9. Schwejk en la prisión militar
El último recurso de los que no querían ir al frente era la prisión militar.
Yo conocí a un profesor que como no quería ir a disparar en artillería siendo como era matemático, le robó el reloj a un teniente para ir a la prisión militar. Lo hizo con toda premeditación. La guerra no le impresionaba ni le fascinaba. Disparar contra el enemigo y matar a otros profesores, a otros matemáticos del lado contrario tan infelices como él, con proyectiles y granadas lo consideraba una estupidez.
«No quiero que me odien por cometer actos brutales», se dijo y robó el reloj con toda tranquilidad. Primero se examinó su estado mental y cuando él declaró que había querido enriquecerse lo llevaron a la prisión militar. En la prisión militar se encontraban muchos hombres por robo o estafa, como él.
Idealistas y no idealistas, hombres que consideraban que la guerra era una fuente de ingresos, diversos suboficiales de oficina del interior del país y del frente que llevaron a cabo todas las estafas posibles con el rancho y con las pagas, y luego los pequeños ladrones, mil veces más honrados que los tipos que los habían enviado allá. Además en la prisión militar había soldados por otros delitos puramente militares como insubordinación, intento de insurrección, deserción, etc.
Los políticos formaban un grupo aparte. De ellos el ochenta por ciento eran completamente inocentes. De este ochenta por ciento a su vez se condenaba a un noventa por ciento. El aparato de auditores era grandioso. Antes del general derrumbamiento político, económico y moral todos los Estados poseen un aparato judicial muy fuerte.
El esplendor del antiguo poder y de la temprana gloria mantiene a los tribunales, la policía, la gendarmería y la chusma de denunciantes.
Austria tenía sus espías en todos los cuerpos del ejército. Ellos denunciaban a sus compañeros, aquellos que dormían en los mismos caballetes y con los que durante las marchas compartían el pan.
La policía estatal —los señores Klíma, SlaviCek y Co— también proporcionaban material a la prisión militar. La censura militar le facilitaba los autores de la correspondencia mantenida entre el frente y aquellos que se habían quedado en casa desesperados. Los gendarmes llevaban incluso a esta cárcel a viejos jubilados que enviaban cartas al frente y por sus palabras de consuelo y su descripción de las dificultades que se pasaban en casa el tribunal militar les cargaba doce años.
De la prisión militar de Hradschin partía un camino que llevaba al campo de ejercicios de Motol, pasando por Brewnow. Delante iba andando en compañía de unos soldados un hombre con cadenas en las manos y le seguía un coche con un ataúd. Entonces en el campo de ejercicios de Motol sonaba la breve orden:
—¡Apunten! ¡Fuego!
Y en todos los regimientos y batallones se leía la orden de mando de que otra vez se había disparado contra un soldado porque se había insurreccionado, porque cuando su capitán atravesó con el sable a la mujer del pobre desgraciado que no podía separarse de él, se había vuelto contra él.
Y en la prisión llevaban a cabo el resto la trinidad formada por el carcelero de la plana mayor Slawik, el capitán Linhart y el sargento mayor Repa, llamados también «los verdugos». ¡A cuántos mataron a palos en la celda! Es posible que el capitán Linhart hoy sea también capitán de la República. Desearía que le incluyeran los años de servicio en la prisión militar; a Slávílek y a Klíma se los tiene en cuenta la policía estatal. Repa abandonó el ejército y sigue con su oficio de maestro de obras. Tal vez sea miembro de una asociación patriótica.
El carcelero de la plana mayor Slawik fue detenido durante la República por ladrón y todavía hoy está encerrado. El pobre, en la República no pisó tan firme como otros señores…
Era del todo natural que al recibir a Schwejk, Slawik, el carcelero, le dirigiera una mirada llena de mudos reproches.
—Entonces, ¿también tú tienes ya una mancha en tu reputación que has venido aquí? Ya te endulzaremos esta estancia amiguito, como a todos los que han caído en nuestras manos. Nuestras manos no son manos de dama.
Y entonces, para dar fuerza a su mirada, puso su musculoso y gordo puño bajo la nariz de Schwejk y dijo:
—¡Huele, sinvergüenza! Schwejk olió y observó:
—No me gustaría que me diera con él en la nariz, huele a cementerio.
Al carcelero le gustó mucho esta prudente manera de expresarse.
—¿No? —dijo dando a Schwejk un puñetazo en la barriga—. ¡Firme! ¿Qué tienes en los bolsillos? Si tienes un cigarrillo puedes dejarlo; el dinero sácalo para que no te lo roben. ¿No tienes más? ¿De verdad no? ¡No mientas! La mentira se castiga.
—¿Dónde lo metemos? —preguntó el sargento mayor Repa.
—En la número 16 —decidió el carcelero—, con los de los calzoncillos. ¿Acaso no ve que el escrito del capitán Linhart dice: «Vigilar estrechamente y observar»?. Sí, sí —anunció solemnemente a Schwejk—, a los pillos se les trata como a pillos. Cuando alguien se insurrecciona lo llevamos a la celda, le rompemos las costillas y lo dejamos allí hasta que se muere. Para esto tenemos nuestro derecho. ¿Te acuerdas de aquel carnicero, Repa?
—¡Hombre, con el trabajo que nos dio! —contestó soñador el sargento mayor Repa—. ¡Qué cuerpo! Estuve cinco minutos dándole patadas antes de que las costillas empezaran a partírsele y le saliera sangre de la boca. Y aún vivió diez días. ¡Era imposible de matar!
—Bueno, ya ves, sinvergüenza, eso es lo que pasa aquí cuando uno se insurrecciona o quiere escapar —concluyó el carcelero su aclaración pedagógica—. En realidad es un suicidio. ¡Dios te libre de que se te ocurra quejarte de algo cuando pase la inspección, cerdo! Cuando vengan y pregunten: «¿Tiene alguna queja?», entonces tú, puerco, tienes que ponerte en actitud militar, saludar y contestar: «A sus órdenes. No tengo ninguna. Estoy muy contento». ¿Qué dirás, imbécil? ¡Repítelo!
—A sus órdenes. No tengo ninguna. Estoy muy contento —repitió Schwejk con una expresión tan dulce que el carcelero la consideró como muestra de buena acogida y honradez.
—Bien, desnúdate y quédate en calzoncillos y vete a la número 16 —dijo amablemente sin añadir idiota, imbécil o cerdo como solía hacer.
En la número 16 Schwejk se reunió con veinte hombres en calzoncillos. Eran aquellos en cuyo expediente constaba la observación: «Vigilar estrechamente y observar», y a los que ahora se vigilaba con todo cuidado para que no tuvieran ninguna ocasión de escapar.
Si estos calzoncillos hubiesen estado limpios y en las ventanas no hubiera habido rejas, a primera vista uno hubiera creído que se encontraba en el vestidor de unos baños.
El sargento mayor Repa entregó a Schwejk al «comandante de la habitación», un tipo barbudo con la camisa desabrochada. Éste anotó el nombre de Schwejk en una hoja de papel que colgaba en la pared y le dijo:
—Mañana habrá una gran juerga: nos llevarán a la capilla para el sermón. Nosotros, los de los calzoncillos, estamos precisamente debajo del púlpito. ¡Vaya juerga!
Como en todas las cárceles y penitenciarías también en la prisión militar la capilla gozaba de gran popularidad. No se trataba de acercar a Dios a los presos por medio de la visita obligada a la capilla de la cárcel ni de dar a los detenidos conocimientos especiales sobre moralidad. No puede hablarse de semejantes tonterías.
La misa y los sermones eran una bonita interrupción del aburrimiento de la prisión militar. Lo que importaba no era acercarse a Dios sino la esperanza de encontrar un cigarro o una colilla de puro en el pasillo o en el patio. A Dios lo desbancaba por completo una pequeña colilla extraviada sin esperanzas en un escupidero o en el suelo, en medio del polvo. Este pequeño objeto pestilente vencía a Dios y a la salvación del alma.
Y luego seguía el sermón, esa grandiosa broma. No obstante el capellán castrense, Otto Katz, era un hombre encantador. Sus sermones eran de una amenidad poco común, cómicos, agradables en el aburrimiento del arresto militar. ¡Sabía desbarrar tan bien sobre la infinita gracia de Dios, edificar espiritualmente a los salvajes detenidos y a los hombres sin honra! Sabía blasfemar a la perfección desde el púlpito y desde el altar. Desde el altar vociferaba maravillosamente el Ite, missa est, decía la misa de una manera original confundiendo su orden, y cuando ya estaba muy borracho inventaba nuevas oraciones y una nueva Santa Misa, su propio rito, una cosa nunca vista.
Y luego su «¡hola!» cuando resbalaba y se caía con el cáliz, el santísimo sacramento o el misal y culpaba al monaguillo, del departamento de detenidos, de haberle hecho la zancadilla e inmediatamente lo sancionaba con celda de castigo y esposas.
Y el afectado se alegra porque todo ello forma parte de la juerga en la capilla de la cárcel. El desempeña un gran papel en la obra y lo hace con dignidad.
El capellán castrense Otto Katz, el sacerdote militar más completo, era judío. Esto, por otra parte, no era nada extraordinario; el arzobispo Kohn [13] también lo era y además era amigo de Machar[13a].
El cura Otto Katz tenía un pasado mucho más abigarrado que el famoso arzobispo Kohn.
Había estudiado en la academia de comercio y servido como voluntario de un año. Y era tan experto en derecho de cambio y cambio que la firma Katz y Co., sufrió gloriosa bancarrota en el espacio de un año, por lo que el viejo señor Katz, después de llegar a un acuerdo con sus acreedores y sin que lo supieran ni ellos ni su socio, que emigró a Argentina, se esfumó a Norteamérica.
Así pues, cuando el joven Otto Katz hubo obsequiado desinteresadamente a Norte y Sudamérica con la firma Katz y Co., se encontró en la situación de un hombre que no puede esperar ninguna parte de la herencia, no sabe adónde ir y tiene que alistarse en el ejército.
Pero antes, el voluntario de un año Otto Katz tuvo una gran idea: se hizo bautizar. Se convirtió a Cristo para que le ayudara a hacer carrera.
Se convirtió a Él con la fe absoluta de que era un asunto comercial entre él y el Hijo de Dios.
Fue bautizado solemnemente en Emaús. El padre Alban lo sumergió en la pila bautismal. Fue un espectáculo maravilloso. Lo presenció un piadoso mayor del regimiento de Otto Katz y también una vieja solterona del noble cabildo de Hradschin y un fanfarrón representante del consistorio, [14] fue el padrino.
El examen de oficial le fue muy bien y el nuevo cristiano Otto Katz se quedó en el ejército. Al principio le pareció que todo iría a pedir de boca e incluso quería empezar a estudiar la carrera militar.
Pero un día se emborrachó y se fue al convento, dejó el sable y tomó el hábito. Él arzobispo lo admitió y así él consiguió entrar en el seminario. Antes de ser ordenado se emborrachó hasta quedar inconsciente en una casa muy decente con servicio femenino y fue directamente del delirio y la alegría de la lascivia a recibir las órdenes sagradas.
Después de la ordenación se fue a su regimiento en busca de protección y cuando lo nombraron capellán castrense se compró un caballo, cabalgó por las calles de Praga y tomó parte alegremente en todos los festines de los oficiales de su regimiento.
En el pasillo de la casa donde vivía se oían a menudo las maldiciones de los creyentes desilusionados.
También llevaba a su casa a las muchachas de la calle o hacía que fueran a buscarlas sus asistentes. Le gustaba mucho jugar al tresillo y corrían rumores de que hacía trampas, pero nadie pudo probar que hubiera escondido un as en las amplias mangas de su sotana. En los círculos oficiales le llamaban santo padre.
Los sermones no los preparaba nunca, a diferencia de su predecesor en la prisión militar. Este tenía la obsesión de que los hombres que había en la prisión podían ser mejorados desde el púlpito. Este honorable cura ponía piadosamente los ojos en blanco y explicaba a los detenidos que era necesaria una reforma de las prostitutas y de la asistencia a las madres solteras y también hablaba de la educación de los hijos ilegítimos. Su sermón tenía carácter abstracto, no se relacionaba con la situación práctica y por tanto aburría.
El pater Otto Katz, por el contrario, hacía unos sermones que gustaban a todos.
El momento en que se llevaba a la capilla a los habitantes de la «número 16», a los de los calzoncillos, era muy solemne. Hacer vestir a los detenidos hubiera traído consigo el riesgo de que alguno pudiera escapar.
A estos veinte ángeles en calzoncillos blancos los ponían debajo del púlpito. Algunos de ellos a quienes la fortuna había sonreído escondían en la boca las colillas que habían encontrado en el camino pues, naturalmente, no tenían bolsillos donde poder meterlas.
Detrás estaban los demás detenidos divirtiéndose con los veinte calzoncillos de debajo del púlpito, al que el pater subió haciendo sonar las espuelas.
—¡Atención! —gritó—. ¡A rezar! Repetid todos lo que yo diga. Y aquel de detrás, tú, sinvergüenza, no te suenes con las manos, que estás en el templo de Dios, o mando que te encierren. Supongo que no habréis olvidado el Padre Nuestro, ¿verdad, cerdos? Bien, vamos a intentarlo. No, si ya sabía que no saldría ¿Para qué el Padre Nuestro? Sí, comer dos raciones de carne con ensalada de judías, echarse boca abajo en el caballete, hurgar en la nariz y no pensar en Dios, ¿qué bien estaría, verdad? ¿No tengo razón?
Desde el púlpito miró a los veinte ángeles blancos en calzoncillos que, al igual que los demás, estaban divirtiéndose muchísimo.
Detrás estaban jugando al «maso». [15]
—Es muy bonito —susurró Schwejk a su vecino, sobre el cual pesaba la sospecha de que había cortado con un hacha todos los dedos de una mano de su compañero por tres coronas para librarle del servicio.
—Habrá cosas mejores —fue la respuesta—. Hoy vuelve a estar bien borracho y se enredará con el espinoso camino del pecado.
Aquel día el pater estaba realmente de un humor magnífico. No sabía ni por qué lo hacía, pero se inclinaba todo el rato hacia delante y poco faltó para que perdiera el equilibrio y cayera.
—Cantad algo, muchachos —gritó dirigiéndose hacia los de abajo—, o ¿queréis que os enseñe otra canción? Bueno cantad conmigo:
A quien yo más quiero
es a mi amada,
pero no soy el único.
Muchos van a verla
y suplican su amor.
Más, ¿quién es mi amada?
La Virgen María…
—¡Jamás lo aprenderéis, imbéciles! —prosiguió el cura—. Harían bien en fusilaros a todos, ¿me entendéis? Lo afirmo desde este lugar sagrado, inútiles, pues Dios no os teme y os traerá al retortero hasta que os quedéis atontados pues vosotros vaciláis en dirigiros a Cristo y preferís ir por la espinosa senda del pecado.
—Ahora va bien; está completamente borracho —susurró alegremente él vecino de Schwejk.
—La espinosa senda del pecado, tontos de capirote, es la senda de la lucha contra los vicios. Sois hijos pródigos que preferís revolcaros en la celda a volver al Padre. Dirigid vuestra vista más allá, a lo alto, a las celestiales lejanías y venceréis y la paz inundará vuestras almas, bribones. Quisiera insistir, allí atrás se está sonando alguien. No es un caballo y no está en un establo, sino en el templo de Dios. Os lo advierto, mis amados. Bien, ¿dónde me había quedado? Sí, en la paz del alma. Muy bien. Daos cuenta de que sois personas, mulos, y de que tenéis que mirar a la lejanía con vuestros ofuscados ojos y saber que aquí las cosas no duran más que un cierto tiempo, pero que Dios es eterno. Muy bien, ¿no es verdad, señores? Debiera rezar por vosotros día y noche para que el misericordioso Dios derrame Su alma en vuestros fríos corazones, estúpidos, y limpie con su sagrada gracia vuestros pecados para que seáis puros eternamente y para que os ame siempre, sinvergüenzas. Pero os equivocáis. No os llevaré al paraíso.
El pater eructó y luego repitió obstinado:
—No y no, no haré nada por vosotros, ni pensarlo, porque sois unos incorregibles sinvergüenzas. En vuestros caminos no os seguirá la bondad de Dios, el hálito de Dios no soplará alrededor vuestro porque al buen Dios ni se le ocurre ir con semejantes tunantes. ¿Lo oís los de ahí abajo, los de los calzoncillos?
Los veinte calzoncillos levantaron la vista y dijeron a una sola voz:
—Lo oímos.
—No basta con oír la oscura nube de la vida en la que la sonrisa de Dios no os liberará de vuestras penas, idiotas —prosiguió el cura—, pues la bondad de Dios también tiene sus límites. Y tú, allí atrás, mulo, no tosas, o te haré encerrar hasta el día del juicio. Y vosotros los de allá abajo, no creáis que estáis en una destilería. Dios es en extremo misericordioso pero sólo para con personas decentes y no para el desecho de la sociedad humana que no se rige por sus leyes ni tampoco por el reglamento militar. Esto es lo que quería deciros. No sabéis rezar y os pensáis que ir a la capilla es una broma, os pensáis que esto es un teatro o un cine. ¡Ya os lo quitaré yo de la cabeza para que no creáis que estoy aquí para entreteneros y daros alegría de vivir! Os mandaré encerrar a todos en la celda de castigo; lo haré, sinvergüenzas. Pierdo el tiempo con vosotros y veo que todo es inútil. Ni siquiera si estuvieran aquí el mariscal de campo y el arzobispo os corregiríais y os dirigiríais a Dios. Y sin embargo algún día os acordaréis de mí, de que yo tenía las mejores intenciones para con vosotros.
Entre los veinte calzoncillos se oyó un sollozo: Schwejk había empezado a llorar. El cura miró hacia abajo y lo señaló.
—Todos debierais tomar ejemplo de este hombre. ¿Qué hace? Llora. No llores, te digo, no llores. ¿Quieres corregirte? No será tan fácil, hijo mío. Ahora lloras y antes de regresar a la celda volverás a ser tan sinvergüenza como antes. Aún tienes que reflexionar mucho sobre la infinita gracia y la misericordia de Dios, esforzarte mucho para que tu alma pecadora encuentre en el mundo el buen camino por el que debes andar. Hoy vemos que aquí ha prorrumpido en llanto un hombre que quiere arrepentirse. Y ¿qué hacen los demás? Absolutamente nada. Aquél está mascando algo, como si sus padres fueran rumiantes, los otros buscan los piojos de sus camisas en el templo de Dios. ¿No podríais rascaros en casa y tenéis que empezar a hacerlo precisamente aquí, durante la misa? Carcelero, usted tampoco se preocupa por nada. ¡Y todos sois soldados y no estúpidos civiles! Tendríais que comportaros como corresponde a un soldado aunque estéis en la iglesia. ¡Por los clavos de Cristo! Dedicaos a la búsqueda de Dios y a los piojos dejadlos para casa. Con ello termino, desgraciados, y os pido que durante la misa os comportéis como es debido para que no pase como el otro día que los de atrás cambiaron la ropa fiscal por pan y se lo comieron durante la elevación.
El cura bajó del púlpito y se dirigió a la sacristía seguido por el carcelero. Este salió al cabo de un momento, se dirigió a Schwejk, lo sacó del grupo de los veinte calzoncillos y lo llevó a la sacristía.
El cura estaba cómodamente sentado sobre la mesa liándose un cigarrillo.
Cuando Schwejk entró dijo:
—¡Dé modo que aquí está! Lo he pensado bien y creo que le he visto el juego, ¿entendido, sinvergüenza? Es la primera vez que alguien prorrumpe en llanto en la iglesia.
Bajó de la mesa de un salto y sacudiendo a Schwejk por los hombros debajo del grande y melancólico cuadro de San Francisco de Sales gritó:
—¡Sinvergüenza, confiesa que sólo has llorado en broma!
Y San Francisco de Sales dirigió a Schwejk una interrogadora mirada. Del lado opuesto miró a Schwejk un turbado mártir que tenía en la parte trasera los dientes de una sierra con la que los famosos mercenarios romanos le estaban serrando. Su rostro no reflejaba el dolor de la tortura pero tampoco la alegría y la transfiguración del mártir. Sólo se le veía alterado, como si quisiera decir: «¿Cómo me ha llegado a ocurrir esto? ¿Qué es lo que estáis haciendo conmigo, señores míos?»
—Pater —dijo Schwejk muy serio jugándoselo todo a una sola carta—, confieso ante Dios todopoderoso y ante vos, reverendísimo padre, que estáis en el lugar de Dios, que verdaderamente sólo he llorado en broma. He visto que a su sermón le faltaba el pecador arrepentido que usted ha estado buscando todo el rato y he querido darle esa alegría para que no piense que ya no hay hombres honrados y además quería hacer una broma para sentirme aliviado.
El capellán miró inquisitivamente el ingenuo rostro de Schwejk.
Un rayo de luz jugueteaba sobre el austero cuadro de San Francisco y al alterado mártir de la pared de enfrente le daba una cálida expresión.
—Empieza a gustarme —dijo el cura sentándose de nuevo sobre la mesa—. ¿A qué regimiento pertenece? —y empezó a eructar.
—Pertenezco y no pertenezco al regimiento 91. No tengo ni idea de lo que ocurre conmigo, pater.
—Entonces, ¿por qué está aquí? —preguntó el cura sin dejar de eructar.
De la capilla penetraron los sones del armónium que sustituía al órgano. El músico, un maestro que estaba encerrado como desertor, tocaba las más deplorables melodías de iglesia. Estos sonidos se mezclaron con los eructos del cura dando como resultado una escala dórica.
—Realmente no sé por qué estoy aquí. Pero no me quejo, pater. Tengo muy mala suerte; lo hago todo siempre con la mejor intención y al final me ocurre lo peor, como a aquel mártir del cuadro.
El cura miró el cuadro, rió y dijo:
—Me gusta usted; de verdad. Tengo que pedirle al juez militar que me dé informes sobre usted. Pero ahora no voy a hablar más. Quiero quitarme de encima la santa misa. ¡Retírese! ¡Rompan filas!
Cuando Schwejk volvió al grupo patrio de los calzoncillos, debajo del púlpito, le preguntaron qué le había dicho el cura en la sacristía. Él contestó muy seca y brevemente:
—Está borracho.
La nueva actuación del pater; la santa misa, fue seguida por todos con gran atención y franca simpatía. Uno de debajo del púlpito apostó incluso a que al cura se le caería la custodia de las manos. Apostó toda su ración de pan contra dos bofetadas y ganó la apuesta.
Lo que llenaba el alma de todos al ver las ceremonias del cura no era misticismo de creyentes ni piedad de verdaderos católicos; era un sentimiento como el que se tiene en el teatro, cuando desconocemos el argumento de la obra, la acción se embrolla y nosotros esperamos con curiosidad cómo acabará. Ellos quedaron absortos contemplando el espectáculo que ofrecía en el altar el cura, con su gran espíritu de sacrificio.
Se entregaron al placer estético del ornamento que el cura se había puesto del revés y con íntima comprensión y fervor contemplaron lo que sucedía en el altar. El pelirrojo monaguillo, un desertor de los círculos eclesiásticos, especialista en pequeños robos al regimiento 28, estaba empeñado en recordar de memoria toda la técnica y el texto de la santa misa. Era al mismo tiempo monaguillo y apuntador del pater, el cual se saltaba frases enteras con completa despreocupación y en lugar de leer en el misal la misa de costumbre llegó a la de adviento, que empezó a cantar para regocijo general del público. No tenía voz ni oído y bajo la bóveda de la capilla sonaron aullidos y chillidos como si aquello fuera una pocilga.
—Hoy está borracho —dijeron plenamente satisfechos los que se encontraban delante del altar—. ¡La ha cogido buena! ¡Ya va bien arreglado! Seguro que se ha emborrachado en casa de las mujeronas.
Y quizás ya por tercera vez se oyó desde el altar el canto del Ite, missa est, como el grito de guerra de los indios, de tal manera que las ventanas temblaron.
Luego el cura volvió a mirar el cáliz por si había quedado alguna gota de vino, hizo un gesto de contrariedad y se dirigió a su auditorio:
—Bien, ahora podéis ir a casa, sinvergüenzas; ya hemos terminado. He notado que no mostráis la verdadera piedad que debierais revelar cuando estáis en la iglesia en presencia del Santísimo Sacramento del altar, pillos. Cara a cara con Dios Nuestro Señor y no os avergonzáis de reír, de toser y de cuchichear, de hacer ruido con los pies, ni siquiera estando yo que represento a la Virgen María, a Jesucristo y a Dios Padre, sinvergüenzas. Si esto se repite la próxima vez os enseñaré la manera de comportarse como es debido para que sepáis que no sólo existe el infierno de que os hablé la última vez, sino que también hay un infierno en la tierra y que aunque queráis libraros del primero de éste no os libraréis. ¡Retírense!
El capellán, que llevaba de manera tan bella esta condenadamente antigua obra de beneficencia, visitar a los presos, desapareció en la sacristía, se cambió, llenó el vaso con vino de misa, lo bebió y con ayuda de su monaguillo montó en el caballo que estaba atado en el patio. Pero entonces se acordó de Schwejk, bajó y se fue a la oficina a ver al juez militar Bernis.
El juez militar de instrucción Bernis era un hombre sociable, bailarín cautivador y un sujeto moralmente depravado. Se aburría muchísimo y escribía versos en alemán para sus álbums de modo que siempre disponía de provisiones. Era la parte más importante de todo el aparato, pues tenía una cantidad tan desorbitada de restos y de actas extraviadas que imponía respeto a todo el tribunal militar de Hradschin. Solía perder el material de la acusación y se veía forzado a inventarse otro nuevo: Confundía los nombres, perdía el hilo de las acusaciones y tejía otro, lo que se le ocurría. Condenaba a desertores por robo y a ladrones por deserción. Estaba complicado incluso en procesos políticos que no eran más que pura fantasía. Hacía los más inverosímiles juegos de manos para culpar a los acusados de delitos que éstos jamás hubieran podido soñar. Inventaba delitos de lesa majestad y a aquellos cuya acusación se había perdido en ese impenetrable caos de expedientes y demás escritos los condenaba por cargos que él mismo imaginaba.
—¡Hola! —dijo el cura dándole la mano—. ¿Qué tal?
—Pasable —contestó el juez de instrucción Bernis—. Me han revuelto todo el material y ahora ni el diablo sabe cómo va. Ayer mandé que subieran el material que ya había estudiado sobre un caso de insurrección y me lo han devuelto porque al parecer no se trata de insurrección sino de robo de conservas. Y eso que por prudencia puse otro número. Cómo ha caído en ello, sólo Dios lo sabe —dijo el juez y escupió.
—¿Aún juegas a cartas? —le preguntó el cura.
—Con las cartas lo he perdido todo. Últimamente jugué con el calvo coronel Makao y se lo hice tragar todo. Pero sé de una chica mona. ¿Y tú que haces, santo padre?
—Necesito un asistente —dijo el cura—. Hace poco tuve un viejo tenedor de libros sin formación académica, un mulo de primera. Se pasaba el día refunfuñando y pidiendo a Dios que lo protegiera, de modo que lo envié al frente con el primer batallón. Quiere decirse que el batallón quedó completamente aniquilado. Luego me enviaron a un tipo que no hacía más que sentarse en la taberna y beber a mi cuenta. Era bastante pasable pero le sudaban los pies de modo que también lo envié al frente. Hoy en el sermón he encontrado a un tipo que ha empezado a llorar en broma. Un hombre así me iría bien. Se llama Schwejk y está en el número 16. Me gustaría saber por qué lo han encerrado y si se puede arreglar para que me lo manden.
El juez militar buscó en los cajones el expediente de Schwejk pero como de costumbre no pudo encontrar nada.
—Debe tenerlas el capitán Linhart —dijo después de buscar mucho rato—. ¡Sabrá el diablo adónde van a parar todos mis expedientes! Probablemente se lo envié a Linhart. Ahora mismo lo telefoneo… ¿Oiga? Aquí el teniente y juez militar Bernis. Por favor, capitán, ¿tiene usted el expediente de un tal Schwejk? ¿Que he de tenerlo yo? Me extraña mucho. ¿Que se lo quité a usted? Eso sí que me extraña. Está en la número 16. Ya sé que tengo el número 16, capitán, pero me pareció que el expediente de Schwejk lo tenía usted traspapelado por cualquier parte. ¿Que insiste en que no hable así? ¿Que usted no tiene nada traspapelado? Oiga, oiga…
El juez militar Bernis se sentó a la mesa y habló irritado del desorden con que se llevaban a cabo las investigaciones. Ya hacía tiempo que entre él y el capitán Linhart reinaba cierta enemistad, enemistad en la que ambos eran extraordinariamente consecuentes. Si llegaba a manos de Bernis un expediente que pertenecía a Linhart, Bernis lo traspapelaba y nadie podía encontrarlo. Linhart hacía lo mismo con los expedientes que pertenecían a Bernis. Se perdían mutuamente los documentos. [16]
El expediente de Schwejk fue hallado en el archivo–militar después de la guerra con la siguiente nota: «Tiene la intención de desenmascararse y declararse contra la persona de nuestro soberano y nuestro Estado». Su expediente estaba junto al de un tal Josef Koudela. En el sobre había una crucecita y debajo «liquidado» y la fecha.
—De modo que Schwejk se me ha perdido —dijo el juez militar—. Lo haré llamar y si confiesa que es inocente lo dejaré libre y te lo mandaré. Tú ya lo arreglarás con el regimiento.
Después que el cura se marchó el juez Bernis pidió que le llevaran a Schwejk y le ordenó que se quedara en la puerta porque acababa de recibir un telegrama telefónico por el que se le comunicaba que el capitán Linhart, de la oficina número 1, se había hecho cargo del material referente a la acusación número 7267 que concernía al soldado de infantería Maixner.
Mientras tanto Schwejk examinó la oficina del juez militar.
No puede afirmarse que le diera una impresión muy favorable, sobre todo por las fotografías de las paredes, que representaban diversas ejecuciones llevadas a cabo por el ejército en Galizia y Serbia. Eran fotos artísticas de cabañas y árboles incendiados cuyas ramas se desplomaban bajo el peso de los ajusticiados. Especialmente conseguida era una de Serbia con una familia ahorcada: un niño pequeño, el padre y la madre; dos soldados con bayoneta vigilan el árbol de los ajusticiados y un oficial vencedor fuma un cigarrillo en primer plano. Al otro lado, al fondo, puede verse la cocina de campaña en plena actividad.
—Bueno, ¿qué pasa con usted, Schwejk? —preguntó el juez militar dejando el telegrama con las actas—. ¿Qué ha organizado?, ¿quiere confesar o esperar a que esté redactada la acusación contra usted? No se puede seguir así. No crea que comparecerá ante un tribunal en el que oirá a unos civiles atontados. Comparecerá ante un real e imperial consejo de guerra. Su única salvación de una condena severa y justa puede ser la confesión.
El juez militar Bernis tenía un método particular cuando había perdido el material del acusado. No había en ello absolutamente nada especial y por tanto no podemos extrañarnos de que los resultados de tales indagaciones e interrogatorios fueran nulos en todos los casos.
El juez militar se creía extraordinariamente agudo porque sin poseer material contra el acusado, sin saber de qué se le acusaba ni por qué motivo estaba en la prisión militar, mediante la observación de la conducta y por la fisonomía del presentado e interrogado deducía el motivo por el que había sido encerrado.
Su agudeza y su conocimiento de la humanidad eran tan grandes que a un gitano que estaba en la prisión militar por robar algunas docenas de piezas de ropa interior (trabajaba en un almacén) lo culpó de un delito político y afirmó que el acusado había hablado en una taberna con unos soldados sobre la creación de un Estado nacional independiente que estaría formado por la corona bohema y por Eslovaquia y en cuya cabeza habría un rey eslavo.
—Tenemos documentos —le dijo al desdichado gitano—; no tiene más solución que confesar en qué taberna ha cometido el delito y de qué regimiento eran los soldados que le escuchaban y cuándo fue.
El desgraciado gitano se inventó incluso la fecha, el restaurante y el regimiento de sus presuntos oyentes y al terminar el interrogatorio, sencillamente, se escapó.
—No quiere confesar —dijo el juez militar viendo que Schwejk estaba callado como una tumba—. ¿No quiere decir por qué está aquí, por qué le han encerrado? Al menos podría decírmelo antes de que se lo diga yo mismo. Vuelvo a advertirle que ha de confesar. Es mejor para usted porque si lo hace aligera la investigación y suaviza la pena. Aquí esto es igual que con los civiles.
—A sus órdenes —dijo la bondadosa voz de Schwejk—. Estoy aquí, en la prisión militar, por expósito.
—¿Qué quiere decir?
—A sus órdenes. Puedo explicarlo de una manera muy sencilla. En nuestra calle hay un carbonero que tenía un niño de dos años, un niño completamente inocente que una vez se fue a pie de Weinberge a Lieben. La policía lo encontró allí sentado en una acera. Entonces se lo llevó a la comisaría y lo encerró, al niño de dos años. Como ve el niño era completamente inocente y no obstante lo encerraron. Y si hubiera podido hablar y alguien le hubiera preguntado por qué estaba allí él tampoco lo hubiera sabido. Y a mí me ocurre esto más o menos. Yo también soy un expósito.
La aguda mirada del juez militar pasó por el rostro y la figura de Schwejk. El ser que se encontraba ante él irradiaba tal indiferencia e inocencia que Bernis, excitado, empezó a pasear de un lado a otro de la habitación. Y si no hubiera prometido al cura que le enviaría a Schwejk sabe Dios lo que a éste le hubiera sucedido.
Al final el juez se detuvo junto a la mesa.
—Oiga —dijo a Schwejk que le miraba con indiferencia—. Si vuelvo a encontrarlo alguna vez se acordará de mí. ¡Llévenselo!
Cuando devolvieron a Schwejk a la número 16 el juez militar mandó llamar al carcelero Slawik.
—Hasta nueva orden —dijo escuetamente—, Schwejk estará a disposición del pater. Que redacten la baja y se lo lleven al cura con dos hombres.
—¿Tiene que ir atado por el camino, mi teniente?
El juez militar dio un puñetazo en la mesa.
—¡Es usted imbécil! Le he dicho claramente que redacten la baja.
Y todo lo que se había acumulado aquel día en el alma del juez militar: el capitán Linhart y Schwejk, se derramó como un torrente sobre el carcelero. El juez acabó con las palabras:
—¡Y ahora comprenderá que es usted un redomado imbécil!
En lo que respecta a Schwejk, el carcelero decidió dejarlo dormir en la prisión militar al menos una noche para que «disfrutara de algo más».
La noche que pasó Schwejk en la prisión militar constituye uno de sus más agradables recuerdos. Junto a la número 16 se encontraba la celda de castigo, un lóbrego rincón, la celda en la que también aquella noche se oían los gemidos de un soldado encerrado al que el sargento mayor Repa rompió las costillas a causa de cualquier falta contra la disciplina y por orden del carcelero Slawik.
Al cesar los gemidos, en la número 16 pudo oírse el crujido de los piojos que caían en manos de los detenidos que los buscaban.
Sobre la puerta, en una abertura de la pared, la humeante lámpara de petróleo provista de alambres protectores, despedía su débil luz. El mal olor del petróleo se mezclaba con el natural hedor de los cuerpos humanos sin lavar y con la peste del cubo, cuya superficie se repartía cada vez que se usaba y echaba en la número 16 una nueva ola de perfume.
La mala alimentación provocaba en todos un lamentable proceso digestivo y la mayoría soltaba sus ventosidades en la calma de la noche, de modo que se contestaban mutuamente con estas señales y hacían muchas bromas.
En los pasillos podía oírse el acompasado paso de la guardia. De vez en cuando se abría el agujero de la puerta y el vigilante miraba por la mirilla.
En el caballete de en medio una voz contaba en tono apenas perceptible:
—Antes de intentar escapar y antes de que me trajeran aquí con vosotros estaba en la número 12. Allí están los «bastante leves». Una vez nos trajeron a un hombre de no sé dónde, de fuera. Al pobre le habían caído quince días por haber dejado dormir soldados en su casa. Primero pensaron que era una conspiración pero luego se aclaró que lo había hecho por dinero. Tuvieron que encerrarle con los más leves, pero como állí estaba todo ocupado vino con nosotros. ¡La de cosas que se trajo de su casa y las que le enviaron porque le permitieron alimentarse y restablecerse! ¡Podía fumar incluso! Tenía dos jamones, unas rebanadas de pan gigantescas, huevos, mantequilla, cigarrillos, tabaco; bueno, lo tenía en dos sacos. Y aquel tipo se pensaba que iba a comérselo él solo. Empezamos a pedirle limosna y a decirle cómo no se le había ocurrido compartirlo con nosotros tal corno lo habían hecho los demás cuando habían tenido algo y el muy avaro nos dijo que no, que estaría encerrado quince días y que con las coles y las patatas podridas, que es lo que nos daban de comer, se echaría el estómago a perder, que él nos daría toda su comida y el pan de munición porque no le gustaba, que podíamos repartírnoslo o turnarnos. Os digo que era un hombre tan fino que no quiso sentarse ni una sola vez en el cubo y esperaba a que llegara el paseo del día siguiente para poder hacerlo en la letrina del patio. Estaba tan bien acostumbrado que se trajo incluso papel higiénico. Nosotros le dijimos que su ración nos importaba un pito y lo contemplamos uno, dos, tres días. El tipo devoraba jamón, se untaba el pan con mantequilla, comía huevos, en fin, vivía. Fumaba cigarrillos y no quiso darle nunca a nadie ni una bocanada. Decía que no podíamos fumar y que si el guardia nos veía nos encerraría. Como he dicho lo contemplamos tres días pero a la cuarta noche pusimos manos a la obra. El tipo se levantaba pronto y he olvidado deciros que por la mañana, a mediodía y por la noche, antes de empezar a cebarse, rezaba siempre bastante rato. Bueno, después de rezar se puso a buscar los sacos de provisiones debajo del catre. Sí, los sacos estaban allí, pero desecados, arrugados como una ciruela pasa. Empezó a gritar que le habían robado, que sólo le habían dejado el papel higiénico. Luego pensó que le habíamos gastado una broma y lo habíamos escondido en alguna parte y nos dijo alegremente: «Ya sé que sois unos farsantes, sé que me lo devolveréis, pero lo habéis conseguido». Uno de Lieben que estaba allí con nosotros dijo: «¿Sabe qué? Cúbrase con la manta y cuente hasta diez y luego mire en sus sacos». Él se cubrió como un chico obediente y contó: uno, dos, tres… El de Lieben le dijo: «No tan aprisa, tiene que hacerlo despacio». Y entonces, debajo de la manta empezó a contar despacio, pausadamente uno… dos… tres… Al llegar a diez salió del caballete y echó un vistazo a sus sacos. «¡Jesús, María, José!» empezó a gritar. «¡Si están tan vacíos como antes!», y ponía una cara tan tonta que todos nos moríamos de risa. Pero el de Lieben dijo: «Vuelva a intentarlo». Y ¿queréis creer que estaba tan atontado que volvió a probarlo? Cuando vio que no había más que el papel higiénico empezó a golpear la puerta y a gritar: «¡Me han robado, me han robado, socorro, abrid!» Entonces entraron y llamaron al carcelero y al sargento mayor Repa. Nosotros dijimos todos que se había vuelto loco, que ayer estuvo comiendo hasta avanzada la noche y se lo había acabado todo. Él no hacía más que llorar y decir: «¡Pero las migajas tienen que estar en alguna parte!» Entonces buscaron las migajas y no las encontraron porque nosotros también habíamos sido listos. Lo que no habíamos podido comer lo enviamos por correo en una cuerda al segundo piso. No pudieron probarnos nada a pesar de que el pobre imbécil seguía repitiendo: «Pero las migajas tienen que estar en alguna parte». No nos comió nada durante todo el día y cuidó de que nadie comiera ni fumara. Al día siguiente, a mediodía tampoco tocó la comida pero por la noche probó las patatas podridas y la col, sólo que ya no rezó como antes al empezar con el jamón y los huevos. Entonces a uno le mandaron una botella y él empezó a hablarnos. Era la primera vez que lo hacía y era para que le diéramos un sorbo. ¡Y un cuerno le dimos!
—Ya temía que se lo hubierais dado —observó Schwejk—. Hubiera estropeado toda la narración. Tanta generosidad sólo existe en las novelas, pero en la prisión militar y bajo estas circunstancias hubiera sido una estupidez.
—Y ¿no le disteis una buena tunda? —preguntó uno.
—Nos olvidamos.
Entonces comenzó un breve debate por si hubieran tenido que darle una tunda o no. La mayoría opinaba que sí.
La conversación fue apagándose poco a poco. Se quedaron dormidos mientras se rascaban las axilas, el pecho y el vientre, aunque la mayor parte de los piojos vive en la ropa. Se durmieron tapándose la cabeza con las mantas llenas de piojos para que la lámpara de petróleo no los molestara…
A las ocho de la mañana llevaron a Schwejk a la oficina.
—Junto a la puerta de la oficina, a la izquierda, hay una escupidera en la que echan colillas —aleccionó a Schwejk un detenido—. Y en el primer piso también pasarás por una. El pasillo no lo barren hasta las nueve; todavía habrá algo.
Pero Schwejk frustró sus esperanzas, pues ya no regresó a la 16. Diecinueve calzoncillos hicieron toda clase de cábalas y suposiciones.
Un pecoso soldado de la guardia territorial que era quien tenía más fantasía creía que Schwejk había disparado contra su capitán y que lo habían llevado a Motol para ejecutarlo.