8. Schwejk como farsante
En aquella gran época los médicos militares se daban un trabajo increíble para hacer salir de los farsantes el diablo del sabotaje y devolverlos de nuevo al seno del ejército.
Había varios grados de tortura para los farsantes y sospechosos de serlo, como tuberculosos, reumáticos, herniados, nefríticos, enfermos de tifus, diabéticos, gente con pulmonía y otras enfermedades.
La tortura a que eran sometidos los farsantes estaba minuciosamente reglamentada y sus grados eran los siguientes:
1. Dieta absoluta. Una taza de té por la mañana y por la noche durante tres días con la que se administrará a todos, sin tener en cuenta la dolencia que padezcan, una aspirina para sudar.
2. Para quitarles la idea de que la guerra es dulce como la miel se les administrarán abundantes porciones de quinina en polvo o de la llamada «quinina para chupar».
3. Dos veces al día limpieza de estómago con un litro de agua caliente.
4. Una lavativa de agua jabonosa y glicerina.
5. Se les envolverá en una sábana mojada con agua fría.
Había hombres valientes que superaban los cinco grados de la tortura y a los que llevaban en un sencillo ataúd al cementerio de los soldados. Pero también había hombres pusilánimes que al llegar a la lavativa decían que ya se encontraban bien y que lo único que deseaban era irse al frente con el próximo batallón que saliera.
A Schwejk lo llevaron a la enfermería de la prisión del cuartel, precisamente entre este tipo de farsantes pusilánimes.
—Ya no lo aguanto más —dijo el de la cama de al lado, que había sido traído de la sala de consulta donde acababan de limpiarle el estómago por segunda vez.
Este hombre fingía ser corto de vista.
—Prefiero ir al regimiento —decidió el vecino de la izquierda que acababa de recibir una lavativa y que pretendía ser sordo como una tapia.
En la cama que había junto a la puerta se encontraba un tísico moribundo envuelto en una sábana mojada con agua fría.
—Ya es el tercero esta semana —observó el vecino de la derecha—. Y a ti, ¿qué te pasa?
—Tengo reuma —contestó Schwejk.
Siguieron sinceras carcajadas procedentes de todos los lados. Rió incluso el tísico moribundo que fingía ser tuberculoso.
—Aquí no nos vengas con reumatismo —dijo a Schwejk un hombre gordo—. Aquí el reumatismo no es nada. Yo estoy anémico, me falta medio estómago y cinco costillas y nadie me cree. A un sordomudo que estuvo aquí lo envolvieron quince días en una sábana mojada con agua fría cada media hora, le dieron una lavativa cada día y le vaciaron el estómago. Todos los enfermos decían que se lo había ganado y que iría a casa, hasta que el doctor le recetó algo para vomitar. Entonces se doblegó. «No puedo hacerme más el sordomudo», dijo: «vuelvo a tener habla y oído». Todos los enfermeros trataron de convencerle para que no se echara al abismo, pero él siguió empeñado en que hablaba y oía como los demás y lo comunicó en la inspección de la mañana.
—Ya se había aguantado suficiente tiempo —observó un hombre que fingía tener un pie un centímetro más corto que el otro—. No como aquel que pretendía que le había dado un ataque de apoplejía. Tres quininas, una lavativa y un día de ayuno fueron suficientes. Confesó y antes de que le vaciaran el estómago, de la apoplejía ya no quedaba ni rastro. Quien más aguantó fue aquel al que había mordido un perro rabioso. Mordía y aullaba de verdad; lo hizo muy bien, pero no consiguió sacar espuma por la boca. Lo ayudamos como pudimos. Un par de veces estuvimos haciéndole cosquillas toda una hora antes de que pasara la inspección hasta que le dieron calambres y se puso todo azul, pero la espuma no quiso salir. Fue espantoso. Cuando se rindió en la inspección, por la mañana, nos dio lástima. Se puso de pie sobre la cama, como si fuera un cirio, saludó y dijo: «A sus órdenes, doctor. El perro que me mordió probablemente no era rabioso». El médico lo miró de una manera tan particular que al mordido empezó a temblarle todo el cuerpo y prosiguió: «Doctor, no me mordió ningún perro; yo mismo me mordí la mano». Tras esta confesión iniciaron una investigación contra él por mutilación voluntaria del propio cuerpo, por haberse mordido la mano para no tener que ir al campo de batalla.
—Todas estas enfermedades con las que hay que tener espuma en la boca son difíciles de simular —dijo el farsante gordo—. La epilepsia, por ejemplo. Aquí también hubo uno con epilepsia que siempre nos dijo que no le venía de una convulsión de modo que a veces tenía diez en un día. Se retorcía, cerraba los puños, sacaba los ojos hacia fuera y parecía que mirara fijamente, daba puñetazos, sacaba la lengua, en fin, ya os digo, una magnífica epilepsia de primera clase, una epilepsia auténtica. De repente se quedó sin poder mover la cabeza, sentarse ni estar echado y entonces se acabaron las convulsiones y el tirarse al suelo. Tuvo fiebre y con la fiebre lo descubrió todo en la inspección. Y entonces nos fastidió de verdad porque estuvo tres días así y le dieron la segunda dieta: por la mañana café con un panecillo, por la noche caldo o sopa, y nosotros con el estómago vacío y hambriento a dieta absoluta tuvimos que contemplar cómo el tío devoraba, chasqueaba con la lengua al comer y de puro harto bufaba y eructaba. Así echó a tres al abismo: confesaron. Sufrían una insuficiencia cardíaca.
—Lo más fácil de simular es la locura —dijo uno de los farsantes—. En la habitación de al lado hay dos de nuestro claustro de profesores. Uno se pasa el día y la noche gritando: «La hoguera de Giordano Bruno todavía echa humo; ¡renovad el proceso de Galileo!», y el otro ladra, primero tres veces despacio: uau, uau, uau…, luego cinco veces aprisa; uauuauuauuauuau, después otra vez despacio y así siempre. Lo ha aguantado más de tres semanas. Yo al principio también quería hacerme el loco, quería simular locura religiosa, predicar sobre la infalibilidad del papa, pero al final un barbero me proporcionó cáncer en el estómago por cinco coronas.
—Conozco a un deshollinador de Brewnow que por diez coronas te pone una fiebre que saltas por la ventana —observó otro paciente.
—Esto no es nada —dijo otro—. En Wrschowitz hay una comadrona que por veinte coronas te disloca la pierna tan bien que te quedas inválido para toda la vida.
—A mí me han dislocado la pierna por cinco coronas —dejó oír una voz desde una cama que había junto a la ventana.
—A mí mi enfermedad ya me ha costado más de doscientas —explicó su vecino—. Decidme el veneno que queráis, no encontraréis ninguno que todavía no haya tomado. Soy un almacén de veneno vivo. He bebido sublimado, he respirado vapores de mercurio, he masticado arsénico, he fumado opio, he bebido tintura de yodo, me he echado morfina al pan, he tragado estricnina, he bebido una mezcla fosforosa de azufre y ácido sulfuroso. Me he arruinado el hígado, los pulmones, los riñones, la bilis, el seso, el corazón, los intestinos. Nadie sabe qué enfermedad padezco.
—Lo mejor es inyectarse petróleo en el brazo, debajo de la piel —afirmó alguien desde la puerta—. Mi primo tuvo tanta suerte que le cortaron el brazo hasta el codo y hoy no tiene que preocuparse por el servicio.
—Bueno, fijaos —dijo Schwejk— todo esto hay que aguantarlo por nuestro emperador. Incluso el vaciado de estómago y la lavativa. Hace años, cuando estaba en mi regimiento, era mucho peor. Al enfermo lo ataban, le ponían grillos y lo metían en la cárcel para que se curara. Allí no había caballetes ni escupideras, sólo un catre y los enfermos se echaban en él. Una vez uno tuvo tifus de verdad y el de al lado viruela negra. Los dos llevaban grillos y el médico del regimiento les dio un golpe en la barriga y les dijo que eran unos farsantes. Luego cuando murieron estos dos soldados se llevó el asunto al parlamento y salió en el periódico. En seguida nos prohibieron leer estos periódicos y nos inspeccionaron las maletas para ver quién los tenía. Y como yo siempre tengo tan mala suerte no encontraron nada en todo el regimiento, sólo en la mía. Entonces me formaron causa y nuestro coronel, el muy imbécil, Dios lo tenga en su gloria, empezó a gritarme que estuviera firme y preguntó quién había escrito aquello en aquel periódico y que si no me pegaría hasta que estuviera negro. Entonces vino el médico del regimiento, agitó los puños delante de mis narices y gritó: «¡Usted, perro maldito, usted, miserable, puerco infeliz, tú granuja socialista, tú!» Yo que los miro a todos francamente a los ojos sin parpadear ni una sola vez y guardo silencio, con la mano junto a la gorra y la izquierda en la costura de los pantalones. Ellos corren a mi alrededor como perros, me ladran, y yo sigo como si nada. Callo, doy testimonio de respeto, con la mano izquierda en la costura de los pantalones. Habría pasado tal vez media hora cuando el coronel vino corriendo hacia mí y gritó: «¿Eres un idiota o no eres un idiota? Veintiún días de arresto por estupidez, dos días de ayuno semanales, un mes de arresto de cuartel, cuarenta y ocho horas esposado, encerrarlo inmediatamente, no darle de comer, ponerle grillos para que vea que el tesoro público no tiene necesidad de estúpidos. Ya te quitaremos los periódicos de la cabeza, embustero». Mientras yo refunfuñaba en el cuartel ocurrieron milagros. Nuestro coronel prohibió a los soldados que leyeran los periódicos, ni siquiera el Prazké Urední Noviny. En la cantina no pudieron envolver la salchicha y el queso con papel de periódico. Desde entonces los soldados empezaron a leer y nuestro regimiento se transformó en el más culto. Leímos todos los periódicos y en todas las compañías se hicieron versos y canciones sobre nuestro coronel y cuando pasaba algo en el regimiento siempre se encontró en la tropa un benefactor que lo llevara al periódico con el título: «Malos tratos a los soldados». Y no bastó con esto. Escribieron a Viena, al diputado, diciendo que tenían que ocuparse de ellos, y presentaron una interpelación tras otra diciendo que nuestro coronel era una bestia y cosas de ésas. Un ministro nos envió una comisión para que hiciera indagaciones sobre ello y entonces a un tal Franta Hentschl le cayeron dos años porque había sido él quien se había dirigido a Viena por la bofetada que el coronel le había dado en el campo de ejercicios. Luego, cuando la comisión se marchó, nuestro coronel nos hizo formar a todo el regimiento y dijo que un soldado es un soldado, que tiene que cerrar el pico y seguir su servicio aunque haya cosas que no le gusten, que si no lo que se hacía era cometer actos de insubordinación. «De modo que vosotros, canallas, creíais que esta comisión iba a ayudaros», dijo el coronel. «¡Y un jamón que os ayudará! Y ahora todas las compañías desfilarán delante mío y repetirán en voz alta lo que he dicho». Así pues, marchamos una compañía tras otra mirando a la derecha, adonde estaba el coronel, con la mano en el portaescopetas, y le gritamos: «De modo que nosotros, canallas, creíamos que esta comisión iba a ayudarnos. ¡Y un jamón que nos ayudará!» El coronel rió tanto que tuvo que apretarse la barriga, hasta que pasó la undécima compañía. Esta marchó con paso firme y cuando llegó al coronel, nada, silencio, ni una palabra. El coronel se puso colorado como un tomate y le mandó que retrocediera para repetirlo. Desfila y calla una hilera tras otra mirando descaradamente al coronel. —¡Descanso!—, dice el coronel y se pasea por el patio arriba y abajo dándose latigazos en la caña de la bota, escupe, luego de repente se detiene y grita: «¡Rompan filas!», se sienta en el caballo y se va. Nosotros esperamos para ver qué le pasaría a la undécima compañía y como si nada. El coronel no volvió a aparecer por el cuartel. Tanto la tropa como los grados y oficiales se alegraron mucho. Entonces nos mandaron a otro coronel y del anterior dijeron que estaba en el sanatorio porque había escrito con su propia mano una carta a Su Majestad el Emperador diciendo que la undécima compañía se había sublevado.
Llegó el momento de la inspección de la tarde.
El médico militar Grünstein fue de cama en cama, y detrás suyo un suboficial de sanidad con el libro de registro.
—¿Makuna?
—¡Aquí!
—¡Lavativa y aspirina! ¿Pokorny?
—¡Aquí!
—¡Vaciado de estómago y quinina! ¿Kowarik?
—¡Aquí!
—¡Lavativa y aspirina! ¿Kotatko?
—¡Aquí!
—¡Vaciado de estómago y quinina!
Y así uno tras otro, sin piedad, mecánica y rápidamente.
—¿Schwejk?
—¡Aquí!
El doctor Grünstein contempló al nuevo elemento.
—¿Qué le pasa?
—A sus órdenes. Tengo reuma.
Durante sus años de ejercicio el doctor Grünstein había adoptado una fina ironía, cuyo efecto era mucho más eficaz que los gritos.
—¡Ajá, reuma! —le dijo a Schwejk—. Entonces tiene usted una enfermedad extremadamente grave. Es una verdadera casualidad tener reuma cuando acaba de estallar una guerra mundial y hay que ir al frente. Supongo que debe disgustarle muchísimo.
—Me disgusta muchísimo, doctor.
—¡Fíjate, le disgusta! Es muy bonito por su parte que se haya acordado de su reumatismo precisamente ahora. En tiempos de paz un pobre diablo como ése corre como un corzo, pero en cuanto estalla la guerra en seguida tiene reuma y le fallan las rodillas. ¿Le duelen las rodillas?
—A sus órdenes. Sí.
—Y no puede dormir en toda la noche, ¿verdad? El reuma es una enfermedad muy peligrosa, dolorosa y grave. Aquí ya hemos pasado muchas experiencias con reumáticos. La dieta absoluta y el resto de nuestro tratamiento han dado muy buenos resultados. Aquí se curará antes que en Pystian y marchará al frente con tan grandes energías que detrás suyo se levantarán remolinos de polvo.
Dirigiéndose al suboficial de sanidad dijo:
—Escriba: Schwejk, dieta completa. Dos veces al día vaciado de estómago; una lavativa diaria. Ya veremos cómo sigue. Mientras tanto llévele a la sala de consulta, vacíele el estómago y cuando vuelva en sí póngale una lavativa, pero una buena, que llame a todos los santos para que su reuma se asuste y escape.
Entonces se dirigió a las demás camas y pronunció un discurso lleno de hermosas y razonables sentencias:
—No creáis que estáis delante de un imbécil que deja que le den gato por liebre. A mí vuestra conducta no me afecta. Sé que todos vosotros sois farsantes que queréis desertar del ejército y os trato como a tales. Por mi lado ya han pasado cientos y cientos de soldados como vosotros. En estas camas ha habido montones de hombres a los que lo único que les pasaba era que les faltaba espíritu guerrero. Mientras sus camaradas luchaban en el campo creyeron que podían tumbarse en la cama, estar a régimen y esperar a que la guerra hubiera terminado. Pero se equivocaron, y también vosotros quedaréis defraudados. Aun cuando hayan pasado ya veinte años, os despertaréis gritando cuando soñéis cómo habéis simulado conmigo.
—Doctor —se oyó suavemente desde una cama junto a la ventana—. Ya estoy bien. Por la noche he notado que se me había pasado aquella tos asfixiante.
—¿Se llama?
—Kowarik. Tienen que ponerme una lavativa.
—Bien, la lavativa se la pondrán inmediatamente —decidió el doctor Grünstein— para que no diga que aquí le hemos tratado mal. Bien, y ahora todos los enfermos a los que he nombrado que sigan al suboficial para recibir cada cual lo que le corresponde.
Y cada cual recibió su buena dosis, como se les había prescrito.
Y mientras que algunos hicieron cuanto pudieron por influir con ruegos y amenazas en los realizadores de las órdenes médicas diciéndoles que ellos, los pacientes, también podrían ir a sanidad y que sus atormentadores podrían tal vez caer algún día en sus manos, Schwejk se comportó valientemente.
—No me trates con cuidado —le pidió al esbirro que le daba la lavativa—. Piensa en tu juramento. Aunque estuvieran echados aquí tu padre o tu propio hermano dales la lavativa sin parpadear, Piensa que Austria descansa en estas lavativas y que la victoria es nuestra.
Al día siguiente, durante la inspección el doctor Grünstein preguntó a Schwejk si le gustaba estar en el hospital militar.
Schwejk contestó que era una empresa buena y de elevados fines.
Como recompensa recibió el mismo tratamiento que el día anterior, además de una aspirina y tres polvos de quinina que le echaron en el agua y que tuvo que beber en seguida.
Ni Sócrates bebió el veneno con tanta tranquilidad como Schwejk, en el cual el doctor Grünstein experimentaba todos los grados de tortura.
Cuando lo envolvieron en una sábana mojada en presencia del médico contestó así a la pregunta de si le gustaba:
—Es igual que en la escuela de natación o en la playa, doctor.
—¿Aún tiene reuma?
—La cosa no quiere mejorar, doctor. Schwejk fue sometido a una nueva tortura.
En aquel tiempo la viuda de un general de infantería, baronesa Von Botzenheim, realizó muchas gestiones para encontrar a aquel soldado sobre el que hacía poco Bohemia había publicado un artículo en el que describía cómo él, el inválido, se hizo llevar al reclutamiento en un cochecito gritando: «¡Adelante hacia Belgrado!», lo cual dio lugar a que la redacción de Bohemia invitase a sus lectores a hacer una colecta en beneficio del leal héroe inválido. Finalmente, gracias a una demanda a la jefatura de Policía, se confirmó que se trataba de Schwejk y el resto ya fue fácil de averiguar. La baronesa Von Botzenheim se fue a Hradschin con su señorita de compañía, un criado y un cesto.
La pobre baronesa no tenía idea de lo que significaba estar en el hospital de la prisión del cuartel. Su tarjeta de visita le abrió la puerta de la prisión, en la oficina la recibieron con poco común cortesía, y cinco minutos más tarde ya sabía que el «valeroso soldado Schwejk» por el cual preguntaba estaba en la tercera casucha, cama número 17. La acompañó el desconcertado doctor Grünstein en persona.
Schwejk acababa de sufrir el tratamiento prescrito a diario por el doctor Grüsntein y estaba precisamente en la cama rodeado por un grupo de simuladores extenuados y muertos de hambre que hasta el momento no se habían rendido y luchaban tenazmente con el doctor en el campo de batalla de la dieta absoluta.
Si alguien les hubiera escuchado le hubiera dado la impresión de que se encontraba en compañía de unos glotones, en una escuela superior de cocina o en un curso de gastronomía.
—Pueden comerse incluso los chicharrones de grasa de buey vulgares cuando están calientes —explicaba uno que se encontraba allí por «gastritis catarral crónica»—. Cuando la grasa hierve se escurre y se deja secar, se le echa sal y pimienta y os digo que ni los chicharrones de ganso son tan buenos.
—¡Quita! —dijo el hombre de «cáncer de estómago»—. Como los chicharrones de ganso no hay nada. ¿Qué son los de cerdo a su lado? Claro que tienen que estar muy tostados, como los hacen los judíos. Estos cogen un ganso gordo, le quitan la grasa junto con la piel y lo cuecen bien.
—¿Sabe que se equivoca con lo de los chicharrones de cerdo? —observó el vecino de Schwejk—. Naturalmente quiero decir chicharrones de grasa hechos en casa, lo que se dice chicharrones caseros. Tostados no, pero tampoco que queden sólo dorados. Tiene que ser algo entre estos dos matices. Éstos chicharrones no han de ser blandos ni duros ni tienen que estar crujientes porque entonces es que se han quemado. Tienen que deshacerse en la boca sin que dé la impresión de que la grasa se le cae a uno por la barbilla.
—¿Quién ha comido ya chicharrones de grasa de caballo? —preguntó alguien.
Pero nadie contestó porque en aquel momento entró corriendo el suboficial de sanidad.
—¡Todos a la cama! ¡Viene una baronesa! ¡Que nadie saque sus sucios pies por debajo de la manta!
Ni una archiduquesa hubiera podido entrar con tal majestad como lo hizo la baronesa Von Botzenheim. Detrás suyo iba una escolta completa en la que no faltaba ni siquiera el sargento primero de oficina del hospital, el cual veía en esta visita la mano secreta de la inspección, que iba a arrancarlo a él de la sucia cuba del interior del país para echarlo a las alambradas como presa para los proyectiles. Él estaba pálido, pero el doctor Grünstein aún lo estaba más. La pequeña tarjeta de la baronesa con el título «viuda de general» bailaba ante sus ojos junto con todo lo que podía estar en conexión con ella, como era influencias, protección, quejas, traslado al frente y otras cosas temibles.
—Aquí tenemos a Schwejk —dijo conservando una calma artificial mientras la baronesa Von Botzenheim se acercaba a la cama de Schwejk—. Es muy paciente.
La baronesa Von Botzenheim se sentó en la silla que había acercado a la cama y chapurreando el checo dijo:
—Soldado checo, soldado valiente, soldado inválido ser soldado valeroso. Quiero mucho a austríacos checos. Mientras decía esto acarició las rasposas mejillas de Schwejk. Luego prosiguió:
—He leído todo en periódico. Le traigo comida, tabaco, bebida. Soldado checo, soldado valiente. ¡Acérquese, Juan!
El criado, que con su poblada barba imperial recordaba al asesino ladrón Babinsky, arrastró hacia la cama una enorme cesta mientras la señorita de compañía de la anciana baronesa, una gran dama de rostro lloroso, se sentó en la cama de Schwejk, le arregló el cojín de paja en el que se apoyaba, obsesionada por la idea de que eso es lo que había que hacer por los héroes enfermos.
Mientras tanto la baronesa sacó los regalos de la cesta: una docena de pollos asados envueltos en papel de seda rosa y atados con cintas de seda amarillas y negras y dos botellas de licor con la etiqueta «¡Dios castigue a Inglaterra!». En el otro lado podía verse una etiqueta en la que figuraban Francisco José y Guillermo, dándose las manos como si quisieran jugar a «estaba una liebrecita durmiendo en su hoyo. Pobre liebre, ¿estás enferma y ya no puedes saltar?».
Luego sacó de la cesta tres botellas de vino para convalecientes y dos cajas de cigarrillos, lo extendió todo elegantemente sobre la cama vacía que había al lado de Schwejk y puso también un libro muy bien encuadernado: Acontecimientos de la vida de un monarca, obra del meritísimo redactor jefe de la Hoja Oficial de Praga, que idolatraba al viejo Francisco. Luego puso en la cama un paquete de chocolate, también con la inscripción: «¡Dios castigue a Inglaterra!», e igualmente adornada con el retrato de los emperadores de Austria y Alemania.
En el chocolate ya no se daban la mano; se habían independizado y se daban la espalda. El cepillo de dientes de doble hilera con el letrero «viribus unitis» [12] para que al limpiarse los dientes todos pensaran en Austria, era muy bonito. Un regalo elegante y muy adecuado para el frente y las trincheras era un estuche para la manicura. En la tapa podía verse un proyectil en explosión y un hombre con casco que avanzaba con la bayoneta. Debajo estaba escrito: «Por Dios, el emperador y la patria». El paquete de bizcocho no tenía foto pero en cambio llevaba el verso:
¡Austria, oh noble patria!
enarbola tu bandera,
déjala ondear al viento.
¡Austria ha de ser eterna!
Al otro lado había la traducción al checo.
El último regalo era un jacinto blanco en una maceta. Cuando todo estuvo expuesto sobre la cama la baronesa Von Botzenheim no pudo reprimir las lágrimas. A algunos simuladores muertos de hambre se les hizo la boca agua. La señorita de compañía de la baronesa sostenía a Schwejk, que estaba sentado, y también lloraba. Reinaba un silencio sepulcral que Schwejk interrumpió de repente juntando las manos y diciendo:
—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre, venga a nosotros Tu reino. Perdón, señora, no es así, quería decir: Padre nuestro, Padre celestial, bendícenos estos dones que vamos a gozar gracias a Tu generosidad. Amén.
Tras estas palabras cogió un pollo y empezó a comer seguido por la horrorizada mirada del doctor Grünstein.
—¡Ah, qué bien le sabe al valiente! —susurró la anciana baronesa, entusiasmada, a oídos del doctor—. Ya está bueno, seguro, y puede irse al frente. Verdaderamente estoy muy contenta de que mi regalo haya sido tan oportuno.
Luego pasó de una cama a otra repartiendo cigarrillos y bombones. Después de su ronda volvió a Schwejk y le acarició el cabello mientras decía:
—Dios os proteja.
Y se fue con todo el séquito.
Antes de que volviera el doctor Grünstein, que había acompañado a la baronesa, Schwejk repartió los pollos, que fueron devorados por los pacientes con tal rapidez que el doctor Grünstein sólo encontró un montón de huesos tan limpios como si hubieran estado varios meses expuestos al sol.
También la botella de licor guerrero y las tres de vino estaban vacías. Incluso el paquete de chocolate y el bizcocho habían desaparecido en los estómagos. Alguien había bebido incluso el contenido de la botella de esmalte para las uñas que había en el estuche de la manicura y había mordido la pasta de dientes que acompañaba al cepillo.
Cuando el doctor Grünstein regresó volvió a adoptar la actitud de lucha y pronunció un largo discurso. Se le había quitado un peso de encima porque la visita acababa de marcharse. El montón de huesos roídos confirmó su opinión de que todos los pacientes de aquella sala eran incorregibles.
—¡Soldados! —empezó—, si tuvierais un poco de entendimiento lo hubierais dejado todo tal como estaba y os hubierais dicho: «si devoramos todo eso el doctor no creerá que estamos gravemente enfermos». De esta manera habéis demostrado que no sabéis apreciar mi bondad. Os vacío el estómago, os doy lavativas, me preocupo por teneros a dieta absoluta y vosotros vais y os lo llenáis. ¿Queréis tener una indigestión? Pero os equivocáis. Antes de que vuestro estómago intente digerirlo os lo limpiaré tan a fondo que lo recordaréis hasta que muráis. Incluso les contaréis a vuestros hijos que una vez comisteis pollo y os llenasteis de otras muchas cosas buenas pero no se quedaron en vuestro estómago ni un cuarto de hora porque os lo vaciaron cuando aún estaba caliente. De modo que seguidme uno detrás de otro para que no olvidéis que no soy un imbécil como vosotros sino que soy un poco más listo que todos vosotros juntos. Además os comunico que mañana enviaré una comisión porque ya hace demasiado tiempo que os revolcáis por aquí y porque si podéis ensuciaros el estómago tan lindamente en cinco minutos como acabáis de hacer es que no tenéis nada. Vamos, uno, dos, tres, ¡en marcha!
Cuando le tocó el turno a Schwejk el doctor Grünstein lo miró y el recuerdo de la misteriosa visita le hizo preguntar.
—¿Conoce a la señora baronesa?
—Es mi madrastra —contestó Schwejk—. Me abandonó cuando era muy pequeño y ahora me ha vuelto a encontrar…
El doctor Grünstein dijo secamente:
—Entonces déle a Schwejk otra lavativa.
Por la noche el aspecto de los caballetes era verdaderamente triste. Hacía unas pocas horas todos habían tenido el estómago lleno de cosas buenas y sabrosas y ahora sólo tenían un té flojo y una rebanada de pan.
El número veintiuno dejó oír desde la ventana:
—Compañeros, ¿queréis creer que el pollo me gusta más frito que asado?
Alguien gruñó:
—¡Echadle la manta sobre la cabeza!
Pero después del malogrado banquete todos estaban tan débiles que nadie se movió.
El doctor Grünstein mantuvo su palabra. Por la mañana llegó la famosa comisión formada por médicos militares. Fueron pasando junto a cada cama y lo único que se oía era:
—¡Saque la lengua!
Schwejk la sacó tanto que hizo una estúpida mueca y se le cerraron los ojos.
—Mi lengua no es muy larga, doctor.
Siguió una interesante conversación entre Schwejk y los miembros de la comisión. Schwejk afirmaba que había comunicado esta característica de su lengua temiendo que creyeran que quería esconderla.
En vista de eso la opinión de los miembros de la comisión sobre Schwejk fue extraordinariamente dispar.
La mitad creía que Schwejk era un «tío idiota»; los otros, por el contrario, que era un pillo y que quería burlarse de los militares.
—¡Qué mal tendrían que ir las cosas para que no acabásemos con usted! —gruñó a Schwejk el presidente de la comisión.
Schwejk los miró a todos con la divina tranquilidad de un niño inocente. El médico de la plana mayor se acercó a él.
—¡Me gustaría saber qué es lo que está pensando, puerco marino!
—No estoy pensando absolutamente nada.
—¡Mil rayos! —gritó un miembro de la comisión moviendo ruidosamente el sable—. ¡De modo que no piensa absolutamente nada! ¿Y por qué no piensa nada, elefante siamés?
—No pienso nada porque a los soldados les está prohibido pensar. Cuando hice el servicio, en el 91, el capitán nos decía siempre: «Un soldado no puede pensar por sí mismo; sus superiores piensan por él. Cuando un soldado empieza a pensar ya no es un soldado sino un vulgar civil. Pensar no conduce a nada…»
—¡Cierre el pico! —interrumpió furioso el presidente de la comisión—. Sea como sea ya tenemos informes sobre usted. Este tío quiere que creamos que es un verdadero idiota. No es usted ningún idiota, Schwejk; es usted listo, astuto, es usted un bribón, un impostor, un sinvergüenza, ¿comprende…?
—Comprendo.
—Ya le he dicho que cierre el pico, ¿no lo ha oído?
—He oído que he de cerrar el pico.
—¡Dios del cielo! ¡Entonces cierre el pico! Si yo se lo ordeno ya sabe que tiene que obedecer.
—Ya sé que debo obedecer.
Los oficiales se miraron y llamaron al sargento mayor.
—¡Lleven a ese hombre a secretaría! —dijo el presidente de la comisión señalando a Schwejk— y esperen nuestro informe y nuestro aviso. Ese tipo está más sano que un pez en el agua; sólo finge, habla como una cotorra y se burla de sus superiores. El cree que ustedes están aquí sólo para distraerle y que la guerra es un juego. ¡En la prisión militar le enseñarán que la guerra no es ninguna broma, Schwejk!
Schwejk fue a la oficina con el sargento mayor y en el camino por el patio, tarareó:
Creía que el servicio
no era más que una broma
y que sólo duraba
una o dos semanas…
Y mientras en la oficina los oficiales que estaban de servicio le gritaban que a los tipos como él habría que fusilarlos, la comisión, en las salas de los enfermos, mató a los simuladores. De setenta pacientes sólo se salvaron dos: uno al que una granada había arrancado una pierna y otro que padecía verdadera necrosis.
Estos dos fueron los únicos que no oyeron la palabrita: «Apto». Todos los demás, sin exceptuar ni siquiera a los tísicos moribundos, fueron reconocidos como aptos para prestar sus servicios en el frente.
El médico jefe no permitió que se le privara del placer de pronunciar un discurso. Este estaba entretejido con los más variados insultos y era de pobre contenido. Dijo que todos eran unos puercos y unos animales y que sólo si luchaban con valentía por Su Majestad el Emperador podrían volver a la sociedad humana, que sólo así, cuando acabara la guerra, se les podría perdonar que hubieran querido escaparse del ejército y fingir que estaban enfermos. No obstante él creía que a todos ellos les esperaba la soga.
Un joven médico militar, un alma todavía pura y no corrompida, pidió a su superior que le dejara hablar también a él. Su discurso se distinguió por su optimismo e ingenuidad. Habló mucho y en alemán.
Dijo que todos los que abandonaban el hospital para incorporarse a su regimiento en el frente tenían que ser caballeros y vencedores, que estaba convencido de que manejarían las armas con habilidad y que se comportarían noblemente y como guerreros invencibles en todas las situaciones de la guerra y en su vida privada recordando la gloria de Radetzky y del príncipe Eugenio de Saboya, que con su sangre abonarían los extensos campos para la honra de la casa reinante y que desempeñarían el cometido que la Historia les tenía reservado. Con audacia y sin tener en cuenta la propia vida deberían avanzar bajo las derribadas banderas de su regimiento a nuevas glorias, a nuevas victorias.
En el pasillo el médico jefe dijo a este ingenuo joven:
—Colega, puedo asegurarle que todo eso es inútil. Ni Radetzky ni el príncipe Eugenio de Saboya hubieran hecho soldados de estos imbéciles. Se les puede hablar a las buenas y a las malas, es inútil; los simuladores son una pandilla de canallas.