schwejk le arrancara una pierna, lo estrangulara un poco, le cortara las uñas o le arrancara los dientes. Expresó deseos de mártir y pidió a Schwejk que le cortara la cabeza y la echara al Moldau en un saco.

—Las estrellitas alrededor de la cabeza me sentarían bien —dijo entusiasmado—. Necesitaría diez.

Luego empezó a hablar de las carreras y pasó rápidamente al ballet, con el cual tampoco se entretuvo mucho.

—¿Baila czardas? —preguntó a Schwejk—. ¿Conoce el baile del oso?

Bueno…

Al intentar saltar cayó sobre Schwejk. Este empezó a boxear y lo tiró al asiento.

—¡Quiero algo pero no sé qué! —gritó el cura—. ¿No sabe qué es lo que quiero? —y dejó caer la cabeza con absoluta resignación—. ¿Qué me importa a mí lo que quiero? —dijo muy serio—. Y a usted, señor tampoco le importa. No lo conozco. ¿Cómo se atreve a mirarme fijamente? ¿Sabe pelear?

Durante un minuto tuvo ganas de luchar e intentó echar a Schwejk del asiento. Luego, cuando este lo tranquilizó, y sin reparo alguno le hizo sentir su superioridad física, el cura preguntó:

—¿Hoy es lunes o viernes?

También sentía curiosidad por saber si era diciembre o junio y demostró poseer gran capacidad para hacer las más variadas preguntas:

—¿Está casado? ¿Le gusta el Gorgonzola [20]? ¿Ha tenido chinches en su casa? ¿Sufrió la epidemia de los perros el suyo? Fue volviéndose comunicativo.

Contó que debía las botas de montar, el látigo y la silla, que hacía años había tenido blenorragia y que lo habían curado con permanganato.

—No había tiempo para hacer o pensar otra cosa —dijo eructando—. Puede que le parezca amargo, pero dígame, ea, ea, ¿qué debo hacer?, ¿eh? Tiene que perdonármelo. Se llaman autotermos —prosiguió olvidando aquello de lo que acababa de hablar— las vasijas que mantienen las bebidas y las comidas a su temperatura original. ¿Qué opina, colega? ¿Qué juego es más justo, el tresillo o la 21 ? De veras, ¡ya te he visto en alguna parte! —gritó intentando abrazar a Schwejk y besarle con los labios llenos de saliva—. Fuimos juntos a la escuela. Oye, buen hombre —dijo acariciando su propio pie— ¡cómo has crecido desde la última vez que te ví! La alegría de verte compensa todas las penas.

Se puso poético y empezó a hablar del regreso de los rostros felices y de los corazones ardientes al resplandor del sol, Luego se arrodilló y empezó a rezar:

—Dios te salve, María —y se rió con todas sus fuerzas. Cuando pararon delante de su casa fue muy difícil hacerle salir del coche.

—¡Todavía no hemos llegado! —gritó—. ¡Socorro! ¡Me están raptando! ¡Quiero seguir!

Lo tiraron del coche en el verdadero sentido de la palabra, como a un caracol de su concha.

Por un momento pareció que lo despedazaban pues se le enredaron los pies detrás del asiento. Riendo con estrépito por haberlos engañado dijo:

—¡Me estáis descuartizando, señores!

Luego lo arrastraron por el vestíbulo y escaleras arriba hasta su casa, y allí lo echaron en el canapé como si fuera un saco. Él se negó a pagar el automóvil alegando que no lo había pedido. Pasaron más de un cuarto de hora para explicarle que se trataba de un coche de alquiler. Pero tampoco entonces consintió en pagar pues él sólo viajaba en fiacre, dijo.

—Queréis engañarme —reprochó a Schwejk y al cochero guiñándoles el ojo—. Hemos venido a pie.

De repente, en un rasgo de generosidad, echó su bolsa al cochero.

—Cógelo todo, puedo pagar. No me viene de un cruzado.

Hubiera debido decir que no le venía de 36 cruzados, pues esto es lo que había en la bolsa. Por suerte el cochero la sometió a concienzudo examen mientras el pater hablaba de bofetadas.

—Bueno, pégame una —dijo—. ¿Te crees que no la aguantaría? Te aguanto cinco bofetadas.

El cochero encontró una moneda de cinco coronas en el chaleco del cura y se marchó maldiciendo su destino y diciendo que el cura lo había entretenido y le había estropeado el negocio.

El pater se durmió lentamente porque no paraba de forjar planes. Quería emprender todas las cosas posibles: tocar el piano, ir a clase de baile y freír pescados.

Luego le prometió su hermana a Schwejk (no tenía ninguna). También pidió que lo llevaran a la cama y por fin se durmió exigiendo poder considerarlo como persona de igual valor que el cerdo.

III

A la mañana siguiente cuando Schwejk entró en la habitación del capellán castrense lo encontró echado en el diván preguntándose con grandes fatigas quién le había rociado de manera tan especial que los pantalones se le pegaban a la piel del canapé.

—Para servirle, pater —dijo Schwejk— durante la noche…

Unas pocas palabras le hicieron ver claro hasta qué punto se equivocaba al creer que lo habían regado. El cura, que sentía una pesadez poco corriente en la cabeza, estaba preocupado.

—No puedo recordar cómo he venido de la cama al canapé —dijo.

—No ha estado en la cama ni un momento; en cuanto llegamos lo puse sobre el canapé y no ha pasado nada más.

—¿Y qué hice? ¿Hice algo? ¿Estaba borracho, tal vez?

—¡Válgame Dios! —exclamó Schwejk—. Como una cuba, pater; le dio un pequeño delirio. Me parece que vestirse y lavarse le hará bien.

—Me encuentro como si me hubieran dado una paliza —dijo el cura—, y además tengo sed. ¿Me peleé anoche?

—No fue tan tremendo, pater. Su sed de hoy es consecuencia de la de ayer. No es tan fácil librarse de eso. Conocí a un carpintero que se emborrachó por primera vez la noche de fin de año de 1910 y el día primero de enero tenía tanta sed y se encontraba tan mal que compró un arenque y empezó a beber de nuevo. Viene haciendo esto desde hace más de cuatro años y nadie puede ayudarle porque el sábado se compra ya los arenques para toda la semana. Como decía un sargento del regimiento 91, es un círculo vicioso.

El cura ahora estaba completamente deprimido. Si alguien lo hubiera oído en estos momentos hubiera creído que estaba escuchando las conferencias del moralista doctor Alexander Batek: «declaremos la guerra a muerte al diablo llamado alcohol que mata a nuestros mejores hombres» o que estaba leyendo sus Cien centellas éticas.

En efecto, el pater se explicaba de esta manera:

—Si sólo se toman bebidas nobles como el arac, el marasquino o el coñac… Pero ayer tomé ginebra. Me extraña haber podido hacerlo porque es repugnante. Si al menos hubiera sido Griotte. La gente inventa cochinadas y las bebe como si fueran agua. Esa ginebra no sabe bien, no tiene color y además quema. Y si al menos fuera pura, producto de destilación del enebro como la que tomé una vez en Moravia. Pero esta ginebra era alcohol y aceite. Fíjese como grazno. El licor es veneno —dijo convencido—. Para que no lo sea ha de ser original, auténtico y no hecho en una fábrica en frío por judíos. Con eso pasa como con el ron: un buen ron es una cosa muy rara. Si tuviera un buen licor de nueces me arreglaría el estómago —suspiró—, un licor de nueces como el que tiene el capitán Schnabl.

Empezó a buscar en los bolsillos y miró en la bolsa.

—En total tengo treinta y seis cruzados. ¿Y si vendiera el canapé? Le digo al dueño que lo he prestado o que nos lo han robado. No, el canapé me lo quedo. Irá a ver al capitán Schnabl y le pedirá que me preste cien coronas. Ayer ganó a las cartas. Si allí no consigue nada vaya a ver a Wrschowitz, al cuartel, al teniente Mahler. Si no sale bien allí vaya a Hradschin, al capitán Fischer. Dígale que tengo que pagar el forraje del caballo y que me he bebido todo lo que tenía. Y si ni allí lo consigue empeñaremos el piano y Dios sabe lo que pasará. Le escribiré unas líneas para cada caso. No deje que lo despachen en seguida. Diga que lo necesito, que estoy en las últimas. Invéntese lo que quiera pero no me vuelva con las manos vacías o lo envío al frente. Pregúntele al capitán Schnabl de dónde saca ese licor de nueces y compre dos botellas.

Schwejk cumplió radiante su deber. Su ingenuidad y su honrado aspecto daban absoluta confianza: la gente creía que todo lo que decía era verdad.

Schwejk no consideró oportuno decir al capitán Schnabl, al capitán Fischer y al teniente Mahler que el cura tenía que pagar el forraje del caballo y justificó su petición explicando que tenía que pagar alimentos. Le dieron dinero en todas partes.

Al regresar de su gloriosa expedición con trescientas coronas el cura, que mientras tanto se había lavado y cambiado de ropa, se quedó muy sorprendido.

—He preferido ir a verlos a todos —dijo Schwejk— para que mañana o pasado no tengamos que preocuparnos de nuevo por el dinero. Ha ido todo muy bien; sólo he tenido que hincar la rodilla ante el capitán Schnabl. Parece una bestia. Pero cuando le he dicho que teníamos que pagar alimentos…

—¿Alimentos? —repitió horrorizado el cura.

—Claro, pater, indemnización para las chicas. Usted ha dicho que me inventara algo y no se me ha ocurrido ninguna otra cosa. En mi barrio un zapatero pagaba la alimentación de cinco chicas y estaba desesperado y también pidió que le prestaran dinero y todos creyeron que se encontraba en una situación espantosa. Me han preguntado qué clase de chica es y les he dicho que es muy mona y que aún no tiene 15 años. Entonces me han pedido su dirección.

—¡Vaya una ha organizado! —suspiró el cura y empezó a pasear de un lado a otro de la habitación.

—¡Bonito escándalo volvemos a tener! —dijo cogiéndose la cabeza—. ¡Me duele tanto la cabeza!

—Le he dado a sus amigos la dirección de una vieja sorda de mi calle —explicó Schwejk—. He querido hacerlo a conciencia, pues órdenes son órdenes. No he dejado que me despacharan en seguida… pero he tenido que inventarme algo. En el vestíbulo están esperando por el piano. He traído a esa gente conmigo para que nos lo lleven a la casa de empeños, pater. No irá nada mal que se lo lleven; habrá más sitio y reuniremos más dinero. Así tendremos unos pocos días de tranquilidad. Y si el dueño pregunta qué hemos hecho con el piano le diré que se le han roto las cuerdas y que lo hemos enviado a la fábrica para que lo arreglen. A la casera ya se lo he dicho para que no se extrañe cuando se lo lleven y lo carguen. Además ya tengo un comprador para el canapé; es un amigo mío, un trapero. Vendrá esta tarde. Hoy en día los canapés de piel se pagan bien.

—Aparte de eso, ¿no ha hecho nada más, Schwejk? —preguntó desesperado el cura aguantándose la cabeza con las manos.

—En vez de dos botellas de licor de nueces del que compra el capitán Schnabl he traído cinco para tener provisiones, pater. ¿Puedo ordenar que se lleven el piano antes de que nos cierren la casa de empeños?

El cura hizo con la mano un movimiento de desesperación y poco después el piano fue cargado en el coche.

Cuando Schwejk volvió de la casa de empeños el cura estaba sentado con una botella de licor de nueces delante echando pestes por no tener una chuleta asada para comer. Volvía a estar borracho y dijo a Schwejk que al día siguiente empezaría una nueva vida, que beber alcohol era vulgar materialismo, que había que llevar una vida espiritual.

Estuvo filosofando más o menos media hora. Al abrir la tercera botella llegó el trapero y el cura le vendió el canapé por una bagatela, lo invitó a charlar con él y se disgustó mucho cuando el comerciante se disculpó diciendo que tenía que irse porque aún quería comprar una mesita de noche.

—Lástima que no tengo ninguna —se reprochó a sí mismo el cura—. El hombre no piensa nunca en todo.

Cuando el comerciante se fue el cura entabló una amistosa conversación con Schwejk y vació con él otra botella. Parte de la charla fue dedicada a las relaciones personales del cura con las mujeres y con las cartas.

Estuvieron hablando mucho rato y el atardecer los sorprendió en su amistosa conversación. Por la noche, no obstante, las cosas cambiaron. El cura cayó en el mismo estado del día anterior, confundió a Schwejk con otra persona y dijo:

—De ningún modo, no se marche. ¿Se acuerda del cadete pelirrojo del tren de impedimenta?

Schwejk interrumpió el idilio diciendo:

—Ya tengo bastante. Ahora te vas a la cama a dormir, ¿entendido?

—Ya voy, ya voy, tesoro, ya voy… ¿cómo no iba a ir? —balbuceó el cura—. ¿Te acuerdas de que fuimos juntos a quinto curso y de que yo te hacía los deberes de griego? Vosotros tenéis una villa en Zbraslaw y podéis ir por el Moldau en el vapor. ¿Sabes que es el Moldau?

Schwejk lo forzó a quitarse las botas y la ropa. El cura obedeció al tiempo que protestaba contra personas desconocidas.

—Señores —dijo al armario y al ficus—. ¿Ven cómo me tratan mis parientes? No conozco a mis parientes —decidió de repente metiéndose en cama— y aunque el cielo y la tierra se confabularan contra mí no los conozco…

Y sus ronquidos retumbaron en la habitación.

IV

Aquellos días tuvo lugar la visita de Schwejk a su antigua sirvienta, la señora Müller. Schwejk encontró allí a una prima de la señora Müller que le comunicó llorando que ésta había sido detenida el mismo día que había llevado a Schwejk en el cochecito, que a la pobre mujer le habían formado consejo de guerra y que como no pudieron probarle nada la tenían prisionera en el campo de concentración de Steinhof. Entonces acababa de llegar una carta suya.

Schwejk cogió esta reliquia doméstica y leyó:

«Querida Aninka:

Aquí estamos muy bien todos y estamos muy bien de salud. La vecina que tengo en la cama de al lado tiene tifus ### y por aquí también hay ### negra. Por lo demás todo está en orden.

Tenemos comida suficiente y mondamos patatas ### para sopa. He oído que el señor Schwejk ya ha ### de modo que entérate como puedas de dónde está para que después de la guerra podamos plantar flores en su tumba. He olvidado decirte que en el cuarto oscuro, en el suelo, hay una caja con un perrito, un ratonero, un cachorro. Pero ya hace muchas semanas que no se le ha dado de comer, desde que vinieron a buscarme por ###. De manera que me parece que ya es demasiado tarde y que el perrito también descansa en ### de Dios».

La carta estaba cubierta por la estampilla rosa «censurado. Real e imperial campo de concentración de Steinhof».

—Y efectivamente, el perrito ya estaba muerto —sollozó la prima de la señora Müller— y usted tampoco reconocería ya su casa. He dado habitación allí a unas modistas y la han transformado en una casa de modas. Hay figurines en todas las paredes y flores en todas las ventanas.

La prima de la señora Müller estaba desconsolada.

Por fin, entre constantes sollozos y lamentaciones, manifestó su temor de que Schwejk hubiera desertado y de que quisiera arruinarla y perderla en la desgracia también a ella. Al final hablaba como si él fuera un aventurero degenerado.

—Es muy gracioso —dijo Schwejk—. Me encanta. Bueno, para que lo sepa, señora Kejr, tiene mucha razón, estoy libre, pero antes he tenido que matar a quince guardias y sargentos. No se lo diga a nadie…

Y Schwejk abandonó su hogar, que no lo recibía, con las palabras:

—Señora Kejr, en la lavandería tengo un par de cuellos y pecheras, así que vaya a buscármelos para que cuando vuelva del ejército tenga algo con que vestirme de paisano. Cuide también de que no se me apolille la ropa del armario. Y un saludo a las señoritas que duermen en mi cama…

Luego Schwejk se fue al «Kelch». Al verle, la señora Palivec dijo que no le serviría nada porque había desertado.

—Mi marido —dijo evocando de nuevo la vieja historia— era tan prudente y allí está. El pobre no hace nada de nada. Y esos tipos corren por el mundo y se escapan del ejército. La semana pasada vinieron otra vez a buscarle… Nosotros somos, más prudentes que usted —concluyó su discurso— y somos desgraciados. No todos tienen su suerte.

De esta conversación fue testigo un hombre de mediana edad, un cerrajero de Smíchov, el cual se acercó a Schwejk y le dijo:

—Por favor, espéreme fuera. Tengo que hablar con usted.

En la calle se puso de acuerdo con Schwejk. Debido a las palabras de la tabernera Palivec le consideraba un desertor. Le comunicó que tenía un hijo que también había desertado y que estaba en Jasena, junto a Joseftadt, en casa de su abuela. Sin hacer caso de la afirmación de Schwejk de que no era desertor le puso en la mano una moneda de diez coronas.

—Es la primera ayuda —dijo—. Yo le comprendo; no tiene que temer nada de mí.

Schwejk volvió a altas horas de la noche a casa del cura. Este le dijo:

—Mañana celebraremos una misa de campaña. Prepare café con ron, o mejor aún, haga grog.